viernes, 28 de noviembre de 2008

Nacimiento

Hoy, a las 00:52, nació mi hija Isabella Mux.
Nació sanita, pesó tres kilos trescientos.

Seguramente este hecho amerita una multitud de historias, pero hoy no puedo.
Simplemente quería comunicar eso, porque ahora -precisamente ahora- no tengo palabras.




domingo, 16 de noviembre de 2008

Cangrejos, monstruos y berenjenas.

La primera vez que un ser soñó no fue un hombre. Mucho antes del hombre había un sueño primitivo, una colectiva intuición que se transmitía entre los seres de alguna especie quizás no mamífera, quizás no terrestre. El ser, un individuo tal vez cuadrúpedo u octópodo entabla una batalla con su inconsciente, se despierta de un sueño que no sabe recordar y que tampoco sabe muy bien cómo debe soñarse. Faltan eones para que el sueño se adapte a la conciencia y la conciencia sea capaz de recrear numerosos sueños a partir del sueño primigenio.

Un hombre sabe que sueña; un hombre sabe que los perros y los gatos sueñan; un perro y un gato no saben que sueñan y sin embargo sueñan. El inconsciente juega doble, dos veces inconsciente: el sueño que no se sabe sueño y la conciencia que no sabe que sueña. El primer ser que pudo soñar deja escapar un grito entre sueños y se despierta agitado; no sabe que ha sido el primero en recibir imágenes desde una desconocida profundidad de sí mismo. El ser no sabe que ha soñado con un cangrejo.Los sueños que no se recuerdan pueden ser cualquier sueño; todos los sueños que se han olvidado, que todos los seres olvidan a cada noche pueden ser el mismo sueño.

El sueño que todos olvidan es el sueño del cangrejo.

Un cangrejo de oro que se corta las innumerables patas con sus pinzas y de sus patas cortadas salen otras pinzas que se cortan a sí mismas, y de sus pinzas y sus patas cortadas, muertas en el piso, surgen otras pinzas que se cortan y que lo cortan. El cangrejo es un mar de mutilación; se desarma a sí mismo y al mismo tiempo se recompone para desarmarse: mutilarse para multiplicarse, multiplicarse para ser más para mutilar.

El ser no sabe que ha soñado con un cangrejo. No conoce los caracteres de la gramática onírica; apenas puede balbucear el extraño recuerdo de alguna imagen blanda, ajena y huérfana.

Lo despiertan sonidos de aves y un grave estrépito enfurecido. Mientras corre para escapar de la tormenta ya habrá sido incapaz de saberse onírico: no hay más que un impulso: el de la vida de vigilia, sin más ensoñaciones que el masivo olor de la tierra húmeda y los pastizales verdes.

Pero el sueño del cangrejo es una sombra continua que no parpadea. El cangrejo aparece en el temible relámpago, en los árboles que rugen con el viento y en la letal dentellada del cocodrilo.

martes, 21 de octubre de 2008

La mueca

En la sala de espera del alergista, en un congreso sobre pensadores vieneses, en el almacén, en el colectivo: siempre hay una renovada comitiva de desconocidos que me acompaña circunstancialmente. Caras anónimas, nuevas, de gestos insólitos e impredecibles que de vez en cuando bufan, respiran, cierran los ojos o preguntan la hora. Nuestra reunión parece ocasional, azarosa, dictada por la simple coincidencia de viajar en el mismo ómnibus o tratarnos con el mismo médico. Pero por un leve indicio me doy cuenta de que sus ingratas presencias no son producto de la casualidad: cada tanto me miran. Sus ojos se cruzan con los míos por un segundo. En ese segundo me juzgan, hacen una mueca y me reprueban.
Cuando descubro que esos desconocidos no están allí por lo mismo que yo; cuando sé que no tienen el menor apuro por que los atienda el médico –de hecho, el médico tarda a propósito para darles tiempo-, me tomo el trabajo de disimular y, con paciencia, los estudio con la misma mirada casual con la que ellos me ven. Yo mismo finjo que sólo espero que se termine la espera; y sé que ellos saben que finjo, pero finjo que no lo sé. Ellos, por su parte, fingen que yo no sé que están fingiendo. Mantienen sus desquiciados personajes aun cuando les he quitado la máscara.
Cada rostro tiene el sello de una mueca, como un defecto de fábrica. Esa mueca con la que miraron por un segundo, es una mueca fija. La que torció la boca, tiene siempre la boca torcida. El que pestañea con un solo párpado, lo sigue haciendo. En el molde de plástico con el que los construyeron, estaba la desesperada forma de la mueca. Nunca se librarán de ella y ahora me miran a mí, con disgusto, con el resentimiento de saberse muñequitos sin alma y mal esculpidos.
A cada rostro le pongo un apodo infamante y preciso. La Pagapoco, El Ratón Cachivachero y Egoísta, El Mirapetes, Caramañola, Dandy Sucio. A veces imagino historias para explicar cómo fueron engendrados esos seres con rostro de mueca: la de escote prominente, tetas caídas y un par de lunares en el rostro, salió de una sartén con aceite quemado después de haber freído churros grasientos y fláccidos. El palomo anguloso y sin cuello fue un trozo de mampostería que cayó de un balcón. El Sacachulos fue el producto de la electrocución de sus padres quienes vivieron en el interior de una lámpara quemada.
Otras veces, a través de sus muecas, su ropa y la forma de su cuerpo, imagino cómo llevan su escasa vida esos monigotitos deplorables. La gacela culona cara de pánfila se hace quemar las piernas con cigarrillos de mentol. El pobre tipo ténganle lástima vive en una habitación oscura y vacía, y pasa todo el día envuelto en polietileno. Cada tanto pasa la lengua por la bolsa con la que se rodea y degusta con fruición el sabor anodino del plástico. El guachito dedos de bicho se dedica a despedazar niños; los separa en partes con sus manos de tenaza arácnida y luego los entierra todavía vivos en el patio de juegos de un jardín de infantes, con la complicidad de las maestras y los padres de los niños.
Los muñecos que me miran sórdidos con mirada casual y perdida, que me odian a muerte, son seres planos construidos por nadie como robotitos sin objetivos. Su mente –si es que tienen mente- sólo es un reducto de turbada conciencia en la que apenas si subsisten dos o tres obsesiones miserables: cerrar la ventana, matar niños, mirarme. Mirarme y despreciarme, odiando mi rica e inteligente vida mental. Odian que yo sea un auténtico humano, en vez de la poco convincente caricatura que ellos apenas se molestan por fingir.
Nunca tardo en identificar al líder. Siempre es quien más se cuida de no mirarme, o de mirarme sólo cuando yo no lo veo. Es el que tiene un aspecto más parecido a un ser humano. Claro que no puede engañarme a mí. El líder nunca es el primero en atacar (por lo general, el ataque proviene del más débil, infeliz y enclenque) y cada tanto nos habla a todos los presentes, como si no nos conociera o como si de verdad le interesara lo que nos dice sobre el clima o sobre política internacional.
Las muecas de cada uno conforman una única mueca colectiva. Según el lugar y la ocasión, las marionetas cambian –no son las mismas si estoy viajando en ómnibus que si estoy en un congreso-, pero la mueca general, la mueca total y abarcadora, es siempre la misma. Esa mueca universal, siempre presente en cualquier reunión de apariencia azarosa, es el verdadero rostro que me mira cuando me miran. Si alguien quiere ocultar la gran mueca con lentes negros, ahora la gran mueca incluye lentes negros. Si alguien se tapa con flequillo, ahora el flequillo es parte de la gran mueca. A veces puedo ver la gran mueca aun cuando no hay nadie. Cuando estoy yo solo esperando el ómnibus o cuando la sala de espera está vacía: todavía sé que la gran mueca me está mirando con gesto condescendiente, con envidia y pasmo infinitos.
Pero la mueca es impotente si ningún engendro infrahumano ejecuta su mirada. La mueca me quiere convertir en mueca. Quiere que yo sea su títere; que sea ella. Quiere que mi rostro y mi cuerpo tengan una mueca universal. Quiere que me convierta en muñeco de trapo sucio de pelo de comadreja, como el ejército de zombis con ojos de botón descosido que me rodea. Quiere que yo sea ella para que ella tenga más para expresarse como mueca; para que yo sea su lienzo donde fluir como mueca, como más mueca que antes.
A veces los desconocidos me miran al unísono, en silencio, durante un buen rato. Yo evito mirarlos a los ojos; finjo que leo una revista o entrecierro los ojos como si me estuviera durmiendo. Pero ellos me miran, impotentes y esclavos de la gran mueca. Su mirada total me drena; si les hablo o si los miro, uno por uno, me convierto en uno de ellos.
Una tarde de viento, mientras esperaba junto con muchos desconocidos en la vereda a que abriera una tienda de ropa, la mueca clavó su mirada colectiva sobre mí. Esa tarde sentí que mi cuerpo se hacía de madera; que mi pelo era plástico y que mis pensamientos se volvían suaves, cálidos y pesadillescos, como los de un muñeco angustiado con reminiscencias de haber sido humano, o como un retrasado mental que todavía conservara cierta conciencia de haber tenido una vida más plena y más rica. Por un momento fui uno de ellos. Por un momento yo mismo dejé de pensar y busqué, desesperado, a otros para convertir en muñequitos. Pero se levantó la persiana del negocio y todos se dispersaron.
Sin embargo todavía pasa algo extraño. Cada tanto me encuentro con un espejo y me veo, de golpe y sin querer. Veo mis ojos como de plástico; mi mirada es un gesto desesperado e inexpresivo. Desde hace un tiempo, casi no respiro y sólo me alimento de juguetes rotos que dejan los niños olvidados en la calle. Desde hace tiempo duermo en una cajita de violín, dentro de un placard y salgo por las noches a mirar y a evitar mirarme, porque le tengo miedo a esta nueva mirada desesperada que se gesticula desde mi rostro.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Instrucciones para fracasar en la vida universitaria

Yo antes pensaba, con ingenuidad, que cuando alguien decide cursar una materia en la universidad, tiene en claro –al menos- qué cosas no se deben hacer en un aula. Un estudiante universitario de primer año ya cuenta, en Argentina, con doce años de educación formal. Viene con siete años de una primaria y cinco de una secundaria. Conoce lo que es la vida académica y sabe –holgadamente- en qué consisten una clase o un examen. Pues bien, me he equivocado.

En los pocos años que llevo como docente, he visto y escuchado los peores y más incongruentes disparates. Uno podrá decir: eso no sorprende a nadie. Pero no hablo (solamente) de disparates conceptuales. Un alumno puede rendir un examen sin haber estudiado y puede escribir cualquier cosa para ver si tiene la mínima chance de aprobar. Hasta ahí no me cuesta entender su estrategia: aunque lo que escriba sea digno de una obra de teatro absurdo, hay una meta clara y definida.

Yo me refiero, en realidad, a los desatinados. A quienes no parecen haber entendido en qué consiste la situación de clase o de examen. A aquellos que, a pesar de haber acreditado doce años de educación formal y de haber pasado con comodidad una pericia psicológica, creen que una clase es una instancia con reglas abiertas, vagas y maleables.

Desde luego, los desatinados son pocos. En proporción, son muy pocos. Pero no deja de sorprenderme –no soy el único sorprendido, claro- cómo el desatinado pudo saltar todos los cercos académicos que lo condujeron hasta el aula universitaria. Es difícil de creer que alguien incapaz de escribir sin errores su propio nombre haya pasado desapercibido ante una legión de docentes que lo evaluaron y siguieron durante doce años.

Los pocos desatinados hicieron muchas cosas desatinadas. De allí deriva mi sorpresa: un hecho aislado no llamaría mi atención; sería una de las tantas curiosidades que pueblan los pasillos de la facultad. El desatinado cree que entiende las reglas, pero en realidad sus criterios están trastocados y cada paso que da es un nuevo desatino. No encuentra el timing de la vida académica y, a veces – mucho peor- jamás encuentra un lugar amable dentro de la vida social.

Voy a contar la historia de varios desatinados –dos o tres, no más- como si fueran una única historia. Los desatinos son tan completos y vergonzosos que poco importa si los cometieron muchos o uno solo. Baste saber que sus autores fueron un magro puñado de personas raramente confundidas.

A veces en mis clases de ética pregunto: “¿Por qué no venimos desnudos a clase?”. La pregunta es casi retórica: la única respuesta que espero debe involucrar la noción de reglas morales, costumbres y cosas por el estilo. Una tardecita de mayo un alumno entendió mi pregunta como una provocación literal. Después de decir algo desafiante (algo como “¿Qué te pensás vos?” o “A mí nadie me pone las reglas”), comenzó a sacarse la ropa. Quedó en calzoncillos ante nuestra pasmada contemplación. En ese momento, cuando nos vio sorprendidos, se puso a tararear y a bailar el Rock del Gato, moviendo la pelvis contra el banco que había usado de perchero. Después de cantar “Al ver sus ojos me den / alguna noche de hotel”, pidió a los gritos que hiciéramos palmas. Cuando pude reaccionar le pedí que se vistiera y se retirara. “No te lo tomes así, era una joda”, dijo el desatinado con un genuino temor. “No me vas a hacer llevar la materia a diciembre por una boludez”.

Analicemos este hecho: puedo entender que alguien quiera provocarme y lleve su provocación hasta las últimas consecuencias. Puedo entender un desafío cuyo único bizarro objetivo sea desbaratar una clase. Lo que no me explico es la mirada aterrorizada del muchacho cuando descubre que su intervención no me hizo gracia. Como si hubiera sido incapaz de calcular de antemano que su acto de rebeldía era muy incongruente. (Dejo de lado el ruego de que “no lo mande a diciembre”, como si se tratara de un colegio secundario)

Como dije, el desatinado no se contenta con un único desacierto. Ni siquiera tiene la ligera sospecha de que lo que hizo puede ser muy mal juzgado.

Otra tarde de mayo, el nudista repentino escuchaba mi clase sobre Sócrates y bufaba después de cada una de mis frases. Cuando terminé de explicar cuál era el objetivo de Sócrates al interrogar a los atenienses, me gritó desaforado: “¡Qué hinchapelotas, Mux!”

Los desatinos causan mucho estupor, pero en el fondo tienen una lógica sencilla. La alborotada cabeza de este muchacho funcionaba de una manera muy simple: él creía que la historia de ese hombre que interrogaba a los atenienses era mi propia historia. En otras palabras, había pensado que yo tenía el hobby de viajar a la Grecia del siglo quinto antes de Cristo para molestar a jóvenes con preguntas absurdas. En esa misma clase –por algunos indicios leves pero inequívocos- descubrí que ese muchacho había creído que las teorías de los filósofos griegos eran en realidad mis propias teorías acerca del universo.

Como el desatinado no conoce los límites entre lo académico y lo personal, busca mi teléfono en la guía y me llama un día cualquiera para contarme que “se le ocurrió una idea filosófica” y que quiere hablar porque “no está de acuerdo con nada de lo que yo pienso”. En mitad del relato de “su idea”, me cuenta retazos de su vida personal y se pone a llorar porque una novia lo dejó y “se llevó el reproductor de DVD”. Un minuto después me pide perdón y me pregunta cómo tiene que hacer para ser profesor, porque él “ya es filósofo”, dado que tiene una idea filosófica. Como ya se siente parte importante de la vida académica, me llama repetidas veces al celular para anunciarme que va a llegar unos minutos más tarde o que se va a retirar antes, o que la idea que tenía antes no era muy buena y que ahora se le ocurrió otra idea mejor.

Una tarde cualquiera se levanta en mitad de la clase, se acerca al pizarrón, me pide permiso e intenta exponer “su teoría” frente al resto de los alumnos. Yo lo escucho en silencio a un costado. Dice dos o tres palabras, balbucea, comenta que su novia lo ha dejado, se pone a llorar y vuelve al banco.

Llega el día del examen parcial y el desatinado se presenta a rendir. Él no sabe –se lo tengo que explicar allí mismo- que un parcial es una instancia escrita que se resuelve en silencio. Insiste en que él está más cómodo cuando yo hablo, porque –según su versión- él es “bueno para escuchar” y “bueno para responder en el diálogo”. Le explico una vez más cuáles son las reglas. Acepta sin enojos pero con gran desconcierto. Como si fuera la primera vez que se enfrentara a un examen. Cuando le entrego el examen insiste una vez más en que la oralidad es lo suyo.

Aquí la historia se bifurca. Como dije, venía hablando de dos o más desatinados. Contemos qué le ocurre a dos desatinados en esta instancia.

El desatinado Uno sigue insistiendo en que el examen escrito no es lo suyo. Lo convenzo para que, o acate las reglas, o se retire. Después de veinte minutos de inusitado silencio, el desatinado se levanta, me entrega la hoja y me confiesa que no ha estudiado lo suficiente. Pero no sólo eso: confiesa que no sabe escribir a mano y que sólo es capaz de hacerlo frente a una computadora. Agrega, además, que le cuesta mucho leer los enunciados del examen porque él en realidad no está acostumbrado a leer “tantas palabras de corrido”. A pesar de que me ha entregado una hoja en blanco, me pregunta si llega al siete necesario para aprobar. Cuando le digo que no, me mira con asombrado terror y grita: "Pero a mí no me sirve una mala nota". Después de un pequeño escandalete se retira murmurando. Como si no hubiera previsto la sola idea de desaprobar. Aquí termina la vida académica del Desatinado Uno.

El desatinado Dos recuerda que no trajo bolígrafo ni hojas. Pide un bolígrafo prestado pero, en lugar de pedir hojas, decide escribir sobre la madera del banco. Yo no me doy cuenta de lo que hace hasta que, treinta minutos después, me entrega su examen: levanta su banco y me lo trae al escritorio frente al pizarrón. “Terminé”, anuncia, triunfal. No le acepto el examen escrito sobre un banco y se muestra sorprendido. Como si un injusto abogado le estuviera anunciando que le van a quitar la casa por una deuda hipotecaria: así me mira. Como si yo fuese un ogro. El desatinado se retira cabizbajo, buscando con su mirada el refugio compinche de algún compañero. Murmura algo y cierra la puerta. En ese momento leo algunas de las respuestas que escribió sobre la madera del banco:

Pregunta: ¿Cuáles son las críticas que realiza Aristóteles a la Teoría de las Ideas de Platón?

Respuesta: (SIC) aristroteles lo queria a planton pero sufrio mucho

Pregunta: ¿En qué consiste la doctrina platónica de las Ideas?

Respuesta (SIC): se estudian las ideas de los grandes pensadores grigos ellos avian dicho dios que todo tiene matematica y pensaron en la caberna

Pregunta: “El ser es inmutable” ¿Es esta afirmación verdadera o falsa dentro del pensamiento de Parménides? Justifique su respuesta.

Respuesta (SIC): no no justifica

Lo curioso es que, como una coda al final del tablón del banco, había una frase apenas legible que estaba dirigida al ayudante de cátedra (llamado Hipólito), y decía lo siguiente:

Señor polito corrigame uste porque yo a mux le tengo miedo grasias atentamente

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Váyase de aquí

En mi vida hay una única historia: la sucesión de domicilios a los que me vi arrastrado por culpa de los precios de alquileres.

Un inquilino es un nómade urbano cuyos sueños de techo, paredes y tibieza nunca pueden proyectarse por más de dos años. No existe otra cosa –ni siquiera la propia madre- que sea tan básica, esencial y definitiva como la casa propia. El inquilino tiene la certeza de que ese cuadro que ha colgado; esas cortinas que ha comprado con medidas justas para la ventana, y esa alacena que tan bien quedó en un rincón de la cocina, sólo tienen un lugar provisorio. Sin embargo, los arreglos domésticos le dan una tierna sensación de solidez y calor hogareño (aunque el hogar sea de otro). Desde el primer momento en que el inquilino se sienta a descansar, haciendo a un lado sus pesados bártulos de nómade, sabe que un día será arrancado de ese acogedor pedazo de cemento con techo. Sabe que su arrendamiento puede terminar con la sola voluntad del propietario, aun si no se ha cumplido el contrato. Su identidad se disuelve y se desmiembra después de cada mudanza: ya no estoy en mi barrio; esta no es mi verdulería; esos no son los ruidos que aprendí a escuchar. Tras cada mudanza, el inquilino debe hacerse de nuevo; deberá forjar las cotidianas rutinas hasta que, nuevamente, la voz del propietario dicte la sentencia inapelable.

Mis padres fueron siempre inquilinos. También mis tíos, mis abuelos, mis tíos abuelos, mis primos, las novias de mis primos... Todos en mi ancha familia aprendimos y reaprendimos direcciones y geografías que se renovaban cada algunos años al son de las mudanzas. Siempre se iban (o nos íbamos) más lejos. Las mudanzas eran como un aburrido y previsible juego de la oca: si aumentaba la inflación, retrocedíamos unos cuantos casilleros y nos mudábamos a una casa más pequeña, menos segura, más húmeda. Si mi tío perdía el trabajo, mis primos se iban a vivir lejos, lejos, en un barrio de calles de tierra y casitas raleadas. Por el contrario, si aumentaba el sueldo o si alguien conseguía un trabajo extra, era posible mantener la misma casa por mucho tiempo o mudarse a un barrio mejor. Los vaivenes del azar económico siempre pusieron en peligro el techo que nos cobijaba en forma provisoria.

Los dueños de las casas que habité tuvieron muchos rostros. Algunas veces fueron abstracciones cuya única carnadura era un administrador o gestor inmobiliario. Otras veces eran presencias continuas y acechantes que vigilaban la vida de mi familia y cuyo humor siempre voluble era la variable –la otra variable, además de la económica- que decidía si nos quedábamos o nos íbamos. Si por casualidad a los dueños no les gustaba que yo volviera a casa de noche o que mi padre hiciera teatro, o que ninguno en mi familia fuera a misa, entonces se sentían con derecho a irrumpir en nuestra (su) casa para pedirnos que cambiáramos de vida o, de lo contrario, debíamos abandonarla de inmediato.

Hace apenas diez años mi mujer –Irma- alquilaba un departamentito interno en el fondo de un interminable pasillo atiborrado de construcciones mal hechas y con mínimas comodidades. Los dueños de esa mala imitación de vecindario habitaban una modesta casita a mitad del pasillo. Eran una pareja de españoles muy ancianos que vivían con su hija solterona. Los tres eran ultra católicos. Católicos fanáticos. Católicos de ir todos los días a misa y de vestir santos. Siempre les tuve un poco de miedo, y ellos me tenían algo de resquemor. Por aquella época, yo usaba el pelo largo y eso, para ellos, era un inequívoco signo de irresponsabilidad ante la vida. Siempre les dijimos los gallegos.

Los gallegos estaban día y noche en su casa, vigilando quién entraba y quién salía por el pasillo. Más de una vez descubrimos, mi mujer y yo, que alguno de los ancianos nos espiaba a través de un ventanuco. Ellos, con la ayuda de su hija solterona, comandaban nuestras vidas y la de todos los que alquilaban allí. Sabían quién entraba, quién salía, a qué hora y por qué motivo. Una mañana nos tocaron timbre porque la noche anterior habían escuchado “una risa como de mujer loca”.

Un día mi novia –quizás para tener un tema de conversación- les dijo que ella era devota de María. Desde ese entonces, los ancianos le enviaron un muñeco de la virgen María dentro de una vitrina enorme, del tamaño de un televisor de veinticinco pulgadas. Se suponía que Irma debía cuidar de ese muñeco durante una semana; debía rezarle, ponerle flores y –por sobre todas las cosas- abstenerse de tener sexo mientras La Virgen estuviera presente. Por supuesto, los gallegos podían corroborar quién había tenido sexo: desde su departamento estratégicamente ubicado en la mitad del pasillo, escuchaban cada sonido que salía de nuestras habitaciones. A la semana siguiente le pasarían el muñeco a otro inquilino. Cuando la ronda terminaba – diez o doce semanas después-, le tocaba de nuevo a la primera huésped.

Alguna vez mi novia no pudo pagar el alquiler; se fue atrasando mes a mes hasta acumular una cantidad considerable. Los gallegos, entonces, encontraron en Irma a una víctima de su amor cristiano. Le condonaron parte de su deuda, a cambio de una tortura psicológica sistemática y continua. La vieja tocaba timbre todos los días tratando de convencer a Irma de que se casara por iglesia (conmigo o con otra persona, daba lo mismo); le leía pasajes de la Biblia o la invitaba a las procesiones interminables. Irma accedía por temor a que le cobraran todos los alquileres atrasados.

Sin embargo la deuda siguió creciendo. Sospecho que aun los más piadosos encuentran mecanismos para cometer sacrilegios y no sentirse culpables. Un buen día el gallego entró a la casa de Irma por algún motivo trivial. Entró y vio las paredes, la cocina y unas sillas que él mismo nos había prestado. Y encontró la excusa perfecta y ridícula para echarla de allí. “Me destruiste el departamento, querida”, fue una de las frases que recuerdo ahora.

Una de las paredes tenía una rajadura y se había despintado. La cocina siempre había tenido una mesada de mármol rota y una estufa destartalada. Sin embargo, el viejo encontró –quiso encontrar- que todo eso era culpa nuestra. “Mirá cómo me dejaste las sillas”, dijo la vieja. Es el día de hoy que no sé a qué se refería: las sillas siempre habían estado desvencijadas. “Sí”, se defendió con acento español, “pero no estaban tan destruidas cuando yo te las di”.

Iniciamos una discusión prolongada y absurda. Ellos alegaron que yo había hecho un cableado para robar luz. Eso no era cierto, pero no querían creerme. Yo repliqué que no me parecía correcto que espiaran a todos los que venían por el pasillo. Pero nada fue más nefasto que las palabras con las que la vieja cerró la discusión. Nunca escuché una demostración de poder tan vulgar y soberbia: “Nosotros les perdonamos la deuda y los dejamos seguir viviendo aquí. De modo que podemos vigilar lo que hacen y decidir cómo tienen que vivir”

Después de esa demostración de insania no pudimos hacer otra cosa: Irma recogió sus cosas y se fue a lo de una amiga por un tiempo. Sospecho que, poseídos de esa divina piedad cristiana, los gallegos habrán rezado por nosotros después de fabricar ese teatro para echarnos a patadas.

Este relato es una pequeña muestra de la gran historia de mi vida.

Sin embargo esa gran historia se terminó para siempre el quince de agosto de dos mil ocho a las once treinta de la mañana.

En ese instante Irma y yo firmamos un boleto de compraventa que nos convierte en propietarios. Entregamos los ahorros de nuestras vidas, más un dinero prestado, más el regalo de una abuela inesperadamente platuda, y ya tenemos dónde vivir y criar a la hija que nacerá en dos meses. Hoy, casi un mes después, todavía no podemos creer. Aun conservamos algunos tics de inquilinos que poco a poco, como en un exorcismo, nos vamos quitando: no queremos hacer muchos agujeros en las paredes; no nos atrevemos a modificar el color de las ventanas o del cielo raso o, incluso, esperamos que llegue alguien a decirnos “Se tienen que ir de acá” o “hubo un error en el boleto de compraventa”. A veces miramos los azulejos del baño y nos decimos: “¿Viste esos azulejos? Bueno, son nuestros”. Parecemos dos enamorados estúpidos que se preguntan: “¿De quién son esas manitos?” “Tuyas, mi amor”; “¿De quién es esa naricita…?”

En estos días he vivido la que tal vez sea mi última mudanza. Me di el lujo de decirle a mi propietario de turno (ese que me dijo un precio y luego quiso hacer contrato por otro; ese que nunca vino a ver cómo su propia casa se nos caía a pedazos; ese que un día llamó confundido y nos pidió de mala manera que le pagáramos porque ya era día once, siendo que ya le habíamos pagado; ese que creía que nos tenía enganchados con las dudosas comodidades de su casa oscura; ese que especulaba con que su goterosa tapera era para nosotros una mansión): “Me voy a mi propia casa”.

Estoy en mi casa. Ahora todo es más real y menos incierto.

Ahora mis pesadillas están pobladas por una menor cantidad de monstruos.

martes, 19 de agosto de 2008

Rumplestilskin

Ya llevo un mes sin actualizar. ¿Se han acabado las historias?
Nada de eso: no he tenido tiempo. Me está ocurriendo algo muy bueno, y por ahora sólo me dedico a trabajar en ello. Espero poder contarlo pronto.
He estado tejiendo historias en mi cabeza y en los papeles. Pero no las pude volcar aquí.
No quiero dejar morir a Monstruos y Berenjenas. Los días y las semanas dirán si este es el último post, o si sólo es un pequeño respiro.
Muchas gracias por pasar.

domingo, 20 de julio de 2008

El invitado trabajador

Desde que me convertí en disc jockey de casamientos y cumpleaños, hace unos dieciséis años, casi nunca he ido como invitado a una fiesta. Nunca he estado sentado a la mesa comiendo asado, escuchando –y criticando- la pegadiza música que pone el disc jockey. Nunca bailé el vals con la novia o con la quinceañera. Nunca terminé una noche a las siete de la mañana bebiendo cerveza descalzo tambaleando en la pista de baile, abrazado a un grupo de borrachos sin camisa. Por el contrario, he visto cómo las bandejas de asado pasan de mesa en mesa y jamás se detienen para acercarme un miserable huesito. Mi música ha sido criticada por la infame horda de pseudomelómanos disconformes quienes, con obtusos gustos musicales y pérfida dicción, me “sugieren” que ponga tal o cual canción. Vi desfilar a miles de trajecitos elegantes que bailaban ese vals hipnótico de forma acartonada y patética. Y odié a los molestos, monótonos y violentos borrachines que insisten en pedir “un temita más” a las siete de la ajetreada mañana, cuando ya es de día y cuando todavía me queda el enorme trabajo de desarmar el equipo, llamar al taxiflet, llegar a mi casa y descargar los bártulos.

Pero, ¿por qué nunca fui como invitado a una fiesta? ¿Es que no tengo amigos ni conocidos que hagan festejos?

No es así.

Cuando un conocido quiere “invitarme” a una fiesta, por lo general inicia un discurso amigable en el que me recalca “lo bueno que sería que yo estuviese presente” junto con el hecho de que está "haciendo la fiesta a pulmón”. El paso siguiente consiste en enumerar lo difícil que fue conseguir –supongamos- la carne para el asado o los souvenires. Una vez que el conocido considera que me ha dado un panorama de humildad desoladora, se verá obligado a decir la frase clave: “No nos alcanzó para pagar un disc jockey

A partir de ese momento la “invitación” se convierte en algo incómodo. Si yo hago caso omiso de esa última frase, el conocido podrá pensar –con bastante razón- que yo no quiero colaborar por el bien de su fiesta. Si voy a la fiesta con la intención de ser un invitado más, no faltará alguien que me reproche: “¡Podrías haber traído un par de parlantes, Jorge!”. De modo que sólo tengo dos opciones: o voy a la fiesta a trabajar gratis, o bien me excuso y no voy.

Más de una vez fui yo mismo quien ofreció sus servicios gratuitos por adelantado, sin necesidad del embarazoso discurso de invitación. Y más de una vez me arrepentí de ello. Hay al menos dos razones.

Por empezar, los mozos tienen una desvirtuada visión marxista del mundo según la cual las personas se dividen en dos únicas clases: invitados y trabajadores. Los invitados son seres superficiales y arbitrarios que se sientan en grupos alrededor de la mesas. Los trabajadores, por el contrario, son personas ocupadas que no tienen tiempo para disfrutar una copa de vino o un buen plato de pollo arrollado. Según la trasnochada valoración de los mozos, los trabajadores tienen diferentes jerarquías. El disc jockey ocupa el lugar más bajo en esa escala (Así como a una empleada doméstica se la llama "la que limpia", al disc jockey se lo suele llamar "el que pone música"). Luego le siguen el filmador (o "el tipo que filma"), el fotógrafo y, en la cumbre, los mismos mozos. El mozo cree que sólo debe atender al invitado, pero jamás se le ocurre pensar que los otros trabajadores (de inferior calaña) también pueden necesitar un vaso de agua o un pedazo de pan. Por lo general, su actitud de desprecio es corporativa: mientras el fotógrafo o el disc jockey trabajan solos, los mozos son una pequeña organización mafiosa que dictamina rigurosamente el destino y los roles durante la fiesta. Son rencorosos fundamentalistas de su rol de mozo. Según su visión del mundo, si alguien está trabajando no puede estar comiendo –mucho menos bebiendo- y, a la inversa, si alguien es un invitado debe evitar por todos los medios meterse en la cocina o interferir de algún modo con su trabajo. A duras penas un mozo puede concebir que el disc jockey, el fotógrafo y el camarógrafo deseen cenar junto con o en el mismo momento que el resto de los invitados: según ellos, los trabajadores deben comer frugalmente, y hacerlo a escondidas. Parafraseo el argumento que escuché esgrimir a varios mozos: “Nosotros cenamos más tarde, cuando todos están bailando. ¿Por qué no esperan ustedes también? ¿Tienen coronita?”. La réplica obvia es: “Caballero, cuando todos están bailando yo estoy poniendo la música para que bailen; el camarógrafo está filmando y el fotógrafo está sacando fotos”.

Pero si hay algo que la dicotómica cabeza de un mozo no puede asimilar es que haya un trabajador que a su vez sea invitado. Cuando esto ocurre comienzan todos los problemas. Porque el mozo se resiste a atender bien a quien está detrás de los bafles o detrás de una cámara filmadora. Le parece que, si es invitado, entonces debería estar sentado frente a las mesas redondas, con los que son de su clase. De hecho, por un instintivo odio que tiene para con los invitados –recordemos que, para él, son seres caprichosos y superficiales-, es probable que atienda peor a un trabajador invitado que a un trabajador a secas.

El trabajador invitado también es presionado por el resto de los asistentes. Si el disc jockey pone un disco de Bersuit Vergarabat y lo deja correr para sentarse a cenar en paz, algún comensal no tardará en quejarse de que “El disc jockey dejó un disquito y se borró”. O si, por alguna eventualidad, no tiene el último tema de El Polaco, lo criticarán como si hubieran pagado una fortuna por su servicio. No sólo se trabaja gratis y se come mal: además se reciben toda clase de consejos y murmuraciones. “Se te cae la fiesta, flaco”. "No podés quedarte charlando, pibe, tenés que laburar"; “Yo que vos compraría un par de bafles más potentes”. “¿Este es todo tu equipo de iluminación?”; “¡Cómo! ¡En la era de la informática no tenés una computadora!” (O, si tiene computadora: “¡Me tienen podrido los que pasan música con computadora!”).

Recuerdo una fiesta espantosa de hace diez o doce años. Una conocida a quien yo le debía dinero me “invitó” al casamiento de su hija. No tuve más remedio que aceptar. Los mozos de esa fiesta nunca entendieron que yo era "invitado". Como consecuencia de ello, no me dieron de cenar. Pasaba la velada, levantaban los platos y en ningún momento se acercaron a convidarme. Cuando entré a la cocina a rogar por una empanada y un vaso de Coca Cola, uno de ellos
dijo sin empachos: “Nuestro servicio no acostumbra darle de comer a los disc jockeys”. Sorprendido, inicié una discusión que habría terminado a los golpes, de no ser porque mi conocida –la mujer a quien yo le estaba pasando música- intervino. “Por favor”, dijo, “dénle de comer”. Los mozos fingieron una cínica tranquilidad y dijeron que sí, que "justo me iban a llevar la cena" y que “mi problema” era que “yo no sabía esperar”. Para enseñarme a esperar, me dejaron esperando todo el resto de la noche. No trajeron absolutamente nada, por supuesto.

Tengo un sueño de venganza especialmente dirigido a los mozos.

El día en que yo haga una fiesta voy a ser mi propio disc jockey. Voy a evitar que los mozos me conozcan de antemano. Trataré de que me vean solamente cuando llego jadeante con los equipos. Que crean que sólo soy el disc jockey. Que especulen con ignorarme o con no darme de comer. Les voy a pedir con humildad un vasito de Coca o un choripán. Les voy a aceptar sin chistar la expresión ladina: “Querido, nosotros no le damos de comer a los disc jockeys”. Voy a agachar la cabeza y pasar música, sabiéndome postergado. Acataré sus mandatos: “Flaco, poné un tema para la entrada de la comida”. “Flaco, cortá la musiquita que viene el helado”. “Flaco, dejá de poner cumbia que se te duermen, ¿no te das cuenta?

Dejaré pequeñas trampas para que se resbalen mientras traen la comida.
Contrataré invitados molestos y gritones. En la cocina, encerrado en una alacena o en una caja, tiene que haber un tigre hambriento o un toro a quien deben contener para que no se escape hacia el salón. También debería haber una gran cantidad de botellas (en lo posible, llenas de ácido) que, puestas en equilibrio inestable, se terminen cayendo con el más mínimo roce. Uno de los invitados tiene que entrar a la cocina cada diez segundos para dar consejos o para gritarles. A alguno de los mozos se le deberá administrar (mediante un inocente vasito de Sprite) una droga que le haga ver alucinaciones o lo incite a atender las mesas desnudo. El horno y la heladera deben romperse o explotar. Sería bueno que las cloacas desbordaran y comenzase a salir un líquido marrón de las bachas de cocina. Un invitado disconforme debería amenazarlos con una escopeta en medio de un ataque de nervios.

Pero al final de la fiesta, cuando los mozos estén por despedirse, cansados y felices de haber terminado, se sorprenderán al saber que yo -el pibe que pone musiquita- era el organizador. Les preguntaré por qué no me dieron de comer. Por qué trataron tan mal a mis invitados. Por qué trajeron a un colega drogado. Por qué se los veía ausentes y distraídos. Cuando les llegue el momento de cobrar por su trabajo; cuando a mí me toque poner la mano en el bolsillo para pagarles sentirán que han cometido un error. Entonces, sabiéndome omnipotente, sacaré un puñadito de tintineantes monedas y las arrojaré sobre sus rostros gritando “Acá está su paga, hijos de puta”.

Es probable que en ese momento –o mucho antes- me golpeen. En verdad, es una muy mala venganza.

Todo sería más fácil para mí si realmente, realmente, me invitaran a una fiesta. En ese caso me podría comportar como el comensal más caprichoso, arbitrario y gritón que pudieran encontrar. Me quedaré hasta las diez de la mañana -cuando el disc jockey ya se fue-, pidiendo cerveza tras champagne, acodado en una mesa con un grupúsculo de trasnochados, paladeando la creciente furia de los mozos cada vez que les diga con sorpresa
enojosa: "Qué, ¿no hay más cerveza? ¿Pero qué clase de servicio hacen ustedes?"

Es probable que en ese caso, también me golpeen y -adicionalmente- nadie vuelva a invitarme a una fiesta.

Después de todo, las fiestas son horribles.

viernes, 27 de junio de 2008

Cangrejo (5)

[Hoy, 27 de junio de 2008, Monstruos y Berenjenas cumple dos años. No he tenido tiempo de prepararle un festejo a este, mi blog más querido. Desde hace unas semanas dejé de prodigarle la atención que se merecía, porque otras ocupaciones importantes me tuvieron y me siguen teniendo a su merced. Por eso, como cuando se festeja un aniversario en soledad descorchando un vino añejo y caro, hoy voy a dejar una historia que siempre me gustó y que, dada su extensión, nunca hubiera tenido lugar en este blog. El cuento fue escrito hace, quizás, unos siete u ocho años. El número (5) que acompaña al título indica que se trata de la historia número cinco de una saga del cangrejo, un libro que siempre quise escribir, cuya idea está muy cerrada, y que sólo tiene, por el momento, seis o siete cuentos de los cuales rescato este y quizás otro más. El tiempo de lectura de lo que sigue puede estimarse en unos veinte minutos. Demasiado tiempo. Por eso, les agradezco a los que hayan leído hasta aquí. No me ofenderé si no me acompañan a beber el resto de la botella. Salud ]

Nos hemos preparado durante años para establecer la comunicación con el Animal. Supe que nos habíamos entendido cuando dejó de funcionar mi estómago. La comida no tenía ningún sabor; era como papel y me repugnaba. Y sin embargo el aire fresco y el olor del agua eran para mí como alimentos. No morí: el Animal había decidido sostenerme. Dejé de ser un heterótrofo gracias a él. A mi lado algunos se morían entre dolores espantosos. A veces yo les daba vino, que entre nosotros está prohibido, para que se durmieran y no vieran su propia agonía. Sus dolores aumentaban y por momentos me daba miedo de que mi Animal me abandonara. Entre ellos había una palabra que repetían. “Cangrejo”, decían en las desesperadas conversaciones que antecedían a los dolores fulminantes Todos los que tenían un cangrejo se murieron. Yo también. Pero mi Animal, que sin duda no era un cangrejo, me sustentó con su propia vida.


La única promesa de salvación que poseíamos era esa: la de envolvernos en nuestro interior hasta formar un ser único con nuestro Animal. El animal crece a expensas de nuestra sangre. Luego invade la sangre, invade los huesos y si uno no se contacta, si uno no lo ama lo suficiente, el animal crece sin comunicarse y mata.

Las causas del Cangrejo y del Animal son múltiples. Algunos dicen que estamos en un planeta radiactivo, que ello provoca que en nuestro interior crezcan Animales. Todos estamos condenados a morir por el Animal que tarde o temprano llevaremos dentro. Así pensaban los primeros colonos, los que llegaron del Sistema Primario, donde está la cuna de las razas prohumanas. Los prohumanos que llegaban de la Tierra conocían animales externos y los dividían en géneros y especies. Una vez me mostraron una foto de un animal marino que caminaba hacia los costados, poseía pinzas, vivía en cuevas en el lodo y tenía sesenta y cuatro patas. Eso es un animal para un habitante del sistema primario: un ser que vive afuera, que se mueve y que comparte con los prohumanos un tronco evolutivo. Me cuesta creer en un planeta en el cual los animales abundan y proliferan. Creer que hayan existido seres autónomos que vuelan, o animales nadadores marinos cien o doscientas veces más grandes que un prohumano han sido para la mayoría de nosotros nada más que fantasías míticas.

Hace unos cinco años éramos más de sesenta. Hoy apenas sobrevivimos seis, y no gracias a nuestros propios medios, sino a los medios del Animal que llevamos dentro. Manax es el que tiene el animal más rezagado. Todavía le funcionan todos los órganos, aunque debilitados por la radiación. Corna, Banda, Luira y Chen Yong tienen sus Animales tan crecidos que ya han perdido contacto con el mundo. Y en el medio estoy yo. Todas mis funciones corporales se han detenido. No respiro, no duermo, no pestañeo. Tiempo atrás dejé de comer para siempre, y no conozco la salivación: mi lengua es una áspera y reseca masa de carne ennegrecida. Apenas si necesito del contacto con el agua. El Animal late por mí, reemplazando al corazón que dejó de funcionar y que sin duda ya ha sido atrofiado. Sin embargo mi sistema nervioso y mi capacidad motora no fueron bloqueados. Puedo caminar, usar mis manos y mi cuerpo y pensar libremente. Y sé que pronto será la hora de establecer el contacto definitivo.

Manax sigue siendo un hombre en todo sentido. Su Animal es apenas un bultito. Un bulto demasiado pequeño. Por ahora no es más que un tumor maligno como el que hemos tenido todos en la primera fase. Lo preocupante de Manax es que un tumor maligno todavía no ha sido diferenciado. Un tumor maligno puede convertirse en un Cangrejo agresivo, que crece hasta devastar el resto del cuerpo y no permite que la mente de su anfitrión haga contacto con él. O bien, por el contrario, puede convertirse en un Animal que necesita de la fusión con el hombre para crecer y llevar una vida fructífera.

Manax es quien más sufre su condición humana. Todavía tiene necesidades, hambre, sed y sueño. En un planeta hostil como el nuestro, ser plenamente humano equivale a llevar una existencia de prolongado sufrimiento. Yo le recomiendo que no coma demasiado: ya sabemos que algunos alimentos provocan que el tumor maligno degenere en Cangrejo. Fumar o tomar alcohol también son errores. Pero la mayoría de las veces me abstengo de señalarle lo que debe hacer: él tiene una secreta envidia de todos nosotros. Sabe que Corna, Banda, Luira, Chen Yong y yo vamos a llegar a la fusión completa. El no sabe aún si va a morir antes. Y para peor cada día que pasa sus órganos se deterioran más. Si su tumor no decide alimentarlo y sostenerlo, pronto va a morir por exceso de radiación.

Corna, Banda y Luira han perdido casi toda forma humana. Han llegado a una comunicación tan completa con su Animal, con su enorme tumor, que pudieron fundirse con él. Sin embargo todavía no están en la cúspide. En un rincón de la sala de Guardia, inmóvil y helado desde hace treinta años, está nuestro General. El primero en descubrir la fusión con el tumor. Chen Yong, conocido como El Inmóvil, el Buda. Su estado es el de un perfecto nirvana. Vive en una comunión extática con su Animal, lograda después de cientos de horas de meditación y contacto puro con su profundidad tumoral.

Cuando hace doscientos años la primera colonia de nuestros antecesores llegó a este planeta, no se percató de la enorme radiación que iba a tener que soportar. En realidad sólo fue revelada muchos años después, cuando comenzaron a aparecer tumores, enormes cangrejos, dolores agudos y vómitos de sangre. Ya era demasiado tarde volver. Eran ochenta mil colonos. En los primeros años de la Colonia se moría de Cangrejo. Nadie, excepto aislados accidentes, tenía otra enfermedad que no fuera el Cangrejo. Y el promedio de vida no superaba los cuarenta años. Para la primera generación de colonos esto fue un escándalo: en el sistema Primario, los prohumanos llegaban a vivir trescientos o cuatrocientos años. Cuarenta años de vida era alarmante. Sin embargo, los pioneros no encontraron una solución y murieron. Sus hijos, y los hijos de sus hijos comenzaron a habituarse a una vida de cuarenta años y a una muerte pura y exclusivamente por Cangrejo. Nadie creía que se podía morir por otras causas: la muerte era un fenómeno bien conocido, que ocurría a los cuarenta años por el crecimiento incontrolado de una masa celular mutada.

Sin embargo desde hace ocho décadas, el promedio de vida disminuyó mucho más. En ciertas regiones, descendió a treinta años. En otras, aunque los datos eran irregulares, descendió a veinticinco y en algunos lugares, a dieciocho. En todos los casos, el Cangrejo, el tumor monstruoso que debía aparecer de manera invariable a los cuarenta años, comenzaba a aparecer mucho antes y mataba ferozmente.

Fue en esa época en la que llegó una segunda colonización desde el sistema Primario. Nadie vio nunca un hombre del Sistema Primario, pero la historia dice que los que venían a colonizar vieron en nosotros a una raza de seres tan distintos a ellos, tan poco antropomorfos, que sintieron horror y se marcharon. Otros dicen que temieron ver reducida su longevidad. De cualquier modo, esa fue la única vez después de la primera colonización, en la que tuvimos contacto con parientes de otro sistema. En medio de ese caos, entre la visita exterior y la disminución del promedio de vida, surgió la idea. El gran fundador, el Maestro Buda. Sugirió que el Cangrejo no era nuestra muerte, sino el pasaje a una nueva vida. Debíamos establecer contacto con esa divinidad que llevábamos dentro. El contacto debía ser un vínculo elemental al principio, luego una comunicación fluida y finalmente una poderosa unión, una unidad mística con el tumor. Muchos, desesperados, acogieron su idea. Sin embargo era necesario un riguroso programa de meditación. Meditar sin descanso y siempre con la misma intensidad. Y meditar tratando de establecer un contacto en cierto modo simpático con el tumor. Muchos lo siguieron, salvo pocos escépticos. Cuando aparecía el tumor, cada cual abandonaba sus tareas, se replegaba sobre sí y meditaba sin descanso. Nadie logró una comunicación certera. Casi todos morían creyendo que efectivamente habían tenido una comunicación con su tumor. Sin embargo esto no pasaba de una plena especulación, una fantasía colectiva creada por el temor de la muerte y por la tan deseable idea de que tal vez no murieran en serio, tal vez el tumor, el enorme y despiadado Cangrejo los acogiera en su lecho. Todo esto ocurría hace unos setenta años.

El promedio de vida seguía descendiendo. Era normal, ahora, que los tumores aparecieran a los veinticinco años. También había casos en los que aparecía mucho antes, a los doce o trece años. La teoría de Buda parecía funcionar a la perfección; todos conservaban el mito y la fantasía de que al morir se contactaban con su Cangrejo en una unión mística plena. Pero algunas influyentes personas escépticas creyeron que todavía no se había llegado a la comunicación con el Cangrejo. Decían que el nirvana aún no había abandonado el plano de la mera teoría. Reunieron en una enorme enciclopedia todo el saber de nuestro planeta, mas una pequeña reseña prehistórica, que habla sobre la colonización y sobre el Sistema Primario (donde está la mítica Tierra), y entregaron sus hijos a un maestro para que los adoctrinara. El maestro era el gran Chen Yong. Él fue el primero en establecer el contacto con el tumor. Su teoría era más completa que la del Buda anterior; no bastaba una comunicación mental, debía haber una unión orgánica en la base de la comunicación con el Cangrejo. Entonces, establecida la unión, el cangrejo no trataría de matar a su anfitrión y ambos crecerían y se desarrollarían en un universo íntimo de meditación. El gran Chen Yong perdió el habla muy pronto y muchos de sus alumnos no llegaron a aprender nada de él. En muy poco tiempo dejó de tener funciones orgánicas y su tumor lo invadió por completo. Se convirtió él mismo en su tumor. Durante años fue una masa inmóvil arrojada sobre la alfombra meditante de la Sala de Mando. En esos tiempos, hace aproximadamente veinte años, se detuvo el proceso reproductivo. Los seres humanos no podrían procrear, y los pocos que quedaban estábamos condenados a una muerte segura. La teoría de Chen Yong, más que un ejemplo, fue una necesidad: o la fusión completa con el tumor, o la muerte despiadada. Nadie hasta ahora, excepto nosotros cinco, ha logrado tal estado de concentración.

Fuimos siendo cada vez menos. El estado nirvánico de Chen Yong era una esperanza fortuita y demasiado improbable. No sabíamos de ningún caso como el de él. Sin embargo, en los últimos tres años, cuando ya quedábamos unos cincuenta, Banda entró en el estado de Chen Yong. Y al poco tiempo, Luira siguió su camino. Ellos dieron fuerza y entusiasmo a los últimos sobrevivientes. Pero a pesar del mayor de los esfuerzos, de la más íntima concentración y las más profundas meditaciones, no se pudo aplacar al resto de los Cangrejos. Todos -excepto nosotros- se fueron muriendo. Hace muy poco murió el último de los desgraciados. Hace muy poco dejamos de escribir la historia en nuestro planeta, una historia de la cual estoy haciendo sus últimas líneas.

Sin embargo, ¿cómo podemos saber si esa supuesta “fusión con el tumor”, ese extraño estado en el cual el hombre se une con la causa de su muerte, no es más que una alteración misma de ese tumor, una especie de mutación especial que nos va matando de alguna manera todavía desconocida?. En realidad no lo podemos saber, pero es parte de la esencia de nuestra filosofía: no importa a qué clase de vida nos vemos arrojados: nuestro ideal es Chen Yong y ese estado tan poco humano que hemos llamado anantropomorfía. Eso, o la muerte definitiva, o la larguísima agonía.

Hoy fue una tarde gris y ventosa. Estuve con Manax. Desde que los pólea han quedado abandonados, todo lo que él hace es controlar los generadores eléctricos y buscar provisiones en los almacenes generales para alimentarse. Y también, por supuesto, se pasa horas leyendo y releyendo la Prehistoria de la gran Enciclopedia. La Prehistoria es la parte más rica de la historia de nuestro planeta. Confío en que estas mismas páginas en algún momento formarán parte de una Panhistoria, una historia que forme parte de todas las bibliotecas de las razas prohumanas de cualquier sistema.

La Prehistoria nos cuenta que el prohumano antes era mamífero, es decir, precisaba de una hembra, un ser desde todo punto de vista invertido, para reproducirse. Se nos cuenta, además, que este ser satisfacía la actividad de ciertos órganos. Dice la Enciclopedia, además, que la sola visión de una hembra provocaba en el ser humano un profundo estado de alteración mental y una intrincada sucesión de reacciones fisicoquímicas. También se habla del homúnculo, el pequeño hombrecito que las hembras podían llevar dentro de sí y que era la base de la reproducción humana, antes de la aparición de los bancos. Es curioso: las hembras llevaban un hombrecito dentro, de la misma manera que nosotros llevamos un tumor.

La parte de la Enciclopedia que habla de la Prehistoria nos cuenta de un lugar en el que los prohumanos vivían ochocientos o novecientos años. Un planeta creado en solo siete días, disponiendo de tecnologías que nosotros alguna vez tuvimos y hemos perdido. Era un planeta cubierto de alfombras verdes y de seres vivos productores de alimentos. Manax y yo debatimos acerca de los tomos que hablan de la prehistoria. Entendemos por qué los gobiernos de aquí prohibieron su lectura: infundía en la población deseos de reposo y reproducción que ya no podían ser satisfechos. El tomo veintiocho de la enciclopedia, el que muestra detalladamente los pasos de la reproducción prohumana, ha sido suprimido, y en los últimos diez años nos ha sido imposible conseguirlo. Creo haber visto alguna página coloreada de ese tomo, alguna vez, si no me equivoco. Algo relacionado con muchos líquidos de distintos colores y seres en cuatro pies.

Manax continúa buscando aún el famoso tomo veintiocho. Se le ha ocurrido que en alguna de las salas de la antigua Presidencia es posible encontrar alguna pista. Pero, excepto por un incontable número de expedientes y noticiarios, no ha podido dar con ningún rastro del tomo. Hoy hemos discutido el asunto y yo he llegado a la conclusión de que ya no existe ningún tomo veintiocho. Él tiene la esperanza de que sí, de que si no desconoce la naturaleza humana, la desaparición de algo tan interesante no puede ser absoluta. La raza prohumana, dijo Manax, desde tiempo inmemorial se ha traicionado a sí misma cada vez que ha querido eliminar aquello que produce el mayor deseo. Yo le dije que cuando un gobierno se propone seriamente la destrucción de una determinada fuente de información, es muy probable que lo logre. Aduje en esos casos lo que había leído en la enciclopedia, tomo noventa y seis, con respecto a ese suceso en la Tierra, en el cual los hombres habían decidido que los animales eran perjudiciales y habían eliminado a todos de la faz del planeta. Entonces él me replicó que mi escepticismo era la prueba de que estaba perdiendo mi humanidad. Me dijo -con una ingenuidad que despertaba mi furia- que mi tumor estaba haciendo que perdiera uno de los rasgos propios del ser prohumano: la capacidad de pensar posibilidades improbables.
Siguió hablando, pero lo interrumpí con un chillido de rabia, un chillido baboso que salió de mi boca, de mi pecho y de una negra fisura en mi estómago, y luego intenté matarlo. El se retiró espantado y creo que ya no voy a verlo de nuevo. Después estuve durante varias horas afligido, pensando en sus palabras, creyendo que en realidad esta supuesta fusión con mi Animal no es más que una transformación profunda que habrá de convertirme en algo así como un monstruo cuya vida será una eterna e intolerable tortura. Por suerte, ya en soledad, el Animal me reconfortó. Me dijo que no importa cuán monstruosa se volviera la vida mientras siguiera siendo vida, y me señaló las ventajas de una existencia en la cual él es el amo y yo soy el eterno esclavo, el sometido que va siendo cada vez más pequeño, hasta desaparecer en la completa fusión.

Hoy ha venido Manax nuevamente. Dice que no puede soportar la soledad, que necesita conversar con alguien y que desde hace tiempo necesita la presencia de algún prohumano. Yo le comenté de mi disgusto por la conversación de ayer. Le dije que no quería dejar de ser prohumano. Él me dijo que mis actitudes eran muy agresivas e indiferentes, y que yo tenía un trato más profundo con mi tumor que con él. Cuando me quiso explicar esto lloró y se tapó la cara con las manos. Hacía años que no veía llorar a alguien. Entonces me sentí conmovido. Traté de llorar con él, pero no pude. Desde hace tiempo el interior de mi cuerpo está seco, y las lágrimas son un lujo que mi riguroso nuevo cuerpo no puede darse. Lo abracé un momento, diciéndole que su existencia era una joya, algo tan especial que este planeta no merecía. Él estaba de acuerdo con eso y creo que por eso lloraba, porque sabía que pronto iba a morir como habían muerto todos los hombres. Siempre supe que él tenía una gran envidia de nosotros, los que habíamos logrado la comunicación con nuestro Animal. Sin embargo, esta vez yo lo envidié a él. Él es el último verdadero prohumano sobre la faz del planeta. Nosotros, incluido el gran Chen Yong, somos títeres de nuestros implacables tumores.

Hace unos minutos nuevamente se acaba de ir Manax. Hoy ha venido con una renovada esperanza. En realidad, cada día que pasa lo noto más ojeroso y encorvado. La radiación está haciendo en él un efecto demasiado cruel. Sólo se preocupa por encontrar comida (no sé por qué le ha dado por buscar dulces y pasteles en los almacenes de la póleos) y por buscar algún ejemplar del tomo veintiocho. Sé que hay algo que me oculta, que en ese tomo él espera encontrar una secreta respuesta. Yo en vano trato de apagarle su ánimo, diciéndole que ya no tenga esperanzas, que se prepare para la gran comunicación con su tumor. Hoy me dijo, para sorpresa mía, que el tumor ha ido creciendo. Me mostró la parte de abajo de su esternón: hay un bulto significativo. Le di algunas instrucciones sobre cómo debe entablar una comunicación con él para que no se vuelva Cangrejo. Él me contestó que tiene sus propios métodos y que no me preocupara, que su tumor no va a ser un Cangrejo, sino un Animal como corresponde. Me gustó tener esa conversación entre camaradas. Por primera vez sentí que Manax era de los nuestros, que no en vano había sobrevivido al resto de los prohumanos. Sin embargo todavía subsistía mi sospecha de que me estuviera ocultando algo. Sé que no buscaba el tomo veintiocho por una simple curiosidad, sino porque había algo en ese tomo que él debía saber sin que yo me enterase. Toda esta tarde, desde que se fue Manax, me sentí perdido. Tenía una extraña necesidad de contacto con prohumanos. Traté de entablar una comunicación con mi tumor, pero él no pudo decirme las palabras que necesitaba. Me cobijó con un manto negro, como una cálida frazada, pero no pudo calmar la fría y seca tristeza que me transmitía el cielo eternamente fucsia. Entonces fue que me abracé a Luira, ahora convertido en un gran bulto negro, mi querido amigo y camarada, que estaba en un estado un poco más avanzado que yo, y así estuve en una angustiosa inmovilidad durante horas. No sé si eso fue llorar. Sé que si hubiera tenido lágrimas las hubiera vertido y que si hubiera podido gemir lo hubiera hecho. Sin embargo fue el llanto más macabro que conocí. Un llanto silencioso y sin lágrimas, frente a mi amigo Luira en estado de Nirvana y con un espejo a mis espaldas que todo el tiempo me reflejó inmóvil y ojeroso y con el rostro duro, encorvado y cada vez más oscuro.

Manax me ha dicho hoy que ya no parezco prohumano. Dice que desde la última vez que me vio, hace unas semanas, he cambiado de manera sustancial. “No has establecido la comunicación adecuada con tu tumor”, me dijo, acariciándose el suyo, cada vez más crecido. Yo le repliqué que me estaba volviendo pequeño, anantropomorfo y de piel oscura, como el gran Chen Yong. Él me dijo que Chen Yong era un fraude. Me dijo con gran seguridad que él iba a establecer la verdadera comunicación con su tumor. Mi tumor se rió por mí. Yo me reí de alegría, al saber que mi tumor reía, descreyendo de Manax. Manax dijo que la comunicación que había establecido con su tumor tenía algo de milenario, algo de profundamente sustancial y me preguntó si mi tumor podía transmitirme una sensación así. Entonces mi tumor contestó por mí. Dijo que no tenía necesidad de transmitirme más que las sensaciones necesarias. Que un tumor no debe ser demasiado complaciente con su anfitrión humano y que la complacencia es signo de debilidad. Manax dijo entonces algo muy fuerte. Mi tumor entonces se replegó y no ocupó mi lugar. Entonces yo escuché las increíbles palabras y tuve que hacerme cargo de la respuesta. “Encontré el tomo veintiocho”, fueron las palabras que mi tumor se rehusó a escuchar. Entonces le pedí explicaciones a mi tumor, a mi hermoso y paternal Animal que me guiaba en mi supervivencia. Manax repetía: “encontré el tomo veintiocho”. Yo tragué saliva por primera vez en mucho tiempo. Escuché entonces, sin poder replicar, lo que Manax tenía para decirme.

“El tomo veintiocho habla sobre la reproducción humana antes de la invención del Banco. El Banco termina con las posibilidades de supervivencia autónoma de las razas prohumanas. Antes del Banco, las razas prohumanas eran capaces de lograr una autorreproducción automática. Pero para ello necesitaban de hembras. Las hembras o, mejor dicho, la diferenciación sexual, fue eliminada mucho antes de la Primera Colonización. Los colonizadores no sabían nada de reproducción de razas. Tenían un reproductor, un Banco de prohumanos que cada tanto activaban y con él se dedicaban a la Reproducción. El banco fue destruido hace unos treinta años, más o menos en la época en la que el gran Chen Yong logró su primera comunicación.

“Antes de los bancos estaban las hembras, que pertenecían a una especie inferior a las prohumanas. En la Tierra se las llamaba mujeres, y casi no han recibido otra denominación en otros planetas del Sistema Primario. Los hombres tenían un objeto con el cual penetraban a las mujeres y les provocaban la reproducción. Entonces la mujer criaba un homúnculo y luego hacía aparecer a un hombre”.

Le pedí que me mostrara el tomo. El tuvo recelos al principio, pero finalmente me lo entregó. Entonces leí la parte en la que hablaba específicamente de la reproducción en la época prehistórica. Busqué una fotografía impresa en el tomo, la fotografía que yo había visto cuando tenía cinco o seis años. “Algo relacionado con intercambio de fluidos”, era todo lo que recordaba. Entonces encontré la foto. La foto impresa, aquella que había visto hacía unos cinco o diez años. Mi desilusión fue profunda. Eso que tenía ante mis ojos era una hembra, una hembra de las que se suponía que provocaban una alteración mental y una complicada alteración fisiocoquímica en los hombres. Sin embargo por primera vez le creí a Manax aquello de que mi tumor me estaba haciendo perder la humanidad: no sentí por esa hembra más que asco. Un asco repulsivo ante esos senos que colgaban de su pecho. Realmente, debo admitir aún ahora, después de haber meditado sobre la belleza de una hembra, dónde podía estar ese encanto del que hablaban los prohumanos prehistóricos cuando veían a uno de esos obesos seres vestidos de cuero, con cuatro o cinco estómagos, que corrían en cuatro patas y que hacían un largo e interminable “muuuu” cada vez que un hombre establecía contacto reproductivo con ellos.


Manax ha venido nuevamente esta tarde. No lo recibí con mi buen humor de costumbre. En realidad estamos de acuerdo en que yo, a pesar de que conservo mi motricidad intacta, ya estoy perdiendo todo rasgo prohumano. Un poco en broma lo amenacé con comérmelo si no dejaba de molestarme. Él me dijo que estaba dispuesto a formar una nueva raza de seres tumorales. Una raza en la cual los tumores no dejaran de ser prohumanos. Le dije que eso era imposible, siempre y cuando, desde luego, no estuviera dispuesto a que su tumor se convirtiera en Cangrejo y lo devorara. Él me dijo que el tomo veintiocho guardaba un mensaje que yo ya no podía comprender. Yo le contesté que mi comprensión iba más allá de la simple comprensión prohumana. Era mi entendimiento más el entendimiento de un tumor inteligente. Le dije que mi tumor ya me estaba absorbiendo y que el estado de Chen Yong ya era mi próximo paso. Él puso una cara de infinita compasión y se limitó a decir : “sí, claro”.

Hoy estuve cerca del santuario de Banda. Banda fue uno de los últimos en establecer su contacto con el tumor. Estuve cerca de su cuerpo ahora informe y negruzco, hecho casi una bola, desnudo sobre la sala de cocina del puerto. Sé que hace un tiempo latía, que un costado de él era como un corazón gigante que reemplazaba a su antiguo corazón humano. Sin embargo hoy descubrí que no hay nada en él que indique su supervivencia. Su cuerpo tumoral se ha convertido en un esqueleto cubierto de telarañas. Con horror lo miré, y por todos lados se nota que ha muerto. Su tumor, después de establecer contacto con él, lo abandonó. Por primera vez pensé en las palabras de Manax, aquello de que la filosofía de Chen Yong es un piadoso fraude. Entonces, con una profunda desesperación –y por primera vez, con la certeza de que era mi corazón el que latía y no el corazón de mi tumor- fui a la sala de mando, donde se encuentra el inmóvil y pétreo cuerpo de Chen Yong. Era una masa de hielo inmóvil. Quise comunicarme con él, del mismo modo que me comunico con mi tumor, pero no pude. Entonces tomé una estaca y comencé a picar el hielo que cubría su cuerpo.

La desolada verdad estaba ante mí.

Durante treinta años habíamos adorado a un muñeco de plástico.

El gran Chen Yong, el mito de salvación de los prohumanos había muerto hacía mucho tiempo, apenas unos meses después de que las ricas familias lo contrataran como tutor de las nuevas razas. Entonces alguien decidió reemplazarlo por un muñeco congelado, un símbolo mítico refugiado en la sagrada sala de mando. Entonces ese alguien decidió que Chen Yong fuera el cultor de la única esperanza, la esperanza de comunicarnos con la más agresiva de nuestras muertes. No existía la comunicación con el tumor. El Budismo, el Nirvana, eran metáforas de una existencia superior que nos estaba vedada. Chen Yong era una profunda mentira que en las postrimerías de mi muerte yo estoy destinado a descubrir.

Durante varios días traté de llorar mi desgracia y la profunda envidia que tenía de Manax, todavía completamente prohumano. Sin embargo a él también le creía el tumor. Un horrible tumor en el estómago, que le deformaba los músculos y manipulaba el morfismo de su cuerpo a su antojo. Me alegró saber que él iba a morir como humano, con su terrible Cangrejo a cuestas. Yo, sin embargo, a pesar de que Chen Yong no sea más que un fraude, he establecido un auténtico contacto con mi Animal; mi Animal me induce a que crea en él como en una tercera persona. Se lo he hecho saber a Manax y él me contestó con una sonrisa condescendiente.

Su estómago creció tanto que hace unos días me sorprendió.

De allí dentro, de su estómago tumoroso, salió otro ser prohumano.

Manax se reprodujo de manera automática, como hacían los prehistóricos. De su cuerpo salió un homúnculo, un hombre pequeño que lloraba sin consuelo. Sé que lo miré sorprendido y él hizo una adorable mueca de satisfacción antes de morir desangrado. El homúnculo lloró durante horas y yo no supe qué hacer con él. Por suerte murió antes de terminar el día. Entonces pude por fin replegarme en mi completa interioridad.

Desde que estoy compelido a esta vida de absoluta interioridad me siento cada vez más caliente, más pequeño y oscuro. Mi propio cuerpo, mi humanidad de carne débil se cuece a treinta y seis grados y medio. Es como estar cubierto por frazadas, a salvo del frío y de las ferocidades de la vida: esta es otra vida. Una vida negra.Una existencia en una noche movediza y febril que se alimenta sólo de aromas e imágenes amorfas. Soy como una verruga que se quema. Siento el calor y el olor carbonizado que desprendo con mi combustión y hay un placer casi adictivo en olerme. Ahora, con estas nuevas facultades que he adquirido, envolventes, que me protegen del afuera y de alguna funesta interioridad de mi antiguo yo, me reconozco como el Animal auténtico. El Animal es el que se mueve y el que está empezando a vivir en mí y sin mí, y yo lo dejo.

domingo, 15 de junio de 2008

Tiempo

Todo este tiempo he estado escribiendo, pero no para Monstruos y Berenjenas.
Me estoy dedicando a escribir los esbozos de lo que, con suerte, será mi tesis doctoral, y eso me lleva todo el tiempo del que pueda disponer.
Por eso, desde hace muchos días este blog no se actualiza.
Cada vez que me siento frente a la computadora a escribir, lo dedico a la tesis y, en menor medida, a Exonario y Questasbuscando.
Y sí, para no contrariar a la última historia que he publicado, también me dedico a jugar y a mentir.

Las migajas de historias que he ido anotando todavía seguirán en el papel, al costado de la mesa de luz.
Por ahora, he aquí una pálida señal de vida de este blog.
Es poco. Prometo más, pero con la condición de no tener que cumplir ahora.

miércoles, 21 de mayo de 2008

No es cierto que este título dice la verdad

He descubierto que soy un mentiroso enorme. Un gran mentiroso, un tipo que aprendió a mentir de una manera perfecta y redonda. Cada acto de mi vida es una estrategia de ocultamiento, de evasión o de camuflaje. La mentira es un hijo he traído al mundo, y que luego tuve que alimentar día tras día: cada mentira se nutre y se sostiene de otras mentiras, más básicas, más profundas y menos calculables. Miento sin necesidad y por deporte. Miento atentando contra mi integridad y contra mis deseos. Miento para romper el silencio, para escapar del tedio, para conseguir una mínima y dudosa ventaja frente al mundo. Miento para proteger un minúsculo espacio de libertad que no me pertenece y que no merezco.

Miento porque soy miserable.

Hace muchos años, después de un almuerzo familiar, mi abuelo materno me habló de su hijo. “Tu tío Eduardo”, dijo, “Es un ser indigno de vivir” Hizo una larga pausa y enumeró: “Tu tío trabaja todo el día y todos los días. Nunca se toma vacaciones. Si su familia o su patrón le exigen algo, él cumple. Agacha la cabeza, sonríe, y cumple. Parece un gran laburante y un padre ejemplar”. Luego vino otro piadoso silencio antes del espadazo final: “Pero a tu tío, lo único que le preocupa es comer, mirar televisión y dormir. Si tiene que trabajar como un burro para conseguir eso, pues trabajará como un burro. Si tiene que mantener a su familia, lo va a hacer como si fuera el mejor padre. Si su mujer le pide sexo, él le va a dar el gusto para que no siga molestando. Pero no porque él quiera: simplemente, porque es el único modo de ganar unos pocos minutos en su vida para hacer lo único que desea: tirarse en la cama, llevarse un sándwich y mirar películas de cow boys

Si hago caso a las palabras de mi abuelo, la vida de mi tío Eduardo es una mentira. Todo suceso importante es, en realidad, un barniz de mala calidad que cubre el único y verdadero objetivo de su existencia: escapar del mundo y perderse en dos o tres placeres elementales.

Pero mi abuelo se equivocó cuando hablaba sobre mi tío. Debía haberme puesto a mí como ejemplo: yo sólo he deseado una cosa en la vida: jugar a videojuegos.

Sólo eso: jugar a videojuegos.

Es cierto, también me gusta escribir. Pero escribir es ahondar en la mentira. Todo lo que garabateo –y casi todo lo que digo- es una ficción espontánea. Sea como sea, tanto para jugar a videojuegos como para escribir, se requieren dos condiciones: una, tener tiempo libre. Otra, no estar preocupado por algo. Ambas condiciones son incompatibles con la vida de adulto. Y allí está la clave de mi miseria: tengo deseos de preadolescente, pero responsabilidades de hombre maduro. Por eso, en algunos ámbitos, debo dar la apariencia de madurez para proteger mis escasos tiempos libres y despreocupados.

Toda mi vida está calculada en función de proteger mi pasaporte a la evasión del mundo. Si usted me invita a cenar a su casa un día cualquiera, yo le diré que no puedo, que tengo mucho trabajo –corregir exámenes es siempre una buena excusa-, que estoy en un proyecto muy importante, que estoy leyendo libros en otros idiomas porque quiero tener un doctorado, que voy a estar ocupado calculando mi presupuesto de los próximos meses, que mi mujer no me deja o que está enferma o que murió un pariente, o el pariente de un amigo, o que un tsunami ha pasado por mi casa y estaré ocupado colocando chapas en el techo. Lo único cierto de todo ello es: estaré en mi casa, jugando videojuegos.

Incluso este mismo texto se escribe por partes, en los perezosos fragmentos de tiempo libre que me quedan entre partido y partido. Ahora mismo, mi más hondo deseo es estar jugando. No hay un segundo de mi vida en el que repose este apetito.

Pero claro, hay amigos que conocen la peligrosa afición. Amigos a quienes no se les puede embaucar con estas mentiras. Para ellos tengo otra clase de argucias: mi cuerpo es capaz de somatizar hasta niveles insospechados. Nadie se atrevería a decir: “está fingiendo” cuando me da una repentina fiebre, un dolor de cabeza mortal o una desgarradora pataleta de hígado. Si me invitan a cenar o si quieren venir de visita, puedo convertirme por un rato en un desahuciado. Si insisten, y vienen a verme, porque no me creen, me verán pálido, ojeroso, con respiración jadeante, rogando por pañuelos descartables, un nebulizador y una cama oscura y silenciosa. Cuando se van, me recupero de forma instantánea y me siento frente a la computadora a castigar al universo mediante un jueguito con cañones, zombies y extraterrestres.

Mi asma es otra de las grandes mentiras. Desde los tres años de vida padezco ese mal que me sirve de perfecto pretexto: cuando no quiero hacer algo, aparecen las dificultades para respirar, lo que me deja en una buena posición para pedirle a otro que la haga por mí. Dar lástima respirando con estruendo ha sido una estrategia para evitar el esfuerzo. Y como un asmático no puede acostarse mientras tiene un ataque, ¿qué mejor cura puede haber, que unos partiditos videojuegos frente a la computadora?

Un deportista de la mentira como yo juega con los límites de lo calculable y lo no calculable. No siempre mis mentiras sirven al objetivo final: a veces se pasan de la raya y me perjudican. Una vez dije –por deporte- que me interesaba mucho el cine húngaro. Por eso mi interlocutor me invitó a las sesiones de cine que organizaba un modesto club de cinéfilos. Jamás en la vida había visto una película húngara, y nunca accedí a las entusiastas invitaciones de los miembros del club: les puse alguna de las excusas que enumeré más arriba, o todas ellas juntas, o una distinta ante cada invitación.

Otra vez, les dije a unos evangélicos que ya no tocaran timbre, porque estaba muy enfermo y no me resultaba fácil hacer el trayecto desde mi departamento hasta la puerta del frente, a través de un largo pasillo, para recibirlos. En realidad, el problema es que me interrumpían mientras jugaba en internet. Mi confesión –la terrible enfermedad- les pareció un buen motivo para seguir insistiendo. Luego me llamaban por teléfono tres o cuatro veces al día para saber cómo estaba, y cada tanto enviaban a una especie de trabajador social religioso para asistirme en mi solitario sufrimiento. Un día le aclaré al religioso que yo no estaba enfermo, que eso decían los demás, pero en verdad yo era Jesucristo. El hombre se puso pálido, dijo algunas palabras oraculares, se fue de mi casa y al otro día volvió con cinco hombres con traje negro y maletín. En ese momento hice el numerito del poseído, y quedé tirado en el piso, moviendo frenéticamente los brazos y los pies detrás de la puerta entreabierta, expuesto a la mirada atónita de los religiosos y de mis vecinos que pasaban por ahí. A mis vecinos les dije, luego, que yo padecía de epilepsia y que cada tanto me daban ataques. Ahora los vecinos me preguntan cómo estoy y, claro, para sostener lo de la epilepsia, cada tanto tengo que fingir un ataque frente a ellos. Una vez simulé temblores y baba en medio de la vereda y me vio un pariente. Le aclaré lo que pasaba, pues mi familia sabe que no tengo epilepsia. Cuando lo vi en un asado familiar, le dije que había tocado un cable y me estaba quedando electrocutado. El resto de mi familia preguntó cómo había ocurrido. Tuve que inventar una complicada historia según la cual un cable de luz se había desprendido de un poste, había caído con chispazos sobre mi cabeza y yo había sufrido la descarga. Claro que no tenía pensado quedar como idiota: me vi obligado a aclarar que ya había iniciado un juicio al estado y que el propio gobernador me había mandado un mail solidarizándose con mi problema. Como muchos quisieron ver el mail, tuve que crear una cuenta con el nombre del entonces gobernador y, desde esa cuenta, me envié un mail a mí mismo con un ecuánime mensaje de apoyo. Sospecho que ni los evangélicos, ni mis vecinos, ni mis parientes, creen una sola palabra de lo que les digo. De todos modos, cada tanto finjo temblequeos y vahídos, para que no se olviden de mi personaje y para sostener todo lo que he mentido durante tanto tiempo y ante tanta gente. Que ellos no me crean no es buena excusa para dejar de mentir.

Pero no todas mis mentiras desmadradas tuvieron un mal desenlace, y esa es la parte irónica: hay gente – mucha gente- que todavía sigue creyendo en mis mentiras. En las mentiras que he dicho, y en las que sigo diciendo con un sostenido –fingido- convencimiento.

Un día dije que me gustaba la filosofía y me anoté en una carrera. Para sostener otras mentiras que había dicho por ahí, la terminé. Luego dije que me gustaría estudiar tales y cuales temas. Ahora soy profesor en esos temas y hay gente que me consulta sobre ello. Podrán decir que me mando la parte, pero estoy en el lugar donde estoy –no es un mal lugar, por cierto- gracias a una complicada trama de malentendidos. Eso significa que vivo temiendo que alguien me descubra. Que alguien diga, finalmente, “no entiendo cómo este tipo está acá”. O “Al final este tipo es una cáscara vacía”. Un poema de Pessoa me describe con una exactitud aterradora:

He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El disfraz que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.

Mi antifaz dice: “Me interesa progresar día a día, soy feliz, amo mi trabajo y mi vida”.

Mi verdadero rostro murmura, silenciado por la máscara: “Videojuegos”. Sin verbo, sin adjetivos y con baba.

¿Con cuál de las dos faces he escrito este texto?

¿Quién de ustedes lo está leyendo con sus verdaderos ojos, y quién con la desalmada mirada de felpa de un antifaz carnavalesco? ¿Y quién sabe si hay ojos de verdad debajo de la máscara?
Quizás sólo somos capaces de mirar el mundo a través del antifaz. Quizás nuestro verdadero rostro sea otra de las mentiras que el antifaz ha elaborado para nosotros.