lunes, 20 de julio de 2009

Tomasita ríe

En este momento mi hija Isabella duerme en nuestra cama matrimonial y mi mujer está aterrorizada. Son las tres y media de la mañana; la casa está completamente a oscuras y en silencio, y hace unos minutos Isabella, de ocho meses, comenzó a llorar desde su cuna en la habitación del fondo. Irma se despertó antes que yo y la escuchó. Se levantó para ir a su habitación y consolarla. Mientras buscaba las pantuflas el corazón se le detuvo. No lloraba. Se reía de alegría completa y total. Una carcajada interminable como nunca le habíamos escuchado antes.
Mi mujer me despertó cuando Isabella ya llevaba dos minutos de risa. La casa seguía a oscuras, excepto por nuestro velador, y nadie se atrevía a enfrentar el pasillo para llegar al cuarto de la bebé. Después de tres minutos, la risa de Isabella era cansada y ligeramente quejumbrosa, como si alguien la torturase haciéndole cosquillas. Como si riera contra su voluntad.
En ese instante no me representé la escena espantosa que sí había imaginado mi mujer: algo, en la fría oscuridad, haciéndole invisibles e inhumanas morisquetas a Isabella; tal vez iluminándose con el escaso reflejo de la luz a través de la ventana. Quizás por eso, porque no fui capaz de pensar en una retorcida causa externa, me atreví a encender la luz del pasillo y encaré hacia la habitación. Mi hipótesis tranquilizadora era que quizás el gato se había subido a la cuna, y a mi hija le causaba mucha gracia ese muñeco de peluche viviente.

Mientras caminaba por el pasillo, la risa de Isabella había aumentado. Como si la gracia fuera in crescendo. Su tierna carcajada ya era ronca y cada tanto se entrecortaba con un breve acceso de tos. Mi mujer me seguía a pocos pasos.

Ya en el umbral de la puerta de su habitación, la risa generaba un molesto eco agudo que perturbaba los oídos. Cuando encendí la luz, pudimos ver una de las cosas que mi mujer más temía.

Isabella estaba despierta, mirando hacia un ángulo del cielo raso y no paró de reír aun después de que hubiéramos encendido la luz. El gato no estaba y, por supuesto, no había nada en el rincón del techo al que sus ojos se dirigían.

- Hija, ¿qué te pasa? –le preguntó Irma, tomándola entre brazos desesperada. Isabella nos dirigió una breve mirada y siguió riendo, tratando de esquivar nuestras cabezas para seguir mirando ese ángulo vacío.

Mi primera hipótesis fue que Isabella en realidad estaba sonámbula. Irma se puso a llorar y me recordó una de las historias más sórdidas de su familia.

- Igual que Tomasita.

2

Tomasita es una sobrina que vive en Chubut, y de la cual sólo tenemos escasas noticias. Ahora, ella tiene doce años y una incierta enfermedad neurológica. Lo que conocemos sobre su vida se resume en una sucesión de visiones aterradores y premoniciones fatales.

Una vez, hace seis o siete años, toda la familia de mi mujer se reunió en Rawson (Chubut) para comer un asado y reencontrarse después de largas décadas de vivir en lugares muy distantes. Estaban los tíos de Irma, la madre, los hermanos, las cuñadas y los sobrinos. En la larga sobremesa de ese domingo de mayo se jugó al truco, se habló de política, de fútbol y de la situación personal de cada uno de los asistentes. Muchos de ellos se quejaban de que el dinero no les alcanzaba para llegar a fin de mes, de que el alquiler era una locura, de que su trabajo les rendía poco, de que la inestabilidad laboral los estaba matando. Otros, en cambio, contaban sus éxitos laborales o amorosos. Tomasita tenía seis años. Había estado jugando con sus primos en un pelotero y se apareció en el comedor. Le preguntó a su madre: “¿por qué el tío Alberto no llega a fin de mes?”. La madre contestó: “porque le pagan muy poco, Tomasita”. La niña miró por un momento al tío Alberto y volvió al pelotero.

El veintinueve de mayo de ese año, el tío Alberto murió de un paro cardíaco. No llegó a fin de mes.

En otra ocasión, Tomasita hablaba con su abuela y su madre, haciendo planes para su cumpleaños número ocho. La abuela le prometió a la madre que iba a hacer una torta. Tomasita dijo, sin dudar: “Abuela, vos no vas a estar para mi cumpleaños”. Y así ocurrió. La abuela falleció una semana antes de la fiesta.

Pero nadie habría prestado atención a las palabras de Tomasita si no fuera por algo que le había ocurrido a los dos años de vida. Algo que la emparentaba con mi hija Isabella.
Una noche Tomasita se despertó en la madrugada y comenzó a reír sin parar. Mi cuñado Rubén se levantó, encendió la luz y vio que la niña observaba atenta y divertida un rincón vacío del cielo raso.

En este momento agradezco que mi hija Isabella todavía no pueda hablar. Rubén no tuvo esa suerte. Tomasita vio a su padre y, sin parar de reír, dijo, señalando el cielo raso:

- Mirá el nene.

No sé lo que hizo Rubén. Supongo que habrá mirado una vez más, sin encontrar más que un ángulo de pared pintado de blanco y rosa. Después de tragar saliva, habrá preguntado:

- ¿Qué nene?

Tomasita, sin dejar de reír, contestó:

- Ese que está ahí, que tiene las cosas como las palomas.

Quizás Rubén recordó que ese mismo día Tomasita había preguntado por qué vuelan las palomas. Y él le había respondido: “porque tienen alas”.

- ¿Tiene alas? ¿Es un nene con alas?

La niña tal vez no respondió, pero yo mismo siento un escalofrío cuando recuerdo lo que dijo luego:

- El nene está vestido con una sábana blanca y canta una canción.

- ¿Qué canción, Tomasita?

-No sé. Grita mucho.

- ¿Dice algo? La canción, ¿dice algo?

- Sí. Pero grita mucho.

Hasta aquí, la reconstrucción más o menos fiel de lo que recuerdo del relato que mi suegra le hizo a mi mujer acerca de lo que dicen que ocurrió con la hija de mis cuñados. Este relato era una curiosa anécdota hasta hoy. La imagen de un angelito revoloteando por la habitación, haciendo de payaso cantor a la madrugada, me había parecido tierna e inverosímil. Ahora, hoy, me resultaba probable y escandalosa.

A las tres y media de la mañana, Isabella se volvió a dormir. Irma la sacó de su cuna y la llevó a la cama matrimonial. Yo me quedé levantado, maquinando hipótesis, examinando sin convicción el ángulo del cielo raso de su habitación. Golpeé el techo con un palo de escoba; sacudí las cortinas, abrí el placar y puse mi oreja en las paredes. Nada raro. Incluso apagué la luz y traté de mirar el cielo raso con los ojos entrecerrados, o de costado y sin enfocar la vista. Dicen que esa es la manera en que pueden verse los fantasmas. Llegué a sugestionarme: sentí tenues olores a musgo, a hortalizas y a magnolias. Y me pareció escuchar unos volátiles ruiditos en las paredes y el techo, como las pisadas de un duende minúsculo. También tomé fotografías en plena oscuridad, pero la entidad metafísica que tanta gracia le causaba a mi hija se empeñaba en no manifestarse.

Finalmente, terminé aceptando la posibilidad de que Tomasita e Isabella compartieran un oscuro destino común de revelaciones y clarividencias. Lo que en verdad me preocupó era el futuro de las neuronas de mi hija: Tomasita, a los doce años, padece una enfermedad mental de diagnóstico impreciso y vacilante, cuyos únicos síntomas definidos son el llanto perpetuo y las alucinaciones.

Pero mientras yo jugaba al Sherlock Holmes metafísico, mi mujer me llamó desde nuestra habitación. Eran las cuatro menos cuarto de la mañana.

- Recibí un mensaje –me dijo.

En el celular se leía:

Siempre te voy a cuidar, primita.

De: Rubén.

El número era de Rubén, pero el mensaje había sido enviado por Tomasita. Irma respondió con un lacónico y desconcertado “gracias”.

3.

Los sucesos que acabo de contar ocurrieron anoche.

Hoy a la tarde nos llamó Rubén desde el sur, preguntando por qué le habíamos dicho “gracias”. Irma le contó lo del mensaje y, entre lágrimas, trató de explicarle todo lo que había pasado. Rubén le contestó con idéntico desconcierto:

- Anoche nadie te mandó un mensaje, Irma.

Nos enteramos de que a esa hora Rubén estaba durmiendo; que su celular había estado toda la noche en su mesa de luz y que Tomasita desde hace tres días está internada en estado de coma.