jueves, 25 de enero de 2007

Dos meses de Buena Vida


Hace algunos años mi amigo Esteban consiguió trabajo en un geriátrico que quedaba a tres cuadras de mi casa. Lo habían contratado para cuidar a los ancianos durante la noche. Él estaba feliz y no era para menos: su primer trabajo en blanco, con un día franco cada dos semanas y un sueldo pequeño pero que iba a ser cobrado puntualmente todos los meses. A mí me alegró la noticia del empleo, pero no pude disimular un rictus de desagrado cuando escuché dónde era.

El geriátrico se llamaba “Buena Vida”, un nombre puesto quizás a propósito en tono de parodia. El lugar, visto desde afuera, era una casona antigua con reja verde y un jardín lleno de malezas. El frente abandonado, con la pared hendida y rotosa, había sido pintado de un llamativo y obsceno amarillo. Parecía una prostituta vieja que usaba mucho maquillaje. En la reja, atado con alambre, estaba el cartel anunciando que allí vivían muchos viejos y que tenían una “buena vida”. Yo pasaba por ese lugar dos o tres veces al día, de camino a la universidad. A veces me detenía un momento porque, sobre el paredón, se sentaban tres gatos grises en fila y me miraban.

Esteban trabajó allí dos meses. Luego renunció y al poco tiempo el geriátrico cerró. Durante algunos años, la casona estuvo deshabitada y más tarde la demolieron para construir un edificio. Esteban se fue a vivir a España y no lo he vuelto a ver.
Hace poco, por mail, Esteban me contó lo que había ocurrido en esos dos meses en el geriátrico. Resumo sus palabras, pero conservo la esencia del asombrado horror que me provocó su extenso relato:

No sé si vos te acordás, pero durante esos dos meses, no hubo un solo día con sol. No llovía pero en esos dos meses, nunca dejó de estar nublado. Era otoño, había viento. Yo salía del geriátrico a las seis o siete de la mañana habiéndome enfrentado a todos los achaques que puede tener un ser humano en la vejez. Y la llegada del día sin sol parecía decirme: todo es horrible. Pero yo no estaba deprimido. Las noches con los viejos transcurrían sin pesares, y a la mañana volvía a casa con alegría.

"El lugar tenía unas pocas habitaciones sin pintura, con humedad y goteras. Lo único que tenía una apariencia más o menos digna era una salita de recepción, donde atendían a los parientes (que jamás venían a ver a los viejos) y les cobraban. Pero nada más. En la cocina había una mancha de humedad negra y añeja, que parecía un fantasma de agua con un solo ojo (Me acuerdo de eso, porque esta historia tiene que ver con fantasmas). Toda la casona estaba impregnada de un hedor al que la nariz tardaba en acostumbrarse; hedor de humedad, de caldos recocidos y de cuerpos amontonados. No era, sin embargo, un olor totalmente desagradable: me traía buenos recuerdos de mi infancia en la casa de unas tías solteronas. En el patio del fondo había toboganes, hamacas y calesitas de hierro que con el viento se movían solas y chirriaban como bichos desesperados.

“Aunque mi única función en el geriátrico era la de sereno, muchas veces tuve que hacer de enfermero porque algún viejo se descomponía. Era común que tuvieran hemorragias, que se despertaran en la noche llorando, o que se tropezaran para ir al baño. En el poco tiempo en que estuve, se murieron unos veinte. El que moría, al otro día era reemplazado por otro.

“Y aquí comienza el macabro desenlace. Si moría un viejo, traían a otro aun más viejo. No sé de dónde los sacaban, pero parecían milenarios. Algunos ya no tenían rostro; de tan viejos, no tenían arrugas. Sus piernas y sus brazos estaban cubiertos con una fina película de piel estirada hasta el infinito. Cuando esos viejos ultra viejos morían, traían a otro aun más viejo.

“En el geriátrico tenían unas pocas habitaciones. Los doce abuelos dormían juntos, en una misma pieza. Algunos no salían de allí ni para comer. Otros, literalmente, no comían ni hacían necesidades. Estos últimos entraban, eran arrojados a la cama sin mayores atenciones y un día dejaban de respirar.

“El viejo pasa por varias etapas. Al principio, es el abuelito social, el que aparece en las revistas y los libros de escuela, con cabello blanco y mirada tierna. Pero después de ese, vienen otros viejos. El abuelito que pasea con sus nietos, que tiene contacto con el mundo, deja paso a otro muy parecido (la segunda vejez), pero que se esconde en su habitación, tiene dolores, habla poco y sus huesos son frágiles. Y después de esa vejez, si se sobrevive, viene otra más cruel y absurda. En la tercera vejez, el abuelo es llevado en sillas de ruedas; ya no puede valerse por sí mismo ni comunicarse. No habla ni reconoce las voces. Su mirada está ausente y su piel es más blanca que la luna. Si tuviera saliva, babearía por la boca siempre abierta. A veces murmura algo, mueve los brazos, parece buscar a alguien con la mirada; pero nada de lo que hace es inteligible.

“Llegó un momento en el geriátrico en el cual todos los viejos pertenecían a esta tercera etapa.

“Pero hay una cuarta vejez. Una vejez oscura, agazapada detrás de esa tercera. Una vejez que (descubrí después) algunos llaman “post senilidad”. En esa etapa el viejo escucha a los demás. Les habla; resuelve problemas domésticos. Comienza a interesarse nuevamente por el mundo; está al día con las noticias. Su cuerpo es de una fragilidad absoluta. Y adquiere poderes.

“Sí, como leíste. El viejo en la post senilidad tiene poderes. Puede leer el pensamiento. Puede resolver acertijos matemáticos. Puede entender el estado de ánimo de una persona. Pero no puede hacerlo despierto: todo esto lo hace mientras duerme y en la oscuridad de la noche. Porque cuando está despierto (si es que puede despertar), sigue siendo el viejo achacoso de la tercera fase.

“Por la noche, yo me quedaba sentado cerca de la puerta, con la luz de la habitación apagada. Sólo me iluminaban el foco de un pasillo y del baño, que estaban siempre encendidos. Lo único que se escuchaba era el viento y la respiración resonante de los ancianos. Una noche tenía una ligera preocupación que me daba vueltas en la cabeza: por algún motivo que ahora no recuerdo, yo estaba solo con los viejos (el otro guardia no estaba). Había escuchado unos ruidos en el fondo del patio y no podía distinguir si era el viento, o si alguien venía saltando paredones para entrar a robar.

“Entonces escucho una voz inoportuna, débil y sin resonancia, que me dice: ‘no pasa nada, es el viento, no hay ladrones’.

“Tuve un segundo de inmovilidad glacial y luego creí entender lo que pasaba: uno de los viejos me había hablado. Uno de los ancianos inmóviles y milenarios, me había dirigido la palabra. Se había despertado, me había visto temeroso y solitario, y había dicho las palabras justas para acallar mi temor. Le contesté algo, pero el viejo no se dio por aludido. Al rato, esa misma noche, mientras yo cabeceaba sobre la silla y pensaba que el amanecer se estaba demorando mucho, una voz (no la misma) me dijo: “paciencia, falta poco para que te vayas a dormir”. Descubrí entonces, con un poco de inquietud, que no se habían despertado; que hablaban desde un inexplicable sonambulismo senil. Luego (poniendo a prueba una hipótesis absurda) pregunté para mis adentros: “¿Cuál es la raíz cuadrada de tres?”. Dos voces ancianas dijeron, a dúo, “uno coma setenta y tres doscientos cinco cero ocho cero siete periódico”
“Esa misma mañana, antes de que me fuera, le comenté todo esto al enfermero y él, sin darle importancia, me dijo: ‘están muertos’. Yo le expliqué que no, que hasta hacía un rato estábamos conversando. ‘La clarividencia es la característica de la muerte’, me dijo. Pensé que me estaba tomando el pelo. Cuando le investigó los signos vitales a los ancianos más ancianos (más post ancianos), descubrió que no los tenían. Era verdad, estaban muertos.

“El enfermero me explicó lo que había pasado, pero en términos que yo jamás compartí: después de la tercera fase, el anciano muere. Pero por unas horas se comunica con el mundo. El alma sigue atada a ese cuerpo y conversar con él es como hacer una sesión de espiritismo. Si yo hubiera tomado nota de sus signos vitales, me habría dado cuenta de que estaban muertos. “Lo mejor que se puede hacer, cuando te leen el pensamiento, es ir a llamar a la morgue. Nunca los escuches.”

“Al día siguiente, después de esa horrible revelación, usaron las camas de los viejos muertos para alojar a unos niños. Yo estoy seguro de que no eran ancianos. Eran niños de unos siete años. ‘Son post post ancianos’, me dijo el enfermero.

“Ese mismo día renuncié.

miércoles, 17 de enero de 2007

Zona D


Alguna vez he dicho que trabajo como disc jockey los fines de semana. Tengo mi propio equipo, el cual transporto siempre por medio de un taxiflet. Estos datos son los únicos importantes: equipo de música, transporte.

1

Hace cinco años tuve mi primera fiesta en el casino de suboficiales de la base naval. Motivo de la fiesta: aniversario de jubilados de la escuela superior de mecánica de la armada. Los militares construyen sus bases como ciudadelas, con calles, plaza, bustos, casitas de tejas rotas, mercados, escuela y altos muros coronados con alambre de púa. La tristísima humanidad que vive tras esos muros está conformada por los hijos y esposas de los militares. Todo allí es silencioso y asfixiante. La noche comienza temprano. Y por ahí, dispersos, como arrojados al azar, están los cuarteles, los cañones, los casinos, los campos de entrenamiento y los soldados que hacen una aburrida guardia hasta el amanecer.

El hombre de voz atragantada y tono jovial que había hablado conmigo era uno de los organizadores de la fiesta y se ofreció él mismo para hacerme el taxiflet. La base naval queda a unos treinta kilómetros de mi casa. “Mi nombre es Juan Manuel Iglesias. Voy a ir con una F 100 a las dieciocho horas”, me dijo por teléfono.

Fue puntual.

Cuando lo vi me pareció un hombre infinitamente bondadoso, acompañado de una sonrisa fácil y natural. Tendría unos sesenta años bien sobrellevados, una gorra de campo y un físico de alguien acostumbrado a los deportes. Apenas bajó de la camioneta me saludó con amabilidad y me ayudó a cargar los equipos. Este último gesto sirvió para que se ganara mi confianza.

Durante los treinta kilómetros del viaje me enteré de que el hombre era maestro de escuela desde que se jubiló, en el año noventa, como suboficial de la armada. “Los pibes son todo para mí, desde que se murió mi esposa”, soltó en algún momento. “Nunca hay que olvidarse – remató para visitar una vez más una frase trillada- de que los pibes son nuestro futuro”.

2

Voy a pasar de largo el comentario sobre la fiesta. Quiero detenerme en este hombre, en esta camioneta, en este episodio: Juan Manuel Iglesias, conduciendo bajo la luz de la tarde, a las dieciocho quince por la ruta, diciéndome que la educación es importante para sostener una democracia fuerte, y haciendo un involuntario (y breve) mea culpa por los “excesos cometidos por el ejército durante la dictadura del ’76”.
Sólo diré un par de cosas: a) en esa reunión de gala de cien hombres casi ancianos, vestidos con relucientes trajes militares y acompañados de sus esposas silenciosas y sumisas, uno de ellos tomó el micrófono y dijo, levantando su copa: “nunca nos olvidemos de la preclara función que tuvimos durante los años setenta. Brindemos porque se vuelva a repetir esa gloriosa época”
b) bailaron mucha, mucha cumbia.

3

Insistamos una vez más con una escena: el suboficial retirado y maestro de escuela Juan Manuel Iglesias manejando con el sol del atardecer, contando anécdotas sobre niños con guardapolvo y abogando por una mejor educación.

Ahora cambiemos unos pocos ingredientes. Es la madrugada. La fiesta terminó y, en las sombras de la ruta Juan Manuel Iglesias me lleva de regreso a mi casa. El equipo está exhausto, cargado una vez más en la caja de la F 100. Juan Manuel iglesias está borracho y ya no parece tan jovial. Conduce por la ruta de manera descuidada y a veces zigzaguea. Y ahora habla más que antes, aunque no le interesan los niños ni la educación.
- Yo formaba parte del comando de operaciones, ¿sabés? – me dice, para continuar con una conversación que no sé de dónde viene pero sospecho hacia dónde se dirige. – Al cuartel llegaban subversivos todos los días. Galíndez, el que dio el discurso, los dejaba en una salita para que “nos desquitáramos”, pero yo nunca hice nada. Le decíamos “la salita del perdón de Dios”, porque un zurdo había dibujado una cruz con sangre, y uno de los curas del comando (el que hacía milagros) la bendijo. En la salita del perdón no había luz y los zurdos estaban atados y con los ojos vendados. El juego era que cualquiera de nosotros podía entrar y hacer lo que quisiera. – Me tomó del brazo y, descuidando definitivamente la ruta, me miró a los ojos – pero lo que quisiera, ¿eh? ... ¿querés patearle los huevos a alguien porque te hace acordar a un hijo de puta que te pegaba cuando eras chico? Patealo hasta que sangre. ¿querés garcharte a una zurda embarazada? Garchátela. Y después pateale la panza hasta que aborte. Allí podías hacerlo, porque tenías el perdón divino.
Hubo un silencio filoso por unos segundos. Traté de no pensar y de morderme los labios. Mis comentarios sólo podían empeorar ese relato.
- Pero yo nunca fui tan hijo de puta para entrar y torturar. No. Violé a un par de negritas, pero no estaban ni embarazadas ni nada, y además ya estaban por... -hizo un gesto que interpreté como "ir al cielo"-. Yo me encargaba de los cuerpos. A veces se nos moría uno, o diez, o cuarenta, y había que hacer algo; algo cristiano - no los íbamos a dejar así nomás tirados. Yo los apilaba en una especie de vagón que construíamos y los tiraba al mar o los quemaba. Y lo que te cuento ahora no me lo vas a creer.

La historia estaba tomando un cariz tan morboso que no sabía cómo desenredarme de ella. Iglesias estaba hablando a los gritos y enfatizaba cada frase con una inquietante mirada hacia mí, como si esperara una aprobación para seguir hablando.


- Una vez nos desapareció un vagón. Sí, así como lo oís. De-sa-pa-re-ció. Lo poníamos sobre una vía, en un monte, y una vez, mientras descendía por la vía, vimos que... que no lo vimos más. Yo me encargaba personalmente de esa operación, así que pude verlo con mis ojos.- dijo, mirándome a mí y señalándose sus ojos - ¡con mis propios ojos! ¡el vagón desapareció! Y después…

Otra vez un silencio de noche helada que duró infinitos segundos.

- Descubrimos un lugar en el que las cosas desaparecen. Todo lo que le tires ahí, desaparece para siempre. ¿Escuchaste hablar de los treinta mil desaparecidos? No fueron treinta mil, claro, pero la mayoría desapareció ahí. Cuando lo supe, se lo comunicaron al mismísimo Massera y él aprobó que todas las operaciones de limpieza en la zona estuvieran a mi cargo. A esa zona de desaparición la llamábamos "zona D"Claro que a veces me mandaban camiones enteros cargados de zurdos que todavía estaban vivos. Mi trabajo era, entonces, dejar que el camión se desboque y se caiga en ese agujero hacia la nada. Era un trabajo sencillo y sin mucho compromiso.


4

Cuando ya habíamos descargado todo y mientras nos preparábamos para el saludo final, Iglesias me dijo, casi al oído:
- Hace poco encontraron en la provincia de Salta un camino en el cual se escuchan voces. Alguien invisible, en un lugar perdido, en medio de la nada, dijo mi nombre tres o cuatro veces. Yo mismo fui a comprobarlo y es cierto. Se escuchan gritos de dolor y palabras sueltas. Yo entiendo lo que pasa, y entiendo el error. No todos estaban muertos y claro, la "Zona D" no los desmaterializaba; seguramente los transportaba a alguna realidad paralela. Y claro, si algo puede desaparecer también podrá aparecer. Si hay una "Zona D", también tiene que haber una "Zona A", una especie de túnel en el que salen todos los que han desaparecido y vuelven a aparecer. No tendría que haber jugado con esas paradojas; tendría que haber quemado los cadáveres y listo. Ahora estoy esperando que de cualquier parte salgan los cadáveres y los moribundos.

Cuando se despedía, agregó de manera profética y levantando las cejas en señal de complicidad:
- Seguramente todo lo que estaba podrido y desaparecido comience a salir a la luz, y ahí vamos a tener que escondernos.


sábado, 6 de enero de 2007

Un ritual involuntario

El 1 de enero de 2007, para inaugurar un año feliz , mi gato Tiziano (un castrado blanco), desapareció porque sí y sin dejar huellas.

Vivo en un departamento interno, en el fondo de un pasillo. Tengo un pequeño patio, un par de árboles y bastantes plantas. Tiziano subía a los árboles, trepaba al techo, atacaba langostas, cucarachas y caracoles, corría por el pasillo y dormía en cualquiera de las habitaciones de la casa. Su lugar preferido era un cartón mugriento debajo del damasco. A las 21:30 del 1 de enero, Tiziano estaba maullando como un desesperado porque quería cenar. Cenó. A las 22 me fui a lo de unos tíos para una típica comida de año nuevo. A la 1 de la mañana, cuando regresé, mi gato ya no estaba.

Su desaparición es físicamente imposible. Voy a los hechos, que suelen ser más claros que las hipótesis. El pasillo que conduce a mi casa tiene una puerta que siempre está cerrada con llave. Esa noche, según testimonios de vecinos, no se volvió a abrir hasta que yo llegué a la madrugada. Tiziano, además, si bien sabía treparse al techo de mi casa, no podía irse a los tejados vecinos por culpa de los altos paredones y por una curiosa afección que los veterinarios llaman “vértigo felino”.

Esa madrugada no pude dormir. En una frenética caminata lunar, lo busqué por techos ajenos, haciendo malabarismos por los paredones ásperos, andando con sigilo por las cornisas para no despertar a perros o alterar a insomnes con escopeta. Caminé esquivando las chapas ruidosas, vislumbré dos o tres baldíos para mí desconocidos. Sobre los techos, descubrí que alguien, en el mediterráneo de la manzana, ha plantado un bosque de palmeras gigantes que no se ven desde ningún lugar. Descubrí también que alguien comenzó a hacer un ajedrez gigante en su patio pero solo talló dos piezas, un caballo malformado y el bosquejo de una torre apenas silueteado sobre un tronco. La luna y mi desazón le daban consistencia macabra a esa mutilada partida nocturna. Mi gato no estaba.

Salí a la calle. Cabía la posibilidad de que alguien hubiera abierto la puerta del pasillo y él se hubiera escapado. Anduve cuatro cuadras hacia la derecha, luego regresé; hice lo mismo hacia la izquierda. Luego fui a la esquina, di una vuelta a la manzana, volví a la esquina haciendo la trayectoria inversa, llegué a otra esquina de mi misma manzana, caminé cuatro cuadras en otra dirección y, finalmente, fui a la otra esquina, para hacer cuatro cuadras hacia la dirección que me quedaba. Nada. Cada tanto me encontraba con una bolsa blanca, que vista de lejos parecía Tiziano, y muchas veces me hice ilusiones persiguiendo espejismos de nylon. La calle estaba desierta y doblemente quieta, con esa mansedumbre desesperante de un feriado de vacaciones.

Traté de dormir. Después de llorar un buen rato, me dormí durante un par de horas. Cualquiera podría decir que mi llanto era bastante prematuro. Sin embargo quien conoce a su mascota sabe cuándo ha ocurrido algo fuera de lo común y cuándo ha sido una simple “salida de gato”. Afortunadamente las lágrimas son un buen somnífero. En esas dos horas soñé que mi amigo Esteban Gorrer había vuelto de un viaje en el tiempo y me traía a Tiziano desde el pasado. La tranquilidad que me dio esa ensoñación me permitió un despertar alegre, pero una vez que sacudí las hilachas del sueño de la almohada, tuve una desesperante tristeza.

Una vez más, a las ocho de la mañana, salí a hacer el recorrido. Lo varié ligeramente, pero siguieron siendo cuatro cuadras hacia los distintos puntos cardinales. Volví a casa; hice folletos de “se busca”, saqué doscientas copias y los repartí. Seguí la misma trayectoria que había hecho las otras veces. Mi hipótesis era: si se había escapado por las calles asustado, habría corrido en línea recta hacia cualquier lugar, no más de cuatro cuadras. Si no había huido, estaba en mi misma manzana. También podría haber corrido haciendo zigzag, doblando en cada esquina, pero no sé por qué me parecía improbable. Todavía me lo sigue pareciendo.

Repartí los folletos. Volví a casa con la sensación de que había hecho todo lo posible, y sin embargo me atormentaba la idea de que, tal vez, él estaba a punto de ser atropellado por un ómnibus y yo no estaba allí para rescatarlo. Por eso, salí una vez más e hice el mismo recorrido, agregándole dos o tres cuadras adyacentes. Por la tarde, repetí la trayectoria, pero tomando como eje principal no la manzana donde vivo, sino la de enfrente. La estudiada geometría me daba una absurda tranquilidad: me hacía pensar que, si la búsqueda era sistemática, siguiendo un método, seguramente estaba haciendo bien las cosas. Pero ni rastros.

El miércoles hice igual recorrido, con la desesperación apagada pero latente, y con la ya secreta expectativa de que, esta vez, sí iba a aparecer. Ese miércoles, en mi segundo recorrido nocturno, descubrí que alguien me seguía.

No le había prestado atención. Era un hombre calvo, vestido de manera informal pero elegante y de aspecto vampiresco pero agradable. Desde el día anterior me lo había venido cruzando, pero podía ser una casualidad. Esta vez me detuvo justo en la calle Villarino, frente a la Iglesia Valdense y me dijo una combinación incomprensible de palabras:

- telesma pitagórico quattuor, tres. Salve.

Luego siguió su paso y ya no volví a cruzármelo.
Traté de recordar las palabras (“telesma” me sonaba vagamente al griego o al sánscrito; “pitagórico” era inconfundible y “salve” era, sin duda, un saludo. “Quattuor” era “cuatro”). Por alguna razón el hombre creyó que yo era parte de una comunidad (de allí el saludo cifrado). Busqué “Telesma” en Internet, y la definición que encontré fue esta: del griego telésma: rito religioso. No tuve que ir muy lejos para saber que de “telesma” se deriva “talismán”.
¿Por qué recibí este saludo?

Mi gato apareció con vida la tarde del jueves 4 de enero. Estaba encerrado en el patio de una cochera desde donde no hay puerta ni comunicación con la calle. Sólo cuando me vio empezó a maullar. Me bajé a ese patio, lo tomé entre mis brazos, lo paré sobre el paredón, trepé por unos esqueletos de gaseosas y lo llevé de vuelta al pasillo.
Entonces entendí por qué me había saludado el desconocido.

Mis caminatas marcaban una figura. Siempre era la misma figura. En algunas religiones, se realizan caminatas rituales para “escribir” algo con los pasos. A ese dibujo insustancial que realizan los pies al desplazarse por una superficie se lo llama
gráfodo. Yo esto ya lo sabía, pero recién en ese instante hice la conexión.

La trayectoria que yo había hecho, para buscar a mi gato, marcaba siempre, de manera invariable, el siguiente gráfodo:













Esta es la figura que yo trazaba con mis pasos, vista desde el cielo. Ahora faltaba la segunda parte: ¿por qué esto era un ritual pitagórico, o un talismán de Pitágoras? Muy simple. Para Pitágoras el universo estaba compuesto de números, y ese símbolo es el que se entiende universalmente como “numeral”. Evidentemente, este es el talismán de Pitágoras, que es lo mismo que decir “el símbolo del número”
El hombre calvo, sin duda perteneciente a esta secta pitagórica (de la cual no tengo mayores noticias) fue muy perspicaz al seguir mis pasos e interpretarlos de ese modo.

Ahora bien, si en mi caminata yo hacía el símbolo numeral, que en jerga pitagórica era el equivalente del universo, ¿qué lugar ocupaba mi gato en él? ¿Cómo le daba vida al símbolo? Él fue, sin duda, una pieza esencial. Yo no habría hecho ese recorrido si él no hubiese estado extraviado. Y jamás habría hecho la conexión si no lo hubiera encontrado. Todavía me faltaba interpretar el quattuor, tres. Sin embargo, una vez más, remitiéndome al gráfodo, dividí sus líneas en diez partes, y encontré lo que buscaba:
















¿Qué es lo que he intentado hacer en este incomprensible dibujo? Las líneas cortadas representan el gráfodo pitagórico. Dividí las líneas que representan a la manzana donde vivo en diez partes, y en la intersección de la parte cuatro con la parte tres (donde dibujé un par de flechas), fue el lugar donde encontré a mi gato. Finalmente, las incomprensibles palabras del extraño hombre que mezclaban el griego, el español y el latín fueron reveladas por completo.

Nota del 6 de enero: el hombre vampiresco que me dio ese inusual saludo con clave, es el dueño de una cerrajería dos cuadras de mi casa. Hoy tengo la sospecha de que, en realidad, él dijo otra cosa, que no se dirigió a mí y que, por supuesto, él nada tiene que ver con rituales pitagóricos. Quizás me equivoque; el trabajo de cerrajero tiene mucho que ver con las claves.