1.
Solamente te tapan los ojos, te
acuestan en una camilla, y te desnudan.
A tu alrededor o un poco más
lejos o mucho más lejos (esto no lo sabrás hasta más tarde) hay personas que
controlan algunos objetos curiosos y aparentemente irrelevantes. Una larga
cinta sinfín que hace mucho ruido y trae y lleva agua; un automóvil con alas
(pero que no vuela); un pasillo que imita perfectamente el de un hospital; una
pared para practicar montañismo; tu propia madre o alguien vestido casi
idéntico y con voz muy parecida; algunos ventiladores (muchos de ellos no
funcionan); césped sintético mojado; tierra húmeda y una grabadora que repite
de modo incesante tu nombre. A veces, si se consigue, se deja a muchos gatos
jugando alrededor.
Estarás en la camilla con los
ojos cerrados. A veinte metros de allí, en el pasillo ambientado como hospital,
habrá mujeres vestidas de enfermera que actuarán como si de verdad eso fuera un
hospital. En el césped sintético mojado (que estará a más de cien metros) se
jugará un deporte simulado, en el que se pondrán en práctica, de modo teatral y
casi abstracto, un sinfín de movimientos y malabares. Habrá público en las
gradas. El público cantará canciones, gritará con fervor o dirá frases
inconexas. En el auto alado habrá un
espacio libre para el conductor, pero estarán sentadas tres mujeres en el resto
de los asientos. Ellas se mantendrán en silencio hasta que llegue el momento.
Tu propia madre, o la actriz que la representa, estará en una habitación
aparte, llorando.
Es fundamental esto que sigue:
en algún momento te dormirás. Unos segundos antes de que te duermas, la voz del
doctor te dirá que estás muriendo; que ya no tenés cuerpo y que has perdido a
toda tu familia.
2.
“Oniroma” es una palabra que
proviene del idioma griego. Viene de “oneirós”, que significa sueño, y “oma”,
que más o menos quiere decir “bulto”. No tiene una traducción literal, pero
significa algo así como “tumor de los sueños”.
Los sueños tienen narrativas.
Pero sus narrativas son débiles y volátiles. En el sueño, la imagen onírica de
la abuela desaparece y se convierte en la imagen de un perro, y creemos que la
abuela es un perro. La identidad se trastrueca, se fragmenta, y admitimos con
naturalidad esas permutaciones monstruosas. Ahora el perro que es la abuela no
es más un perro y ya perdimos de vista a la abuela. Ahora es un jefe que
tuvimos en un trabajo en el campo, cuando éramos jóvenes. En un trabajo en el
campo que nunca tuvimos -pero en el sueño admitimos con naturalidad que sí lo
tuvimos, e imaginamos escenas en ese trabajo, quizás cargando una camioneta con
fardos, y el rostro del jefe se parece un poco al del marido de una amiga.
Durante el sueño, con los ojos
cerrados, las figuras y colores que se forman en nuestra retina (los fosfenos)
inducen ciertas imágenes y, con ellas, haciendo una interpretación arbitraria,
disparatada, pero llena de significado, formamos el cuadro onírico.
3.
Alguna vez viajé a Cuzco. Ha
cambiado mucho con respecto a los relatos de amigos que habían ido hace muchos
años. O quizás ya no recuerdo tan bien esos relatos. A mi madre no le gustaba
que hiciera viajes largos; por eso me quedé acá mientras ella vivía. Me
pregunto si estará realmente muerta o si efectivamente su cuerpo se levantó de
la morgue del hospital y ahora deambula por el mundo, como Cristo. Pero
volvamos a Cuzco:
El viaje fue una travesía
infinita que comenzó en un tren caluroso y hacinado. Las aspas de los
ventiladores se escuchaban pesadas, chirriantes de óxido, y apenas emitían una
brisa que en verdad era un caldo caliente de humedad y sudor. Por suerte había
un hombre que hacía el viaje más ameno. Estaba vestido con ropa delicada, pero muy
sucia; como si no se la hubiera quitado durante meses. Hacía trucos con bolitas
de vidrio aplastadas y coloridas. Cuando terminaba de hacer su truco, esparcía
las bolitas por el vagón y los niños acalorados y aburridos corrían para
atraparlas. Siempre sacaba más bolitas (“gemas” las llamaba) y siempre
terminaba su breve espectáculo arrojándolas al suelo. Durante el viaje
conversamos hasta el vértigo. Se hacía llamar Doctor, aunque aclaraba casi con
furia que no era médico y que no era argentino. Su nombre: Javier Amorino. O, con
más brevedad, Doctor Amor. A mí esa abreviatura me parecía muy sospechosa, así
que preferí desconfiar y no discutirle.
El Doctor Amor me contaba que
una vez pudo dialogar con animales, en un contexto muy acotado y sometido a varias
pruebas. Su primer diálogo fue con un gato. “Curiosamente, los gatos no hablan
con su maullido. Hablan con su sigilo. Ese andar contoneado, más los mimos que
se dispensan con las cosas, más los ronroneos, conforman una única unidad no
significativa, que no comunica, pero que puede ser entendida si se hacen
estudios y experimentos de doble ciego”. Afirmaba que los gatos tienen un
idioma tan complejo como el de las abejas. “Se dice que las abejas hacen una
danza, y de ese modo comunican dónde está el polen. Nada más lejano. La danza
es apenas una partecita de un enmarañado proceso de comunicación. Las abejas,
como los gatos, pueden expresar de modo sistemático un complejísimo estado
emocional. Nosotros siempre tratamos de traducir su parte significativa, como
si el significado tuviera alguna relevancia”
El Doctor Amor explicó que, en
los últimos cuatro años, había estudiado el lenguaje de los sueños. “Los sueños
tienen un componente arbitrario, pero pueden ordenarse e inducirse, si se los
trabaja correctamente. Si yo quiero que usted sueñe con su abuela o con su
perro, puedo hacerlo. Si quiero que se suicide durante el sueño, puedo hacerlo.
El secreto es no solo inducir el sueño y jugar con ciertas conexiones
emocionales importantes, sino también inducir sonambulismo. Para eso debemos
activar la función motora mientras duerme”. Todo esto, según él, recibía el
nombre de “Oniroma”.
Algunos de los niños, aburridos
y acalorados, nos escuchaban y seguramente entendían. “Podemos poner en
práctica ya mismo mi técnica. Le aseguro que es una experiencia maravillosa”,
dijo el Doctor Amor. Acepté, porque yo también estaba aburrido y además el
tren, que mantenía una marcha lentísima pero constante, estaba empezando a detenerse
sin previo aviso y sin razón alguna en medio de un páramo cocinado por el sol
de las tres de la tarde.
- Vamos a un camarote – dijo el
Doctor Amor.- Voy a necesitar que se recueste sobre el catre, se desnude y se
ponga este antifaz.
Mi desconfianza aumentó a
niveles demenciales, pero por alguna razón (quizás hipnotizado por su
entusiasmo) acepté. “Le pido que cuando se ponga el antifaz no cierre los ojos.
El antifaz tiene un gel que activa una parte de la red neuronal. Recuerde que
en sus ojos hay neuronas, así que la retina es técnicamente una parte del
cerebro. Además, el gel le va a inducir un pesado sopor y en unos minutos
estará dormido”.
El tren ya había parado del
todo. Yo ya tenía los ojos cubiertos y estaba absurdamente desnudo en el
cuchitril. Creí escuchar, lejos, que habían parado el tren porque a uno de los
pasajeros se le escapó un gato y que, mientras abrían las puertas para
buscarlo, se había escapado otro gato. Pensé, por un instante, en lo absurdo de
que la gente viajara en tren con sus gatos y me los figuré blancos, con ojos
azules, con enormes bigotes y con voz diáfana.
Entonces el tren se sacudió violentamente.
Otra formación de vagones que venía de frente impactó a gran velocidad (según
supe después). Me levanté del catre, desnudo como estaba y vi el desastre.
Muchos de los niños estaban cubiertos de sangre, desparramados por el comedor.
Algunas madres lloraban desconsoladas (no tenían aspecto de estar heridas; y me
resultó curiosa la profusión de sangre que salía de los cuerpos de los niños).
El Doctor Amor no estaba allí, pero había dejado su ropa. Supe, un tiempo después
(pero los tiempos eran confusos en medio del caos) que se había desnudado en el
baño, que seguramente iba a violarme y que, a raíz del impacto, murió de un
golpe de cabeza contra el espejo del botiquín. Volví al camarote, me puse la
ropa y salí al desierto. Ya no estábamos muy lejos de Cuzco, a juzgar por la
altura de las montañas. Se escuchaban las ambulancias. Recuerdo haber caminado
como en trance, en medio de un hospital de campaña improvisado, tratando de
alejarme del tumulto. Alcancé a escuchar que se necesitaba agua, urgente, y vi
a una cinta sinfín bajando paquetes de medicinas de un helicóptero. Caminé
varios kilómetros por una ruta de tierra que no estaba muy lejos de la vía.
Hice dedo. Se detuvo un Volkswagen escarabajo con patente argentina, que tenía
el dibujo de unas alas, y las tres mujeres (dos bolivianas y una argentina) que
venían en él me propusieron que manejara yo. Una de las bolivianas (Carina)
quería tener sexo conmigo y me abrazaba hasta asfixiarme mientras manejaba,
poniéndonos en peligro en medio de la ruta. Recuerdo que tenía sed y que estaba un poco
perturbado por la oportuna muerte del doctor Amor y por su fallido intento de
violación. El auto se detuvo en el desierto ya sin nafta; no parecía haber nada
cerca. Entonces tomé violentamente a Carina, la eché fuera del auto, la obligué
a apoyar sus manos contra el capó caliente, le levanté la pollera, le corrí la
bombacha y la penetré mientras sus amigas festejaban a mi alrededor. Luego nos
fuimos por el desierto, a campo traviesa. Me asombraba que el calor parecía haber
disminuido. Encontramos montañas y nos propusimos escalarlas, porque, según
decía una de las chicas, al otro lado estaba el pueblo. Subimos, sin equipo,
sin precauciones, por una pared casi vertical. Una de las chicas cayó al vacío
y murió. No nos detuvimos, llegamos a la cima, miramos alrededor, vimos un
estadio de fútbol gigantesco montado sobre las laderas superiores de dos
montañas de colores casi psicodélicos; en el estadio había unos payasos
haciendo mímica y miles de personas, vestidas con camisetas multicolores, cantaban
canciones de aliento. Cuando nos acercamos ya era de noche y por suerte el
pueblo no quedaba demasiado lejos. Comimos unos extraños pescados fritos con
patas; nos bañamos los tres en la pileta de un hotel, luego salimos a
participar de un baile local y finalmente nos dormimos en la vereda, junto con
otros festejantes, cuando ya salía el sol. Al mediodía o quizás a la tarde un
grupo de viejitas nos iba despertando a todos los trasnochadores, con un té de
hierbas, agua y jabón para lavarnos las manos y la cara.
4.
Mi madre no cree una sola
palabra de mi viaje a Cuzco. Dice que lo soñé. Si así fuera, me parece delicioso pensar que la clave para
conectar un sueño con otro me fuera revelada en sueños por un exótico doctor en
un tren a Perú. Como si dentro de los sueños se nos revelara alguna receta para
hacer que esos sueños sean mejores, más coherentes y más disfrutables. Yo no
creo haberlo soñado, pero precisamente ese es el efecto: si tu sueño es lo
suficientemente coherente, no tendrás la sensación de que haya sido un sueño.
Incluso un sueño muy incoherente puede ser sentido como coherente si es muy
lúcido.
Sin embargo, mi madre tiene un
argumento muy difícil de refutar.
- -
¿Cómo se llamaba el doctor Amor?, me pregunta.
-
-Javier Amorino.
-
-Bueno, ahora decí “Amorino” al revés.
Mi madre se ha vuelto muy sagaz
desde que se murió.