sábado, 29 de diciembre de 2007

Cuidado que va a explotar

Durante poco más de dieciséis años, casi todos mis sábados –y algunos viernes- estuvieron destinados al oficio de disc jockey. Esta rutina laboral nació en junio de mil novecientos noventa y uno; tuvo una interrupción desde fines del noventa y dos hasta mediados del noventa y cuatro, y no se ha detenido hasta hoy. Sin embargo, tengo la sospecha de que la música se detendrá, de manera definitiva, durante el año que se avecina.

Cuando un adolescente se inicia en su carrera de disc jockey, sólo tiene tres cosas: entusiasmo, incertidumbre y un equipo de música pequeño, feo y armado con objetos prestados de dudosa calidad. Yo comencé con el radiograbador de mi padre, un barral de madera con latas de aceite pintadas y lamparitas de colores. Grababa cassettes de la radio y, cada vez que juntaba un peso, compraba un disco o ahorraba para acercarme un poco más al sueño de un equipo profesional. Todavía no existían las computadoras; apenas, tímidamente, se estaban avecinando los compact discs. La música de moda era un bien escaso al que sólo se accedía a través de la radio. Recuerdo haberme quedado noches enteras, atento al dial, con el cassette listo para grabar algún escurridizo tema del momento: Education, de OK, Toy Soldiers, de Martika; Vision of Love, de Mariah Carey. Aunque pasaban esos temas durante el día, el locutor los pisaba con comentarios. Pero a la madrugada, la cosa se volvía más tranquila y uno podía grabarse un tema enterito, sin la intervención inoportuna de voces foráneas. Mis amigos y compañeros de escuela también grababan sus temas, pero no ponían tanto empeño como yo. Mi trabajo era obsesivo; siempre pretendí que la calidad de la grabación debía ser lo más perfecta posible.

Por alguna razón, las parejas que se iban a casar y las chicas que cumplían quince tenían interés en que yo –un amateur obsesivo al mando de un radiograbador- les pusiera música en sus fiestas. De alguna forma, me fui haciendo tempranamente conocido en ese rubro y, con los pesitos que me iba ganando, pude ir haciendo notables mutaciones en ese patético equipo primigenio.

Al poco tiempo, y con la ayuda de mi viejo, pude incorporar las bandejas para pasar discos y un par de hermosos bafles. Luego incorporé una etapa de potencia para los bafles, una mezcladora y un secuenciador para las luces. Sin embargo, todo lo que me podía comprar era de baja calidad y corría el riesgo de que, en medio de una fiesta, el equipo se paralizara por algún motivo desconocido y hubiera que suspender la música. En particular, la etapa de potencia –el alma del equipo, que sirve para amplificar el sonido – se calentaba mucho con el uso y un técnico electrónico me profetizó que, algún día, iba a hacer cortocircuito e incluso incendiarse o explotar violentamente, en medio de una reunión. Esa inquietante predicción hizo que me volviera aun más neurótico: había que vigilar a la etapa de potencia como a un subversivo; ponerle un ventilador para que no subiera mucho la temperatura, apagarla cada tanto; abrirle la tapa superior; mirarla de vez en cuando por si algún componente interno se incendiaba; prestar atención a los olores, porque a veces se quema una resistencia o un capacitor y larga olor a goma quemada antes de arder por completo. Mi imaginación y mi ansiedad siempre se adelantaron a los peores acontecimientos: ¿qué pasaría si, porque sí, sin motivo alguno, explotara de repente? ¿Qué pasaría si eso ocurre, justo, justo, en el momento crucial de la fiesta: cuando entran los novios, cuando bailan el vals…?

Ahora, que han pasado muchos años y que mis equipos distan mucho de ser esas potenciales bombas incendiarias, todavía arrastro ese temor reptilesco, esa absurda (quizás no tanto) sospecha de que todo va a explotar.

Sin embargo, como suele ocurrir cuando se teme, una noche ocurrió casi todo lo que temí.

Fue el diecisiete de septiembre de mil novecientos noventa y cuatro, en un cumpleaños de quince.

Esa noche tuve una fiesta en el salón de la Asociación de Empleados de Comercio. Lugar famoso porque la encargada del salón, una vieja nerviosa, irritable y gritona, maltrataba gratuitamente a los invitados, a los mozos, a los fotógrafos y –sus predilectos- a los disc jockeys.

Para entrar al salón hubo que hacer un suplicio: por alguna razón, la vieja gritona no quería abrir la puerta principal, así que tuve que arrastrar los equipos dando un largo rodeo por un pasillo miserable al costado. Después de eso, traté de instalarme sobre el escenario, pero la vieja –siempre a los gritos- me echó de allí y me sugirió que fuera “a cualquier lugar, menos al escenario, porque después me lo dejan lleno de cinta aisladora, pedacitos de cable y colillas de cigarrillo, y después la pelotuda que lo tiene que limpiar soy yo”. Me decidí por un rincón cercano al escenario.

Armé el sonido, las pocas luces y, para mi sorpresa, descubrí que la etapa de potencia no funcionaba. Encendía, claro, como siempre. Pero no salía el sonido. Estaba muda, muerta, silenciosa. Ya era las ocho de la noche y, en una hora y media, vendrían los invitados. Conviene remarcar la situación: en medio de un inminente compromiso con casi doscientos invitados, con la absoluta dependencia de un aparato que no funciona y sin tener a quién recurrir.

Lo primero que hice fue desesperarme. Lo segundo, fue abrir la etapa de potencia y mirarla. Mirarla sin saber qué hacer: nunca supe de electrónica. Mirarla con la absurda esperanza de que, quizás, pudiera adivinar qué era lo que andaba mal. Con la aun más desquiciada ilusión de reparar lo que andaba mal.

Nada. La etapa era la misma de siempre. No tenía olor; ni siquiera se calentaba. El único problema era su silencio inapelable.

La desesperación llevó a olvidarme del resto del universo. Desenchufé el aparato; lo acerqué a la luz. Lo miré más de cerca. Toqué, moví, saqué, volví a poner. Enchufé para probar una vez más. Finalmente, le puse la tapa y la sacudí entre mis brazos con fuerza, como un termómetro o una lata de pintura en aerosol. La agité forzando los límites de mi ilusión: si acaso algo se había movido, con las sacudidas quizás se acomodara. Después de haberle hecho pasar unos desatinados espasmos, la dejé allí, en silencio, sola, debajo de la mesa y me fui a cambiar. Cuando regresé, sólo apreté el botón de “on” y arrancó a la perfección.

Esa noche tuve un ejemplo de alguna increíble hipótesis sobre las leyes del caos. No tuve tiempo de elaborar nada: casi simultáneamente, llegaron los invitados.

La fiesta fue caótica: si bien el amplificador anduvo a la perfección, los bafles se rompieron. Dos de ellos literalmente explotaron. La explosión fue pequeña y sólo yo pude darme cuenta de ello. Y la quinceañera se enganchó el vestido en el ventilador que enfriaba la etapa de potencia. Y el ventilador daba corriente. Y el padre de la quinceañera me dijo a los gritos y sin presentarse: “bajá el volumen o te tiro los equipos por la cabeza”. Y a las cuatro en punto de la mañana, la vieja histérica que regenteaba el salón cortó la luz para que nos fuéramos a nuestras casas. Y después de eso, sólo después de todo eso, sentí un inconfundible olor a goma quemada. La etapa de potencia había muerto en el momento más oportuno, como un soldado que resiste hasta que su capitán cumple con una misión imposible y sólo después se da el lujo del descanso eterno.

martes, 18 de diciembre de 2007

Hoy comienza la aventura (Apéndice)

[Si no se leyó "Hoy Comienza la Aventura", "Hoy comienza la aventura, segunda parte" y "Hoy comienza la aventura, parte final", difícilmente se entiendan las referencias y los enlaces de este post]

El capítulo final- final de "Hoy Comienza la Aventura" está publicado en mi blog fantasma, "Monstruos y Berenjenas Bis"

El hecho de que no lo publique aquí se debe a dos factores:

a) Después de mucho meditarlo, decidí que el "auténtico" final es el que aparece en este blog bajo el título "Hoy comienza la aventura (parte final)"

b) Precisamente, como el final estaba allí donde creo que estaba, la cuarta parte de la historia me parece mucho más lavada, inverosímil y falta de contenido.

c) En el blog fantasma publico aquellas cosas que me da un poco de vergüenza publicar aquí. El texto al que hago referencia, sobra. Está de más. Aquí no tenía lugar.

Excusas, excusas. Lapidarios lectores: espero que, quienes se atrevan a cruzar el débil portal de este link, estén de acuerdo conmigo en los tres puntos antedichos.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Rumplestilskin

Estimados y sufridos lectores de este blog:
Si durante este tiempo no he publicado la reclamada cuarta parte de "Hoy Comienza la Aventura", es porque, desde hace una semana, literalmente
olvidé cómo se dormía. Con todas las consecuencias que ello acarrea.

["Olvidé cómo se dormía": entiéndase: me acostaba con un cansancio asesino, pero no lograba dar con el proceso para dormirme, el cual está constituido -entre otras cosas- por el abandono de todo proceso consciente.]

Quienes deseen repasar los detalles escabrosos de una noche de insomnio, les recomiendo releer este texto que, como en un deja vú, les recordará lo que significa ya no dormir. Nunca más.

Desde anoche, y no sé por cuánto tiempo, estoy curado. Gracias a las melatoninas y las zopiclonas.

Les agradezco a los que pasaron por aquí. Pronto contaré otras historias menos banales que esta pequeña tragedia nocturna.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Hoy comienza la aventura (parte final)

[Este texto sólo puede entenderse bien, si previamente se leen la parte uno y la parte dos]

La jaula estaba cubierta con una tela negra y lo que había en su interior era un misterio para Zingla y para mí. No para el natural instinto felino de Tiziano.

- Sacame el bicho de áhi - gritoneó el hombre, moviendo las manos cómicamente, con la intención no muy determinada de espantar al gato. Tiziano le clavó una miradade odio indiferente y no se corrió del frente de la jaula.

El hombre no se había presentado aun.

- Unas empanadas no me vendrían mal. -dijo, mostrando una sorprendente impertinencia - De jamón y queso, y de humita. No sé dónde las vas a pedir, pero si hubiera de palmitos, yo quiero de palmitos.

- ¿Cuál es su nombre, caballero? - Interrumpió Zingla. - ¿A qué vino? ¿Qué hay dentro de esa jaula?

El hombre se sentó junto a Zingla y se sirvió vino.

- Paciencia, Zingla. Todo a su tiempo.

Me sorprendió que este desfachatado supiera el nombre de Zingla. Por un lado, si realmente el sujeto venía a traernos una información reveladora, no debía extrañarme que ya conociera mucho acerca de nosotros. Por otro lado, todo parecía una obra de teatro montada entre Zingla y él, con algún propósito que todavía no podía adivinar.

- Mi nombre es Carlos Bellabarba. - tomó un trago y luego se pasó una mano por la barba, secándose precariamente las gotas de vino que le habían resbalado por el labio- ¿Verdad que es bella?

Pedí las empanadas (cuatro de palmitos, dos de humita, seis de carne, seis de jamón y queso) y cenamos. Durante la cena, Bellabarba sólo se dedicó a comer como un desaforado, a tomar vino casi sin control y a hacer comentarios irrelevantes y fastidiosos. Su forma de sorber el vino haciendo ruido y babéandoselo, dejando surcos rojizos en la barba gris, me daba una enorme repugnancia. Zingla lo estudiaba, mirándolo en silencio y asintiendo parcamente ante las continuas estupideces. Tenía un horrible discurso fascista, al que parecía querer atenuar con expresiones jocosas. En un momento comenzó a hacer una comparación (para él divertida e ingeniosa) entre los “negros de mierda” y los “negros de color”. Por suerte, Zingla se encargó de apurarlo con cierta impaciencia.

- Bueno, Don Bellabarba, ¿no le parece que tiene algo para decirnos?

Bellabarba lo miró divertido y desconcertado. Parecía que no entraba en su cálculo eso de que lo interrumpieran.

- Le estoy diciendo, caballero, que un blanco puede ser un negro de mierda. ¿Usted me oye o no me oye?

Me estaba dando miedo eso de que una revelación importante dependiera de una persona tan chabacana y volátil.

- Le oigo, Bellabarba. Ahora quiero que ya no hable más sobre esto, y que nos cuente a qué ha venido. -insistió Zingla.

- Hombre impaciente. Bueno. ¿Están preparados para conocer la verdad?

Tuve que suspirar con fastidio. Me seguía doliendo la cabeza y más que nunca quería acostarme. Ya era medianoche.

- Como era de esperar, yo publiqué esos extraños avisos en el diario. Los avisos no predicen el futuro, lo dictan.

- Misterio resuelto - dije, con algo de sarcasmo- ¿Puedo ir a dormir?

- ¿Cómo es que dictan el futuro? - preguntó Zingla.

Bellabarba se quedó pensativo, como si lo hubiesen puesto en un repentino aprieto. Pensó un par de minutos, hizo gestos y balbuceos al estilo “ya encontré las palabras justas”, pero sólo emitió sonidos inarticulados seguidos de “no, no es así”.

- Mejor preparo café. -dije.

- Las frases dictan el futuro. -soltó, finalmente- Es decir, le dicen al futuro lo que tiene que hacer. ¿Me explico?

- Se explica, caballero -acotó Zingla- Lo que no se explica es cómo hace para dictar el futuro.

- Vamos por partes - dijo Bellabarba. Luego hizo un largo silencio interrumpido por balbuceos. - ¿Oyeron hablar del Golem?

- ¿El Golem? ¿El hombre de barro?

- El hombre de barro, sí, sí señor. -Bellabarba adoptó una actitud de profesor importante y preguntó- ¿Qué tiene de especial ese hombre de barro? ¿Por qué se vuelve hombre?

Zingla pensó un momento.

- Se le otorga vida.

- ¿Y cómo se le otorga? - Bellabarba preguntaba con suficiencia y altanería.

- Mediante la palabra. - dije, desde la cocina.

- Bueno, aquí está lo que tengo para decirle. Mux, venga acá, deje el café, carajo. Venga. Mire: usted es un golem.

- Qué bien - contesté mientras preparaba las tazas.

- Usted es un ser de naturaleza golémica. Si no fuera por las frases que publiqué, año tras año, describiendo cómo iba a ser su vida, usted no habría existido.

Reconozco que esa afirmación -de una profundidad inusitada, teniendo en cuenta que la estaba profiriendo un hombre de personalidad ramplona y pedestre- me hizo temblar el pulso.

- Señor Mú - úx - gritó Bellabarba, canturreando jocosamente y ahuecando la voz con las manos- Venga para acá - á. Gó - lem, venga para acá - á.

Lo odié. Llevé las tres tazas a la mesa con la indecisa determinación de arrojárselas a la cara.

- Escúcheme, caballero. -inquirió Zingla- Lo que dice es confuso e increíble. ¿Podría aventurar alguna justificación mejor? ¿Cómo es que usted tiene acceso a palabras que dictan el futuro? ¿Por qué las publica año tras año? ¿Qué es exactamente lo que le lleva a hacer esto?

Bellabarba se empinó el café de un trago. Un poco de la espesa borra le quedó patinando por la barba, sin que se molestara en limpiarse.

- Toda mi vida estudié las muchas maneras que se practicaron en la historia de la humanidad para fabricar a un hombre. Puse en práctica todas ellas. Pero la única que funcionó fue esta: publicar anualmente una serie de frases cuya concatenación tiene un sentido. Esas frases deben hablar sobre el accionar de un sujeto en el mundo. Se supone que las frases abren y cierran el curso de acción de alguna persona. Justamente, se trata de una persona que nacerá el día en que se publica la primera frase. Todas las decisiones que tome en su vida, están marcadas por esas frases.

- A ver - dijo Zingla, negando con la cabeza - Usted quiere decir que el señor Mux no habría existido, de no ser por esas frasecitas del diario.

- No, lo que yo digo -contestó con prepotencia- es que Jorge Mux habría tomado otras decisiones en su vida, de no ser por lo que le dicté año tras año en la publicación del diario. No es exactamente lo que se entiende por un gólem, pero es lo más parecido.

- Los gólems no tienen espíritu, suelen ser bastante idiotas y no pueden hablar -acoté

- ¡Igualito a usted! -dijo Bellabarba riendo y ganándose definitivamente mi rencor. - No se ponga así, hombre. Es un chiste.

- Bueno. A ver - insistía Zingla. - Pongamos algunas cosas en claro. ¿Usted puede publicar cualquier cosa, con la condición de que sea un poema con sentido, y esa publicación sea anual?

- Claro que no. ¿Para qué traje la jaula?

- Claaaro, la jaula - dije, con sarcasmo.

- Las palabras no las digo yo. Las dice un loro.

Bellabarba sacó la tela negra que cubría la jaula y nos enseñó a su mascota. Un enorme y hermoso loro verdiamarillo.

- Los loros, como usted sabe, aprenden el lenguaje humano. Repiten lo que oyen. Pero, de vez en cuando, hay ciertos loros que pueden construir frases con sentido que jamás habían escuchado. No todos pueden hacer esto. Incluso hay que estar muy atento: cuando lo hacen, cambian de voz. Una voz gutural, gruesa, de ultratumba. Como si no fueran ellos los que hablan. Este lorito, Mux, dictó su vida punto por punto. Dice varias frases por año. Yo me encargué de seleccionarlas y publicar sólo la frase que, según creo, es golémica.

No pude evitar reírme ante tantos absurdos.

- Ríase nomás, que le va a venir bien. Desde siempre los loros fueron considerados seres que tienen contacto con el más allá. Algunos loros dicen frases de personas muertas a quienes jamás han escuchado. Otros resuelven complicados cálculos matemáticos y ayudan a científicos a elaborar hipótesis empíricas de una complejidad inhumana. Otros, como este, dictaminan las acciones humanas.

Dejé de reír y mi dolor de cabeza aumentó.

- Y se supone que este loro es mi más rara riqueza.

- Claro - dijo Bellabarba- se lo vengo a regalar. Honestamente ya no lo soporto. Se lo habría traído hace muchos años, pero preferí esperar a que él mismo me lo dijera. Por otra parte, este loro siempre fue suyo. Este loro es usted. Es su vida.

- Hay algo que no me cierra - dijo Zingla. ¿Cuánto tiempo vive un loro? ¿Durante cuántos años viene diciendo las frases del poema?

- Eso es lo que pocos saben. Los loros pueden vivir sesenta o setenta años. Lo mismo que un hombre. Este loro tiene, exactamente, treinta y cuatro años. Es de esperar, señor Mux, que si usted no cuida a su loro, y su loro muere, usted muera con él.

- Hombre, su relato es increíble pero tiene cierta consistencia. - agregó Zingla- Y digo “cierta”, porque algunas partes del poema no se explican mediante las supuestas predicciones de este lorito. Fíjese algunos de los últimos versos:

31 Un gato blanco en el techo
33 El sesentón entrecano.

Esos versos no hablan sobre Jorge Mux. Hablan, respectivamente, del gato de Jorge Mux y de mí.

- Usted no entendió nada - arremetió Bellabarba- el loro no sólo determina las decisiones de Jorge Mux. También determina las cosas que rodean a Jorge Mux. Si Jorge Mux pudiera dominar el universo, las palabras del loro podrían referirse a cualquier acontecimiento del universo.

- Entiendo. - dije. - ¿Me puedo acostar a dormir? ¿Se acabaron los misterios?

- No tan rápido - dijo Bellabarba. - La parte más delicada viene ahora.

Ya estaba bastante inmunizado de revelaciones, así que me resigné y me dispuse a escuchar.

- Ahora tengo que enseñarle a alimentar y cuidar a su loro. Debe aprender la manera de interpretar sus frases golémicas. Las frases que dictan su futuro. Debe publicar esas frases cada día de su cumpleaños. Y debe tener cuidado de escoger bien las frases. Ahora -entiéndalo- su vida no depende ni del trabajo, ni del estudio, ni de las miserables preocupaciones que lo atosigaron hasta el día de hoy. Su vida pende de este loro.

Zingla miraba pensativo.

- Claro, a menos que el loro dicte que usted, Jorge Mux, morirá el año que viene. O a menos que el loro quede mudo por alguna afección en las cuerdas vocales.

Bellabarba abrió la jaula. El loro salió haciendo un torpe vuelo y se posó sobre el televisor, al tiempo en que mi gato Tiziano se enloquecía y lo perseguía con furia, poniendo en riesgo mi precaria existencia de barro.

- Qué cruel destino el de los gólems. -dijo Bellabarba- Unas palabritas humillantes y un par de animalejos deciden su futuro.

Mientras se reía, pensé en matarlo. No me atreví. Quizás, porque el loro no me lo había dictado aun.

Justo en el instante de la carcajada más sonora, el loro habló con voz gutural e imponente.

[Esta historia, en realidad, debería poseer una cuarta parte, pero prefiero no abusar de la paciencia de los pocos lectores de Monstruos y Berenjenas]


jueves, 15 de noviembre de 2007

Hoy comienza la aventura (Segunda parte)

[Esta historia es totalmente ininteligible si no se lee antes la primera parte]

- Cuando usted cumplió ocho años, esperé encontrar la continuación de este poema en los avisos clasificados. Pero, esta vez, el aviso estaba en la sección “noticias nacionales”. Desde ese año ya no fue tan fácil rastrear la frase.
Miré la página – amarillenta- del diario del día de mi octavo cumpleaños, en 1982. Al lado de una despintada foto de Galtieri, había un recuadro pequeño en cuyo interior decía, con letras casi imperceptibles: “es la mancha, la escondida” Recordé inmediatamente el juego de la mancha escondida, que viví con furor justo, justo en ese año.
- Y mire esto. En el noveno año de su cumpleaños (1983), ya me fue casi imposible de rastrear. Me hubiera dado por vencido, si no fuese porque, cuando usted cumplió diez años, apareció -al costado de un aviso de inmobiliarias- una frase que rimaba con la que no supe encontrar. A los diez años (1984), la frase fue esta. Mire:

Sentirás una derrota.

¿Ve? Rima con esto que está aquí, debajo del borrón. Dice La bolita, la pelota. ¿Usted acaso no jugaba a la bolita? ¿Y su madre no empezó a estar mal a partir de los diez años? ¿Y sus padres no se separaron a los once? Mire esto.

Debajo del título de una edición del 31 de enero de 1985, apareció la incongruente frase “Un vacío solitario”.

Tomé un sorbo grande de vino, sin creer demasiado en la interpretación del hombre. Zingla parecía enardecido. Me mostraba las frases que –según él- había ido encontrando en lugares recónditos de las sucesivas ediciones del diario local, los días de mi cumpleaños. Su habilidad para armar un poema congruente me asombraba. Cuando llegamos a la edición del 31 de enero de 2007, Zingla encontró la última frase, escrita –nunca entenderé por qué- de costado, pequeña, dentro de un gran aviso de remates automotrices. El poema de mi vida, hasta el día de hoy, según la sutilísima búsqueda de ese hombre, es el siguiente:

0 Hoy comienza la aventura
1 De una vida por delante
2 De aquel noble y tierno infante
3 Cuyo alma caminante
4 Nuevas palabras augura.
5 Una oscura berenjena
6 Tierno monstruo en la penumbra
7 Es la mancha,la escondida,
8 La bolita, la pelota
9 Sentirás una derrota
10 Un vacío solitario
11 En los juegos luminosos
12 Adicción, insomnio y gozo.
13 Hoy te inicias en las letras
14 Hoy escribes para otros
15 Una historia en un papel
16 Con la risa de un amigo
17 Es la música y la fiesta
18 El trabajo en largas noches
19 Donde hay filosofía
20 Mucho estudio y dos amores
21 Un adiós, una sequía
22 El insomnio rencoroso
23 De otro juego luminoso
24 De comandos y conquistas
25 Es el aula, es el pupitre
26 Tu palabra, tu destreza.
27 Son treinta años, y tres
28 Los de la más rara riqueza
29 Quién tuviera la entereza
30 De haber seguido este adagio
31 Un gato blanco en el techo
32 La calle Undiano, el pasillo
33 El sesentón entrecano.

En esas citas puedo encontrar algunos acontecimientos de mi vida: mi adicción a los videojuegos, descubierta a los once años. Mi febril actividad de literato amateur, a los trece. Mis eternos insomnios. Mi carrera como profesor de filosofía, mi trabajo de disc jockey, las mujeres que he querido (y me han abandonado), el amigo fiel. Otro arranque adictivo de videojuegos a los veintitrés años, con un juego llamado "Command and Conquers". Mi trabajo como docente a partir de los veinticinco. Todos estos acontecimientos parecían bastante precisos. Pero algunos versos del poema, sin embargo, podrían ir dirigidos a cualquier persona. Y los últimos, "Un gato blanco en el techo/la calle Undiano, el pasillo", definitivamente eran tan certeros que se volvían sospechosos.

- Fíjese, señor Mux, que el poema es sumamente atemporal al principio, bastante general en el medio y muy preciso y autorreferencial en los últimos versos. Como si las vagas frases de los versos anteriores finalmente convergieran hasta llegar a su encuentro conmigo, el sesentón entrecano.

Lo miré, indeciso y dubitativo. No sabía si, en verdad, esas frases hablaban exactamente sobre mi vida, o si yo me estaba dejando sugestionar por el entusiasmo de este hombre.

- Usted pensará que estoy loco por haber seguido esta pista durante tantos años. Yo también lo pensé. Pero, mientras la seguía, me iba preguntando: ¿a quién irá dirigido este extraño e intrincado poema? Durante largo tiempo estuve siguiendo la pista de muchos niños nacidos el mismo día que usted. Pero cada año, yo tenía una pista más precisa que me iba cerrando el círculo. A los quince años, ya no tenía dudas de que el poema se refería sólo a Jorge Mux.

Hizo una pausa para servirse más vino.
- Pero no estoy loco, señor Jorge Mux. Es obvio que alguien está más loco que yo. Alguien que deja este tenue camino de migas de pan para comunicarle una cosa importante. Fíjese lo que dice el poema:

(27) Son treinta años y tres
(28) Los de la más rara riqueza


¿Lo entiende? Usted tiene ahora treinta y tres años. Usted tendrá “la más rara riqueza”. No sé exactamente en qué consiste, y me inquieta un poco el adjetivo ("rara"). Pero en el poema está escrito que yo vendría a anunciarle todo esto. En los últimos versos de ese poema, está dibujado el cuadro de la exacta situación que se está dando en este momento, entre usted, su gato blanco en el cielo raso y yo.

Nos quedamos en silencio unos minutos. Yo tenía mucho para preguntar, pero no sabía exactamente qué ni cómo hacerlo.

- Cálmese. Tengo hipótesis muy precisas sobre todo esto. Pero presiento que la respuesta se nos revelará aquí y ahora.

Ya era cerca de las once de la noche; todavía no había cenado y el vino me mareaba. Cuando abrí la boca para invitar a Zingla a cenar y escuchar sus hipótesis, alguien tocó timbre.

Abrí la puerta. Había un hombre, mayor que Zingla (tendría unos setenta años) , que me dijo, con una sonrisa cómplice y sin saludarme:

- Llega la más rara riqueza.

El hombre llevaba una jaula en su mano izquierda. Durante la enunciación de la frase, levantó mucho la jaula, como mostrándome que eso era la riqueza.

Hice un gesto de fastidio y suspiré con resignación. La noche iba a ser un desfile de ancianos místicos enloquecidos, de crípticos y tortuosos poemas, y revelaciones metafísicas. Yo sólo tenía hambre, cansancio y dolor de cabeza.

- Pase - le dije, sin preguntar nombres ni motivaciones - Hay vino y creo que estamos a tiempo de pedir unas empanadas. Las milanesas que tengo no alcanzan para tres.

En ese momento, mi gato blanco Tiziano se bajó del techo y vino corriendo a través del pasillo, repitiendo un ritual cotidiano, pero que esta vez cobró un sentido especial a la luz de las últimas líneas del poema. Tiziano, al ver la jaula del hombre, se puso al acecho y en posición de cazador.

[Esta historia continúa]

jueves, 8 de noviembre de 2007

Hoy comienza la aventura (Primera parte)

Hay un hombre que, desde el día que nací (el treinta y uno de enero de mil novecientos setenta y cuatro) hasta hoy, estuvo siguiendo mis pasos sin saber a quién seguía y rastreando cada uno de mis movimientos sin conocerme.

Un hombre que encontró un enigma sumamente sutil e imposible, y gracias a la finísima trama de hipótesis que tejió con paciencia, durante treinta y tres años, llegó anoche a mi domicilio.

Ese hombre -de barba, unos sesenta años- tocó timbre ayer a las nueve y media de la noche y yo lo atendí con cierto fastidio, porque estaba cansado y no quería visitas. Mucho menos de desconocidos y a la hora de la cena.

- Jorge Mux – dijo.

- Sí, qué quiere – contesté con impertinencia. El hombre murmuró algo, sin responder.

- Me llamo Ricardo Zingla. – balbuceó, finalmente- Desde hace tiempo quería conversar con usted, pero aun no era el momento. Tengo algo importante para decirle.

Por lo general, un preludio como ese me inquieta o suscita mi curiosidad. Pero el tono misterioso de este hombre –y mi cansancio- lo único que lograron fue exacerbar mi desconfianza. Además, tenía la impresión de que, si mostraba algo de interés, el viejo me iba a tener un buen rato contándome estupideces. Por eso resolví preguntarle:

- ¿Me lo puede resumir?

- Primero, necesito que me crea. ¿Puedo pasar?

Me pareció un pedido tan inoportuno que reaccioné enseguida con un “no” enérgico. El hombre, ante eso, abrió un bolso y sacó la página doblada de un diario viejo.

- Mire esto y después me cuenta.

En la hoja no había nada interesante. Un papelucho amarillento, de la sección Avisos Clasificados del diario “La Nueva Provincia”, de hace muchos años. Leí algunos de los avisos sin encontrar algo extraño y temiendo que este desconocido aprovechara mi distracción y la puerta abierta para meterse en casa.

- ¿No se da cuenta, señor Jorge Mux?

Seguí mirando y tuve que reconocerlo. El papel no me decía nada.

- El recorte pertenece al día en que usted nació. Fíjese la fecha.

Era cierto. Treinta y uno de enero de mil novecientos setenta y cuatro. Me asombró que el hombre supiera mi fecha de nacimiento y que, además, conservara una hoja del diario de ese día.

- Eso no es todo, claro. Mire este aviso.

Señaló uno del rubro “mensajes personales”. Allí alguien había dejado estas palabras:

Hoy comienza la aventura.

- Sorprendente, ¿no?

No entendía. “Hoy comienza la aventura”, repetí para mí.

- Se refiere a su nacimiento, señor Jorge Mux. La aventura de su nacimiento. La aventura que sigue hasta el día de hoy y cuyo secreto está a punto de develar. Perdón, estamos a punto de develar.

El aviso no tenía firma y no parecía dirigido a nadie. El tono sentencioso y casi apocalíptico del hombre me inquietó un poco.

- No entiende nada, ¿Verdad? ¿Por qué no me deja pasar así le explico? Es sólo un par de minutos. Se lo aseguro. – insistió- A menos que quiera saber más. Pero no le llevará nada. En serio.

Me convenció con lo de “un par de minutos”. Lo dejé pasar y le convidé vino. Aceptó.

- Déjeme mostrarle algo sobre una mesa. ¿Puedo vaciar el bolso sobre la mesa, señor Jorge Mux?

- Claro.

Del bolso sacó muchas amarillentas hojas de diario.

- Mire.

Otra hoja de avisos clasificados. En el rubro “Mensajes personales”, decía:

De una vida por delante.

- ¿Lo ve? Y ahora mire la fecha…

El diario era del treinta y uno de enero de mil novecientos setenta y cinco. Es decir, cuando yo cumplía un año.

- ¿Entiende lo que le quiero mostrar? ¿Usted se da cuenta?

Algo alcanzaba a entrever. Pero preferí que Zingla me lo dijera claramente.

- Alguien estuvo publicando un mensaje breve, críptico, en el diario local, todas las fechas de su cumpleaños, señor Jorge Mux. ¿Hace falta que le diga que en ese pequeño mensaje anual alguien está escribiendo, de manera anticipada, la historia de su vida?

Miré todavía sin creer. ¿Por qué Zingla suponía que se refería a mi vida? ¿Por qué no pudiera ser una publicación al azar? ¿Cómo sabía él que esa frasecita críptica era publicada solamente el día de mi cumpleaños?

- Señor Jorge Mux, yo hice una investigación. No crea que caí aquí, hoy, de casualidad. Que yo esté acá, señor Mux, para revelarle todo, es parte de un plan mayor. Un plan magnífico, de alguien que lo conoce muy bien a usted y que me conoce muy bien a mí. El día en que usted nació leí el diario por completo. Cuando digo por completo, es eso: por completo. Mi memoria es –era- prodigiosa hace treinta años; todo lo que leía me quedaba. Y me quedó la frase, desconectada, sin sentido, que decía: Hoy comienza la aventura. Todos los días, durante un año, leí el diario y no recuerdo ninguna frase similar. Pero justo un año después, leí otra frase que, en sí misma era totalmente incongruente. Y esa frase decía: De una vida por delante. Le recuerdo, mi memoria era prodigiosa. En ese entonces, no reparé demasiado en la posible conexión de esas dos frases, a un año de distancia. Pero los años siguientes, cuando usted cumplía dos, tres, cuatro, cinco años, entendí que ahí había un código. Fíjese lo que decía en cada año:

(0) Hoy comienza la aventura

(1) De una vida por delante

(2) De aquel noble y tierno infante

(4) Cuyo alma caminante

(5) Nuevas palabras augura.

- Hasta aquí, una sorprendente coincidencia. Pero fíjese lo que salió publicado cuando usted cumplió seis años. Y cuando cumplió siete:

(6) Una oscura berenjena

(7) Tierno monstruo en la penumbra

- ¿Y? ¿No le dicen nada estas palabras? “Nuevas palabras augura” ¿No le hacen pensar en Exonario? “Oscura berenjena, tierno monstruo…” Vamos, hombre.

Estaba asombrado, apabullado y un poco confundido. Pero allí no terminaban las revelaciones.

[Esta historia continúa]

miércoles, 31 de octubre de 2007

La caza del enano cretino

Como parece que se viene la época de caza del enano cretino, los medios se preparan para ofrecernos la información necesaria. Vemos al doctor Giménez hablando por canal dos: aparece él, vestido de blanco impecable, un sable corvo, una camilla y un enano negro. Nos comenta que hay un punto exacto, un poco por encima de la diminuta y deforme nuez de Adán, en el cual hay que hacer el golpe seco con el sable. “Hay que arrancar la cabeza de un solo sablazo”, nos dice, acompañando sus palabras con un movimiento de brazos muy parecido al de un jugador de golf. El movimiento se dirige, lenta pero gráficamente, hacia el cuello del cretino. El enano, dentro de su miserable perversidad, trata de apretar el cuellito de manera tal que no haya espacio entre su cabecita y sus hombritos, para que el sablazo dé un golpe fallido. El doctor Giménez entiende que esa resistencia es el signo más inequívoco de cretinismo. “Hay que persuadir al enano”, dice, después de dejar el sable a un costado, pero dentro del foco de la cámara. “Motu proprio, el enano no va a dejar que le arranquen la cabeza. Es tarea del cazador incentivarlo para que nos deje cuellito.” Haciendo gala de una especial didáctica (hasta los niños aprenden con el doctor Giménez), nos comenta cómo podemos engañar al enano cretino. “Hay que llevar una bolsa de caramelos de café”. El doctor saca una bolsita de uno de los bolsillos de su delantal y ofrece un caramelo al enano. Hasta ahora, el enano se ha quedado quietito, en la cabecera de la camilla, sin moverse ni pronunciar palabra, con un gesto de niño resentido. Pero, atraído por el señuelo, cambia de expresión. La muy limitada movilidad de sus facciones le dibujan algo parecido a una sonrisa. Respira con jadeos y da manotazos en el aire. El doctor no va a soltar un caramelo porque sí. El enano tiene que caminar o reptar de una punta de la camilla hacia la otra y, fundamentalmente, tiene que levantar la cabeza para dejar entrever su cogotito. Entonces puede ser que el doctor le dé el caramelo o le dé un sablazo. Hasta ahora no han matado a un enano cretino frente a las cámaras, pero pronto llegará el momento, si hace falta. “El enano cretino no tiene sangre”, dice el doctor Giménez. “Para que lo sepa la señora, que seguramente es impresionable: la decapitación de un enano cretino no mancha la alfombra. Por sus venas el enano tiene una sustancia pastosa muy parecida al dulce de leche. De modo que cortarle el cogote a un enano cretino es lo mismo que abrir una caja de ravioles o de alfajores”. La imagen se corta de pronto y aparece un niño con guardapolvos, exclamando con una voz adorable: “lo hacemos por el bien de ellos”. Rápidamente, la imagen vuelve al doctor, quien ahora sostiene al enano cretino de sus piernas, colgando como un chanchito. El enano patalea y chilla, pero el doctor Giménez, que es hombre de brazos largos, lo mantiene lejos de sus pataditas. “El enano cretino tiene problemas en los sobacos”, dice, señalando su sujeto. “Le crecen los pelos en forma desmedida. Esto conlleva grandes sufrimientos para él, y para la comunidad toda”. El doctor Giménez deja al enano nuevamente en la camilla y una enfermera le tapa la boca con una cinta adhesiva, para evitar que siga chillando.

Alguien desde el público quiere pedir excepciones. Hablan de dos enanos cretinos que, conscientes de su naturaleza malvada, se suicidaron o pidieron que los ejecutaran con un certero golpe en el cogote. La producción cuenta con fotos de estos cretinos y la multitud pide que las pongan al aire.

La imagen se corta bruscamente. Esta vez no aparece el niño adorable, sino un cartel que dice “defendamos los derechos del enano cretino”. Inmediatamente, en el mismo estudio donde estaba el doctor Giménez aparece la vocera de los derechos del cretino, una militante regordeta pro-cretina llamada Pascuala. “Repudiamos la actitud de Giménez y sus seguidores”, dice. “Nuestro lema es: incorpore a un enano cretino en su vida. Téngalo, déle de comer, sáquelo a pasear”. La producción (momentáneamente controlada bajo el mando de Pascuala) pone un video en el cual se muestra a varios enanos trabajando en circos, en minas de oro, en espectáculos televisivos y en promociones de juguetes. “El enano cretino también puede integrarse a la sociedad. No lo discriminemos”. Acto seguido, la producción coloca escenas de la película soñar, soñar, en las que aparece un enano talentoso, y varios filmes de Olmedo y Porcel en los cuales se ve el mismo enano (talentoso). De fondo, puede escucharse esos locos bajitos, del Nano Serrat. Sin embargo, la sensiblería no hace mella en el público del doctor Giménez. Los teléfonos comienzan a sonar y la gente llama y dice que cómo alguien puede usar un espacio en el aire para defender a los cretinos. La empresa de publicidad que auspicia los sables corvos cortacuellos anuncia que va a dejar de publicitar en el programa. Alguien del público pide que echen a Pascuala. La Producción corre tras Pascuala, la toman por los hombros y tironean de su cogote hasta que finalmente descubren que tiene un disfraz. Pascuala es un enano cretino, al igual que los seguidores de Pascuala. El doctor Giménez aparece nuevamente en cámara, y ya sin medir consecuencias revolea el sable corvo y corta cuellos, manos y estómagos de cretinos. Pedazos de dulce de leche salpican el lente de la cámara. El enano que encarnaba a la gorda Pascuala, doblemente mutilado: ya sin la cabeza del disfraz y sin su propia cabeza, dos veces desecho, queda a un costado de la camilla, moviendo ambas bocas en un curioso gimoteo post mortem. “El enano cretino es cretino en serio”, aclara el doctor Giménez, en una breve pausa en su gesta. Los enanos no oponen resistencia, excepto por esa leve intención de apretar el cuello, para que el golpe de sable no sea tan certero. “No hay enano cretino bueno, señora. Fíjese cómo estos enanos, llenos de odio y maldad, no me dejan que les arranque la cabeza”. Ahora al doctor Giménez se le suman algunas personas de la producción del programa, quienes con cuchillos y con palos rematan a los pocos enanos cretinos que quedan. “No, no, caballeros, no perdamos la calma”, dice Giménez. “Con sables corvos, y en el cuello. No golpeen en cualquier parte. No con palos, ni con cuchillos comunes. Esto tiene que hacerse de manera profiláctica, porque no queremos que ellos sufran. Aun cuando sepamos que se tienen bien merecido un poco de sufrimiento” Después de haber cortado a todos los enanos del estudio, la producción reúne los restos y el doctor, que es además un experto cirujano, toma aguja e hilo choricero y cose todas las partes entre sí y con los restos de todos los enanos forma un solo gran cuerpo de más o menos treinta brazos y treinta piernas. De fondo se escucha “todas las manos todas”. “Este año, la gran ronda de enanos muertos cosidos va a ser frente a la plaza. Señora, señor, mate su enano y tráigalo a canal 2 o llévelo a la iglesia más cercana a su barrio”. El programa termina con una aclaración del doctor Giménez: “Si trae un enano, colabore con algo de hilo choricero. Si trae al menos dos enanos muertos, cósalos entre sí para ahorrarnos trabajo”. El plan de trabajo que dicta la costumbre, y que el doctor Giménez propone es impecable: unir a todos los enanos cretinos muertos, dejarlos en la plaza principal para que se sequen durante un mes (para que, entre otras cosas, tenga tiempo de morir aquel enano cretino que todavía haya quedado con vida), luego agregarles sal y cortarles la pielcita en tiras para comerlos como charqui, o en rodajas como un gran matambre comunitario. Mientras aparecen los créditos del programa, se escucha de fondo la canción del cretino 1289, uno de los enanos redimidos, quien se ha hecho famoso por enfrentar su destino con entusiasmo y alegría, y que antes de ser ejecutado grabó la canción “quiero ser tu matambrito”.

jueves, 25 de octubre de 2007

Una imagen

Hace algunas semanas publiqué tres historias (aquí, aquí y aquí) cuyo tema era mi vida como discjockey.

Puesto que esta semana no tengo, ni tuve, ni tendré tiempo para escribir un relato, dejo una foto del equipo de sonido e iluminación que tantas alegrías y desazones me ha dado en la vida. La foto la tomé el sábado veinte de octubre.

Podría (y debería) explicar la historia de cada uno de los objetos que aparecen en esta imagen, pero no tengo tiempo. ¡No tengo tiempo! Aunque no me negaría a contar algo específico sobre este equipo, si alguien lo requiriese en los comentarios, pero (al contrario de lo que mienta la expresión "una imagen vale más que mil palabras") creo que una foto es algo tan despojado y enfrentado a los intereses de la narrativa, que quizás haya poco o nada para preguntar.

Muchas gracias y hasta la semana que viene.

domingo, 14 de octubre de 2007

La fonda desnuda

A veces es inevitable pararse frente al espejo y ver el rostro decrépito; la indecisa barba entrecana, la cabeza sin cabellos desamparada frente a un escuadrón irregular de sediciosas arrugas, los ojos bolsudos y abotagados, y esa expresión de gallinita acorralada que espera a la muerte con temor, resentimiento y resignación.

Allí mismo, sin esperar la lenta puñalada de los años, Ismael quiere tirarse dentro del cajón y ser enterrado. Si pudiera, se enterraría él mismo. No se atreve a matarse. No quiere matarse ni quiere que lo maten; preferiría evitar ese doloroso proceso: quiere ya estar muerto.

Pero mientras espera que la ya-muerte lo encuentre, se afeita, y luego desayuna con sobras de la noche anterior. Luego se dirige a la fonda, que está en la parte delantera de su enorme casa. Levanta la persiana y espera clientes.

Cuando la esposa de Ismael vivía, la fonda era un restaurante de barrio atendido por sus dueños que abría día y noche. Ahora que María ha muerto –o se fue de la casa-, Ismael vende especias, fiambre, conservas, fideos y harina al mediodía, y platos de comida rápida a la noche. Para la noche, contrata a dos personas que atienden las diez mesas y un ayudante de cocina que prepara las sopas y el plato de la semana.

Ismael toda su vida le había pegado a María.

Cuando la golpeaba, sentía furia, dolor y un profundo respeto. De hecho, los golpes en la carne enfofecida de su corpulenta concubina eran –según su interpretación- un ambiguo acto de casi justicia casi sagrada. Ismael evitaba golpearla en el local durante el mediodía. Pero por la noche, cuando venían a cenar los trasnochados borrachos de siempre, no ocultaba sus puñetazos frente a los escasos parroquianos que, incluso, llegaban a aplaudir el espectáculo de gratuita violencia marital.

Una noche, mientras apaleaba a María detrás del mostrador, sintió un violento y acongojado acceso de asco. Fue por eso que en ese mismo instante dejó de blandir el tizón; las manos se le aflojaron y cayó de rodillas, llorando, de cara a la heladera de los fiambres. María, me tenés que perdonar, gritaba enloquecido. Los clientes de la fonda levantaban la cabeza, relamiéndose a la espera de un espectáculo más perverso aun, pero no encontraban la figura amenazadora de Ismael, oculto tras la heladera mostrador. Sólo oían sus llantos estremecedores que ni el murmullo de los cubiertos ni el televisorcito podían disimular.

Esa noche, a Ismael le costó dormir. Sólo golpeó a su mujer una vez más, muy a la madrugada, pero aplicando lo que él, para sí mismo, llamaba “golpes-caricia”. Nunca supo si María interpretaba la caricia que acompañaba al tortazo. Eso (la indiferencia de María frente a sus tortuosas demostraciones de amor) lo enfurecía. Normalmente, se ponía tan bravo que alternaba golpes-caricia con golpes-justicia, para que ella notara la diferencia. Pero María siempre insistía en recalcar el componente doloroso, emitiendo quejidos ahogados y llantos silenciosos. Nunca un “yo también te amo”. Nunca un “qué bien impartís justicia”. Sólo ayes, y escuálidos grititos de dolor.
Sin embargo esa noche sólo hubo una pequeña sesión de golpes-caricia. Porque apenas comenzados los bifes, lo volvió a invadir el asco. Esta vez simplemente detuvo la batahola y, como estaba en la cama, se quedó dormido.

A la mañana siguiente, se levantó antes que su esposa y se miró al espejo. Ya tenía las espantosas admoniciones que lo revolverían algunos meses después al ver su rostro. Esa mañana descubrió que, junto con la vejez, se estaba ennegreciendo. Su piel, que siempre había sido de un hermoso blanco mate, se estaba volviendo oscura. “Necesito ayuda”, fue lo único que pensó.

Esa misma tarde dejó a María atendiendo el negocio y fue en busca de asistencia. Se dirigió a uno de esos centros para hombres golpeadores y, ante alguien que parecía ser un médico, en una oficinita, se puso a llorar desconsolado. Cuando terminó, dijo:
¿Alguna vez imaginó, doctor, darle un beso de lengua a un viejo? ¿Se vio a sí mismo durmiendo con un anciano de piernas flacas y aliento rancio? Yo todas las noches duermo con ese anciano y trago la saliva ardida de ese viejo. Si me tomo las manos, le estoy tocando las manos a un esquelético pelado. Si le hago el amor a mi esposa, estoy haciendo gozar a un viejo podrido. El paroxismo del asco es que me dé asco mi propio goce.

El médico –o quien Ismael pensaba que era médico- lo dejó hablar durante diez o veinte minutos. Sin embargo parecía impaciente detrás de su escritorio. Ismael, amigo - interrumpió- Usted no está haciendo nada malo. Yo también les pego a las mujeres. Le he pegado a todas las mujeres que pasaron por mi vida: mi madre, mis hermanas, mis hijas. Con mucho más derecho puedo pegarles a mis mujeres. Ninguna mujer es más mía que mi esposa. Le pegaría a cualquier hembra que me cruzo por la calle, pero en algún punto hay que parar. Usted no necesita dejar de pegar; usted necesita levantar su autoestima. Yo le recomiendo esta psicóloga

Ismael leyó el papel con la recomendación y se retiró diciendo “gracias”. Nunca fue a ver a la psicóloga. Por contrapartida, apenas puso un pie en la fonda zamarreó de los pelos a María y le pegó tanto, y le dio tanto asco, y le dio tanta furia que los golpes le produjeran asco que siguió pegándole más. Se sintió un imbécil por haber querido cambiar. Ahora no golpeaba con golpes-justicia; ahora eran golpes-odio, golpes-me-debiste-haber-avisado-que-golpearte-era-lo-correcto; golpes-hija-de-puta-por-qué-hiciste-que-tuviera-asco-de-golpearte.

Cuando terminaron los golpes ya había oscurecido y había que abrir la fonda. María se recobró de la paliza y, con el silencio, la sumisión y la indiferencia que la caracterizaba, se puso el delantal y salió a atender las mesas.

Esa noche (la noche en la que María iba a morir o iba a desaparecer), vino a cenar un jovencito escuálido que se acercó a Ismael y le dijo: María es mi mamá, pero usted no es mi padre.

Ismael trató de no reaccionar. Miró a María dispuesto a arreglar cuentas una vez más. No quería un diálogo; no quería explicaciones: quería un resarcimiento por la traición infinita que le estaba arrojando a la cara ese muchacho.

La noche transcurría con tensa calma.

Cuando el joven fue al baño, Ismael lo tomó del cabello y lo metió en uno de los cuartitos de la casa chorizo.

Dentro de la habitación mal iluminada estaba María completamente desnuda. Ismael apareció por una puertita interna, blandiendo una pala. A ver, pendejo pelotudo, pegale a tu madre. El muchacho temblaba y María miraba a Ismael con sumisión y desconcierto. Si no le pegás no ves nunca más el sol. El joven lloraba. Perdóneme- repetía. No quería ofenderlo. Estuve mucho tiempo decidiendo cómo decirle a María que es mi madre sin ofenderlo a usted.

Pero Ismael –repito- no quería explicaciones. Quería resarcimiento. Te callás y le pegás. El muchacho ensayó un golpecito blando y sin determinación. Con fuerza carajo, como un hombre. Otro golpe, más certero. María gimoteaba. Que no grite. Que no grite, carajo. Si grita, empezás de cero. María trató de contenerse. Ahora decime, pedacito de mierda, ¿Esta es tu madre? ¿Así la tratás a tu madre? Acá vas a aprender cómo somos en esta familia.

El joven intentó dar dos o tres golpes más. En un descuido, forcejeó con Ismael y le pudo sacar la pala que pendía amenazante sobre su cabeza. Ismael sintió un fuerte palazo en la nuca y se desvaneció.

Cuando despertó (un día después) en un hospital, le comunicaron que María –lamentablemente- había fallecido. Por suerte agarraron a ese pendejo antes de que te mate a vos también, le dijeron sus conocidos.

Por alguna razón, nunca le dijeron dónde habían enterrado a María. El joven no volvió a aparecer. Durante los primeros dos meses, Ismael creyó (o quiso creer) la historia que le contaron en el hospital, hasta que esta mañana entendió.

Hoy abre el local al mediodía. A la noche, siguiendo una mínima sospecha, saldrá a buscar a María porque sus puños necesitan descargar el amor y la justicia que han ido acumulando en este tiempo de su ausencia. Su amor y su justicia se han vuelto tan grandes, tan indomables, que los solos puños no bastan para contenerlo. Mientras espera que se acerque la noche, atiende a los pocos clientes que buscan harina o fiambre y prepara el arma con la que, luego de impartir justicia, se deshará para siempre de ese viejo asqueroso que duerme en su cama, que respira su mismo fétido aire y que traga su roñosa saliva.

jueves, 4 de octubre de 2007

Tercera historia: Las locas inundadas.


En octubre de 2005, el señor Nelson vino a mi casa para ultimar los detalles de la fiesta: su hija Jimena cumplía quince años. Festejaba el acontecimiento “en un salón de la calle San Lorenzo”, lugar que para mi era desconocido. “Es curioso”, le dije a Nelson, “después de quince años de trabajar en esto, todavía hay salones que no conozco”. “Lo que pasa”, aclaró Nelson para mi consternación, “es que ese lugar, antes de ser salón de fiestas, era la carnicería del Hospital Penna. De hecho, el salón está dentro del predio del hospital”.

El sábado cinco de noviembre de 2005 llamé a Manuel (mi fletero de confianza), cargué los equipos en la camioneta y nos dirigimos a la calle San Lorenzo al 2400. Cuando uno piensa en un salón de fiestas, por lo general puede dar una dirección precisa y fácil de ubicar. En este caso, había que ingresar al terreno del hospital; pasar por debajo de una gigantesca estructura abandonada; andar a campo traviesa hasta llegar a un puente (por encima del cual había un extraño pasillo techado y con vidrios rotos que no conduce a ningún lugar); doblar a la izquierda, pasar un par de casillas desmanteladas, seguir una débil huella de pasto entre dos construcciones destruidas y, finalmente, doblar una vez más a la izquierda. El recorrido –similar al paseo turístico por las ruinas de una ciudad bombardeada- se corta abruptamente ante la presencia de un alambrado. Detrás del alambrado, hay una enorme estructura estilo inglés colonial, sobre cuya puerta tiene un cartel escrito en letras desparejas: salon de fiesta y sentro cultural. Al costado del salón, se ve imponente la figura de un edificio abandonado, oscuro y ciego, con los vidrios rotos y las paredes cubiertas de moho. En ese edificio estaba el loquero del hospital, me informó Manuel, el fletero.

Mientras descargábamos el equipo (lo más raudamente posible, porque el cielo amenazaba con una tormenta titánica), Manuel me contaba la historia de esos edificios arruinados. Todo esto es la parte vieja del hospital. Ahí – dijo señalando el pasillo techado que no conducía a ningún lugar- quisieron hacer una conexión entre la parte vieja y la parte nueva. Pero se les acabó la guita, y quedó todo a medio hacer. De noche, estos lugares se llenan de gente sin hogar que viene a dormir, y vaguitos de la villa que se juntan para darse con paco y chupar.

Una vez que descargamos el equipo, había que subir un par de escaleras y recién luego llegábamos al salón. Si es que a eso se lo podía llamar salón. En realidad, se trataba de un pasillo ancho en medio de dos pasillos angostos flanqueados por una escalera. La pobre gente de la fiesta había colocado mesas en cualquier parte de ese irregular ambiente, y me habían dejado un lugarcito para armar el equipo. Las paredes del lugar estaban enfundadas con azulejos rotos. Me llamó la atención unos caños gruesos, mugrientos y telarañosos que sobresalían del cielo raso, lo que le daba al improvisado salón el aspecto de un submarino herrumbrado o una caldera infernal. Allí se respiraba un olor ácido y nauseabundo. No pude dejar de recordar que eso había sido una carnicería, y asocié que el olor sería el de la carne fenecida y fermentada impregnando los azulejos para siempre. El tufo perpetuo de muchas vacas dejando las huellas de su agonía. La iluminación del lugar (de los pasillos y de las escaleras) consistía en foquitos colgantes de luz miserable. En el fondo, el pasillo desembocaba en la cocina y, al principio del largo laberinto de escaleras, estaban los baños.

Una vez que descargué el equipo, comencé a armarlo. En ese ínterin se largó a llover intensamente. Con relámpagos y truenos. Del cielo raso decrépito empezaban a caer hilos de agua; goteras groseras que inundaban el piso y malograban los manteles de las mesas. Traé los baldes, Mirta, le dijo Nelson a su esposa. Al instante, en medio del violento quejido de las chapas golpeadas por la lluvia, el salón se llenó de palanganas y latas de pintura vacías. Por suerte, en mi rincón no había filtraciones ni peligros de mojadura.

Permítanme adelantar rápidamente las descripciones en este tramo. La lluvia se detuvo, terminé de armar el equipo, llegaron los invitados (unas ochenta personas), Jimena entró al salón. Etcétera, etcétera. Ahora detengamos la película.

Me invitaron a cenar a una mesa dispuesta para mí, el fotógrafo y el filmador. En medio de la charla con ellos, me revelaron algo aun más tétrico de lo que yo sabía: ese lugar en el que estábamos no había sido carnicería. Había sido la morgue del hospital. “Fijate bajando esa escalera”, dijo el filmador señalando hacia la cocina. Disimuladamente, me levanté de mi silla y miré. Entre la cocina y el salón, había una larguísima escalera antigua que iba hacia abajo y se perdía en la oscuridad. Como si se adentrara bajo tierra. La entrada a la escalera estaba mal tapiada por unos tablones pequeños. ¿Sabés lo que hay allá abajo? Preguntó el fotógrafo con aire de complicidad, allá están las máquinas que usaban los forenses para seccionar los cadáveres. Hay un salón inmenso, bajo tierra, oscuro, lleno de artefactos enormes oxidados. No se puede bajar porque todo eso está inundado. De hecho, todo este edificio se está hundiendo.

Terminamos de cenar y puse el vals de los quince años. La lluvia volvió a desatarse rabiosa. Mientras bailaban los compases de Tiempo de Vals, de Chayanne, se cortó la luz.

Cuando en medio de una fiesta se corta la luz, tanto los invitados como yo nos quedamos absortos unos segundos, sin entender. Esta vez, el corte de luz coincidió con un relámpago fulminante seguido de un trueno. Los invitados, repuestos de la confusión, siguieron a oscuras la pantomima del vals acompañados por la música del aguacero sobre las chapas, esquivando los charcos de goteras prominentes. En ese momento, tuve el temor de que la lluvia terminara de hundir el edificio. O, peor, que inundara por completo el piso subterráneo y, por la escalera tapiada, comenzaran a brotar las máquinas muertas y los huesos seccionados de los muertos acompañados por un líquido negro, espeso y borboteante.

Las horas pasaron entre gritos de entusiasmo y enojo, velas, baldes de agua y el repiqueteo de la lluvia atronadora. A eso de las tres de la mañana, cuando la fiesta ya estaba totalmente arruinada, dejó de llover. La luz no volvía, pero por lo menos el salón no iba seguir convertido en una sopa. En ese descanso aprovecharon para cantar el feliz cumpleaños a capella y cortar la torta.

Mi trabajo estaba siendo muy sencillo: sólo aguardar hasta que volviera la luz. Por eso, mientras los invitados se sacaban fotos diabólicas a la luz de las velas, yo decidí dar un pequeño paseo por el laberinto de pasillos y escaleras. De inmediato advertí un sonido sutil que antes, con el clamor de la lluvia, había pasado desapercibido. El sonido era una profusión de desgarrados gritos femeninos, entrecortados. A medida que me acercaba adonde debía estar el baño de caballeros (y, por lo tanto, cuando más me alejaba de la gente y de la tenue luz de las velas), los gritos se hacían más claros. Eran gemidos. Gemidos que provenían de afuera. De algún lugar no muy lejano, quizás de los edificios abandonados.

Entré al baño a hacer pis en la oscuridad, me miré en el espejo ciego y volví al salón. Los gemidos se apaciguaron hasta hacerme creer que nunca los había oído.

La tormenta se desató una vez más, ahogando la precaria alegría del feliz cumpleaños, fagocitando con sus truenos y relámpagos cualquier esperanza de salvar la noche. La monotonía del agua siguió hasta las seis de la mañana, cuando por fin amaneció entre nubarrones sucios, pies mojados y barro. Nelson se acercó a pagarme. "Qué noche de mierda, la puta que los parió", dijo con tristeza. "Mi hija quería una fiesta inolvidable. La tuvo nomás". Llamé al taxiflet y me fui, apurando el trámite de cargar los equipos en la camioneta porque, una vez más, la lluvia parecía inminente.

Cuando volvíamos, le conté al fletero Manuel la espantosa noche que había tenido. Le hablé de los extraños e incongruentes gemidos. "Ah", dijo, quizás para intranquilizarme del todo, "lo que pasa es que al lado del loquero abandonado, funciona el pabellón de las locas. Es un edificio viejo y hecho mierda. Seguro que, con la lluvia y el corte de luz, se les inundó todo y estaban a los gritos."

"¿Cómo sabés tanto sobre el hospital, Manuel?", le pregunté."Lo que pasa es que yo estuve internado tres meses en el loquero. -contestó como restándole importancia- Fue por un error . Yo nunca le había levantado la mano a mi hijo, pero bueno, vos viste..."

Tragué saliva pensando cómo iba a continuar esa charla. Por suerte, el monólogo se interrumpió por la ensordecida y oportuna lluvia.

Después de largos minutos en silencio, andando por calles casi invisibles y escuchando la lluvia golpeando el capot, Manuel se echó a reír con fuerza. Dijo: "Por ahí gritaban porque se estaban ahogando las muy pelotudas."

jueves, 27 de septiembre de 2007

Segunda historia: Una reunión trabada

En el año 1998 trabajé como disc jockey con mi amigo Roberto. Él tenía (y sigue teniendo) un hermoso kiosco en el cual levanta quiniela clandestina por teléfono y, por esa razón, publicábamos semanalmente un aviso en el diario con el número telefónico de su kiosco.

Una vez, como tantas, recibió un llamado para un cumpleaños de cuarenta. Los datos de la fiesta eran: salita médica de la calle Blandengues, el próximo sábado. Homenajeado: Raúl. El papel, escrito a mano por Roberto, incluía además números telefónicos, tema de entrada, vals y detalle del estilo musical para el baile. Jorge, me dijeron que quieren hacer unos sketches. Por eso, te van a llamar a vos para coordinar, me precavió cuando nos encontramos.

Tres días antes de la fiesta, me llamó una mujer preguntándome si tenía micrófono, si podía conseguirles una canción (se llamaba La Movidita, y si mal no recuerdo es de Gladys la bomba Tucumana) y si no tenía problema en que, durante la fiesta, cada quince o veinte minutos se interrumpiera el baile para hacer una coreografía. Está perfecto, dije.

Sólo para corroborar los datos, pregunté una vez más quién era el homenajeado y en qué salón se hacía. Salita médica de la calle Blandengues, dijo la mujer, la homenajeada es Lourdes.

Revisé el papel que me había traído Roberto: en él decía Homenajeado: Raúl. Probablemente, se había confundido (el resto de los datos coincidía), así que taché “Raúl” y pose “Lourdes”. Al día siguiente, recibí otra llamada de la misma mujer. Raúl quiere entrar con el tema de Celia Cruz, “La vida es un carnaval”. Miré mi papel con el nombre tachado y lo volví a tachar, poniendo nuevamente “Raúl”. Pensé que, quzás, tanto Raúl como Lourdes cumplían años (tal vez eran una pareja); pero no quise preguntar un detalle tan fundamental para no parecer desorganizado.

El sábado a las seis de la tarde vino un muchacho con una camioneta a buscar el equipo. Hacía frío y ya estaba oscureciendo. El salón quedaba en un primer piso. Por suerte el fletero nos dio una mano enorme para subir los bártulos. Recuerdo también que esa noche, además de Roberto y yo, nos había acompañado Fernando, un pibe de diecisiete años que estaba algo fascinado con nuestro pintoresco trabajo.

Cuando terminamos de armar el equipo y se hicieron las nueve y media de la noche, entendimos por qué la confusión entre Raúl y Lourdes. Raúl era Lourdes. Noventa y cinco por ciento de los invitados de la fiesta eran travestis, incluyendo por supuesto a la homenajeada. Los travestis venían ataviados con lo que, según Roberto, era ropa de batalla. Algunos de ellos, -portadores de un increíble cuerpo de mujer pero con inequívocos rasgos faciales masculinos-, sólo llevaban una minifalda y un top. Otros se habían puesto una vestimenta representativa de algún gremio laboral: la maestra, la secretaria, la mucama sometida por su patrón, la porrista de fútbol americano. Los límites entre el disfraz y el travestismo no siempre son muy claros. En este caso, los personajes eran un disfraz que se habían puesto por encima de la habitual ropa de travesti. También puede pensarse que ser travesti es, de por sí, encarnar algún personaje femenino y en ese caso, disfraz y travestismo coinciden.

Dije que el noventa y cinco por ciento de los asistentes eran travestis. El cinco por ciento restante (excluyéndonos sin honra Roberto, Fernando y yo) estaba conformado por indisimulados hombres, incluso con barba, pero engalanados con alguna prenda paradójica e inapropiada. Uno de ellos sólo tenía calzoncillos, zapatos negros, guantes blancos y moño negro, y mostraba sin pudor su pecho y sus piernas peludas. Otro (un hombre de unos sesenta años) sólo usaba un grueso pantalón con tiradores y el torso desnudo.

Hasta aquí, excepto por la contingencia de que todos eran travestis, no parece haber ningún problema para un disc jockey. Las cosas se complicaron un poco cuando el hombre de torso desnudo y tiradores comenzó a hacer gestos impúdicos y a tirar besos a Fernando, el integrante más joven de nuestra troupe musical. Jorge , yo me voy”, dijo, temeroso. “No tengo ningún problema con los travas, pero que no me jodan” fue su argumento. Pidió un taxi y desapareció.

El acoso no terminó allí.

Después de que se fuera Fernando, Roberto se dirigió al baño y un travesti mal afeitado y vestido de novia lo interceptó. “Dijo que yo estaba re fuerte y me quería dar un beso. Es más, me acompañó al baño y me apoyó por detrás”, comentó Roberto entre exaltado y preocupado. De hecho, no sólo la novia aprovechó para tirarse un lance; también otros rodearon al pobre Roberto y le querían mostrar sus especiales cualidades. En aquella época, al igual que ahora, Roberto y yo solíamos espantarnos cuando una mujer nos acosaba de manera descarada –cosa que no ocurría muy seguido. Puedo entender su contrariedad al verse rodeado casi con hostilidad por ambiguas mujeres con rostro de hombre y rastro de barba.

La situación se puso complicada al inicio del baile, cuando los fluorescentes del salón se apagaron y sólo quedaba la impune penumbra del humo y los efectos de iluminación. Ya sin ningún pudor, la novia se acercó a Roberto y lo empezó a manosear. Salí de acá, estoy trabajando, decía Roberto con un hilo de voz. Bueno, papi, entonces cuando dejes de trabajar te agarro. Como el acoso era continuo, Roberto esgrimió la mejor solución. Para él, claro:

- Jorge, me voy por un rato a ver si se calman estos tipos. Más tarde vuelvo.

La situación no era buena. Mis dos compañeros se habían ido y yo estaba solo enfrentando a sus acosadores. Sin embargo, debo decir –con algo de desilusión- que los travestis en ningún momento se acercaron a mí, excepto para pedirme música o avisarme que venía un sketch. Esa noche descubrí que no provoco la más mínima atracción entre los travestis, y hasta el día de hoy vivo eso como un fracaso.

La Novia, sin embargo, se aproximó para decirme algo al oído. ¿Dónde está tu amigo?, preguntó con una aflautada voz masculina. Decile que lo amo. Por favor, decile que lo amo. Decile que tengo su teléfono y que lo voy a llamar.

Los sketches se sucedieron a razón de uno cada media hora. Los travestis hacían shows de transformismo o cantaban temas románticos lacrimógenos, entre los que no podían faltar de Franco Simone y Quererte a ti de Camilo Sesto. Ninguno de los espectáculos era cómico; más bien se apelaba a una clásica visión nostálgica del amor imposible o –como en el caso del transformismo- se hacía hincapié en las insuperables ambigüedades e ironías de la vida.

Roberto volvió a eso de las cuatro de la mañana, un poco temeroso. No le pregunté dónde había estado. Jorge, esta fiesta es un despelote, me dijo. Abajo hay como quince trapos fumando marihuana. Yo no había prestado atención al olor (de hecho, se me confundía con el característico aroma de la máquina de humo). Si llega a caer la cana, nos detienen a todos. La preocupación de Roberto no era ingenua: no era tan terrible ir a la comisaría; lo terrible era dejar el equipo en el salón, solo, mientras nosotros dábamos nuestra declaración de los hechos.

A la media hora, Roberto decidió cortar la música y llamamos al taxiflet. No sólo estaban fumando marihuana en la entradita de planta baja. También, seis o siete de los travestis se estaban agarrando a trompadas en medio de la calle. Si no viene la cana con esto, no viene con nada. Apurate a desarmar, dijo Roberto.

Los invitados parecieron entender nuestro temor y ofrecieron su ayuda para bajar los equipos. Yo no podía evitar mi mayor preocupación: todavía no nos habían pagado.

Por suerte no vino la policía; pudimos irnos sin problemas. Mientras cargábamos el equipo no dejábamos de mirar el ambiguo espectáculo en medio de la calle desierta de una madrugada fría: dos travestis enormes, con sus atuendos rotos, el maquillaje corrido y la voz entrecortada por el esfuerzo, se golpeaban como sudorosos barrabravas después de un partido. Los años de travestismo no podían ocultar ese primitivo instinto masculino cuyo lenguaje es un rosario de uppercuts. Lo último que escuché, mientras nos alejábamos con la camioneta, fue la voz aflautada y ronca del más maltrecho de los contendientes que decía: me cansé de mantenerte, puta de colores.

El lunes siguiente apareció Raúl (no Lourdes) en mi casa a traer el dinero. Lamentamos mucho si se sintieron incómodos, dijo mientras me estrechaba la mano. Los vamos a tener en cuenta para el próximo cumpleaños.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Primera historia: El pelado a la fuerza

En el último post relaté una inesperada conexión entre mi vida de disc jockey y este blog. Por eso, -y teniendo en cuenta que hace más de quince años que trabajo como disc jockey ambulante- desde hoy voy a contar algunas pintorescas historias de mi paso por celebraciones ajenas.


Hablemos de una fiesta de quince. Una en particular, aunque no recuerdo bien cuándo fue ni exactamente dónde. De esto debe hacer unos diez años. Fue en un salón enorme en un barrio pobre, lleno de gente apretujada entre largas filas de tablones con manteles de papel. Hacía calor. El lugar estaba mal iluminado con fluorescentes, muchos de los cuales parpadeaban o no se prendían. Muy temprano, a eso de las ocho y media, empezaron a aparecer los invitados. Gente de una humildad desconsoladora: los hombres venían con jeans raídos, camisa hawaiana y zapatillas, y las mujeres traían unos trapitos pasados de moda, imposibles de combinar y comprados en tiendas de usados. Cada adulto era acompañado por un séquito de niños gritones e hiperactivos. Cuando reparo en estos detalles (la vestimenta, el número de niños), pongo en evidencia una mirada desde cierta clase social: en las fiestas de clase media o media- alta, los invitados se visten de acuerdo a la ocasión. Se arreglan el pelo con un coiffeur; se hacen trajes a medida y sus pocos hijos son educados, apáticos y neuróticos. Aquí nada de eso parecía ocurrir.

En esta reunión, desde temprano, se evidenciaron dos síntomas potencialmente peligrosos: desorganización completa, y cerveza que comenzó a correr sin control. Tampoco faltó la troupe de adultos jóvenes (tíos, primos y amigos de los tíos y los primos) cuyos miembros entraban al salón tempranito tambaleándose y con fuerte olor a alcohol.

Por lo general, los niños y la troupe de primos precozmente borrachos son un dolor de cabeza para el disc jockey. Los niños corretean entre los cables del equipo y arriesgan su vida, sin que ningún adulto se haga cargo de ellos (ni siquiera cuando se tropiezan, caen y lloran). Los primos beodos se plantan junto a la consola de sonido y se autoproclaman consejeros musicales: dictaminan con voz avinagrada la música que, de manera obligatoria, hay que poner (es curioso que siempre piden cumbia romántica de los años ochenta que sólo ellos conocen). Es difícil negarse amablemente a cumplir con los exhortos, sobre todo porque está en riesgo la vida del disc jockey. La situación se hace insostenible si este periplo de peligrosos borrachines empieza su prédica pro- cumbia romántica desde bien temprano. El joven y beodo tío se siente con derecho a dirigir la orquesta, a veces desenfundando el falaz argumento “mi hermano te paga para que hagas lo que yo te digo”.

En este difícil clima comenzó la fiesta a la cual quiero referirme. A las diez de la noche la homenajeada aun no había llegado, pero el salón estaba colmado de invitados: unas doscientas personas. Cálculo estimado: sesenta parientes (incluyendo los alegres tíos y primos), treinta compañeros de curso y ciento diez niños. Andá preparando el tema de entrada, dijo el fotógrafo, porque parece que ahí viene. Diez y cuarto entran, papá y quinceañera, con el tema My heart will go on, de Céline Dion. La niña lleva un vestido rojo furioso, y el padre tiene un traje negro, zapatos negros, camisa negra, corbata negra y sombrero negro. Del bolsillo pectoral de su saco se asoman un pañuelo blanco y una flor roja. En su sonrisa muestra un diente de oro. Entran con rapidez entre el ruidoso descontrol de la multitud que se abalanza para saludarlos.

La obligada comida en estas reuniones es el asado. Un asado multitudinario, bien preparado y exquisito en el que no faltan los chinchulines, la entraña y los riñoncitos. Inmediatamente después del saludo a la quinceañera, todos -excepto los niños, que no paran de corretear, golpearse y llorar- se sientan y esperan la cena en medio de un bullicio impresionante. El padre, después de saludar a los invitados, se acerca a mí y me estrecha la mano. “Hola, Jorge, ¿todo bien? ¿Pudiste armar el equipo sin problemas? ¿Te traigo una birra?”. Le digo que no, que prefiero coca cola. Me trae una gaseosa de marca desconocida, un plato de plástico con cubiertos descartables y una generosa porción de vacío con chimichurri.

En todas las fiestas, hay algunos personajes típicos. Uno de ellos es el entendido. El entendido se acerca al equipo, lo mira de arriba abajo, hace gestos de aprobación o de crítica y dice, por ejemplo, “tenés una compactera denon 2000 f mk3 que se la compraste a Arlenghi”, para demostrar que conoce bastante del asunto. Acto seguido desenfunda una conversación poco interesante e incluso hostil. Yo lo sé porque también soy disc jockey, dice para empezar. El entendido cree que se gana mi confianza si me da este dato irrelevante; cree que hay códigos que sólo los trabajadores del mismo rubro pueden compartir y entender. Pero después de esa insípida declaración, comienzan la hostilidades: el entendido compara su equipo de sonido y sus habilidades con las mías “Vos tenés una denon 2000 f mk3 importada de China. La mía es mucho mejor, porque me la trajeron de Estados Unidos”; “Yo recién te escuché cómo hiciste el enganche; a mí me sale mejor porque yo espero el golpe de la batería y recién ahí mando el otro tema”. A esta clase de entendidos insoportables se los puede cortar con una sola pregunta: “Che, pero si tu equipo es tan bueno y vos sos tan hábil, ¿por qué no te contrataron a vos?”.

Otro personaje de las fiestas, mucho más simpático aunque no menos peligroso, es el confidente. Siempre hay alguien que cuenta las intimidades de los presentes, con un artero aire de complicidad. “El asado se lo regaló el abuelo porque trabaja en un frigorífico”; “El vestido de la pendeja es el mismo que usó una prima en su fiesta de quince. Lo que pasa es que los padres no tenían plata para comprar uno nuevo”. “¿Ves la gorda esa? Esa anda caliente conmigo. Ahora se hace la ortiva y no me da bola. Pero ya la voy a agarrar cuando se ponga bien en pedo”.

Aquella noche, mientras el confidente, el entendido, algún primo borracho y varios niños se habían acodado frente a mi equipo como si fuera la mesa de un exótico bar, se acercó el padre de la quinceañera y le dijo algo al confidente. “¿qué pasa que los García no vienen?” El entendido respondió: “Juan dijo que iba a buscar el vino a la distribuidora”. “Que se apuren estos boludos”, dijo el padre con impaciencia, “porque ya sale el asado y no tenemos con qué regarlo”.

Algunos comensales estaban como locos porque -por lo que pude entender- los García tenían que traer el vino y todavía no habían llegado. Vamos a buscarlos, se sugirió entre gritos alborotados. Los mozos trajeron asado, ensalada, chinchulines, chorizos, soda, gaseosas, cerveza pero ninguna botella de vino. Mientras la mayoría cenaba y se quejaba por la ausencia del tinto, una cuadrilla de hombres desorbitados salió del salón. Los hombres desaparecieron quince minutos y volvieron despeinados y con las camisas rotas.

Lo que ocurrió en ese ínterin me lo contó luego el confidente, quien había participado de la caravana. “Fuimos a buscar a los García, que viven al lado de la casa de la quinceañera. ¿Sabés dónde estaban los hijos de puta? Aprovecharon que todo el barrio está acá para entrar a afanarles. Cuando llegamos, estaban sacando el televisor entre dos, el padre y el hijo.”

El relato continuaba. “Los recontracagamos a trompadas. Nosotros éramos quince, y ellos eran cuatro. Les rompimos todos los huesos; entramos a su casa y les afanamos los muebles, el grabador, la video, la heladera, la tele. Lo que no pudimos afanar se lo hicimos pelota. Lo único que le dejamos sano fue el cochecito del bebé.”

Uno de los niños que había participado de la contienda relató algo que me causó una profunda impresión: “A Abelito García lo dejaron pelado de tanto pegarle”. Quise imaginar de qué manera un golpe puede arrancar cabellos -todos los cabellos-, pero hasta el día de hoy no consigo hacerlo.

El resto de la fiesta transcurrió sin problemas memorables. Después del asado bailaron el vals y luego, hasta las siete de la mañana, se movieron al ritmo de Sombras, Gilda, Antonio Ríos, Sebastián y Gary. El amanecer gris y mi extremo cansancio fueron apenas compensados por las palabras del padre de la quinceañera, a esa hora ya sin saco, con la camisa desabotonada y el sombrero ausente:


- Muy bueno, Jorge. Vení que te pago. Ah, sobró un montón de asado, ¿no querés llevarte algo?

sábado, 15 de septiembre de 2007

Una llamada de Monstruos y Berenjenas

El martes once de septiembre de este año recibí una extraña llamada telefónica.

Una persona que se presentó como Walter Uranga preguntó por el disc jockey Jorge Mux. “Soy yo”, respondí, suponiendo que buscaba contratarme para un trabajo. ¿Es usted el autor de una página llamada Monstruos y Berenjenas?, fue la segunda pregunta.

Muchas actividades de mi vida son estancos separados. Cuando trabajo como disc jockey, nadie sospecha que, paralelamente, soy profesor de filosofía. Menos pueden sospechar que un disc jockey pueda tener una página de narraciones sobre sucesos extraños y futuros (a los disc jockeys, por lo general, les interesan otras cosas). Por eso las preguntas sucesivas acerca de mi trabajo y de mi blog, en una misma conversación, me provocaron un estado de sorpresa y confusión.

El señor Uranga dijo que pertenecía a la comisión (o algo así) de un club. El nombre del club no importa, porque en el momento en que lo dijo, lo asocié erróneamente con otro. “Yo quería invitarlo –dijo el interlocutor- a nuestra sede algún día de la semana, un lunes, miércoles o viernes a la tarde, para que vea a los chicos jugando y no se quede con la impresión de que esta es una institución en decadencia”. Traté de asociar, por todos mis medios, a qué se refería; intentando conjugar el nombre de un club para mí desconocido, el blog Monstruos y Berenjenas, mi trabajo como disc jockey, la llamada y la invitación. No pude.

En algún momento del discurso el hombre dijo las palabras clave: “el año pasado estuvo muy buena la fiesta, justo el día de la final Francia – Italia”. Allí entendí todo. Mi desconocido interlocutor se refería a lo que relaté en este mismo blog, en un post del once de julio del 2006. En ese post relaté los hechos vividos en una hermosa fiesta el día 9 de julio del año pasado, en la cual un enorme grupo de personas mayores celebraban el 78º aniversario del club Sixto Laspiur, y yo les había pasado música. Es decir, entre el suceso al que hacía referencia el post y la llamada del señor Uranga, habían pasado un año y dos meses.

El señor Uranga, al principio, se sintió dolido por el relato. “Anoche, cuando leí lo que pusiste en el blog pensé: este tipo nos mató”. A mí me costó entender por qué se sintió dolido: mi impresión de la fiesta había sido más que buena (el título del post, el día de todas las glorias era bastante elocuente), pero a él –supongo que, junto con él, a toda la comisión- le pareció, en una primera lectura, que yo me había llevado una opinión negativa: un club formado por ancianos que, cuando murieran, estaba destinado a desaparecer. Sin embargo, Walter Uranga hizo otra reflexión: “después me di cuenta de que eso fue lo que te mostramos nosotros. Solo pudiste ver a los viejitos, porque eran los únicos que fueron a la fiesta. Tu visión sesgada de un club en decadencia, luchando contra el tiempo y los intereses privados, fue en parte culpa nuestra. Pero el club no es sólo eso. Por eso, quería invitarte a que vieras las canchas cuando están los chicos y los jóvenes.”

Seguimos conversando algunos minutos. “El logo del club, lo hice yo. El poema del club, también. La bandera que estaba colgada en el salón era la que usamos en las marchas contra el municipio”. Recordé enseguida ese suceso, difundido por los medios locales: todo el barrio salió a defender los terrenos del club, cuando un proyecto edilicio bastante avanzado quería quitárselos. Gracias a esas marchas, ahora el proyecto se suspendió por tiempo indefinido. El señor Uranga hablaba de su club con una pasión conmovedora. “Walter, si hay algo en el post que te parezca ofensivo o negativo, lo puedo cambiar.”, le dije. “No, Jorge, no, está perfecto”, me dijo, “es lo que vos viste, y es lo que nosotros te mostramos”.

Seguramente me olvido de muchos detalles deliciosos, pero fue esa, en lo esencial, la conversación con el afable desconocido. Había algo de mágico en esa charla; algo de irreal e imposible. En este blog se suelen publicar ficciones. Quizás, el post El día de todas las glorias fue el más documentalista. Me atrevo a decir que fue el único en el cual traté de repasar mis impresiones de un suceso realmente vivido en mi propio tiempo y en mi propia ciudad. Y, precisamente, por poner nombres propios y por contar un hecho puntual, alguien, un año y dos meses después del suceso, se sintió tocado por el relato, me buscó en la guía y me llamó. El post más documentalista fue el que generó más magia: uno de los participantes de una pintoresca fiesta de un relato salió de su irrealidad; se escapó de las palabras virtuales y se hizo voz a través del teléfono. Hace unas semanas, el señor Esteban Gorrer, se presentó ante mi padre para denunciarme, volviendo más difusos los límites entre las palabras y el mundo. Tengo la empecinada esperanza de que otros personajes de mis historias me sorprenderán algún día con una llamada, una visita o una puñalada en un callejón oscuro.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Contactos difusos

Primera parte: 2063

En este instante, hora 62, hemos detenido el reactor y la nave es guiada suavemente por la fuerza gravitatoria. Entramos en órbita con Quíos. Microsat fotografía desde arriba una doble aurora que ilumina de rojo a las nubes de apariencia helada y filosa. Todavía estamos a treinta y cinco mil metros de altura, esperando los preparativos del bioscafo. El primer descenso lo harán Simmel y Lampred, a la hora 65, acompañados por una extensión de Microsat. En este momento, la estación central Microsat está generando extensiones exploradoras para adaptar el planeta a nuestra llegada.

Hora 62,34. El bioscafo está listo. La extensión exploradora de Microsat se despega de la nave; vuela hacia la superficie como un gigantesco insecto de metal y hace el primer escaneo general del planeta. A las 62,56 nos devuelve los detalles técnicos y confirma un dato curioso: hay una variedad de clorofila en la región sobre la cual haremos el descenso. Ahora, la extensión de Microsat espera en la superficie de Quíos, a treinta y cinco mil metros, preparando el terreno y colectando información. La pantalla de Microsat nos devuelve una imagen gris, amarillenta y difusa. Quíos es un desierto con tormentas de vidrio molido.

63,15. La eterna y tranquila aurora que vemos desde aquí arriba contrasta con el caos de la superficie de Quíos. Microsat despliega bombas de equilibrio térmico sobre la región. Vemos por la pantalla cómo en pocos minutos la tormenta se apacigua y la luz de los dos tenues soles se deja ver en el desierto. También vemos a la extensión exploradora de Microsat reptando por la arena de vidrio, como un reluciente monstruo de silicio mitad escorpión y mitad elefante, escudriñando cada fragmento del suelo y cada bocanada del letal aire.

63,55. Lampred sufre una repentina indisposición. Ya le fue implantado el traje autobiótico, por lo que procedemos a descomprimirlo. Durante la descompresión vomita. Microsat le quita con rapidez el implante de traje y lo recuesta sobre almohadones. Ha sufrido una descompensación por los cambios de gravedad. Hacemos un informe, llamando la atención a Microsat por no haber previsto esta contingencia. La memoria de Microsat incorpora el llamado de atención, se disculpa y reconfigura su sistema para adaptarse a las consecuencias del error. Simmel ya está listo para hacer él solo el descenso.

64,30. El bioscafo y la nave ya han sido atadas con cordones de gravedad. Simmel está de buen humor y tiene una gran ansiedad por el descenso. Espera solitario dentro del bioscafo. Microsat central le lee una historia con voz pausada y tenue. Desde nuestro audífono se escucha una música suave que me hace pensar en cosas eternas y luminosas.

64,47. Abruptamente se corta la comunicación con el explorador de Microsat. Perdemos contacto con la superficie del planeta. Microsat central trata de localizar a la extensión. No la encuentra. Decide postergar el descenso para enviar otra extensión. Simmel no se ha enterado de la noticia; por ahora está aislado en el bioscafo esperando el descenso. Lampred está recuperándose de la indisposición. Sólo Microsat y yo sabemos de esta inquietante contingencia.

65,02. Microsat envía otra extensión la cual, a los pocos minutos, también desaparece. Microsat parece desconcertado; su fabuloso cerebro de silicio pone a prueba infinitas hipótesis para entender por qué pierde contacto con sus extensiones. El silencio que se prolonga por largos minutos me da a entender que todavía no puede siquiera aventurar una respuesta. Por un instante tengo miedo. Simmel espera en el bioscafo y pregunta por qué no lo hacen descender. Su ansiedad aumenta a niveles peligrosos. Microsat, quien sabe de nuestra adrenalina, se mantiene en un preocupante silencio.

65,30. Microsat decide que el bioscafo baje a la superficie de Quíos. Mientras monitoreamos los signos vitales de Simmel, descubrimos que sus pulsaciones siguen aumentando. Por el monitor vemos, a través de la cámara externa del bioscafo, una eterna aurora de horizonte casi infinito y cielo verde rizado con nubes en forma de aguja. El descenso se hace a máxima velocidad, sin que las correas de gravedad amortigüen la caída, excepto en el abrupto cimbronazo final. Ahora Simmel parece de buen humor; está aliviado por el descenso. Abre la escotilla y sale.

65,39. Simmel da unos pasos, acompañado por una cámara flotante que escudriña el terreno. La extensión de Microsat no se divisa a simple vista. Extraños olores, dice Simmel. Microsat y yo estamos alerta: si hay aromas desconocidos, es porque el traje ha sido infiltrado. Extraños y maravillosos olores, repite Simmel. Regrese a la escotilla, vuelva al bioscafo, ordena Microsat. Simmel repite: extraños olores, maravillosos olores. No hay formas visibles; todo se ha disuelto en varios aromas que parecen confluir en uno solo. Un solo aroma, familiar, aunque todavía no puedo reconocerlo… Como una historia con varias tramas que pronto desembocarán en una sola y de la cual ya sospecho su desenlace. Microsat repite con voz pausada: vuelva al bioscafo.

66,40. Microsat ha convertido a la cámara móvil en una extensión exploradora. Recoge a Simmel, quien parece vagar sin rumbo repitiendo maravillosos aromas, y lo deposita en el bioscafo. Desde la nave recogemos los cables de gravedad que unen al bioscafo. A las 66,57 Simmel está nuevamente arriba. Cuando abrimos la escotilla del bioscafo, parece recuperar su lucidez aunque en su mirada hay algo vidrioso y tiene unas extrañas heridas en el cuerpo. Sin embargo, lo único que balbucea es:

- Necesito jugo de pomelo. Por favor, rápido, jugo de pomelo.


Segunda parte: 1963


Esta cartilla expresa de manera informal los extraños sucesos de los cuales fui testigo y que tanto escándalo han provocado a la congregación. He tratado de no dejarme llevar por mis pasiones. Mi ferviente deseo fue reproducir el testimonio con la mayor veracidad posible, aunque bien sé que toda perspectiva es precaria y sesgada.
Hace ya dos meses el hermano Ismael, como todas las mañanas, se dirigió a la despensa subterránea. Mientras estaba allí –según su testimonio- cargando el cereal y la harina, escuchó un ruido en el sótano, el cual está contiguo a la despensa y a mayor profundidad que ésta.
En el sótano están las bombas de agua y la caldera. Durante los últimos dos años hemos tenido filtraciones de agua que, gracias a Dios, pudimos solucionar hace poco. Pero en ese momento, el hermano Ismael temió que alguna rotura en los caños hubiese fisurado una pared. Según su propia descripción (usted ya sabe que tenemos un informe detalladísimo que se adjuntará en breve; por ahora permítame ser impreciso con el solo propósito de explicarle los hechos en su generalidad), el ruido “se confundía con el correr del agua, pero si se lo escucha con atención, era como una voz pausada que hablaba de manera monótona”.

Cuando el hermano Ismael inspeccionó rápidamente el sótano, no encontró la fuente del sonido. Pensó que el problema en las cañerías se estaba agravando. Por ello, le comunicó al fontanero de la abadía –el hermano Alberto- que posiblemente fuera necesaria una nueva revisión de las bombas.
El hermano Alberto llevó su equipo de fontanero y procedió a revisar las cañerías de agua. En ese momento, escuchó el sonido al que aludió el hermano Ismael. El ruido parecía provenir de las calderas, no de las cañerías de agua. Las calderas se encuentran detrás de unas portezuelas de metal y, normalmente, hacen mucho ruido por el continuo paso del gas. El hermano Alberto abrió la puerta y gritó. Unos segundos después, la caldera explotó con violencia, tal como fue informado en los periódicos. Sin embargo, usted ha recibido una información adicional, y esta misiva tiene como propósito confirmarle esa información.

Los periódicos hablan de una fuga de gas y de una explosión. Lo que no se dijo es: el hermano Alberto recibió heridas exactamente idénticas a los estigmas de Nuestro Señor Jesucristo. De hecho, no tuvo ninguna otra consecuencia excepto las manos atravesadas por algo punzante, el costado derecho profundamente lastimado, los pies rotos y la cabeza coronada por heridas como de pústulas. Usted sabe, al igual que yo, que la casualidad pudo haber jugado un rol importante y que esa heridas han sido consecuencias mas bien seculares, y que no hay ninguna intervención sobrenatural. Sin embargo, después de la explosión y los primeros auxilios, el hermano contó lo que vio y oyó.

Según sus palabras, el sonido que había escuchado el hermano Ismael era una voz ronca y sofocada aunque tranquila, que salía del interior de las calderas. La voz repetía la cadencia y el ritmo del Padrenuestro, con la diferencia de que en lugar de decir “Padre Nuestro que estás en los Cielos, Santificado sea tu nombre”, decía “Estación Microsat que estás en el aire, intento conexión a través de tu código”. Vio un ser alado, metálico, con forma de escorpión y elefante. Un instante después, vino la explosión y el ser desapareció.

No somos tan ingenuos para creer en apariciones diabólicas; preferimos agotar el espectro de las explicaciones seculares. Cuando recogimos los restos de las calderas, encontramos trozos de un metal que no nos pareció familiar. Pero esto no es concluyente. Lo único concluyente es: la caldera no explotó; en realidad hubo algo que explotó junto a la caldera y la hizo estallar. Pero si usted me permite, la hipótesis de un atentado contra nuestra abadía me parece risible.

Sé que quedan muchos detalles, pero las palabras del hermano Alberto se hicieron cada vez más ininteligibles. Los últimos tres días de su agonía, sólo repitió un pedido que tratamos de cumplir más allá de los límites de cualquier requerimiento humano.

Su pedido insaciable era el siguiente: “necesito jugo de pomelo, urgente”.