jueves, 27 de septiembre de 2007

Segunda historia: Una reunión trabada

En el año 1998 trabajé como disc jockey con mi amigo Roberto. Él tenía (y sigue teniendo) un hermoso kiosco en el cual levanta quiniela clandestina por teléfono y, por esa razón, publicábamos semanalmente un aviso en el diario con el número telefónico de su kiosco.

Una vez, como tantas, recibió un llamado para un cumpleaños de cuarenta. Los datos de la fiesta eran: salita médica de la calle Blandengues, el próximo sábado. Homenajeado: Raúl. El papel, escrito a mano por Roberto, incluía además números telefónicos, tema de entrada, vals y detalle del estilo musical para el baile. Jorge, me dijeron que quieren hacer unos sketches. Por eso, te van a llamar a vos para coordinar, me precavió cuando nos encontramos.

Tres días antes de la fiesta, me llamó una mujer preguntándome si tenía micrófono, si podía conseguirles una canción (se llamaba La Movidita, y si mal no recuerdo es de Gladys la bomba Tucumana) y si no tenía problema en que, durante la fiesta, cada quince o veinte minutos se interrumpiera el baile para hacer una coreografía. Está perfecto, dije.

Sólo para corroborar los datos, pregunté una vez más quién era el homenajeado y en qué salón se hacía. Salita médica de la calle Blandengues, dijo la mujer, la homenajeada es Lourdes.

Revisé el papel que me había traído Roberto: en él decía Homenajeado: Raúl. Probablemente, se había confundido (el resto de los datos coincidía), así que taché “Raúl” y pose “Lourdes”. Al día siguiente, recibí otra llamada de la misma mujer. Raúl quiere entrar con el tema de Celia Cruz, “La vida es un carnaval”. Miré mi papel con el nombre tachado y lo volví a tachar, poniendo nuevamente “Raúl”. Pensé que, quzás, tanto Raúl como Lourdes cumplían años (tal vez eran una pareja); pero no quise preguntar un detalle tan fundamental para no parecer desorganizado.

El sábado a las seis de la tarde vino un muchacho con una camioneta a buscar el equipo. Hacía frío y ya estaba oscureciendo. El salón quedaba en un primer piso. Por suerte el fletero nos dio una mano enorme para subir los bártulos. Recuerdo también que esa noche, además de Roberto y yo, nos había acompañado Fernando, un pibe de diecisiete años que estaba algo fascinado con nuestro pintoresco trabajo.

Cuando terminamos de armar el equipo y se hicieron las nueve y media de la noche, entendimos por qué la confusión entre Raúl y Lourdes. Raúl era Lourdes. Noventa y cinco por ciento de los invitados de la fiesta eran travestis, incluyendo por supuesto a la homenajeada. Los travestis venían ataviados con lo que, según Roberto, era ropa de batalla. Algunos de ellos, -portadores de un increíble cuerpo de mujer pero con inequívocos rasgos faciales masculinos-, sólo llevaban una minifalda y un top. Otros se habían puesto una vestimenta representativa de algún gremio laboral: la maestra, la secretaria, la mucama sometida por su patrón, la porrista de fútbol americano. Los límites entre el disfraz y el travestismo no siempre son muy claros. En este caso, los personajes eran un disfraz que se habían puesto por encima de la habitual ropa de travesti. También puede pensarse que ser travesti es, de por sí, encarnar algún personaje femenino y en ese caso, disfraz y travestismo coinciden.

Dije que el noventa y cinco por ciento de los asistentes eran travestis. El cinco por ciento restante (excluyéndonos sin honra Roberto, Fernando y yo) estaba conformado por indisimulados hombres, incluso con barba, pero engalanados con alguna prenda paradójica e inapropiada. Uno de ellos sólo tenía calzoncillos, zapatos negros, guantes blancos y moño negro, y mostraba sin pudor su pecho y sus piernas peludas. Otro (un hombre de unos sesenta años) sólo usaba un grueso pantalón con tiradores y el torso desnudo.

Hasta aquí, excepto por la contingencia de que todos eran travestis, no parece haber ningún problema para un disc jockey. Las cosas se complicaron un poco cuando el hombre de torso desnudo y tiradores comenzó a hacer gestos impúdicos y a tirar besos a Fernando, el integrante más joven de nuestra troupe musical. Jorge , yo me voy”, dijo, temeroso. “No tengo ningún problema con los travas, pero que no me jodan” fue su argumento. Pidió un taxi y desapareció.

El acoso no terminó allí.

Después de que se fuera Fernando, Roberto se dirigió al baño y un travesti mal afeitado y vestido de novia lo interceptó. “Dijo que yo estaba re fuerte y me quería dar un beso. Es más, me acompañó al baño y me apoyó por detrás”, comentó Roberto entre exaltado y preocupado. De hecho, no sólo la novia aprovechó para tirarse un lance; también otros rodearon al pobre Roberto y le querían mostrar sus especiales cualidades. En aquella época, al igual que ahora, Roberto y yo solíamos espantarnos cuando una mujer nos acosaba de manera descarada –cosa que no ocurría muy seguido. Puedo entender su contrariedad al verse rodeado casi con hostilidad por ambiguas mujeres con rostro de hombre y rastro de barba.

La situación se puso complicada al inicio del baile, cuando los fluorescentes del salón se apagaron y sólo quedaba la impune penumbra del humo y los efectos de iluminación. Ya sin ningún pudor, la novia se acercó a Roberto y lo empezó a manosear. Salí de acá, estoy trabajando, decía Roberto con un hilo de voz. Bueno, papi, entonces cuando dejes de trabajar te agarro. Como el acoso era continuo, Roberto esgrimió la mejor solución. Para él, claro:

- Jorge, me voy por un rato a ver si se calman estos tipos. Más tarde vuelvo.

La situación no era buena. Mis dos compañeros se habían ido y yo estaba solo enfrentando a sus acosadores. Sin embargo, debo decir –con algo de desilusión- que los travestis en ningún momento se acercaron a mí, excepto para pedirme música o avisarme que venía un sketch. Esa noche descubrí que no provoco la más mínima atracción entre los travestis, y hasta el día de hoy vivo eso como un fracaso.

La Novia, sin embargo, se aproximó para decirme algo al oído. ¿Dónde está tu amigo?, preguntó con una aflautada voz masculina. Decile que lo amo. Por favor, decile que lo amo. Decile que tengo su teléfono y que lo voy a llamar.

Los sketches se sucedieron a razón de uno cada media hora. Los travestis hacían shows de transformismo o cantaban temas románticos lacrimógenos, entre los que no podían faltar de Franco Simone y Quererte a ti de Camilo Sesto. Ninguno de los espectáculos era cómico; más bien se apelaba a una clásica visión nostálgica del amor imposible o –como en el caso del transformismo- se hacía hincapié en las insuperables ambigüedades e ironías de la vida.

Roberto volvió a eso de las cuatro de la mañana, un poco temeroso. No le pregunté dónde había estado. Jorge, esta fiesta es un despelote, me dijo. Abajo hay como quince trapos fumando marihuana. Yo no había prestado atención al olor (de hecho, se me confundía con el característico aroma de la máquina de humo). Si llega a caer la cana, nos detienen a todos. La preocupación de Roberto no era ingenua: no era tan terrible ir a la comisaría; lo terrible era dejar el equipo en el salón, solo, mientras nosotros dábamos nuestra declaración de los hechos.

A la media hora, Roberto decidió cortar la música y llamamos al taxiflet. No sólo estaban fumando marihuana en la entradita de planta baja. También, seis o siete de los travestis se estaban agarrando a trompadas en medio de la calle. Si no viene la cana con esto, no viene con nada. Apurate a desarmar, dijo Roberto.

Los invitados parecieron entender nuestro temor y ofrecieron su ayuda para bajar los equipos. Yo no podía evitar mi mayor preocupación: todavía no nos habían pagado.

Por suerte no vino la policía; pudimos irnos sin problemas. Mientras cargábamos el equipo no dejábamos de mirar el ambiguo espectáculo en medio de la calle desierta de una madrugada fría: dos travestis enormes, con sus atuendos rotos, el maquillaje corrido y la voz entrecortada por el esfuerzo, se golpeaban como sudorosos barrabravas después de un partido. Los años de travestismo no podían ocultar ese primitivo instinto masculino cuyo lenguaje es un rosario de uppercuts. Lo último que escuché, mientras nos alejábamos con la camioneta, fue la voz aflautada y ronca del más maltrecho de los contendientes que decía: me cansé de mantenerte, puta de colores.

El lunes siguiente apareció Raúl (no Lourdes) en mi casa a traer el dinero. Lamentamos mucho si se sintieron incómodos, dijo mientras me estrechaba la mano. Los vamos a tener en cuenta para el próximo cumpleaños.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Primera historia: El pelado a la fuerza

En el último post relaté una inesperada conexión entre mi vida de disc jockey y este blog. Por eso, -y teniendo en cuenta que hace más de quince años que trabajo como disc jockey ambulante- desde hoy voy a contar algunas pintorescas historias de mi paso por celebraciones ajenas.


Hablemos de una fiesta de quince. Una en particular, aunque no recuerdo bien cuándo fue ni exactamente dónde. De esto debe hacer unos diez años. Fue en un salón enorme en un barrio pobre, lleno de gente apretujada entre largas filas de tablones con manteles de papel. Hacía calor. El lugar estaba mal iluminado con fluorescentes, muchos de los cuales parpadeaban o no se prendían. Muy temprano, a eso de las ocho y media, empezaron a aparecer los invitados. Gente de una humildad desconsoladora: los hombres venían con jeans raídos, camisa hawaiana y zapatillas, y las mujeres traían unos trapitos pasados de moda, imposibles de combinar y comprados en tiendas de usados. Cada adulto era acompañado por un séquito de niños gritones e hiperactivos. Cuando reparo en estos detalles (la vestimenta, el número de niños), pongo en evidencia una mirada desde cierta clase social: en las fiestas de clase media o media- alta, los invitados se visten de acuerdo a la ocasión. Se arreglan el pelo con un coiffeur; se hacen trajes a medida y sus pocos hijos son educados, apáticos y neuróticos. Aquí nada de eso parecía ocurrir.

En esta reunión, desde temprano, se evidenciaron dos síntomas potencialmente peligrosos: desorganización completa, y cerveza que comenzó a correr sin control. Tampoco faltó la troupe de adultos jóvenes (tíos, primos y amigos de los tíos y los primos) cuyos miembros entraban al salón tempranito tambaleándose y con fuerte olor a alcohol.

Por lo general, los niños y la troupe de primos precozmente borrachos son un dolor de cabeza para el disc jockey. Los niños corretean entre los cables del equipo y arriesgan su vida, sin que ningún adulto se haga cargo de ellos (ni siquiera cuando se tropiezan, caen y lloran). Los primos beodos se plantan junto a la consola de sonido y se autoproclaman consejeros musicales: dictaminan con voz avinagrada la música que, de manera obligatoria, hay que poner (es curioso que siempre piden cumbia romántica de los años ochenta que sólo ellos conocen). Es difícil negarse amablemente a cumplir con los exhortos, sobre todo porque está en riesgo la vida del disc jockey. La situación se hace insostenible si este periplo de peligrosos borrachines empieza su prédica pro- cumbia romántica desde bien temprano. El joven y beodo tío se siente con derecho a dirigir la orquesta, a veces desenfundando el falaz argumento “mi hermano te paga para que hagas lo que yo te digo”.

En este difícil clima comenzó la fiesta a la cual quiero referirme. A las diez de la noche la homenajeada aun no había llegado, pero el salón estaba colmado de invitados: unas doscientas personas. Cálculo estimado: sesenta parientes (incluyendo los alegres tíos y primos), treinta compañeros de curso y ciento diez niños. Andá preparando el tema de entrada, dijo el fotógrafo, porque parece que ahí viene. Diez y cuarto entran, papá y quinceañera, con el tema My heart will go on, de Céline Dion. La niña lleva un vestido rojo furioso, y el padre tiene un traje negro, zapatos negros, camisa negra, corbata negra y sombrero negro. Del bolsillo pectoral de su saco se asoman un pañuelo blanco y una flor roja. En su sonrisa muestra un diente de oro. Entran con rapidez entre el ruidoso descontrol de la multitud que se abalanza para saludarlos.

La obligada comida en estas reuniones es el asado. Un asado multitudinario, bien preparado y exquisito en el que no faltan los chinchulines, la entraña y los riñoncitos. Inmediatamente después del saludo a la quinceañera, todos -excepto los niños, que no paran de corretear, golpearse y llorar- se sientan y esperan la cena en medio de un bullicio impresionante. El padre, después de saludar a los invitados, se acerca a mí y me estrecha la mano. “Hola, Jorge, ¿todo bien? ¿Pudiste armar el equipo sin problemas? ¿Te traigo una birra?”. Le digo que no, que prefiero coca cola. Me trae una gaseosa de marca desconocida, un plato de plástico con cubiertos descartables y una generosa porción de vacío con chimichurri.

En todas las fiestas, hay algunos personajes típicos. Uno de ellos es el entendido. El entendido se acerca al equipo, lo mira de arriba abajo, hace gestos de aprobación o de crítica y dice, por ejemplo, “tenés una compactera denon 2000 f mk3 que se la compraste a Arlenghi”, para demostrar que conoce bastante del asunto. Acto seguido desenfunda una conversación poco interesante e incluso hostil. Yo lo sé porque también soy disc jockey, dice para empezar. El entendido cree que se gana mi confianza si me da este dato irrelevante; cree que hay códigos que sólo los trabajadores del mismo rubro pueden compartir y entender. Pero después de esa insípida declaración, comienzan la hostilidades: el entendido compara su equipo de sonido y sus habilidades con las mías “Vos tenés una denon 2000 f mk3 importada de China. La mía es mucho mejor, porque me la trajeron de Estados Unidos”; “Yo recién te escuché cómo hiciste el enganche; a mí me sale mejor porque yo espero el golpe de la batería y recién ahí mando el otro tema”. A esta clase de entendidos insoportables se los puede cortar con una sola pregunta: “Che, pero si tu equipo es tan bueno y vos sos tan hábil, ¿por qué no te contrataron a vos?”.

Otro personaje de las fiestas, mucho más simpático aunque no menos peligroso, es el confidente. Siempre hay alguien que cuenta las intimidades de los presentes, con un artero aire de complicidad. “El asado se lo regaló el abuelo porque trabaja en un frigorífico”; “El vestido de la pendeja es el mismo que usó una prima en su fiesta de quince. Lo que pasa es que los padres no tenían plata para comprar uno nuevo”. “¿Ves la gorda esa? Esa anda caliente conmigo. Ahora se hace la ortiva y no me da bola. Pero ya la voy a agarrar cuando se ponga bien en pedo”.

Aquella noche, mientras el confidente, el entendido, algún primo borracho y varios niños se habían acodado frente a mi equipo como si fuera la mesa de un exótico bar, se acercó el padre de la quinceañera y le dijo algo al confidente. “¿qué pasa que los García no vienen?” El entendido respondió: “Juan dijo que iba a buscar el vino a la distribuidora”. “Que se apuren estos boludos”, dijo el padre con impaciencia, “porque ya sale el asado y no tenemos con qué regarlo”.

Algunos comensales estaban como locos porque -por lo que pude entender- los García tenían que traer el vino y todavía no habían llegado. Vamos a buscarlos, se sugirió entre gritos alborotados. Los mozos trajeron asado, ensalada, chinchulines, chorizos, soda, gaseosas, cerveza pero ninguna botella de vino. Mientras la mayoría cenaba y se quejaba por la ausencia del tinto, una cuadrilla de hombres desorbitados salió del salón. Los hombres desaparecieron quince minutos y volvieron despeinados y con las camisas rotas.

Lo que ocurrió en ese ínterin me lo contó luego el confidente, quien había participado de la caravana. “Fuimos a buscar a los García, que viven al lado de la casa de la quinceañera. ¿Sabés dónde estaban los hijos de puta? Aprovecharon que todo el barrio está acá para entrar a afanarles. Cuando llegamos, estaban sacando el televisor entre dos, el padre y el hijo.”

El relato continuaba. “Los recontracagamos a trompadas. Nosotros éramos quince, y ellos eran cuatro. Les rompimos todos los huesos; entramos a su casa y les afanamos los muebles, el grabador, la video, la heladera, la tele. Lo que no pudimos afanar se lo hicimos pelota. Lo único que le dejamos sano fue el cochecito del bebé.”

Uno de los niños que había participado de la contienda relató algo que me causó una profunda impresión: “A Abelito García lo dejaron pelado de tanto pegarle”. Quise imaginar de qué manera un golpe puede arrancar cabellos -todos los cabellos-, pero hasta el día de hoy no consigo hacerlo.

El resto de la fiesta transcurrió sin problemas memorables. Después del asado bailaron el vals y luego, hasta las siete de la mañana, se movieron al ritmo de Sombras, Gilda, Antonio Ríos, Sebastián y Gary. El amanecer gris y mi extremo cansancio fueron apenas compensados por las palabras del padre de la quinceañera, a esa hora ya sin saco, con la camisa desabotonada y el sombrero ausente:


- Muy bueno, Jorge. Vení que te pago. Ah, sobró un montón de asado, ¿no querés llevarte algo?

sábado, 15 de septiembre de 2007

Una llamada de Monstruos y Berenjenas

El martes once de septiembre de este año recibí una extraña llamada telefónica.

Una persona que se presentó como Walter Uranga preguntó por el disc jockey Jorge Mux. “Soy yo”, respondí, suponiendo que buscaba contratarme para un trabajo. ¿Es usted el autor de una página llamada Monstruos y Berenjenas?, fue la segunda pregunta.

Muchas actividades de mi vida son estancos separados. Cuando trabajo como disc jockey, nadie sospecha que, paralelamente, soy profesor de filosofía. Menos pueden sospechar que un disc jockey pueda tener una página de narraciones sobre sucesos extraños y futuros (a los disc jockeys, por lo general, les interesan otras cosas). Por eso las preguntas sucesivas acerca de mi trabajo y de mi blog, en una misma conversación, me provocaron un estado de sorpresa y confusión.

El señor Uranga dijo que pertenecía a la comisión (o algo así) de un club. El nombre del club no importa, porque en el momento en que lo dijo, lo asocié erróneamente con otro. “Yo quería invitarlo –dijo el interlocutor- a nuestra sede algún día de la semana, un lunes, miércoles o viernes a la tarde, para que vea a los chicos jugando y no se quede con la impresión de que esta es una institución en decadencia”. Traté de asociar, por todos mis medios, a qué se refería; intentando conjugar el nombre de un club para mí desconocido, el blog Monstruos y Berenjenas, mi trabajo como disc jockey, la llamada y la invitación. No pude.

En algún momento del discurso el hombre dijo las palabras clave: “el año pasado estuvo muy buena la fiesta, justo el día de la final Francia – Italia”. Allí entendí todo. Mi desconocido interlocutor se refería a lo que relaté en este mismo blog, en un post del once de julio del 2006. En ese post relaté los hechos vividos en una hermosa fiesta el día 9 de julio del año pasado, en la cual un enorme grupo de personas mayores celebraban el 78º aniversario del club Sixto Laspiur, y yo les había pasado música. Es decir, entre el suceso al que hacía referencia el post y la llamada del señor Uranga, habían pasado un año y dos meses.

El señor Uranga, al principio, se sintió dolido por el relato. “Anoche, cuando leí lo que pusiste en el blog pensé: este tipo nos mató”. A mí me costó entender por qué se sintió dolido: mi impresión de la fiesta había sido más que buena (el título del post, el día de todas las glorias era bastante elocuente), pero a él –supongo que, junto con él, a toda la comisión- le pareció, en una primera lectura, que yo me había llevado una opinión negativa: un club formado por ancianos que, cuando murieran, estaba destinado a desaparecer. Sin embargo, Walter Uranga hizo otra reflexión: “después me di cuenta de que eso fue lo que te mostramos nosotros. Solo pudiste ver a los viejitos, porque eran los únicos que fueron a la fiesta. Tu visión sesgada de un club en decadencia, luchando contra el tiempo y los intereses privados, fue en parte culpa nuestra. Pero el club no es sólo eso. Por eso, quería invitarte a que vieras las canchas cuando están los chicos y los jóvenes.”

Seguimos conversando algunos minutos. “El logo del club, lo hice yo. El poema del club, también. La bandera que estaba colgada en el salón era la que usamos en las marchas contra el municipio”. Recordé enseguida ese suceso, difundido por los medios locales: todo el barrio salió a defender los terrenos del club, cuando un proyecto edilicio bastante avanzado quería quitárselos. Gracias a esas marchas, ahora el proyecto se suspendió por tiempo indefinido. El señor Uranga hablaba de su club con una pasión conmovedora. “Walter, si hay algo en el post que te parezca ofensivo o negativo, lo puedo cambiar.”, le dije. “No, Jorge, no, está perfecto”, me dijo, “es lo que vos viste, y es lo que nosotros te mostramos”.

Seguramente me olvido de muchos detalles deliciosos, pero fue esa, en lo esencial, la conversación con el afable desconocido. Había algo de mágico en esa charla; algo de irreal e imposible. En este blog se suelen publicar ficciones. Quizás, el post El día de todas las glorias fue el más documentalista. Me atrevo a decir que fue el único en el cual traté de repasar mis impresiones de un suceso realmente vivido en mi propio tiempo y en mi propia ciudad. Y, precisamente, por poner nombres propios y por contar un hecho puntual, alguien, un año y dos meses después del suceso, se sintió tocado por el relato, me buscó en la guía y me llamó. El post más documentalista fue el que generó más magia: uno de los participantes de una pintoresca fiesta de un relato salió de su irrealidad; se escapó de las palabras virtuales y se hizo voz a través del teléfono. Hace unas semanas, el señor Esteban Gorrer, se presentó ante mi padre para denunciarme, volviendo más difusos los límites entre las palabras y el mundo. Tengo la empecinada esperanza de que otros personajes de mis historias me sorprenderán algún día con una llamada, una visita o una puñalada en un callejón oscuro.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Contactos difusos

Primera parte: 2063

En este instante, hora 62, hemos detenido el reactor y la nave es guiada suavemente por la fuerza gravitatoria. Entramos en órbita con Quíos. Microsat fotografía desde arriba una doble aurora que ilumina de rojo a las nubes de apariencia helada y filosa. Todavía estamos a treinta y cinco mil metros de altura, esperando los preparativos del bioscafo. El primer descenso lo harán Simmel y Lampred, a la hora 65, acompañados por una extensión de Microsat. En este momento, la estación central Microsat está generando extensiones exploradoras para adaptar el planeta a nuestra llegada.

Hora 62,34. El bioscafo está listo. La extensión exploradora de Microsat se despega de la nave; vuela hacia la superficie como un gigantesco insecto de metal y hace el primer escaneo general del planeta. A las 62,56 nos devuelve los detalles técnicos y confirma un dato curioso: hay una variedad de clorofila en la región sobre la cual haremos el descenso. Ahora, la extensión de Microsat espera en la superficie de Quíos, a treinta y cinco mil metros, preparando el terreno y colectando información. La pantalla de Microsat nos devuelve una imagen gris, amarillenta y difusa. Quíos es un desierto con tormentas de vidrio molido.

63,15. La eterna y tranquila aurora que vemos desde aquí arriba contrasta con el caos de la superficie de Quíos. Microsat despliega bombas de equilibrio térmico sobre la región. Vemos por la pantalla cómo en pocos minutos la tormenta se apacigua y la luz de los dos tenues soles se deja ver en el desierto. También vemos a la extensión exploradora de Microsat reptando por la arena de vidrio, como un reluciente monstruo de silicio mitad escorpión y mitad elefante, escudriñando cada fragmento del suelo y cada bocanada del letal aire.

63,55. Lampred sufre una repentina indisposición. Ya le fue implantado el traje autobiótico, por lo que procedemos a descomprimirlo. Durante la descompresión vomita. Microsat le quita con rapidez el implante de traje y lo recuesta sobre almohadones. Ha sufrido una descompensación por los cambios de gravedad. Hacemos un informe, llamando la atención a Microsat por no haber previsto esta contingencia. La memoria de Microsat incorpora el llamado de atención, se disculpa y reconfigura su sistema para adaptarse a las consecuencias del error. Simmel ya está listo para hacer él solo el descenso.

64,30. El bioscafo y la nave ya han sido atadas con cordones de gravedad. Simmel está de buen humor y tiene una gran ansiedad por el descenso. Espera solitario dentro del bioscafo. Microsat central le lee una historia con voz pausada y tenue. Desde nuestro audífono se escucha una música suave que me hace pensar en cosas eternas y luminosas.

64,47. Abruptamente se corta la comunicación con el explorador de Microsat. Perdemos contacto con la superficie del planeta. Microsat central trata de localizar a la extensión. No la encuentra. Decide postergar el descenso para enviar otra extensión. Simmel no se ha enterado de la noticia; por ahora está aislado en el bioscafo esperando el descenso. Lampred está recuperándose de la indisposición. Sólo Microsat y yo sabemos de esta inquietante contingencia.

65,02. Microsat envía otra extensión la cual, a los pocos minutos, también desaparece. Microsat parece desconcertado; su fabuloso cerebro de silicio pone a prueba infinitas hipótesis para entender por qué pierde contacto con sus extensiones. El silencio que se prolonga por largos minutos me da a entender que todavía no puede siquiera aventurar una respuesta. Por un instante tengo miedo. Simmel espera en el bioscafo y pregunta por qué no lo hacen descender. Su ansiedad aumenta a niveles peligrosos. Microsat, quien sabe de nuestra adrenalina, se mantiene en un preocupante silencio.

65,30. Microsat decide que el bioscafo baje a la superficie de Quíos. Mientras monitoreamos los signos vitales de Simmel, descubrimos que sus pulsaciones siguen aumentando. Por el monitor vemos, a través de la cámara externa del bioscafo, una eterna aurora de horizonte casi infinito y cielo verde rizado con nubes en forma de aguja. El descenso se hace a máxima velocidad, sin que las correas de gravedad amortigüen la caída, excepto en el abrupto cimbronazo final. Ahora Simmel parece de buen humor; está aliviado por el descenso. Abre la escotilla y sale.

65,39. Simmel da unos pasos, acompañado por una cámara flotante que escudriña el terreno. La extensión de Microsat no se divisa a simple vista. Extraños olores, dice Simmel. Microsat y yo estamos alerta: si hay aromas desconocidos, es porque el traje ha sido infiltrado. Extraños y maravillosos olores, repite Simmel. Regrese a la escotilla, vuelva al bioscafo, ordena Microsat. Simmel repite: extraños olores, maravillosos olores. No hay formas visibles; todo se ha disuelto en varios aromas que parecen confluir en uno solo. Un solo aroma, familiar, aunque todavía no puedo reconocerlo… Como una historia con varias tramas que pronto desembocarán en una sola y de la cual ya sospecho su desenlace. Microsat repite con voz pausada: vuelva al bioscafo.

66,40. Microsat ha convertido a la cámara móvil en una extensión exploradora. Recoge a Simmel, quien parece vagar sin rumbo repitiendo maravillosos aromas, y lo deposita en el bioscafo. Desde la nave recogemos los cables de gravedad que unen al bioscafo. A las 66,57 Simmel está nuevamente arriba. Cuando abrimos la escotilla del bioscafo, parece recuperar su lucidez aunque en su mirada hay algo vidrioso y tiene unas extrañas heridas en el cuerpo. Sin embargo, lo único que balbucea es:

- Necesito jugo de pomelo. Por favor, rápido, jugo de pomelo.


Segunda parte: 1963


Esta cartilla expresa de manera informal los extraños sucesos de los cuales fui testigo y que tanto escándalo han provocado a la congregación. He tratado de no dejarme llevar por mis pasiones. Mi ferviente deseo fue reproducir el testimonio con la mayor veracidad posible, aunque bien sé que toda perspectiva es precaria y sesgada.
Hace ya dos meses el hermano Ismael, como todas las mañanas, se dirigió a la despensa subterránea. Mientras estaba allí –según su testimonio- cargando el cereal y la harina, escuchó un ruido en el sótano, el cual está contiguo a la despensa y a mayor profundidad que ésta.
En el sótano están las bombas de agua y la caldera. Durante los últimos dos años hemos tenido filtraciones de agua que, gracias a Dios, pudimos solucionar hace poco. Pero en ese momento, el hermano Ismael temió que alguna rotura en los caños hubiese fisurado una pared. Según su propia descripción (usted ya sabe que tenemos un informe detalladísimo que se adjuntará en breve; por ahora permítame ser impreciso con el solo propósito de explicarle los hechos en su generalidad), el ruido “se confundía con el correr del agua, pero si se lo escucha con atención, era como una voz pausada que hablaba de manera monótona”.

Cuando el hermano Ismael inspeccionó rápidamente el sótano, no encontró la fuente del sonido. Pensó que el problema en las cañerías se estaba agravando. Por ello, le comunicó al fontanero de la abadía –el hermano Alberto- que posiblemente fuera necesaria una nueva revisión de las bombas.
El hermano Alberto llevó su equipo de fontanero y procedió a revisar las cañerías de agua. En ese momento, escuchó el sonido al que aludió el hermano Ismael. El ruido parecía provenir de las calderas, no de las cañerías de agua. Las calderas se encuentran detrás de unas portezuelas de metal y, normalmente, hacen mucho ruido por el continuo paso del gas. El hermano Alberto abrió la puerta y gritó. Unos segundos después, la caldera explotó con violencia, tal como fue informado en los periódicos. Sin embargo, usted ha recibido una información adicional, y esta misiva tiene como propósito confirmarle esa información.

Los periódicos hablan de una fuga de gas y de una explosión. Lo que no se dijo es: el hermano Alberto recibió heridas exactamente idénticas a los estigmas de Nuestro Señor Jesucristo. De hecho, no tuvo ninguna otra consecuencia excepto las manos atravesadas por algo punzante, el costado derecho profundamente lastimado, los pies rotos y la cabeza coronada por heridas como de pústulas. Usted sabe, al igual que yo, que la casualidad pudo haber jugado un rol importante y que esa heridas han sido consecuencias mas bien seculares, y que no hay ninguna intervención sobrenatural. Sin embargo, después de la explosión y los primeros auxilios, el hermano contó lo que vio y oyó.

Según sus palabras, el sonido que había escuchado el hermano Ismael era una voz ronca y sofocada aunque tranquila, que salía del interior de las calderas. La voz repetía la cadencia y el ritmo del Padrenuestro, con la diferencia de que en lugar de decir “Padre Nuestro que estás en los Cielos, Santificado sea tu nombre”, decía “Estación Microsat que estás en el aire, intento conexión a través de tu código”. Vio un ser alado, metálico, con forma de escorpión y elefante. Un instante después, vino la explosión y el ser desapareció.

No somos tan ingenuos para creer en apariciones diabólicas; preferimos agotar el espectro de las explicaciones seculares. Cuando recogimos los restos de las calderas, encontramos trozos de un metal que no nos pareció familiar. Pero esto no es concluyente. Lo único concluyente es: la caldera no explotó; en realidad hubo algo que explotó junto a la caldera y la hizo estallar. Pero si usted me permite, la hipótesis de un atentado contra nuestra abadía me parece risible.

Sé que quedan muchos detalles, pero las palabras del hermano Alberto se hicieron cada vez más ininteligibles. Los últimos tres días de su agonía, sólo repitió un pedido que tratamos de cumplir más allá de los límites de cualquier requerimiento humano.

Su pedido insaciable era el siguiente: “necesito jugo de pomelo, urgente”.