miércoles, 23 de enero de 2008

Todo por quinientos pesos (segunda parte)

[Esta historia sólo tiene sentido si se lee previamente la primera parte]


A las diez y media pensó en continuar con el trabajo, pero decidió que estaba demasiado cansado. Además tenía algo que le daba vueltas en la cabeza. La rata muerta de la noche anterior estaba todavía del lado de afuera de la ventana de la cocina, y seguramente estaría allí hasta que quedaran sólo los huesos. Pensaba en los billetes. ¿Por qué sólo billetes de dos pesos? Cinco de dos pesos, pero –pensaba Benítez- puede haber alguno de veinte, cincuenta o cien pesos. Aunque, si fuera realista, ni por descuido un peón podía dejar volar algunos billetes sin preocuparse por recuperarlos. Entonces, mientras iba hacia la cabaña, se dio cuenta de un hecho curioso: hacía más de un mes que nadie había estado allí. Sin embargo, los billetes no estaban especialmente sucios, ni cubiertos de polvo, ni con marcas de lluvia: quien los hubiera perdido, los había dejado escapar en los últimos días. El solo pensar en eso hizo que le recorriera un escalofrío: ya se acercaba la noche y una idea así parecía reforzar la hipótesis de que había alguien más en la casa. Sin embargo, pensado fríamente, era absurdo porque, de hecho, no había nadie más en la casa, “cosa que puedo comprobar durante el día, a menos que pensemos en fantasmas”. Se preparó un caldo y miró televisión. A las doce de la noche decidió que era tarde y terminó acostándose.

En la cama le daban vueltas algunos pensamientos. Los billetes habían sido arrojados recientemente, por lo tanto no había duda de que alguien había estado allí y se le volaron. ¿Martínez había estado hacía un tiempo? No, él estuvo atendiendo el negocio durante todo noviembre. Así tejiendo conjeturas y sin llegar a conclusiones serias se fue durmiendo y nada lo despertó hasta las nueve de la mañana.

El jueves, el cuarto día, nuevamente se presentó con sol y mucho calor. Ya no quedaba coca cola en la heladera y el cazalis no era una bebida para empinar sin medida en medio del trabajo. No había más remedio que renegar y apilar ladrillos cubierto de sudor. Para colmo las paredes comenzaban a adquirir altura, así que ahora era necesaria una escalera, subir unos escalones, poner la mezcla, ir a buscar los ladrillos de a uno o de a dos, correr la escalera y repetir la operación. Benítez sabía que si se quedaba todo el día, haciendo un trabajo dinámico y a conciencia, tal vez podría terminar para el día siguiente. Estuvo trabajando sin parar hasta las dos de la tarde. Sin embargo fue un descuido, quizás un momento de debilidad, cuando las moscas y el sudor lo acorralaban, en que, subido al último escalón de la pequeña escalera miró hacia el campo y creyó ver un papelito. Entusiasmado, como un niño que escucha el timbre del recreo, se bajó de la escalera apurado, se tropezó y tuvo que apoyarse en los ladrillos recién puestos para no caer. Apenas se raspó un brazo, pero la hilera de ladrillos que estuvo colocando durante las últimas dos horas quedó torcida. Sin embargo no se detuvo; corrió entusiasmado hacia el arbusto donde había visto el papelito: un billete de dos pesos. Pero eso no era todo, porque a pocos metros de allí había otro papel. Se acercó y descubrió otro billete de dos pesos. Y un poco más adentro, en el campo salvaje, otro más. Parecía un juego. Caminaba entre los arbustos y descubría un billete casi sin querer. Estuvo media hora y, sumando el dinero de los días anteriores, llegó a hacer veintiocho pesos.

Cuando volvió al muro y vio torcidos los ladrillos recién puestos, cuando recordó lo que iba a cobrar por ese trabajo y cuando pensó que tal vez no llegaría a terminarlo, pensó en dejar todo y ponerse a buscar billetes en el campo. En eso pensaba sin dejar de acomodar los ladrillos. Mientras apilaba –y mientras pasaban las horas del cuarto día, el penúltimo- se preguntaba cuántos billetes habría repartidos por todo el campo. Se preguntaba también de dónde podrían haber salido, tal vez un avión que los dejó caer. Siendo así, era posible que todo el campo estuviera cubierto de billetes de dos pesos. Era solo cuestión de buscarlos. ¿Llegarían a quinientos pesos? Si era así, ¿valía la pena seguir levantando las paredes? ¿Cuánto debía recorrer para encontrar quinientos, seiscientos o mil pesos? ¿En algún lugar no muy lejano habría mayor concentración de billetes que en otro? ¿Cómo habría influido el viento del día anterior en la distribución de los billetes? Estos interrogantes tuvo Benítez mientras levantaba las paredes y, una vez más, se convencía de que cinco días no era tiempo suficiente para un albañil mediocre.

A las diez de la noche se dio cuenta de que si no recogía los billetes cuanto antes, cuando llegaran los capataces no iba a poder hacerlo. Estaría rodeado de gente que también tendría ojos para ver un dineral, y él no iba a tener tiempo durante el día para excusarse y salir a explorar. Decidió armarse de una linterna y salir en la noche. Se preparó unos bocaditos de merluza que encontró en el freezer y apenas terminó salió al campo.

Sin embargo la oscuridad, aún atenuada por una linterna, era un factor determinante para buscar billetes. También existía la posibilidad de que no hubiera más (en realidad, había sido sólo una idea eso de que el campo estuviera sembrado de billetes de dos pesos). En definitiva, no supo si había hecho el mismo recorrido que a la tarde, no encontró más que un solo billete de dos pesos y volvió a la hora y media tan cansado que casi tuvo una crisis de nervios cuando se dio cuenta de que ya no llegaba a terminar la obra.

Al día siguiente se levantó a las siete con la sensación de que había estado cometiendo una falta grave. Tomó un café casi frío, se mojó la cara y salió decidido a que no le importara la temperatura ni las moscas pegajosas. Iba a ser un día caluroso y soleado, con algo de viento. Preparó la mezcla y siguió apilando ladrillos. Sabía que ya no llegaba a terminar los muros, pero si los capataces llegaban un poco más tarde de lo previsto, cuando llegaran verían algo que se podría terminar en cuestión de unas pocas horas. Había que contar con la buena suerte, con los pocos minutos que se perdían en distracciones y con la benevolencia de los capataces.

Pero la monotonía del trabajo le llevaba a distraerse pensando en otras cosas. No podía quitarse de la cabeza los billetes. A eso de las diez de la mañana, subido a la escalera, miró a lo lejos. Tal vez, como el día anterior, divisara un papel que brillase por la luz del sol. Pero esta vez no. No vio nada. Siguió poniendo ladrillos. Al mediodía se dio cuenta de que quizás, con un poco de esfuerzo, para las cuatro de la tarde ya estaría terminando. Sin embargo tuvo otra tentación más fuerte. Con algo de suerte, los capataces llegarían a las cinco o seis de la tarde. Calculó los tiempos y las posibilidades y decidió que, si no fallaba su suerte, podía sacar un par de horas de ventaja.

Se bajó de la escalera y fue hasta el lugar más alto de la llanura: la antena de dieciocho metros. Vio que era fuerte, que podía escalarse sin dificultad. Comenzó a subir, al principio seguro de estar pisando algo firme, luego vacilante por el temor a la altura. El calor del sol se hacía más insoportable a medida que avanzaba. Parecía absurdo, pero tenía la sensación de ya haber escalado cientos de metros, y sin embargo apenas había hecho un pequeño tranco. A unos diez metros de altura –aunque era difícil calcular a qué altura se encontraba- no era posible divisar nada. También podía ser que no hubiera más billetes, pero por alguna razón le parecía absurdo que sólo hubiera treinta pesos y él los hubiera encontrado a todos. Era más lógico pensar que podía haber más. Siguió escalando con una facilidad que a él mismo le asombró. Y no pudo dejar de sorprenderse cuando vio que apenas a tres o cuatro metros arriba de su cabeza estaba la punta de la antena. En ese momento se dio vuelta y tuvo un ligero mareo. Cuando se dio vuelta Benítez vio que detrás de la casa, justo hacia el lado que no había explorado, apenas donde comenzaba la cerca, había cientos y cientos de papelitos que danzaban con el viento. Y a lo lejos, más allá de la casa, los billetes se continuaban, formaban un colorido que podía confundirse con el de las flores. Todo esto podía verse a unos quince metros de altura. Más allá, una montaña, el cielo sudoroso y remilgadas nubes. Y si solo fuera eso. Porque además divisó, cuando observó hacia abajo, que la camioneta con los capataces se acercaba a gran velocidad y el sudor, el mareo, la repentina conciencia de que estaba demasiado alto lo habían inmovilizado. Estaba congelado por el vértigo. Apenas se atrevió a girar la cabeza, vio a Martínez y al resto bajarse del vehículo, moverse por la cabaña, llegar hasta la construcción, buscar a alguien, mirar hacia todos lados, seguir buscando, mirar hacia atrás de la cerca, encontrar un billete, dos, comunicarse el hallazgo, otro billete. Y mientras recogían el dinero, seguramente se preguntaban“dónde se habrá metido Benítez”. El único sonido que se escuchaba desde lo alto de la antena, además del soplo del viento norte, eran las maldiciones de Martínez quien frente a la construcción inconclusa se preguntaba cómo Benítez podía ser tan irresponsable.


viernes, 11 de enero de 2008

Todo por quinientos pesos (primera parte)

Cuando Benítez se bajó de la camioneta aún no había comenzado la densidad bochornosa de una mañana de diciembre. Había un sol difuso, como si nubes sin forma ni textura filtraran la luz, y a lo lejos el inmenso campo parecía hecho de bruma. Bajó el bolso y antes de llegarse hasta la cabaña prefirió dar un vistazo al corralón, para asegurarse de que tenía todos los materiales. Meses de polvo volaron cuando abrió la puerta: era evidente que nadie había venido a trabajar desde hacía tiempo. “De todas maneras” pensó “parece que ahora quieren apurarse”. Miró sin detenimiento el galpón y salió. Pensó que aunque recién llegaba no estaba bien demorarse. A diez o quince metros se veía la inmensa antena, y no pudo evitar hacer una mueca ante el desafío que había aceptado. “Quinientos pesos por terminar de levantar una habitación de tres metros de alto al lado de la antena y a diez metros del molino de agua”, pensó, recordando las indicaciones de Martínez. No habría aceptado por ese dinero, si Martínez no le hubiera dado esperanzas de futuros trabajos mejor pagos. Además tenía la ventaja de estar solo en el campo disfrutando del verde y del arroyo, con una vivienda modesta con televisión y heladera, y alacenas probablemente llenas de comida. “Pero nada más por unos días”, pensó. Apenas en cinco días llegarían los capataces y para ese entonces ya debería haber terminado. Lo cual era una doble presión, porque a Benítez le gustaba tomarse su tiempo para trabajar. Ahora corría el riesgo de no terminar, de hacerlo mal y de que la noticia de sus malos trabajos se propagara y, en fin, todo por quinientos pesos.

Abrió la puerta de la vivienda y dejó el bolso sobre un sillón. La cabaña parecía cómoda y se veía que había sido usada hasta no mucho tiempo antes. Benítez comprobó que hubiera agua en el tanque, se duchó y luego de un almuerzo liviano se dispuso a trabajar.

Ahora sí el calor de la una de la tarde se hacía insoportable. En el campo las temperaturas son desesperantes: nunca hace calor o frío ordinarios; el campo parece tener una clase de frío y de calor que el habitante de la ciudad desconoce.

Con pereza, Benítez se dirigió a la antena para decidir por dónde había que empezar. Pensó que no estaba bien trabajar ya mismo, con ese calor y bajo el sol. Justo cuando empezaba a bostezar divisó un papel en el piso. No entendió qué le había llamado la atención en ese papel, pero al acercarse comprobó que era un billete. Un billete de dos pesos. Sin demasiada parsimonia, lo levantó y lo puso en su bolsillo. Cuando llegó a la antena y vio lo poco avanzada que estaba la obra comprobó que el trabajo, efectivamente, iba a demandarle cinco días o tal vez más. “Lo peor”, pensó “es que si siguen los días así, me voy a morir antes de empezar”.

Los ladrillos no estaban a mano, había que ir a buscarlos al corralón junto con el mezclador y los materiales. A Benítez no le hacía ninguna gracia cargar con todo eso. Estaba acostumbrado a tener aprendices y peones que le facilitaran las cosas. Pero ahora estaba solo y no le quedaba más remedio que cargar la camioneta y acercar los materiales. En marcha la camioneta, abrir la puerta del corralón, se traba, intentar nuevamente, abrir, sacar tal vez cien ladrillos –de a seis o siete-, sacar un mezclador, portland, cal, cucharas, una pala; detalle fundamental pero fácilmente olvidable: ¿cómo conseguir agua?. El estanque del molino está vacío. Buscar una manguera y perder minutos valiosos, conectarla a una canilla, que la canilla se trabe, que cuando se destrabe no salga agua, que cuando salga agua lo haga con poca presión. Y esos son los inconvenientes antes de empezar, porque cuando se empieza aparecen los otros. Las moscas, el sudor, las cucharas que se quiebran, los ladrillos mal alineados, la sed, ciertas partes del cuerpo comienzan a picar de manera insistente. A eso de las ocho, ocho y media de la tarde –Benítez no usaba reloj cuando trabajaba- el sol comenzó a caer y el clima se volvió más respirable. Benítez pensó en dejar por ese día –ya había hecho bastante, en realidad había trabajado más de lo que trabajaba diariamente en otras obras-, pero cuando vio lo poco que había avanzado se desesperó y continuó apilando ladrillos hasta que el cansancio y la oscuridad lo derrotaron. Entonces fue a la cabaña y sin bañarse ni cenar ni quitarse la bermuda se tiró en la cama y durmió hasta el mediodía siguiente. En algún momento durante esa noche soñó con el molino y con la antena, y en el estanque del molino se bañaban él y Martínez desnudos, porque era una playa nudista.

Se levantó maldiciendo por el calor y el dolor de cabeza. Descubrió que tenía hambre y lamentó no haber cenado la noche anterior. “martes de viento”, pensó. Afuera, hojas de lejanos eucaliptos y bolsas de nylon hacían remolinos con el viento norte. Mientras se preparaba un café visualizó qué era lo que tanto lo preocupaba: el trabajo no estaba avanzando a grandes pasos. No es que fuera especialmente difícil, pero Benítez comprobaba que no era tan buen albañil como había pensado. Sabía que otros eran capaces de levantar montañas en un día, de arrojar la mezcla con la cuchara con una delicadeza que podía calificar de artística. Sabía que otros no tenían dificultad para alinear los ladrillos. Sin embargo, a él le costaba mucho y en cuatro días más los capataces le iban a decir a él todo lo que él estaba pensando sobre sí mismo, y eso lo ponía de mal humor.

Terminó su café y de la heladera sacó algo de pollo que había quedado del mediodía anterior. Masticó un ala y salió. Era la una de una soleada tarde y el viento caluroso empeoraba las cosas. Nuevamente descargó ladrillos del corralón –hoy estaban más pesados- y se puso a dar más altura a los pequeños muritos que había comenzado ayer.

Tuvo la suerte de que a eso de las cinco el viento se convirtiera en una brisa fresca, como las de fines de marzo, y eso le dio fuerzas y también le cambió la autoestima. Ahora no tenía miedo de no terminar. “En realidad”, pensaba ahora, “si los capataces llegan y yo todavía no terminé, no pueden hacerme problema”. Era un pensamiento falaz (Martínez le había advertido, en cinco días los muros debían estar levantados) pero servía para darle ánimo. A las siete y media se detuvo un momento y fue a la cabaña a servirse un Cazalis y un poco de fiambre. Se sentía débil por no haber comido bien, pero el fresco lo ayudaba a seguir. Cuando volvió al incipiente muro descubrió que en un pequeño remolino volaba un billete de dos pesos. Lo levantó y siguió apilando ladrillos hasta las diez y media de la noche. Entonces sí, se quitó la bermuda, se duchó y sacó del freezer algo de carne que preparó con papas y ajo y perejil. Después de comer se durmió.

Cuando despertó en plena madrugada tuvo la certeza de que había alguien dentro de la cabaña. Sabía, o en el fondo intuía, que era absurdo pensar en un ladrón, a cientos de kilómetros del pueblo más cercano. También sabía que ciertos sueños inmediatos que no se pueden recordar otorgan la certeza de algunas presencias que no se pueden definir. Encendió el velador y buscó la cuarenta y cinco que había dejado en el bolso. Apenas tuvo el arma entre sus manos lo sobresaltó un ruido inconfundible: la puerta de la cocina que se golpea. Con un pánico repentino encendió una por una las luces y no vio a nadie. En realidad lo que le daba vueltas en la cabeza era un temor infantil a los fantasmas más que una presencia humana. Cuando estaba mirando el comedor, escuchó otro ruido en la cocina y vio algo que se movía. Disparó dos veces. Mientras disparaba se dio cuenta de que era una rata, que logró escaparse, herida, a través de la ventana de la cocina.

Eso había sido todo. La rata chilló durante unos instantes y cayó muerta bajo la ventana. Esto lo vio Benítez sin soltar ni un segundo el arma. Por alguna razón, la presencia de la rata como causa de los ruidos no le parecía una explicación suficiente. En verdad, temía a los fantasmas. Había algo en ese lugar que le inspiraba terror. Afuera el viento jugaba a silbar con la antena y las palas del molino que se agitaban repetían una queja. Benítez miró el reloj: apenas las dos de la mañana. Recién a las cinco amanecía. Mientras tanto estaría debatiéndose entre el temor y el cansancio. Finalmente, después de una hora el cansancio ganó la partida y el arma quedó en el piso, al lado de la cama.

A las doce y media del día se despertó nuevamente. Se levantó sobresaltado, como si llegara tarde a algún lugar, y sin desayunar descargó algunos ladrillos del corralón. “Por dios”, exclamó cuando vio lo poco que había hecho en esos dos días. “no llego ni a palos”. Lo embargó una desesperación que duró un segundo y enseguida se puso a trabajar. Pensó que, con disciplina –y si no tuviera la puta costumbre de levantarse al mediodía- podía terminar. Tal vez había que trabajar durante la noche, poniendo una lámpara. Estuvo hasta las siete y media apilando ladrillos, sin detenerse más que para tomar coca cola. Entonces decidió que ya no podía más de hambre y fue a la casa a prepararse unas hamburguesas.

Cuando iba para la cabaña divisó, a unos tres metros, un billete de dos pesos. Le pareció curioso, porque ya era el tercero que encontraba. Seguramente alguno de los peones los había perdido. Quién sabe, en una de esas, había un billete de cien. Se desvió unos pasos de la cabaña y entre algunos arbustos demasiado altos encontró otro billete de dos pesos. Era cómico, pero, si tuviera tiempo, se dedicaría a buscar los billetes. Ahora era urgente comer y seguir trabajando. Miró un poco más alrededor y, sorpresa, encontró otro billete de dos pesos. Sin embargo buscó un poco más, sin mucho detenimiento, y ya no encontró nada. En tres días había encontrado diez pesos, y eso era mucho, teniendo en cuenta que nunca en su vida había encontrado un centavo.

Cuando terminó de comer las hamburguesas ya era las ocho de la tarde y el cielo se había despejado lo suficiente como para dar color a un atardecer bucólico. Diez y media de la noche se sintió satisfecho de que ya había hecho lo que consideraba la mitad del trabajo. Los dos días restantes los dedicaría a la otra mitad. No se tenía toda la confianza que necesitaba para terminar la obra, pero no le quedaba más remedio.

(Esta historia continúa)