lunes, 21 de diciembre de 2009

Divina sensualidad

A los nueve años mis compañeros de grado y mis amigos del barrio iban a catecismo y de vez en cuando uno de los curas les hacía levantar la remera para acariciarles el ombligo y pasar sus labios por las pancitas lampiñas. Por esa misma época, había un muchacho de mirada vidriosa, de unos once o doce años, que cada tanto pasaba por nuestra calle y nos tocaba el culo sin disimulo y con deleite evidente. También, un señor del barrio que era gasista o plomero a veces jugaba a la lucha con nosotros y nos mordía. Pero esas cosas no nos parecían aberrantes, porque no tenían nada que ver con el sexo.
El sexo –según sabíamos a esa edad- era algo que se hacía entre un hombre y una mujer, e involucraba al pene y a la misteriosa y mítica vagina. Los besos en la boca tenían algo que ver. En cambio, besar un ombligo, tocar el culo o morderse entre hombres podían ser conductas raras, pero jamás las asociaríamos a algo sexual. No había penes, no había desnudez del torso para abajo, ni besos de lengua.
Cuando yo tenía nueve años no existía el acceso a la pornografía. No cabía la mínima posibilidad de representarme qué era exactamente el sexo. Las escuelas tenían prohibido hablar del aparato reproductivo –las palabras “gónada” y “vulva” no debían siquiera mencionarse- y lo más excitante que podía verse en televisión eran las piernas de Luisa Albinoni, si nuestros padres dejaban que nos quedáramos hasta después del horario de protección al menor. El sexo, para nosotros, era un misterio alrededor del cual tejíamos todo tipo de increíbles y complicadas fabulaciones.
Teníamos un serio problema con el lenguaje en esa época. La palabra “coger” era accesible, breve y efectiva –particularmente, para insultar- pero no sabíamos bien qué era eso de “coger”. Mi amigo Martín resumía el proceso de coger en la siguiente explicación: “Encontrás una mina, te la chapás, se te para la pija, a ella se le abre la concha y te la cogés”. He ahí un método de cinco pasos en el cual el último decisivo eslabón permanece en el misterio más profundo: ¿qué demonios es “coger”?
Martín, vecino y compañero de cuarto grado, presumía de su precocidad contando historias de sus encuentros sexuales con primas mayores o con compañeras de inglés. Siempre –según sus relatos- se seguía el método de cinco pasos, aunque de vez en cuando daba detalles del misterio. Hoy puedo recordar esos detalles con una tierna sonrisa. Martín se esforzaba por inventarnos una historia verosímil acerca de los procesos fisiológicos del hombre y de la mujer cuando están cogiendo. La cuestión era que él, como nosotros, no tenía la menor idea de lo que significaba coger. “Después de chapar, te le tirás encima. Están una o dos horas así sin moverse hasta que ella te toca la poronga y empieza a gritar” Para entender esta historia no hace falta suponer que los dos participantes tienen un contacto piel con piel: lo esencial es que el hombre se tire encima de la mujer y que alguno de ellos comience a gritar. A mí me parecía algo aburrido y sin sentido. Sin embargo, en esa historia se filtraba algo que al poco tiempo iba a ser el rumor más escandaloso. ¿Por qué en el sexo había gritos? La única respuesta posible era: porque el sexo duele. Todos sabíamos lo delicada que es la piel del pene y qué fácil resultaba pasparse o lastimarse con el mínimo roce. Si el pene cumplía alguna otra función además de orinar, esa función debía conllevar una experiencia dolorosa.
Por esa época nos obsesionaba el dolor del sexo. Nosotros mismos jugábamos con nuestro pene (todavía sin saber bien qué hacer con él); nos tocábamos, entrábamos en erección y descubríamos que los sensibles pliegues internos del prepucio se irritaban y ardían al mínimo contacto con las manos. Existían, además, trabajosas fabulaciones acerca de lo que le ocurrió al primo de un amigo de un conocido: se tocó tanto el pene que comenzó a sangrar y hubo que llevarlo a una guardia médica, donde le amputaron el miembro. En otras versiones, la amputación venía como consecuencia de haber tenido sexo con una mujer. En todos los casos, las derivaciones y secuelas del sexo eran problemáticas y poco atractivas.
A esa edad nos quedaba claro que los hijos se gestaban a partir del sexo. Por lo tanto, éramos capaces de deducir cuántas veces una pareja había tenido sexo a partir de la cantidad de hijos: tres hijos, tres veces sexo. Era raro que alguien tuviera más de cinco o seis hijos (eso en casos límite); por lo general las familias que conocíamos tenían hasta tres hijos. Eso era un buen indicador de que el sexo era algo que se ejecutaba pocas veces en la vida, debido, quizás, al dolor que provocaba. Asumíamos que las personas de más de cincuenta años no tenían sexo (y no deseaban tenerlo, desde luego) porque nunca nos encontrábamos con cincuentonas embarazadas.
Cuando terminamos las clases de cuarto grado, Martín y yo nos seguimos viendo para jugar a la pelota o a la bolita. En ese verano él comenzó a tener una extraña fantasía platónica: se había enamorado de una monja muy joven que vivía en un convento a dos cuadras de mi casa, y me aseguraba que ella, a su vez, le mostraba cierto interés. Martín aparentaba tal vez uno o dos años más, pero parecía desquiciado pretender algo con una mujer adulta que usaba hábitos grises y que no mostraba un solo indicio de sensualidad con ese aparatoso y sofocante vestuario. La monjita pasaba todas las tardes por la esquina de mi casa, y yo la podía ver con detalle: tal vez no era tan joven, y su rostro poceado de viruela tenía una profunda amargura. No podía dejar de mirarla: quería entender qué había encontrado Martín en ella, y todo lo que conseguía era impresiones de tristeza y asco. “El otro día se levantó la sotana y me dejó verle el culo”, me contaba orgulloso Martín, fingiendo –o tal vez no- que había entrado al convento con la excusa de ayudar a la hermana a hacer unos mandados. “¡Me mostró el culo, Jorge!”, repetía triunfal. “Claro, casi me la cojo, pero justo venían las monjas viejas y tuve que salir cagando”.
La tarde del veintiuno de diciembre hacía un calor espeso, casi viscoso. La monjita pasó por la esquina de mi casa. Martín estaba conmigo y allí ocurrió algo insólito: ella disminuía el paso y se levantaba el hábito con disimulo para dejar al descubierto la parte inferior de la rodilla. Se mordía levemente el labio y dirigía a Martín una mirada perversa o cómplice. Luego siguió su paso. Martín, muy excitado, decidió que la siguiéramos a unos veinte o treinta metros de distancia. Llegamos hasta la entrada del convento. Sin disimulo, la monjita se daba vuelta y hacía algún gesto. “Está conmigo. Hoy me la cojo”, repetía Martín casi a los gritos.
La monja llegó al convento y entró. Martín decidió entrar después de unos instantes de impaciencia e indecisión. La puerta estaba abierta. Yo me quedé afuera y, durante los veinte minutos en que estuve solo, el cielo se nubló, se desató un chaparrón, se dejó ver un arco iris y volvió a salir el sol. Cuando un rayo tibio de sol iluminó la puerta del convento, Martín salió con paso lento y una expresión de horror.
- Me la cogí nomás – dijo apurado y casi sin voz.
Durante un buen rato no quiso hablar sobre el tema. Eran las cinco de la tarde; íbamos a tomar una leche chocolatada a mi casa; luego jugaríamos a la escondida con los otros chicos, y Martín se había cogido a una monja y no quería hablar.
Al atardecer de ese larguísimo día por fin dijo las primeras palabras sobre el tema.
- Coger es horrible.
Le pregunté qué le había pasado. Después de todo, él ya sabía desde antes lo que era “coger”.
- Jorge, lo que te decía era todo bolazo. Esta es la primera vez que cogí en mi vida. Y no tiene nada que ver con lo que creíamos.
En ese momento me contó los detalles.
- La monja se bajó un poco el hábito y me hizo lamerle las tetas. Tenía las tetas llenas de venas azules. Una teta era muy larga, como llena de pocitos y cada tanto chorreaba un líquido rojo. Yo le decía que no, pero ella me agarró más fuerte y me apretó. Después se sacó toda la ropa. Abajo tenía todo peludo, como un oso, y de la panza hasta la rodilla había una especie de pelota verdosa que latía. Entonces me bajó los pantalones y el calzoncillo, me agarró el pito y se lo acercó como acariciándose la cosa verde. Cuando me pude zafar le di una patada y me gritó que quería más, que la siguiera pateando. Chillaba como una rata vieja y enorme. Entonces traté de salir corriendo.
Hubo un silencio largo. Por primera vez tenía la sensación de que Martín hablaba en serio. El espanto que sentía nos daba la pauta precisa: coger era horrible.
- Pero eso no fue todo, Jorge. Cuando salía de ahí, me agarraron dos monjas viejas y me dijeron algo espantoso. No sé cómo se lo voy a contar a mis viejos.
“No sé cómo se lo voy a contar”, repetía.
- Me dijeron que la dejé embarazada. Me dijeron que, por mi forma de coger, dentro de poco se me va a caer la poronga, me voy a convertir en mujer y cuando sea grande voy a querer ser monja como ellas.
Mientras llegaba la noche nos quedamos en silencio, sentados en el borde de un cantero. Martín lloró un momento y siguió repitiendo detalles. Durante un rato nos pusimos a evaluar qué tan cierta podía ser la advertencia de las monjas viejas. Antes de irnos a cenar cada cual a su casa, y tal vez para darse un poco de valor, Martín se animó a ser tímidamente escéptico y me preguntó:
- ¿Cómo voy a querer ser monja si a mí no me gusta ni coger?