domingo, 25 de marzo de 2007

Teratofobia

Dante tiene un vecino retrasado mental a quien odia y teme.

Desde muy chico, Dante siente fobia por el rostro y el cuerpo de la mayoría de los humanos. No puede mirar a la cara a quien tiene granos o verrugas en la nariz. Le causa una profunda impresión la piel de los negros y, por sobre todas las cosas, aborrece hasta la náusea a las personas obesas, a las mujeres de piernas arqueadas y vientre color leche, y a los retrasados mentales.

Con los obesos y los retrasados tiene una especial saña. Sospecha que la obesidad, aunque sea localizada, es indicio de algo muy malo. Su argumento es: no puede ser bueno un cuerpo con un trasero enorme e imposible de sujetar dentro de jeans. Dante sospecha que si un organismo se escapa de ciertas riendas naturales; si una barriga crece más de lo deseable o las caderas se vuelven anchas hasta sobrar, es señal de una voluntad mala o pusilánime. Si el organismo comienza funcionar con reglas mórbidas, es porque la persona hizo algo para ello. Gracias a esta macabra concepción fatalista, Dante equipara a las personas obesas con los enfermos de cáncer: en ambos, algo que el cuerpo y la mente debían controlar, se desboca hasta la muerte; y eso le parece a él un síntoma de falta de apego a la vida, de inmadurez o incluso de una inconsciente necesidad de suicidio. “Los cancerosos –pensaría Dante si alguna vez hiciera conscientes sus miserias-, como son incapaces de clavarse un cuchillo para matarse, generan un tumor dentro de ellos que hace las veces de ese cuchillo que debieron haberse clavado”.

Si sus pensamientos en torno a los obesos llegan a límites que asquean, su opinión para con los retrasados mentales produce miedo. Dante les teme, los aleja de su vista y los odia. Esa mezcla de odio y temor inconfesables lo llevan a creer que un tonto es tonto porque Dios, o alguien antes de nacer, decidió que así fuera. En el paroxismo de su razonamiento, concluye que ellos mismos decidieron ser tontos para verse beneficiados por todos nosotros. Aunque él sabe que los beneficios de la oligofrenia son mínimos y discutibles, suele mantener firmemente esta postura.

La vecina del departamento de adelante tiene un hijo retrasado. Ya es un hombre de más de treinta años y pasa gran parte del día sentado o correteando por el pasillo. Dante, todos los días, atraviesa ese pasillo en común porque vive en un departamento interno. Al hombre retrasado le dicen Quique y es fanático de las milanesas de carne que prepara su madre. Tiene una enorme fascinación por los insectos, y su rostro –lo que más le impresiona a Dante- no es el típico mongoloide. El rostro de Quique tiene una deformidad espeluznante. Como si a una mitad de la cara le hubieran puesto la mitad de otra cara, ajena, hosca y ominosa. El resultado de esa conjunción sombría provoca las sospecha de que cada parte (por ejemplo, el pómulo derecho) tironea a otra (digamos, el ojo izquierdo), y todo en él es una tensión asimétrica y pavorosa. Pero a Dante le impresiona mucho más la mirada de Quique. No entiende que detrás de esa máscara de carnaval mal hecha, pueda haber un par de ojos marrones que miran con melancolía e incluso inteligencia.

Cada vez que puede, Dante le hace bromas siniestras a Quique, aprovechando que su madre no está todo el tiempo para cuidarlo. Una vez puso varias trampas para rata en el pasillo. Dante sabía que Quique sentiría curiosidad por esos exóticos dispositivos con resorte. Lo inevitable ocurrió: pocos minutos después, Quique se había agarrado el dedo gordo con una trampa. Cuando se fue llorando a los gritos, Dante guardó las trampas –para que no queden pruebas- y se sentó en su cama a reírse durante largos minutos.

Otra vez le convidó a Quique un alfajor envenenado. El veneno no era letal, y tenía un efecto retardado. Parece que Quique, horas después de comer ese alfajor, tuvo diarrea y vómitos. A Dante le resultaba más gracioso el hecho de que Quique no podía contarle a su madre lo sucedido, y mucho menos sospechar. Esa impunidad –parecida a la del inocente ring raje, pero con tintes morbosos- llenaba su vida de una satisfacción diabólica.

Hoy a Dante le va a ocurrir algo terrible.

Ha planeado una broma desquiciada y siniestra. Ha comprado dos kilos de milanesas de carne; se ha puesto a freírlas y se ha escondido en el techo para arrojárselas una por una a Quique. Y Quique, que está sentado en el pasillo, con una expresión entre perdida e irónica, da un respingo, se pasa la mano por la cabeza, descubre que llueven milangas y come desesperado. Come y sale corriendo por el pasillo, para recoger todas las milangas que hay desperdigadas como si fueran granizo. Dante a veces arroja una milanesa, y a veces una piedra. Quique, confundido, va a buscar la piedra, se la mete en la boca y la escupe. Dante no puede parar de reír. Está así cinco o diez minutos, arrojando milanesas, hasta que se aburre y baja del techo.

La madre de Quique es una vieja fea, desdentada y de pelo largo y ceniciento. Dante no tiene trato con ella y está feliz de no tenerlo. Hoy, ya entrada la noche, la señora golpea la puerta de Dante.

- - Salga por favor, señor – dice con voz humilde y aspirada.

Dante observa por la mirilla y finge que no está. Por suerte, no se ven luces encendidas y vive solo, así que nada delata su presencia.

- Por favor, señor, salga. Abra la puerta, señor. –repite la anciana.

Dante está inquieto, pero el tono de la anciana no es amenazante. Quizás eso le causa más temor aun.

- Algún día va a tener que salir, señor. Yo solamente quiero hablar. –dice la mujer del otro lado de la puerta.

Dante no abrió. Ya eran las once de la noche; esperó unos minutos, se bañó y se fue a acostar.

Sin embargo, la anciana todavía esperaba frente a la puerta. Estaba en silencio, de pie, dando unos pasitos inquietos y respirando tranquilamente. Así estuvo toda la noche, o gran parte de ella.

Dante trató de dormir, pero no pudo. Sin embargo, en medio de un entresueño, recordó algo.

Hacía treinta años, cuando él mismo era apenas un adolescente, esa misma vieja que ahora esperaba afuera era una pordiosera. Ahora casi no tenía dientes; en aquel entonces tampoco. Esa mujer estaba embarazada y se acercó a Dante para pedirle una limosna. Dante, en cambio, le dio una sonora patada en la panza. La mujer se arqueó y cayó al piso, y Dante siguió su vida hasta esta funesta noche de estudiado encuentro.

Jamás había vuelto a recordar ese episodio, y nunca había asociado ese rostro con ese recuerdo. Hoy, ante la inminencia de algo terrible, le vino a la mente la explicación de muchas cosas.

A las cuatro de la mañana, Dante escuchó los pasos que se alejaban y por fin se durmió tranquilo. En sus pesadillas, esa noche, un enorme hombre desnudo le daba nalgadas en una playa y un personaje de la farándula le arrojaba arena a los ojos y a la boca.

Cuando se despertó, al mediodía, salió al pasillo y recibió varios golpes en la cabeza. Quique y su madre lo esperaron con palos, como dos arañas que encuentran su oportunidad tras la infinita y silenciosa paciencia. Luego lo arrastraron al patio, le arrojaron con furia restos de milanesa que Quique no había comido, lo picaron con trampas de ratas y le hicieron tragar un líquido de sabor amargo.

Ahora Quique y Dante son amigos. Quique va a cumplir los cuarenta y Dante tiene cincuenta y ocho. Dante usa silla de ruedas y no puede controlar el esfínter ni la mandíbula; por eso babea y habla poco. Y lo poco que dice no se entiende. Quique le trae cucarachas o arañas que encuentra, y Dante aplaude entusiasmado, porque ahora a él también le fascinan los insectos, y las milanesas.

domingo, 18 de marzo de 2007

¿Qué parte no entendistes, querido?

He tenido una infancia plena de papelones. Todos y cada uno de ellos fueron fruto de mi incapacidad por callarme, o - a la inversa- de mi capacidad por decir cosas inadecuadas. Uno de los papelones que más me han marcado ocurrió una ignota mañana de agosto de 1983 en la escuela, con mis compañeros, las maestras y los directivos.
Estábamos formados en el salón de actos. Como siempre –como cada vez que frecuento este recuerdo-, el salón era un poco oscuro y hacía frío. Un haz de sol entraba por las ventanitas raquíticas, pero no era suficiente para calentarnos ni para iluminar semejante lugar. Por eso, las farolas redondas estaban encendidas y la docente que organizaba el acto hablaba con el rostro quemado por las lámparas. Desde el escenario, ella (la maestra pelirroja de cuarto D, de quien se rumoreaba que usaba peluca y a quien apodaban churrinche pelado) nos explicaba cómo iba a ser el acto a San Martín. Parece ser - ahora mi memoria confunde algunas cosas- que estábamos ensayando cómo nos íbamos a formar para el acto.
Había actos de mayor prestigio que otros. Los actos de apertura, de fin de año y de Manuel Belgrano, nunca fueron gran cosa. Pero si se trataba de la Semana de Mayo, de San Martín, de Sarmiento o del Día de la Raza, nadie escatimaba esfuerzos: se ensayaba hasta el paroxismo o hasta el llanto, se enviaban invitaciones a los padres y tíos lejanos, y se generaba entre compañeros una competencia feroz por un papel en la obrita alusiva. Esta desatinada batalla, alentada por las maestras y por nuestras madres, se convertía en el objetivo más poderoso de la semana: llegábamos a creer que el “casting” para actuar en la obra era tan importante como aparecer en Finalísima, o que recitar un poema patriótico y de ultra derecha era el mejor recuerdo que atesoraríamos en el futuro. Por eso, por las neurosis de los mayores, muchos sacrificábamos horas de juego en los ensayos o en la confección de trajes con hombreras doradas, sables de cartón y gorros de granadero. A nosotros, francamente, no nos importaba demasiado si éramos San Martín o negritos vendedores de empanaditas calientes para las viejas sin dientes (un parlamento fácil, sin riesgos y, por ello mismo, codiciado). Si era posible preferíamos un modesto anonimato.

La competencia podía generarse cuando las madres conversaban entre ellas. Las hábiles maestras, a veces, decidían a dedo quién actuaba en cada papel y con eso daban incentivo a las comparaciones y los temores. “¿Por qué lo habrán elegido al gordo Núñez y no a MI hijo?” “¿Qué tiene mi Jorgito que siempre hace de indio al que lo matan en la Conquista al desierto?”. Y, para encender la mecha, alguna vez la madre de un compañero dijo como al pasar:

- …- porque mi Juancito es San Martín, ¿sabe?

Eso bastó para que mi madre sintiera que yo no podía estar al margen de todo; que si Juancito era San Martín yo no podía menos que ser Colón, o Sarmiento (Belgrano no; Belgrano siempre fue un prócer menor en el panteón de héroes escolares). Si Juancito, que era epiléptico y feo como el demonio, hacía de San Martín, yo (que soy el hijo de mi madre y por lo tanto lindo y bueno como Jesús, o más aun) tenía que ser El Prócer De La Patria.

En ese acto de cuarto grado, en el cual según mi oscurecida memoria veníamos ensayando cómo formar fila, cómo entrar al salón, cómo cantar el himno y cómo dejar un pequeño espacio para que los folkloristas exhibieran sus malambos entre el público, yo era un anónimo de guardapolvo blanco que, afortunadamente, no tenía que recitar ni bailar. Y si la regente se descuidaba, no estaba obligado siquiera a cantar el himno. Mi envenenada madre había estado sobornando a los directivos para que, en el próximo acto –en el de Sarmiento- yo fuese Domingo Faustino. Pero, por ahora, sólo era un silencioso alumno que formaba fila.

La Churrinche Pelado gritoneaba desde el escenario y nos pedía silencio amenazándonos con castigos insustanciales. Cuando, finalmente, todos nos callamos, nos expuso de manera monótona, repetitiva y redundante, cómo debíamos comportarnos durante el acto. Es decir: después de ensayar durante un par de horas, tuvimos que escuchar otro par de horas cómo se debía hacer eso que habíamos practicado, qué tan mal estuvo y cuáles eran las advertencias para cuando el acto no fuera un mero ensayo. Fue la primera vez –creo- que me dormí parado.
Cuando me desperté, la Churrinche Pelado todavía estaba en el escenario. Nadie se había dado cuenta de mi pequeña siesta. La pelirroja narigona decía algo como esto (hay que imaginarla con voz nasal):

- “Cuando bailen el gato, los de quinto B no se salgan de la fila como en el acto de Belgrano; si Martínez vuelve a reírse por la pollera de las chinas, lo mandamos a la dirección y le va a explicar a la directora qué es tan gracioso; si el señor (si se le puede llamar señor) Sambueza piensa hacerse el vivo, imitando al Pato Donald como la semana pasada, que se vaya despidiendo de sus compañeros porque directamente lo transferimos a otra escuela. Cuando canten el himno, por favor, nada de brazos cruzados o manos en la cintura. Los brazos caídos a los costados. No le cambien la letra al himno y no hagan mímica. Si alguno tiene las manos atrás, o en los bolsillos, yo misma voy a pasar y les pego en los nudillos. Florencia Núñez, con el guardapolvo limpio por favor. ¿No le anda el lavarropas en la casa, Núñez? Y esto que digo es un tiro por elevación para los hermanitos Galíndez: dejan un rastro de mugre cuando entran al aula. ¿Qué es esa sonrisita, Schamberger? ¿Quiere que yo misma se la borre de un soplamoco?”

La enumeración de las indicaciones, que de a poco se iban trocando en amenazas personalizadas –que ya nada tenían que ver con el desarrollo del acto- se prolongó durante un buen rato. Sin embargo la maestra tuvo el mal tino de terminar su discurso repentinamente y con un par de preguntas retóricas:

- ¿Entendieron? ¿Quedó claro?

Y yo, desde mi perfecto anonimato y con el aturdimiento de la siesta, contesté:

- No

Los alumnos disfrazados en el escenario dirigieron sus ojos hacia mí. Incluso tenía la intimidante mirada del actor que hacía de San Martín (debe haber actuado muy bien, porque en su mirada sentía el juicio de la patria). La directora, que estaba supervisando el ensayo se detuvo a observarme, con la boca abierta, como si hubiera descubierto que yo era una especie de enfermo mental. Todos mis compañeros se callaron –se callaron del todo- y se mordieron el labio inferior. La Churrinche parecía desconcertada.

- ¿Qué parte no entendistes, querido? – me gritó
Fueron muchos segundos de silencio, más largos que las horas de ensayo y de recomendaciones. ¿Por qué había dicho “no”?. No podía explicarlo. Había que decir algo rápido y convincente.
- ¿Me podés decir qué no entendistes, nene?

La Churrinche aprovechaba el silencio generalizado para repetirme la pregunta. Con eso confirmaba que el sistema escolar tenía predilección por el sadismo: parecía obvio que yo no sabía qué contestar. Sin embargo, en lugar de dejarlo ahí, ella quería detener el universo hasta que diera mi satisfactoria respuesta. También era obvio que todos –sobre todo las madres de mis compañeros- estaban esperando que yo hiciera un papelón.
- No. Lo que quise decir es que no tengo ningún problema. Yo entendí perfectamente.
Ahora sí se escuchó un murmullo y muchas risas sofocadas. “Claro, el señor entiende perfectamente”, escuché decir a alguno de mis compañeros. Otro dijo “chupamedias”, disimulándolo como si fuera una tos repentina. Alguien me dio una sonora palmada en la espalda. La Churrinche siguió arremetiendo. Quería hundirme escarbando en mi respuesta impertinente. Quería más explicaciones sobre mi “no”. Ella anhelaba que yo tuviera una muy buena razón para cortar el silencio que debía seguir a su pregunta retórica.
- Yo pregunté si alguien NO había entendido. ¡Pero parece que a algunos todavía les dura el vivarachol que tomaron a la mañana!
Por suerte, se escuchó uno de esos timbres que marcaban el final del ensayo y nos fuimos dispersando de a poco. Desde el escenario, la Churrinche y un par de maestras me miraban y hablaban entre sí, como si hubieran confirmado de una vez por todas que yo era un retrasado. Sospecho que situaciones como esas fueron minando de a poco mi autoestima.

Me sentí vengado al año siguiente. Un alumno de quinto D (un muchacho desagradable, alto y de cuello largo que se había hecho famoso por romperse la cabeza haciendo la medialuna) irrumpió en nuestra aula y anunció:
- A la Churrinche Pelado le volaron la peluca.

Salimos corriendo hacia el aula donde daba clases la Churrinche y lo único que vimos, a través de los vidrios de la puerta cerrada, fue a la pelirroja (ya con su pelo sobre la cabeza, aunque un poco desprolijo) y a la directora, junto a ella, hablándole a los alumnos en tono de reproche.
Durante meses, la sola imagen de la Churrinche con su calva recién descubierta frente a los niños de cuarto y la peluca horrible rodando como una araña enorme, fue una terapia a todas mis neurosis. Aunque no la habíamos visto; aunque tal vez fue un invento del chico de cuello largo, a mí me sirvió como venganza del destino.
Hoy, cada vez que hablo cuando hay perfecto silencio, tengo la sensación de que alguien está aguardando que tropiece. Si el panadero aguarda con fastidio y en silencio a que me decida por las carasucias o los vigilantes, tengo la sospecha de que sólo espera mi caída, mi paso en falso. Si en el consultorio, el médico dice “Mux”, yo apenas si puedo decir “acá estoy” por miedo a esa mirada reprobatoria o al terrible “¿qué parte no entendistes, Mux”?.
Lo bueno de todo esto es que hay justicia universal.
Al poco tiempo, me entero –porque siempre pasan estas cosas- de que el panadero se resbaló al pisar una factura con crema pastelera, o que murió por accidente incinerado en su propio horno. O que el médico no pudo cobrar mi bono de obra social, o que por error se clavó una jeringa y se inoculó Mal de Chagas. Y si no me entero de todo esto, me imagino que se les vuela la peluca delante de un enorme auditorio, y para mí es suficiente.

miércoles, 7 de marzo de 2007

La noche de los campos

Mauricio volvió, definitivamente, de Bajo Hondo.

1.

Volver de Bajo Hondo es dejar un pueblo de tranquilidad mortecina, de vías de tren cubiertas por una pastura alta y seca, de interminables tardes, noches y mañanas escoltado por la paupérrima fauna urbana y la llanura imponente. Bajo Hondo tiene doscientos habitantes. Es hoy la sombra de una aldea; es el féretro de una modesta idea de urbanidad, hoy apabullada por la quietud de los trenes cuyos ramales fueron cerrados durante los ’90.

Los doscientos residentes de Bajo Hondo subsisten gracias a las granjas, a las pequeñas chacras y sembradíos de poca monta. Son callados y pocas veces salen de su poblado para ir a Punta Alta, la ciudad más cercana y sin embargo demasiado distante. Hay una curiosidad deliciosa y desconcertante: todos los habitantes de Bajo Hondo son hombres.

La estación del ferrocarril y el club “Brisas del Sur” fueron edificados a fines del siglo XIX. Hoy son estructuras negruzcas, descosidas, con el revoque levantado y –como si dejaran ver los órganos debajo de esa piel- ladrillos con telarañas.

Hoy Mauricio volvió porque era mejor para todos.

Porque en un pueblo así ocurren siempre cosas extrañas. Porque doscientos hombres, solos, doscientos, viviendo en un poblado anárquico, agreste y desolado, sin mujeres, sin niños, sin distracciones, doscientos todos juntos, son peligrosos y dan miedo. Porque Mauricio ya empezaba a dar miedo, y a darse miedo.

2.

Él trabajó durante cinco años haciendo lo que –para mí- eran imposibles tareas de campo. Ssembraba, cosechaba, fertilizaba, araba. Pasaba primavera tras otoño sobre un tractor, sobre un arado o a caballo; con la vista atiborrada de horizonte. Y los demás allí, siempre, hacían lo mismo que Mauricio.

Pero eso no era todo. Cuando caía la tarde; cuando ya el sol se había disimulado en el horizonte, todos los hombres del pueblo salían a buscar extraterrestres. Todos. Dejaban al fantasmal poblado convertido en una penumbra, y se internaban en el campo (donde habían estado todo el día trabajando) para detectar el ataque de seres siderales. Y todas las noches los detectaban. Todas las noches los forasteros atacaban y los hombres vencían.

Mauricio había sido uno de los primeros en descubrirlos. Él venía de Buenos Aires; había estudiado biología y metafísica en un instituto no oficial (cada vez que podía mostraba su título intermedio). Y, sobre todas las cosas, creía que Jesús haría su segunda venida en un planeta diferente al de la Tierra pues –le parecía obvio- en el universo debía haber civilizaciones más avanzadas y mejor dispuestas a recibir su Palabra. Con ese curioso bagaje conceptual, Mauricio vio, estudió y convenció a los demás de que los extraterrestres hacían de las suyas en la noche de los campos de Bajo Hondo.

Mauricio fue quien descubrió las lenguas.

Una nochecita de enero, cuando las chicharras hipnotizaban el aire y la garganta pedía cervezas, Mauricio se quedó en el campo observando el cielo. Sólo vio estrellas. No vio naves; no vio coloridos seres humanoides de ojos grandes asomándose por discos giratorios.

Lo único que vio fueron las lenguas. Las lenguas amarillas.

Su perro ladró con furia y con horror. Los perros no se asustan ni ante un toro embravecido. Sin embargo, ante el solo siseo de las lenguas con el viento, todos los perros del campo empezaron a aullar.

Fue al bar. Dijo a los pobladores que estaban siendo atacados por las lenguas. Los hombres (algunos de los doscientos) lo acompañaron al campo. Vieron las lenguas y las cortaron. Los perros, luego, durmieron tranquilos.

¿Por qué ladraban los perros? Mauricio sabía bastante de biología (y de metafísica) y tenía su explicación.

Un ciervo conoce al león que lo va a comer. La memoria filogenética de sus células entiende lo que va a pasar y entonces se activa la adrenalina y corre. El ciervo sabe que su carne ha sido comida millones de veces a lo largo de la historia. De algún modo, el ciervo y el león ya se han visto los rostros. Ambos juegan a un juego que sus genes han jugado por eones. Pero cuando un ciervo, un león o un perro ven extraterrestres, se paralizan. Todo en ellos es desconocido. No hay millones de años de convivencia, de persecuciones, de evoluciones paralelas. Hay un abismo de fríos, infinitos años luz.

Los hombres hemos matado, en nosotros, ese reconocerse instintivo. Si vemos a un extraterrestre, nos puede parecer extraño pero no más extraño que un hombre extraño (un hombre puede asumir formas de extrañeza singulares).

Todo esto lo pensó Mauricio. Parecía lógico que él era el único capaz de ver las lenguas. Era el único que podía distinguir cuándo se había roto la frontera entre lo mundano y lo que venía de más lejos.

La primera noche en que salieron a cazar lenguas, los habitantes festejaron demasiado pronto. Cortaron las diez o doce que colgaban del campo de soja, y creyeron que con eso era suficiente. Al rato aparecieron diez o doce más, un poco más gruesas que las anteriores y más difíciles de cortar. Como un virus que se había vuelto resistente a los machetes. Finalmente, a eso de las once de la noche, cortaron las últimas (más resistentes) y no volvieron a caer. No hasta la noche siguiente.

Pero, ¿qué eran las lenguas?

Según Mauricio, los extraterrestres jamás vinieron a la Tierra. Jamás viajaron en naves. Ellos, desde un planeta lejano, desenrollaban su lengua. Una lengua amarilla, translúcida, larga, larga, muy larga; con la consistencia de un haba cruda. Las lenguas viajaban por el espacio y todas las noches caían sobre los campos de Bajo Hondo. Los hombres las cortaban; pero al rato los extraterrestres enviaban otra más y la dejaban caer. Con la lengua sobre la tierra del campo, se llevaban el hierro del humus y algunos minerales. Lo absorbían como una aspiradora sideral. A veces, con esas lenguas se llevaban toda el agua de un tanque australiano. Nunca atacaban a los hombres, aunque alguien decía que, en otras partes de la provincia, las lenguas chupaban la sangre de las cabras, las vacas y los cerdos.

3.

Mauricio volvió a Buenos Aires muy distinto a como se había ido. Su mirada no se detenía en las paredes de mi casa, ni en el asfalto de las calles o los edificios que –siempre- revestían el horizonte. La última noche que Mauricio estuvo en Bajo Hondo, los doscientos hombres decidieron no salir a cortar lenguas. Lo que hicieron fue atar a Mauricio sobre una estaca, en medio de la plantación de soja para que las lenguas se lo llevaran. Creyeron que Mauricio era el culpable de esos ataques extraterrestres, de la extenuación de salir todas las noches a cortar mangueras monstruosas que se perdían en el cielo. Creyeron (o habían venido creyendo) que Mauricio, desde que había venido de Buenos Aires, traía consigo una maldición o una herejía.

Esa misma noche, las lenguas lo chuparon y lo llevaron por el espacio. Sin embargo algo ocurrió. La manguera debió estar rota porque Mauricio cayó; cayó como a través de un tubo invisible. Vio el horizonte plagado de lucecitas; vio las cuadras, las calles de Buenos Aires. De pronto se encontró, esa misma noche -la noche de hoy-, en la puerta de mi casa.