martes, 18 de diciembre de 2012

La magia en las fotos



Todavía hoy, a hace casi un mes de la fiesta del cuarto cumpleaños de Isabella, tengo el sabor agridulce de un festejo perfecto mezclado con un recuerdo inquietante. Hace casi un mes invitamos a compañeros de jardín, amigos y parientes a una casita de fiestas, de esas que tienen un salón ambientado para que los niños jueguen, salten, trepen, pinten y corran mientras los adultos conversan y beben cerveza en otro salón bajo el amparo del aire acondicionado.
Fue una de esas reuniones perfectas e idílicas. Siempre sospeché que, cuando un grupo de personas se divierte, sale mejor en las fotos. De hecho, las fotos tomadas en una fiesta aburrida son para el olvido o la parodia. Pero cuando alguien la está pasando realmente bien, las fotos en las que esa persona aparece tienen algo ligeramente místico. Pues bien: todos los videos y fotos de esa tarde tuvieron ese toque mágico, como si una luz especial iluminara a los adultos y, especialmente, a los niños, en el momento en que eran capturados.
Quizás la felicidad de ese día hubiera sido completa, de no ser por un suceso horrible que había acontecido dos o tres meses antes y que no tenía relación directa con nuestra fiesta. Ese suceso estaba destinado a teñir de una pegajosa melancolía a toda esa tarde.
Las casitas de fiesta deben reservarse con algunos meses de anticipación. El origen de esa melancolía aconteció cuando Irma y yo fuimos al salón para reservarlo, quizás en agosto o septiembre (el festejo era en noviembre). Mientras esperábamos en el lobby, sentados en cómodos sillones, una señora mayor se puso a dialogar con nosotros. Su nombre era Élida (o algo así). Élida era la abuela de Tino, un niño que iba a cumplir cuatro años, como Isabella, pero ella iba a reservar –según sus palabras- “cuanto antes, si es para este fin de semana mejor”. Le preguntamos qué día cumplía Tino, y ella respondió: “Falta casi un mes, pero los papás de Tino tienen que hacer un viaje, así que se lo festejan antes”.
Nos pusimos a hablar sobre los precios de las casas de fiestas y sobre la diferencia enorme entre los cumpleaños actuales y los de nuestra época. Recordamos que, en nuestra infancia, jamás se nos hubiera ocurrido pedir que nos alquilen un salón equipado para festejar. El cumpleaños se hacía íntegramente en la casa del anfitrión, y allí solo había jugo de naranja –rara vez Coca Cola-, alfajorcitos, chizitos, torta y luego juego de fútbol en el patio hasta cualquier hora.
Cuando salió la dueña de la casita para atendernos, lo primero que hizo fue comunicarle a Élida que no había turnos disponibles para esa semana. “Qué lástima”, dijo la abuela. “Andamos apurados y no consigo salón”. Luego nos entregó el recibo de la seña y salimos todos juntos.
Ya en la calle, Irma le pregunta a Élida si había consultado otras casas de fiestas, o si no había pensado en alquilar un salón, algún castillo inflable, una plaza blanda. “Sí, lo pensé. Pero no tenemos mucho tiempo”, recalcó. Mientras caminábamos yo hice una mala pregunta. Una de esas preguntas de las que uno se arrepiente un segundo después de haberla formulado.
Mi mala pregunta fue: “¿Adónde se van de viaje? ¿Por qué están tan apurados en festejar ahora el cumpleaños de Tino?”
En ese momento Élida no me respondió y su rostro (esto no lo vi, me lo contó Irma) adoptó un rictus de amargura. Al principio no supe cómo interpretar esa reacción (el silencio, no el rictus que no vi). Pero unos segundos después me surgió con claridad una hipótesis espantosa: Tino está enfermo; sus padres y él viajan para hacerle una operación. Por eso están apurados en festejar.
Irma me hizo un gesto de reproche. La señora, una desconocida con la que intercambiábamos una conversación amable en la vereda, ahora estaba llorando. No era buen momento para despedirla y separarnos.
“Perdónenme”, dijo unos metros más adelante, después de secarse algunas lágrimas. “Es que todo fue tan doloroso, y nosotros tenemos tan poco tiempo. Tan poco tiempo”, repetía.
“Tino es el único nieto que tengo, y le prometí que le iba a festejar el cumpleaños. Mi hija le juró que lo iba a llevar a un parque de diversiones a algún lugar de Europa. Queremos cumplir con nuestras promesas. Nada más”.
Caminamos otros metros en silencio. Ni Irma ni yo nos atrevíamos a agregar nada: estaba claro que Tino no estaba bien. Pero la verdad era un poco más retorcida que eso:
- Tino falleció hace una semana por las complicaciones de una infección pulmonar que arrastró durante meses. Por eso, queremos hacer un festejo para su cumpleaños. Y mi hija y mi yerno querían viajar a Eurodisney con él… Pero se van a conformar con algún parque de diversiones en Argentina.
Era inquietante escuchar a esa mujer, ya casi repuesta del llanto inicial, narrando fríamente la muerte de su nieto. Sin embargo, todavía quedaban más sorpresas en su relato.
- Pero no nos basta con hacer un festejo o un viaje simbólico. Le prometimos que lo íbamos a llevar a él a ese viaje. A él le prometí su cumpleaños. Por eso, mi hija y yo decidimos que no lo íbamos a enterrar. Compramos un ataúd de cristal con refrigeración interna; le suministramos a su cuerpo unas inyecciones para retardar la descomposición y el rigor mortis. De hecho, contratamos a una persona que es experta en extender los plazos de conservación de un cadáver. Tenemos pensado mantener su cuerpo todo lo que se pueda. Queremos que en su cumpleaños vengan sus amiguitos y sus primos, y que lo incorporen a él como parte de sus juegos cotidianos, como hacían cuando estaba vivo. Queremos que Tino se suba a la montaña rusa, aunque sea en su ataúd. Estamos seguros de que lo va a disfrutar, aunque esté inmóvil en ese féretro ambulante.”
Por suerte, llegamos a una esquina y Élida se despidió. Seguimos caminando, inquietos y desolados. Nos alivió que esa mujer fuera una desconocida, lo cual nos abría la esperanza de no volver a escuchar nunca más cómo se había desarrollado esa historia aterradora.
Pero la cosa no terminó allí. Por una de esas malditas coincidencias, volvimos a encontrarnos a Élida un mes y medio después, en la cola de un supermercado. “Por fin Tino tuvo su día de fiesta”, nos dijo, mientras nosotros fingíamos que no nos interesaba. “Hay una casa funeraria que se dedica a festejar cumpleaños y a organizar viajes con los muertos queridos. De hecho, hay parques de diversiones, casas de fiestas, calesitas y espectáculos para niños muertos.”, contó.
-Miren, acá tengo algunas fotos –nos dijo, sacando su cámara digital. Las fotos se veían pequeñas, y tratábamos de no mirarlas mucho. De hecho, no queríamos verlas (no queríamos ponerle rostro a Tino, ni conocer detalles del peregrinaje de su cuerpo; no queríamos que nuestra memoria grabara esas imágenes). El pequeño féretro translúcido al lado de la torta con las cuatro velitas. Un grupo de niños haciendo una ronda alrededor del ataúd. Una grotesca calesita sin caballitos ni camiones, sino con sarcófagos. Una montaña rusa negra y alguien que saluda desde muy lejos, sentado en un carrito con un cajón al lado. Una foto extraña, de un grupo de niños amarrados por una especie de arnés. Todos los niños parecían dormidos. “Mi hija, mi yerno y Tino viajaron con otras familias con hijos muertos. Esta es una foto grupal de los compañeritos de viaje. Sacamos a todos los muertitos de su ataúd para la foto y los sentamos con un arnés. Creo que es la más tierna de todas”.
Algo me llamó la atención de esas fotos, y especialmente la última, la grupal: tenían ese toque mágico de una instantánea donde todos parecen pasarla bien. La foto me decía que los niños muertos estaban disfrutando de ese viaje. 

Por suerte nos tocó pagar en la caja y nos despedimos para siempre de esa historia. 

Pero fue inevitable que el día del cumpleaños de mi hija; ese día en el que ella disfrutó, corrió, se rió, jugó, pintó, cantó, bailó, comió torta con sus amigos; ese día, digo, fue inevitable recordar con angustia el semblante impávido de ese niño mudo, inmóvil y envuelto en las tinieblas de la muerte que también festejó su cumpleaños y que, por un extraño efecto fotográfico, la pasó igual de bien que mi hija.