martes, 27 de junio de 2006

El tiempo y el pozo

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¿Qué estará ocurriendo, en este mismo instante, en la Nebulosa de Orión?

Esta pregunta –dicen los físicos relativistas- no tiene sentido. La simultaneidad de dos hechos en lugares diferentes no existe. Cada objeto en cada lugar del universo está en su propio espacio y – de manera correlativa – en su propio tiempo. Los 1600 años luz que nos separan de la nebulosa de Orión distorsionan la supuesta “simultaneidad” de los acontecimientos. El único ahora que existe es este en el que imagino la simultaneidad de lo que ocurre en Orión. Pero, la verdad, todo lo que ocurra en esa nebulosa estará transcurriendo en otro ahora.

Esto que vale para acontecimientos que están a 1600 años luz, también vale para nuestra propia casa. El otro que nos mira por la ventana vive en su propio tiempo y ocupa un espacio singularísimo. Tenemos razón cuando creemos que quienes viven lejos también envejecen a otro ritmo y cuentan los años con los días más largos o más breves que nosotros.

Para viajar en el tiempo, entonces, basta con que dos objetos muy disímiles y que han estado jugando con leyes físicas muy diferentes, entren en contacto. La conjunción de un reloj con una pila doble A, y un pulóver de lana, recién tejido, cargado con estática pueden hacer que una persona determinada (que sea sensible a este tipo de conjunciones) viaje en el tiempo unos segundos, unos minutos o quizás un par de horas. Dos platos de polenta, un tuco bien cargado, una cuchara de madera, una araña reptando bajo la mesa y un hombre desnudo, si entran en una determinada conjunción (que involucra factores cuánticos incalculables) pueden hacer que una aguja del costurero viaje dos o tres segundos en el tiempo. Por eso desaparecen los objetos pequeños y ya nadie los encuentra: porque hay arañas y porque a algunos hombres les da por pasear desnudos por nuestra casa, o por su propio club nudista.

2

Alberto Álvarez tuvo la desgracia de viajar involuntariamente en el tiempo. Él no se preguntaba por la simultaneidad de acontecimientos diferentes, y desconocía a conciencia toda teoría sobre el tiempo y el espacio excepto la ordinaria: el tiempo pasa; algunos lugares quedan lejos. Quizás ese desconocimiento fue la piedra de toque, el desajuste cuántico necesario (no olvidemos que nuestros pensamientos involucran factores cuánticos) para lograr la conjunción.

Alberto es (era) trabajador de la construcción. Un lunes a la mañana, después de un domingo de descanso y una lluvia intensa, descubrió que en el fondo del edificio donde trabajaba –cuyos cimientos recién estaban siendo emplazados- había aparecido un pozo ciego. Del pozo se desprendía un fuerte olor a amoníaco, como si el infierno hubiese abierto una compuerta aprovechando la impunidad del domingo solitario y lluvioso. Alberto estaba solo; eran las siete y media de la mañana de una oscura y helada madrugada de junio. Tal vez en media hora llegarían los capataces y el resto de los obreros.

Los pozos ciegos representaban una macabra fascinación para Alberto. Su infancia la había pasado con su familia en aquella precaria casita frente al arroyo, en cuyo patio aparecían repentinos agujeros de profundidad eterna. Un pozo ciego no estaba la noche anterior; pero hoy está aquí y para siempre, mudo y profundísimo. En su mente de cinco años esos pozos eran túneles cavados durante la noche por enanos invisibles o por los dientudos del arroyo que pescaba en verano junto a su padre. Un día de esos en los que, después de una lluvia, habían aparecido pozos ciegos por todos lados, sus dos hermanos gemelos desaparecieron mientras caminaban hacia el arroyo. Al poco tiempo lo que quedaba de su familia se mudó. Su madre, destrozada, nunca superó la pérdida de Joaquín y Julián, y apenas sobrevivió lo suficiente para ver que Alberto cumplía los dieciocho años. Su padre todavía vive.

Los pozos que Alberto conocía de su infancia tenían olor a barro podrido o a pasto recién cortado. Eran redondos; parecían una boca abierta que grita una “o” inarticulada. Ya adulto, hacía años que no se encontraba con un pozo ciego, y éste era muy distinto a todos los conocidos. El fuerte olor a amoníaco y un ligero sonido cósmico, como el de infinitas voces gimiendo a lo lejos, a una distancia sideral, lo sedujeron como un canto de sirena.

3

Los capataces quizás dirían a su familia que Alberto había caído al pozo. A pesar de las tareas de rescate no encontraron el cuerpo. En realidad Alberto no había caído; sólo había entrado en el radio de acción de las distorsiones cuánticas. Apenas a tres centímetros del borde del pozo, escuchando las emanaciones y oliendo la indescifrable música, Alberto fue el ingrediente necesario para lograr la Conjunción entre el pozo, el olor a amoníaco y las voces que emanaban desde otras distorsiones espacio – temporales, y viajó en el tiempo hacia atrás. Apareció muy entrada la noche, cerca de un galpón en una zona suburbana. Su ropa había cambiado y no tardaría en darse cuenta de que ya no tenía el mismo cuerpo ni el mismo rostro: pocas horas después descubriría, con el mayor de los horrores, que había retrocedido en el tiempo treinta y dos años, y que ya no era él mismo, sino su propio padre.

Alberto no era hombre de barajar teorías metafísicas, pero al instante comprendió que su cuerpo, su tiempo y su vida quizás seguían transcurriendo con normalidad en el año 2006. Sin embargo, su mente (o algo de su mente) había viajado hacia el año 1974, cuando él mismo junto con sus hermanos Joaquín y Julián, estaban por nacer. Era espectador de todo lo que hacía –y pensaba- su padre.

Durante seis años estuvo preso en su mente.

¿Quién era su padre? De la conciencia para afuera (lo único que conocía Alberto hasta ese momento) era un hombre tranquilo, trabajador –también era albañil-, amigo del vino y de los asados, irascible después de una jornada laboral, cariñoso con su mujer y sus hijos, y fanático de Racing. Su horrible nombre era Nepomuseno Álvarez.
De la conciencia para adentro, Alberto estaba descubriendo que su padre tenía pensamientos tortuosos, que en sus horas de trabajo bebía mucho y trabajaba poco, que golpeaba a su mujer (su madre) y que tenía relaciones con su cuñada (su tía). Alberto vivía todas las emociones de Nepomuseno sin poder intervenir. Como un espectador pasivo encerrado en una sala de cine en la que proyectan la vida completa de otra persona.
Descubrió, también, que Nepomuseno odiaba a su mujer (su madre) porque iba a tener trillizos y porque él no podría mantener una familia numerosa. Este odio venía acompañado de imágenes morbosas, de espantosas culpas y remordimientos que desembocaban en un odio visceral por el Destino y el Universo, encarnados en la figura de su propio padre (el abuelo de Alberto). En ese momento entendió todo lo que después iba a suceder y de lo cual iba a ser el involuntario espectador.

4

Durante esos años en los que estuvo preso en la conciencia de su padre vivió, desde otro punto de vista, su propio nacimiento y el de sus hermanos, la alegría de Nepomuseno mezclada con una espantosa y negativa ansiedad, su propia alegría –la de Alberto niño- mirando a los ojos a su padre, mientras le decía “vamos a pescar dientudos al arroyo”, y sin saber que su propio yo – el de Alberto grande – estaba preso detrás de los ojos de Nepomuseno. También vivió (convivió) el deseo de su padre por su tía; el asco y el erotismo de acostarse con su propia madre; su estado (el de Alberto encerrado en otra mente) era una fusión entre sus propias percepciones y las de Nepomuseno: vivía los pensamientos, sensaciones y dolores de ambos. Pero su padre tenía una intensidad en el dolor, una fuerza en los pensamientos y una capacidad para imaginar cosas horribles que Alberto Encerrado dejó de pensar y de sentir. Tanto fue así que su propio yo comenzó a apagarse, desgastado por los retorcidos y torturados vericuetos de la conciencia paterna.

Llegó la mañana de los pozos ciegos; de los muchos túneles abiertos en el silencio de la noche cerca del arroyo. La mañana en la que Joaquín y Julián desaparecerían. La mañana por la que ya desde cinco años atrás hubiera querido gritar. Alberto Encerrado ya lo sabía: su padre iba a matar a Joaquín y Julián. Pero ahora Alberto sabía muchas cosas más: Nepomuseno no quería matar, específicamente, a Joaquín y a Julián. Su padre quería matar a (al menos) dos de sus hijos, fueran quienes fueran. Alberto se vio a sí mismo, corriendo, junto a sus hermanos, con alegría cerca del arroyo bordeado de barro y de cuevas enormes. Su padre tomó un martillo y, cuando uno de los niños se apartó del camino, arrojó a los otros dos a algunos de los innumerables pozos ciegos, aprovechando el barro resbaladizo. Uno de ellos se resistió y, tapándole la boca, le dio un golpe en el cuello con el martillo. No hubo sangre ni gritos.

Pero había ocurrido un error: no habían muerto Joaquín y Julián, sino Joaquín y Alberto. Es decir, él mismo había muerto a la edad de cinco años. Comenzó a gritar sin boca. Gritó tanto que se escapó de allí y fue a parar al cuerpo moribundo del Alberto de cinco años, cayendo sin fondo en el vacío oscuro y definitivo.

Hay infinitos finales para esta historia, consecuentes con innumerables distorsiones cronotópicas provocadas por la distorsión inicial. De esos infinitos finales hemos elegido estos cuatro:

i. Alberto piensa que, maten a quien maten, ese no es él. Vuelve al año 2006 y es rescatado desde adentro del pozo. En el hospital, mientras se recupera, su mujer le dice: me alegro de que estés vivo, Joaquín. (Nota: su mujer también puede decir: me alegro de que estés vivo, Julián)

ii. Nunca encuentran a Alberto; en cambio, después de una interminable búsqueda de ocho días, encuentran en el pozo, a una profundidad de mil seiscientos metros a un niño de cinco años que entre lágrimas balbucea que su padre lo quiere matar.

iii. Alberto sigue retrocediendo en el tiempo, de a treinta y dos años; alojándose como un inquilino usurpador en la mente de sus antepasados varones: su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo, el perro de su tatara – tatarabuelo, una hormiga, una piedra, todas las vacas del mundo…

iii. Nunca encuentran a Alberto. En cambio, tras una interminable búsqueda de ocho días los rescatistas aparecen en la Nebulosa de Orión, mil seiscientos años después.