lunes, 25 de diciembre de 2006

Heroína del espacio


¿qué es lo peor que podría hacer un adicto a la heroína que quiere recuperarse?

Tal vez lo que hizo Marcelo: Irse a vivir solo en medio de un campo en el que puntualmente, todas las noches, aparecen naves voladoras extraterrestres.

1.

Yo lo voy a visitar sólo algunos viernes, cada vez más espaciados. Marcelo se fue de la ciudad hace dos años; ahora vive en una casita despintada en medio de un campo que está a veinte kilómetros de Bahía Blanca. Tiene gallinas y una huerta pequeña. Se lo ve muy deteriorado y solo. Las últimas veces que estuve noté que le costaba hablar y que su piel tenía un color entre amarillo y marrón, tal como ocurre con los alcohólicos. Le colgaba una sonrisa bobalicona y persistente que, sin embargo, parecía expresar una profunda paz mental. “También la idiotez es un estado de paz mental”, pensé con un poco de resentimiento.

Cuando llegué con la camioneta, me ayudó a descargar las provisiones. Siempre le llevo yerba, artículos de limpieza, Merthiolate y alcohol, y algunos pequeños lujos que su vida aislada y sin sueldo no le permiten darse: chocolates, galletitas, papas fritas de paquete, vino, habanos. Como en su casita no tiene alacenas ni heladera, las cajas que le dejo suelen quedar desordenadas sobre la mesa o en el piso hasta mi próxima visita.

Cuando pasan quince días comienzo a sentirme culpable; voy hasta Wal Mart, cargo de víveres la Ford y voy a visitarlo. Siento una mezcla de lástima y de bronca. Marcelo era un ser de inteligencia e intuición superiores: me resulta hasta ofensivo que se haya deteriorado tanto por su propia decisión. Muchas veces, por este deterioro, lo culpo a él, y otras culpo a Dios (y solo en esos casos descubro que no soy un ateo, sino un teófobo). Ahora Marcelo es un extraño animalito oligofrénico que vive a base de esperanzas ingenuas e ilusiones imposibles, que es incapaz de armar una frase de corrido y que cuando me ve viene corriendo como un perrito, con una ancha sonrisa, enloquecido porque en la camioneta siempre hay chocolates para él. A veces me da pena y ternura, como un perro viejo y bonachón. A veces quisiera patearlo, como a un perro.

2

¿Por qué tengo esa mezcla de amor y odio con Marcelo?
Yo siempre pensé que esa mudanza repentina al campo, que hizo hace dos años cuando la heroína ya había hecho estragos en su cuerpo, sería una mala idea. No se iba a aguantar; Marcelo volvería caminando a la ciudad, en busca de sus proveedores, aunque tuviera que hacer cien kilómetros. La adicción a la heroína, además, no se cura solo con la voluntad: se necesita de medicinas y asistencia continua. Sin embargo resistió estoicamente (y en soledad) la dolorosa e interminable abstinencia; resistió las lluvias en esa tapera húmeda y llena de goteras; resistió el frío, el calor, la desesperación de saberse solo y lejos de todo. Eso me generó una inesperada sensación de odio. Yo esperaba que se quebrara; no podía aceptar que un heroinómano tuviera más voluntad que yo. El éxito en su lucha corroboraba una vez más que él era capaz de cosas para mí imposibles.

Miro el horrible chiquero alrededor de la casita, rodeada de nada (ni siquiera hay un tamarisco para amenguar el terrible sol de verano); veo la mugre de su ropa, su indolencia casi criminal para consigo mismo; y sin embargo lo veo tan feliz, que mis ideas pobres y burguesas acerca de la prosperidad, el trabajo y el sacrificio se vuelven una parodia. Yo me recibí, conseguí trabajo, formé una familia. Mientras yo estudiaba él se aplicaba ingentes dosis de todo tipo de drogas, y ahora lo vengo a ayudar. Y sin embargo él sonríe. Siempre sonríe. Como si no necesitara de mí, ni de nadie. Se ríe de su felicidad y de lo absurda que le parece mi vida.

3

- Anoche estuvimos cenando juntos otra vez - dijo Marcelo. Yo ya sé que ahora viene una historia de ovnis. - Vinieron en la nave de 35 cm. Para ellos el tamaño no es un problema; se hacen grandes o chiquitos cuando quieren. – (pausa interminable)
- ¿Qué hicieron? ¿Cómo eran esta vez?
- Grises. Siempre son grises. A veces son como de plata, pero siempre grises, con unas manitos gruesas y pequeñas colgando al costado, fláccidas y muertas. Me trajeron un pollo asado y comimos los veintidós. Porque ellos eran veintiuno, y conmigo veintidós.
- ¿Cómo alcanzó un pollo para todos?
- Es que comen muy poco. No necesitan comer; lo hacen por cortesía.

Este diálogo, con variantes, lo vengo teniendo desde que se mudó al campo. Todas las noches Marcelo recibe la visita de amigos extraterrestres.
Pero hoy descubro por qué odio a Marcelo. Lo descubro en las pocas sentencias que dice de corrido y con claridad:

- Me eligieron, Jorge. Yo soy el Elegido. ¿Y sabés por qué? Porque me drogué mucho toda la vida. Porque mi cabeza no es como el común de la gente. Si todos se drogaran como lo hice yo; si cambiáramos la química de nuestro cerebro hasta el límite, como lo hice hasta hace un tiempo, todos podríamos contactarnos con ellos. Si abandoné la heroína, fue porque ellos me pidieron que la dejara, que me mudara a este lugar y que los esperara. Eso hago, y hasta hoy no me fallan. Son mis mejores amigos.

Me puse serio y lo odié con fuerza, con una fuerza maligna, por diez o quince segundos. Ahora me estaba chantando en la cara que mi vida había sido un desperdicio y que la suya, de vicios y excesos, era una preparación para algo más grande; era en realidad un plan metódico y puntilloso. Y, para peor, sus mejores amigos eran esos imaginarios seres del espacio. No era yo, que venía desde la realidad a traerle provisiones. Creo que se dio cuenta de mi reacción, aunque tal vez no pudo entender por qué.

- No me creés – me dijo, como implorando piedad.
- No sé qué creerte, Marcelo. Yo vengo a saludarte porque te quiero, como amigo. No te puedo juzgar.
- Tengo pruebas. Mirá – Se levantó la remera agujereada y mugrienta, y me mostró una marca irregular escrita con fibrón negro en la piel, en la espalda a la altura del omóplato. – Me dejaron su firma. ¿ves?
Casi me echo a reír
- Eso te lo pudiste haber hecho vos.
- ¡No! ¡Mirá, no llego! ¡Mis brazos no llegan hasta ese lugar de la espalda! ¡Aparte no tengo fibrón, ni nada para escribir! ¿Cómo se explica?
No podía explicarlo, pero la prueba era banal y poco decisiva.
- Esta noche me vienen a buscar para un paseo. Ellos dicen que mi mente, que está tan destruida, funciona mal desde el punto de vista de la biología humana, pero sin embargo es un canal abierto y comunicativo que les está mandando mensajes desde hace diez años. Ellos vienen de la Luna, y de un asteroide que está entre la Tierra y la Luna, que no podemos ver por culpa de las nubes.
Yo no sabía si reírme o matarlo.
- Si no me creés, quedate. Diez minutos después de que cae el sol, cuando todavía el cielo está azul, ellos vienen.

Me quedé. Y vinieron.


Un plato volador pequeño, gris, de treinta y cinco centímetros de diámetro. De película de ovnis, pero en miniatura.
No sé por qué, (quizás por la impotencia de verme refutado) tomé una piedra y se la arrojé. La navecita trató de esquivarla, pero no pudo y le di de lleno; se sacudió dos o tres veces y luego explotó sin mucho espectáculo, desintegrándose en el aire y dejando sólo un fino polvillo que se llevó el viento.
Eso fue todo.

4

Cuando salía de la casa, sin saludar, confundido, amargado y mucho más resentido que antes (ahora cargaba en mi conciencia con muchos muertitos siderales), mientras pateaba piedras, descubrí un fibrón negro usado tirado por ahí.
Ahora, después de este episodio, Marcelo sigue viviendo en el campo pero ya no lo voy a ver. Me cuentan que sigue esperando la llegada de alguien que viene de lejos, pero ya no se trata de pequeños selenitas, sino de un proveedor de heroína que pasa por allí una vez por semana.

martes, 19 de diciembre de 2006

Monstruos en envase virtual


En 1999, Blaise le compra a su hijo Jostein, de ocho años, una consola de videojuegos portátil. Hasta ese momento, el niño tiene incontrolables problemas de conducta: es hiperkinético y descuidado, se mueve mucho en lugares pequeños, como si no dimensionara el tamaño de su cuerpo; rompe los pocillos de porcelana de su abuela, deshace los útiles de sus compañeros de grado y despliega patadas compulsivas. Blaise y su esposa Trudy están cerca de cumplir los cuarenta y no creen en psiquiatras, neurólogos ni pedagogos: todo eso les suena a drogas, a retardo mentale y a deficiencias en el crecimiento de su único hijo. Por eso, porque no confían en un profesional, sin saberlo -o sabiéndolo y negándolo- depositan su fe en un pequeño rectángulo electrónico.

Cuando Jostein recibe la consola, se calma para siempre. Se interna en el mudo universo de los pókemon y ya no necesita destrozar muebles ni torturar al terrier de la vecina. Ahora tiene sus propias mascotas. Jostein se convierte en entrenador pókemon, y pasa largas horas recolectando y entrenando criaturas virtuales en el continente de Johto. Los primeros días, Trudy, su madre, está feliz porque el niño se ha convertido en un manso corderito, absorto y autista. Los maestros en la escuela también parecen advertir que Jostein está más tranquilo, aunque más ausente. Jostein no estudia, no come y apenas duerme. Durante la hora de matemática está luchando contra Hoot Hoots, Rattatas y Chiunnyes. A la madrugada, cuando todos duermen, él ensaya nuevas estrategias para entrenar a sus mascotas y hacerlas sentir amadas.

Un pókemon es un monstruo de bolsillo (abreviatura de pocket monster). Es un ser fantástico virtual que puede recogerse en los bosques, en las cuevas o en los océanos virtuales provistos por la consola. Hay muchas especies de ellos, y cada ejemplar es diferente. Cuando recoges un pókemon, lo guardas en una pequeña bola llamada pokebola. Como si comprimieras la esencia del ser fantástico: en la pokebola está el código del pókemon atrapado, y ese código puede ser transferido a una computadora virtual. Dentro del juego (la virtualidad del juego) hay una computadora (virtualidad dentro de la virtualidad) y allí van a parar los pókemon. Una vez que has atrapado uno, te obedece casi incondicionalmente.

Cada pókemon tiene poderes y sube de nivel con la lucha, con el cariño o con la presencia de ciertos elementos. Hay que escoger a algunos pókemon y formar un equipo de lucha para enfrentarse a los pókemon de otros entrenadores. Ciertos pókemon son incompatibles entre sí y se resisten a formar equipo. Otros tienen demasiada autodeterminación para obedecer al entrenador. Por eso hay que quererlos, alimentarlos, curarlos, sacarlos a pasear, tomarles fotografías, cantarles canciones, leerles poemas y proponerles excursiones grupales. Así los pókemon se familiarizan entre sí y reconocen la autoridad de su entrenador. De otro modo, pueden escaparse de la pokebola y volver a la selva. O pelearse entre ellos. O morir de tristeza.

El paso más importante en la vida de un pókemon es la evolución. Jostein ha encontrado un dragón de agua llamado Dratini. Ha escuchado entre sus compañeros que Dratini evoluciona en Dragonair y luego en Dragonite. Él quiere entrenar a su Dratini para que pueda enfrentarse a otros entrenadores más poderosos. Un dragón no es fácil de encontrar ni de atrapar, y su entrenamiento requiere de especiales atenciones: se resiste a ser entrenado los martes; no le gusta salir de noche ni andar por cavernas, ni le caen bien los Kurupi, especie de pókemon que le provoca una furia asesina.
También ha conseguido un Gastly. Gastly es un pókemon fantasma que evoluciona en Haunter, más fuerte y más cruel que su predecesor; y finalmente se vuelve Gengar: el fantasma más temible.

Jostein se ha aislado del mundo de una manera casi perfecta. Ahora han pasado dos meses; no sale a la calle, tiene insomnio, ha bajado de peso y sus padres están preocupados. Entienden que algo ha salido mal pero aun así no se atreven a quitarle la consola a su hijo. Una tarde Trudy lo lleva a un médico. El doctor, sin examinar demasiado al niño, le dice: “tiene que hacer amigos”.

Casualmente ocurre el milagro: Jostein descubre que el pókemon fantasma más poderoso sólo puede evolucionar si se conectan dos consolas entre sí y se pasa a través de un cable a otra consola. En otras palabras: Jostein debe encontrar a un amigo que tenga la misma consola, y debe prestarle a Haunter para que, en la consola ajena, pueda evolucionar. "Es como prestar una figurita o un juguete para que lo cuide un amigo", piensa Trudy. Ella no entiende en qué consiste el juego, pero sabe que hay que invitar a un amiguito para prestarle algo. Eso la alegra.
Jostein invita a uno de sus compañeros de curso para merendar: un niño retraído y pálido, que trae consigo una consola brillante enfundada en un bolsito de cuero hecho a medida. Después de las malteadas, ambos unen las consolas y el querido Haunter, el fantasma, se va con el niño pálido.

Pasan los días y Haunter evoluciona. Jostein le pide que se lo devuelva, pero el niño pálido se niega. Jostein comienza a patear la fina cristalería de su madre y una vez más golpea al perro de la vecina. Blaise piensa que eso es muy malo, así que llama a los padres del niño pálido. Los padres no entienden. “Mi hijo le prestó un monstruito para que evolucione, pero ahora no se lo quiere devolver”. Los padres del niño pálido piensan que Blaise está loco y que Jostein es un chico muy extraño y malcriado. Blaise los acusa de ladrones y les inicia un juicio por haberles robado un fantasma virtual.

Han pasado casi ocho años desde que ocurrió esta historia. Los niños ahora son adolescentes y sus consolas están en manos de jueces y peritos que debieron determinar la magnitud y la naturaleza del robo. Jostein y el niño pálido hoy tienen enormes computadoras y acceden a cualquier juego a través de Internet. No les interesan los pókemon (en Internet pueden adquirir los trucos para tener a todos los pókemon que deseen, ya evolucionados). Los jueces están por fallar a favor del pequeño Jostein, porque consideran que Haunter fue prestado hasta que evolucione, lo que presume que, una vez evolucionado, debía ser devuelto.

Lo que no sabe el juez, ni los abogados –y ya dejó de interesarle a los dos adolescentes involucrados- es que, si no reciben el cariño adecuado, los pókemon se escapan y vuelven a su estado salvaje. Es muy probable que cuando los abogados enciendan la consola del niño pálido, Haunter, despechado porque ha sido abandonado en una casa ajena y porque no ha recibido atención durante ocho años, se haya escapado hacia alguna de las oscuras e inescrutables cuevas virtuales del continente pókemon. O pudo haber muerto de tristeza. Si Haunter desaparece, se elimina la prueba y no queda más remedio que suspender la causa judicial. Blaise no se dio cuenta de que quien más sufría no era su hijo, sino el pobre fantasma encerrado en su pequeño universo de dos dimensiones.

lunes, 11 de diciembre de 2006

Monstruos y Berenjenas


Los monstruos irrumpen y asustan. Son duras figuras animadas que caen del cielo una noche cerrada o una tardecita apacible. Vienen de otro tiempo; a veces del pretérito o del enorme futuro. A veces del presente; de otros presentes que no están aquí. A veces del más allá. Traen ruidos de agua y rugidos ensordecidos. Traen maquinarias de engranajes sólidos y herrumbrados.

Las berenjenas aguardan desde siempre. Desde su monstruosa vegetalidad; su quietud color morado es la morada de lo monstruoso latente, de la escondida respiración agitada, del asesinato paciente y cobarde que opera la lenta vejez sobre la carne.

Los monstruos tienen dentro sangre negra y la escupen todo el tiempo por la nariz y por el culo. No soportan su propia sangre, porque la sangre que tienen no es de ellos. Es la sangre de todos los otros. Se cortan tajadas de sí mismos y cada parte que se cortan crece diez veces. Se mutilan para que crezca más de ellos, para ser más para mutilar. Se arrancan las infinitas patas con las patas; los ojos con los ojos, el estómago con la boca. La boca con los dientes. Se comen por completo a sí mismos y se escupen.

Las berenjenas aguardan desde siempre. El tiempo carcome y enflaquece todo lo que hay alrededor; a ellas les acerca el fuego y el hielo; destruye y restaura su piel morada, las carga en los hombros de la corriente de un río negro, río hecho de revueltos, de turbios, de intrincados, de abstrusos, de monstruos escupidos. Las berenjenas se hacen río. Los monstruos se hacen corriente. El tiempo se hace berenjena.

Yo estuve contemplándome en las
aciagas
aguas del tiempo.
El espejo del río me devolvió
la figura
de un monstruo áspero
lamiendo su oxidada sangre
matando a un monstruo en él
matando a un monstruo para ser más monstruo,
un monstruo matando a un monstruo
para ser más monstruo para matar.
Me bebí a mí mismo
a mordiscones.
Entonces amaneció para siempre.

jueves, 30 de noviembre de 2006

Número fantasma


Un matemático es un ciego en una habitación oscura que busca un gato negro que no está allí.
(Charles Darwin)

Las matemáticas convierten lo invisible en visible
(Keith Devhin)

Francisco Euler ha trabajado como relojero toda su vida. No tiene conciencia de la enredada trama mecánica que envuelve sus engranajes. Tampoco conoce los goznes y poleas del mundo. Ni los relojes, ni lo que está fuera de ellos pasa por su mente. Lo único que sabe es que él puede reparar algo que cae en sus manos. Lo toca, lo toca muchas veces, lo abre, lo desarma, lo raspa, lo sopla, le cambia algo, lo sigue palpando y descubre –tocando- que ha vuelto a andar. Es ciego y ha sido ciego toda su vida.

Francisco Euler arregla los relojes como el más perfecto artesano. Sin embargo no conoce la estructura de los relojes ni del tiempo. No conoce la estructura del mundo. Sólo conoce una vasta interioridad limitada por los poros de su piel: su mundo mental se constituye de representaciones táctiles. A pesar de la ceguera, su tacto supera con creces cualquier discapacidad.

El profesor Nereo Rodríguez conoce a Francisco Euler y lo quiere presentar en la universidad como un caso excepcional de conocimiento intuitivo. Lo curioso de Euler es que no dice ser un relojero. “No trabajo con relojes. Trabajo con matemática”. Nereo Rodríguez le consigue una entrevista con los decanos de la universidad.

El día de la entrevista los decanos esperan a Euler vestidos de riguroso traje y corbata. A la hora estipulada se escucha un murmullo en el pasillo y Euler ingresa, totalmente desnudo, al aula magna. Un ordenanza llega corriendo, cubre a Euler con una toalla y se lo lleva a los empujones. Nunca más lo dejan entrar.

¿Cómo hace un ciego una demostración matemática? La puede hacer para sí mismo, representándose las cantidades o las figuras. Pero, ¿cómo se representa para sí mismo? ¿mediante números arábigos? Él no puede tener la impresión visual de un número: no tiene la menor idea de lo que es “2”.

Tampoco puede hacer demostraciones geométricas en un pizarrón o sobre un papel. Si dibuja un triángulo en el pizarrón, luego no puede trazarle bisectrices o marcarle sus ángulos. Tampoco tiene una imagen visual de triángulo: sólo posee una imagen matemático – táctil.

Para ser matemático ciego, entonces, hay un solo camino: dibujarse las figuras en el cuerpo. Sólo por correspondencia con el roce de la tiza en la piel, Euler puede saber dónde están los vértices y los segmentos. No puede entender, representar ni mostrar a otros las relaciones entre magnitudes si no tiene la fuerte impresión táctil de la abstracción matemática rozándole la piel. Por eso, necesita estar desnudo para hacer su demostración.

Su memoria táctil le permite recordar exactamente por dónde pasó la tiza sobre su estómago; dónde terminó de trazarse la figura y dónde se unieron los segmentos que la forman. La huella mental sobre su piel tiene aun mayor fuerza que una imagen visual para un no-ciego.

Cuando Euler aprendió a contar, lo hizo golpeándose la muñeca izquierda en un sector específico del brazo derecho. Eso significaba “uno”. Otro pequeño golpe en la muñeca, un poquito más arriba, significaba “dos”. Así, su sistema decimal (cuyas diez cifras terminaban casi a la altura del codo) consistía en el recuerdo de una pequeñísima sensación de dolor en un sector muy preciso de su brazo. “21”, por ejemplo, no es una figura visible, sino el recuerdo de dos pequeños dolores consecutivos: el del dos y el del uno.

Después de un terrible accidente, Euler perdió su antebrazo derecho a la altura del codo. Simultáneamente, perdió su capacidad de contar. Los números dejaron de ser mostrables; sólo eran un vacío recuerdo de pequeños dolores y la asociación mental de un sonido. “Dos”, dicho en voz alta o pensado, no es lo mismo que “la sensación en el sector del brazo que corresponde a dos”.

Pero después de perder su brazo, se le reveló una verdad matemática fundamental. Comenzó a sentir dolores en el brazo que ya no tenía. Su dolor era, por ejemplo, un fuerte 983, mas la suma de otro dolor (otro número) desconocido. En otras palabras: le dolían las partes del antebrazo que ya no tenía, más una parte que nunca había tenido. Ese dolor anatómicamente imposible era, para él, el número fantasma. Su matemática fantasma consistía en operaciones hechas con un volátil elemento: el recuerdo de (la sensación de dolor que significan) los números transformados (matemáticamente) con otras sensaciones de dolores desconocidos. “Me quitaron un brazo real (cuyos números son finitos) y me lo cambiaron por un brazo fantasma (cuyo número es infinito)”

“Todos los números pueden convertirse en el número fantasma, y él se convierte en todos. La operación fantasma es la más complicada y la más simple”, dijo Euler pocos días antes de morir. En sus últimos días había relacionado el número fantasma con algo divino (era inevitable), y a través de sus transformaciones y combinaciones pretendía haber descubierto todas las verdades del mundo. Pero esas verdades estaban escritas en difusos caracteres táctiles; en sensaciones intraducibles y en operaciones que combinaban dolores posibles, dolores reales y dolores fantasma. Su obra, de una necesaria originalidad, se perdió para siempre con su muerte. Las últimas horas de vida, Euler las pasó agitando su brazo izquierdo, imitando los movimientos que realizaba cuando era relojero.



lunes, 20 de noviembre de 2006

Miembros fantasma

(Esta historia está estrechamente vinculada con "Transporte Fantasma")

El policía enumera los efectos personales del accidente: un pulóver, una foto, medio paquete de galletitas “Cerealitas”, una bolsa de caramelos sugus, un cd de Serrat, un muñeco de peluche estilo ‘perro’, un brazo (izquierdo).

Pasaron dos meses del accidente. A Gabriel le devuelven el paquete de cerealitas junto con su brazo amputado. En ese lapso ha desarrollado una extraña ansiedad por verlo.

Lo primero que hace Gabriel es sacar el brazo del formol y ponerle una venda en el dedo meñique. Cristina, su mujer, le pregunta qué está haciendo. “Es que desde que perdí el brazo, me duele ese dedo”, contesta. Gabriel tiene el macabro caso de miembro fantasma.

Usted pierde un brazo a la altura del codo. ¿Qué debería dolerle, en ese caso? Le puede doler el codo (porque es el lugar en el cual se produjo el corte). Pero suena más natural que le duela todo lo que perdió. Si, precisamente donde usted debería tener la mano, alguien atraviesa una aguja, parece normal que le duela. La mente sigue teniendo registro del brazo y de su relativa topología: acá está la mano y si la pinchan, duele.

Gabriel sufría dolores cada vez más terribles en (la topología mental de) su dedo meñique izquierdo. Dos o tres veces al día sacaba a su brazo del formol y le hacía un tratamiento con Merthiolate y Rifocina. Cristina, un poco horrorizada pero enternecida, decidió hacer algo. Descubrió que existía un
club del miembro fantasma y allí se fue con Gabriel. Con todo Gabriel; es decir: con Gabriel y el frasco con formol con el brazo de Gabriel.

El club del miembro fantasma era un espacio en el Hospital Municipal en el cual se reunían personas que habían sufrido amputaciones, coordinadas por un médico, el Dr. Alimenti. Lo que le llamó la atención a Cristina es que algunos de los presentes no tenían miembros amputados. Pensó, claro, que eran acompañantes. Sin embargo no era así. En la primera reunión, todos se presentaron y contaron su experiencia fantasma:

Ariel S, amputado de una pierna: “Siento cosquillas, dolores e incluso el frío y el calor en la pierna que me cortaron hace un año. Si me acerco al fuego, siento que mi pierna se quema y si estoy frente al freezer, siento el hielo. Lo terrible es que no pude encontrarme con mi pierna después del accidente. Quién sabe cómo estará”

Josefina M, amputada de un brazo: “Me duele un dedo. Pero no es ninguno de los dedos de mi mano: es como un sexto dedo. Cuando visualizo mentalmente a cada uno de los dedos de mi mano fantasma y los enumero (meñique, anular, central, índice, pulgar) descubro que ninguno de ellos duele, sino otro que nunca tuve”

Juan S. “Jamás me amputaron nada, pero tengo la sensación de que yo tenía alas y que podría volar si no me las hubieran sacado. “

El coordinador, el
Dr. Alimenti, nos aclaraba: “un miembro fantasma no es necesariamente un miembro amputado”.

Juliana R. “Aunque soy mujer, tengo todas las sensaciones de placer en el pene… Un pene que, obviamente, nunca tuve.”

Ernesto A: “Tengo tentáculos fantasma que se esparcen por miles de kilómetros y llegan a los más lejanos rincones del mundo. La gente los pisa, los rompe, los machaca cuando camina”

Nora C. “Siento que en mí había otro cerebro que ha desaparecido y mi cuerpo reclama por él. A veces tengo deseos que no son míos; como si existiera en mí una necesidad profunda de ver realizadas ciertas voluntades que tenía mi otro cerebro”.


Esteban G.
"Me han amputado una máquina del tiempo"

Alberto Alimenti, el doctor: “Me extrajeron un tumor cancerígeno de mi estómago. Ahora siento su falta; siento que era yo mismo en miniatura y tengo el recuerdo tierno de cómo crecen y se hacen fuertes sus células mutadas”

Después de esa travesía de imaginaciones mórbidas, El doctor Alimenti explicó que todos los seres, humanos y no humanos, tenemos miembros fantasma.
- La imagen que la mente se hace sobre nuestro cuerpo no coincide exactamente con el cuerpo: hay mentes que están preparadas para estar en cuerpos muy distintos al cuerpo que le ha tocado. Hay personas que dicen sentir la necesidad de mover miembros que no pertenecen a la especie humana: como si cierta memoria genética los estuviera impulsando a evolucionar por otro camino. Algunos se sienten como monstruos; otros como berenjenas. Hay casos sencillamente espectaculares. Para dar un ejemplo, este vegetal (dijo señalando una berenjena sobre el escritorio), cree que le fue amputada su forma humana.
Finalmente señaló una silla vacía: “Lo que le ocurre al señor
F. F., chofer de camiones, es elocuente: él es un fantasma y tiene la fantasía de que le duele todo el cuerpo”

miércoles, 15 de noviembre de 2006

Transporte Fantasma

Luego de un extraño y terrible accidente de tránsito, Gabriel, el novio de Cristina, sufrió la amputación de un brazo a la altura del codo. Los cirujanos, en su infinita morbosidad, pusieron el brazo en un enorme frasco con formol para entregárselo a la policía. Dos meses después, tuvieron la cortesía de devolverle el brazo junto con otros efectos personales.

Parece que por la ruta 3 sur un camión venía zigzagueando y Gabriel no lo pudo esquivar. Su Duna blanco se estrelló después de una maniobra estadísticamente imposible y quedó incrustado al lado de la rueda delantera derecha del Scania. El Duna se destruyó por completo. El camión, en cambio, apenas tuvo una abolladura en la rueda delantera y una ligera muesca en la carrocería. Gabriel sólo sufrió la amputación de su brazo izquierdo y nada más (y nada menos). Ni siquiera se lastimó la cara por el parabrisas explotado, ni se rasguñó las piernas aprisionadas entre los despojos del motor y del chasis, ni se clavó los restos astillados del volante en el abdomen. El chofer del camión (sólo identificado como F. F.), en cambio, murió de un incierto paro cardíaco.

Los peritos descubrieron que F. F. ya venía muerto desde hacía varios kilómetros atrás, y que esa era la causa del zigzagueo. Yo no pude evitar imaginarme ese episodio; un monstruo con acoplado arrastrado por la inercia fría de un pie muerto sobre el acelerador, guiado ciegamente por una voluntad que ya no existía y dirigiéndose el único destino posible: estrellarse. Una máquina que, para funcionar, en lugar de cobrar vida, cobra una muerte. Y arrastra a su muerto a través de la llanura nocturna entre lobos, luna menguante y rutas vacías, en cuyas banquinas hacen dedo las víctimas fatales de antiguos accidentes.

Los médicos forenses calculaban que el chofer del camión podía haber muerto seis kilómetros atrás, a lo sumo; porque ese era el tramo en el cual la ruta iba en línea recta, prácticamente sin curvas ni irregularidades. Un maniquí, con el rígido pie sobre el acelerador, podría tranquilamente haber hecho ese camino. El problema era que, según las pericias, el chofer había muerto hacía varias horas. Quizás diez o doce.

La policía al principio manejó una hipótesis que a mí me sonaba tan retorcida como los hierros del Duna bajo el Scania: supongamos que el camión salió de Trelew hace doce horas. No pudo haber sido manejado por un muerto. Lo que queda es: hubo alguien que manejó el camión hasta hace cinco kilómetros (a la altura de la rotonda), luego detuvo el vehículo, puso a un muerto en la cabina (simulando que era el chofer), arrancó nuevamente y luego se tiró del camión en pleno movimiento. Esta hipótesis se vino abajo enseguida; desde Trelew confirmaron que el muerto era precisamente el chofer y no un impostor. Además, si alguien se hubiera tirado desde el vehículo en movimiento, habría quedado una puerta o ventana abierta. Incluso había otro detalle: el camión, hasta un segundo antes del impacto, iba a noventa kilómetros por hora. Hubiera sido suicida arrojarse desde la cabina a esa velocidad.

Finalmente, apareció la más disparatada de todas las hipótesis y sin embargo la que, curiosamente, a la policía le pareció más simple. El chofer no había muerto hacía doce horas; había muerto cinco kilómetros atrás. Los forenses, por la rigidez cadavérica y por el estado de descomposición, determinaban que no podía ser; que la muerte o un estado catatónico debían haberse producido mucho antes. La explicación estaba en un lugar inesperado.

El camión venía de Trelew trayendo en su caja (según decían) una variedad de medicamentos y de productos químicos. Como todo no entraba en la parte de atrás, el chofer llevaba algunos packs en la cabina de adelante. Había un pack cuyo contenido era un gas, que se disuelve rápido y que si se lo respira puede provocar catarro, irritación y mareos. Uno de esos packs estaba roto y tenía tres frascos abiertos. Hasta aquí sólo podemos inferir que el chofer estaba mareado, y nada más. Falta la parte de la rigidez cadavérica.

Esa noche hace frío. El chofer tiene la ventanilla cerrada y parte del monóxido de carbono del motor de su camión entra en la cabina. El monóxido de carbono se combina fácilmente con el gas del frasco roto y forma otro gas sumamente tóxico, que afecta al sistema nervioso. El chofer siente un ligero mareo y una parálisis en sus piernas. Trata de mover sus pies para quitarse el entumecimiento, pero sus piernas no le responden. El pie derecho está rígido, como una palanca, apretando el acelerador; trata de moverlo con sus manos pero ahora los brazos tampoco le responden. Se queda como un muñeco, duro, con sus manos sobre el volante y su pie derecho en el acelerador. Lo único que puede hacer es, cada tanto, dar un ligero volantazo para doblar en las curvas, pero no puede detenerse. Trata de gritar o de abrir la ventana. Es inútil. Diez minutos después la lengua se le seca y comienza a quedarse ciego. La ruta se convierte en una conjetura negra, de vez en cuando sobresaltada por las luces de los autos que vienen en sentido contrario. No escucha sonidos (solo un zumbido perpetuo que se parece al gruñido de un perro) y no siente las casi inmóviles manos. Cada vez es más difícil respirar; lo intenta probando de a sorbos el aire enrarecido. Él no lo sabe, pero hay una espuma amarillenta saliendo de su boca y obstruyendo su nariz. Así estuvo el chofer las diez horas antes de morir, (para él el tiempo había dejado de seguir su curso normal; los minutos y las horas se confundían), haciendo su trabajo con la voluntad tiesa de un muñeco de plástico. Después del choque, el gas salió de la cabina y el único rastro que quedaba era el imperceptible pack, imperceptiblemente roto, del cual se había escapado el gas.

La policía le comunicó a Gabriel esta versión como si fuera definitiva. Sabía, sin embargo, que le estaban ocultando algo, porque después del choque Cristina pudo ver el camión y descubrió que no era un transporte de productos químicos, sino de berenjenas.

sábado, 11 de noviembre de 2006

Rumplestilskin 2

Preparáos.
En estos días llegan dos retorcidas historias de fantasmas.

Conviene ir aprendiendo la siguiente operación, que también vale para otras historias ya contadas en este mismo blog:

Monstruos = máquinas que andan solas => animales fabulosos => cangrejos => fantasmas => cáncer = berenjenas

Con el transcurso de los post, se pueden ir agregando más términos a esta operación.

Recuerde:
Un monstruo es un animal monstruoso
Una berenjena es un monstruoso vegetal.

viernes, 10 de noviembre de 2006

Berkeley


- Si cierro los ojos y no percibo la mesa que tengo delante de mí, la mesa deja de existir.
- Pero, ¿por qué vuelve a existir cuando abro los ojos?
- Ahí está el punto: depende de cuándo abras los ojos. ¿Probaste qué pasa si mantenés los ojos cerrados durante cuatro mil años? (que mueras antes de comprobarlo no cuenta como refutación)

jueves, 9 de noviembre de 2006

Lo que veo en una foto vieja

Siempre me gustó la etimología de la palabra nostalgia.
‘Nostalgia’: del griego nostos (viaje, regreso) y algós (dolor)
La nostalgia es un viaje de regreso con dolor.


Caminar hacia atrás con angustia. Mirar las cosas y las personas que hemos abandonado y que nos han forzado a que las abandonemos.
Pocas veces una palabra lleva escondida dentro de sí un significado tan exacto y complejo. No son los relojes; no son los recuerdos: la única garantía de que los minutos son irreversibles pero reales, la obtenemos gracias a la nostalgia. Por ella sabemos que hemos vivido alguna vez en lo que hoy es el pasado.

Para mí, nada hay más misterioso que el pasado. Del futuro ya sabemos demasiadas cosas: está escrita la fecha de nuestra muerte; el nombre de nuestros hijos y de nuestros nietos; la felicidad de haber realizado un viaje o la infelicidad de no haberlo hecho. Está escrita la nostalgia de recordar precisamente este momento. El futuro es una proyección volátil e inerte, que se arma con las cáscaras vacías del presente y con el peso insoportable del ayer. Con respecto al futuro no hay nostalgia; no hay un sentimiento análogo. En cambio el ayer es siempre nuevo y auténtico.

A veces veo una foto vieja, de un día anónimo. Una situación cotidiana de hace más de dieciséis años. En la foto aparece la mesa de mi casa, el modular con el jarrón de plata, la luz que entra por la ventana de un día quizás de junio, nublado, a la una o dos de la tarde. En un rincón se ve el televisor apagado y allá, al fondo, la habitación de mi papá casi en penumbras. Todo lo que veo en la foto es conocido e irreal a la vez. Es irreal porque tiene detalles demasiado exactos; detalles que hace mucho tiempo han desaparecido y sin embargo la memoria los reconoce como si aun estuvieran. El televisor, por ejemplo, es un philco ford de 17 pulgadas, blanco y negro, con una antena improvisada con maderas y alambre, que fue vendido o regalado hace más de tres lustros. Hace quince años que no lo veo y jamás lo voy a ver nuevamente. Pero cuando veo la foto los detalles me impactan por su familiaridad, como si ese cuadro lo hubiera visto hace no más de cinco minutos. Por ejemplo, el televisor tenía un rayón al costado (del lado derecho) que no se alcanza a ver en la foto, pero que viene añadido en el recuerdo. Aunque hace tanto que no lo veo, sé que ese rayón está ahí. (¿Ahí? ¿A qué ‘ahí’ se refiere mi recuerdo?) La memoria guarda cosas que uno a veces no volverá a recordar. Pero basta un mínimo puntapié para que el recuerdo se despierte completo, con todos los pormenores. En mi mente reconstruyo ese instante, el resto de mi casa y de ese día, que no recuerdo. Trato de imaginar qué hay en la parte oscura de la foto; esa zona en penumbra donde se enfoca la habitación de mi papá. Trato de descifrar el misterio de todo lo que era importante para mí en esa época: ¿ese día yo iba a la escuela? ¿Por qué saqué esa foto? ¿Quién estaba, además de mí? ¿qué estaba haciendo mi hermano? ¿en qué pensaba yo por ese entonces? Curioso: en la foto no aparecen personas; sólo aparecen algunas cosas, mudas y fragmentadas, cubiertas con una despiadada melancolía de tonalidades grises.

Creo que el paso del tiempo sólo sirve para ganar nostalgia. Todo, absolutamente todo, se pierde con el tiempo, menos la nostalgia que crece de manera recursiva: uno puede tener nostalgia incluso de recordar un momento en el que tenía nostalgia de recordar un momento. La alegría más intensa y la amargura más macabra se disuelven, se suavizan y se transforman en ese único licor.

El instante que acaba de pasar ha desaparecido para siempre. Lo que vivimos hace apenas un día no está cerca, ni lo que pasó hace mil años lejos: ambos tiempos son igualmente inalcanzables. Tendemos a creer que los minutos son como los metros, que pueden ser recorridos tanto en uno como en otro sentido. Como si la memoria del ayer fuese el ayer. El recuerdo del sabor del vino, del café de esta noche, de la cena con mi familia y amigos, sólo perviven como una huella en la arena. Son una sucesión de espectros ordenados por fechas; imágenes vívidas y coloreadas con la tintura de las emociones; fantasmas que, con nuestra voz, imitan las formas y las sensaciones del pasado. Las personas nos reunimos para contar qué hemos hecho el día anterior, dónde hemos estado hace unos años: tenemos la ficción de recrear el pasado, de ganar pasados ajenos para actualizarlos, de apropiarnos de imágenes que ficcionan el ayer, de creer la propia ficción de que el ayer ha sido real. Lo que ocurrió hace unos minutos deja huellas engañosas; es un muerto que murió ayer y que habla hoy. El tiempo mismo sólo vive en el lenguaje: no hay ayer ni mañana sino la fugacidad sin duración. Aun las metáforas del tiempo implican al tiempo: como un río que huye, como el sol que desaparece en el horizonte, como el bebé que acaba de nacer y llora en la primera y más profunda congoja de su vida.

Los días de viento tengo la sospecha de que todo puede curarse. El viento trae la brisa del mar, aunque sea un mar lejano y de hace muchos años. Con el viento se puede llenar los pulmones de recuerdos nuevos. Las fotos viejas se vuelan. El Céfiro se lleva el tiempo. Los vientos que silban en las ventanas tienen el poder de llevarse el pasado, dejando a veces la angustia de la nostalgia, y a veces el campaneo de la risa de un tiempo querido y desaparecido hace mucho.

martes, 31 de octubre de 2006

El club del Mal Matarse y No Morir


Parece que muchas personas se enteraron de que yo había sido el invitado de lujo en una cena muy especial, durante el mes de enero. Después de esa fabulosa y extravagante reunión de juegos y manjares, me llegaron por mail diez invitaciones a eventos similares, tan intrigantes como la primera. Enumero nueve de esas diez (eximo de comentarios a algunas de ellas):
- la sociedad de la vergüenza (shame society) [el membrete de la invitación tenía el dibujo de un rostro con los cachetes rojos y la boca tapada]
- club contáselo al Turco [aparentemente, una noche para contarle secretos a un desconocido.]
- la mañanita del golpe en la cabeza. [prometían desayuno con medialunas y Migral]
- Sociedad momentánea “somos extraterrestres por un rato”
- “Nos reunimos para gritar” [después de una sesión de gritos desgarrados y jadeos, ofrecían vino, empanadas y asado. Otra opción: “nos reunimos para dar golpes de puño en la pared”]
- Clan “cumplimos tu fantasía filial” [ejemplo: todos los presentes fingen que son tus hijos, o tus padres]
- Sociedad de la Malteada “hagamos travesuras de niños” [prometían malteadas]
- Cena semanal de la Agrupación Travesti Homofóbica.
- Agrupación Unamos Nuestros Bigotes: “déjese crecer el mostacho y recorremos el mundo con los bigotes unidos”

No contesté a estas nueve invitaciones. Hubo una que me intrigó realmente (y que no tenía ese sospechoso tonito de broma del resto): el club del suicidio asistido.
La invitación me llegó en sobre negro (no fue un mail de dudosa autoría), papel perfumado y letras de oro.

Discreción absoluta. –decía el cuerpo de la invitación- Proponga y realice el más ingenioso suicidio. Premios que le cambiarán la vida o aliviarán su agonía.

Dejaban la dirección de un mail. A él recurrí para consultar más detalles. Un tal Miguel Arándano me explicó cómo procedían:

Usted se anota en nuestros registros. Cuando esté preparado, nos llama y nosotros vamos a ver su suicidio, el cual será ejecutado sin demoras ante nuestro jurado. Si duda o “hace tiempo” pierde puntos (el miedo es un mal indicio). Un segundo antes de que muera, o de que se haga un daño irreversible, nosotros detenemos el proceso y evaluamos su puntaje. La idea es no morirse. Matarse, pero no morirse. Si se muere, pierde. Si se suicida en soledad y nosotros no podemos detenerlo, pierde. Si su suicidio es tan perfecto que no puede ser detenido, también pierde. Estos factores deben ser tenidos en cuenta.

Evite suicidios clásicos o, de implementarlos, hágalo de una manera única. Para que se haga una idea, le mostramos algunos de nuestros más famosos suicidios (por cuestiones obvias, no le doy el nombre de los ganadores):
- Cortarse las venas con un chocolatín blanco.
- Comerse los mocos hasta morir de asco.
- Cambiar de lugar órganos vitales mediante una autocirugía con tenedores y cuchillos de cocina.
- Ahorcarse con una cuerda hecha de víboras venenosas.
- Morir por hablar mucho.
Nosotros creemos en el suicidio racional. Usted no necesita ser depresivo ni tener tendencia a atentar contra su vida. Como el jugador de ruleta rusa, el escalador o el boxeador, la competencia de suicidio puede convertirse en un deporte adictivo y estimulante.
(Advertencia: no es válido el intento si se realiza frente a conocidos. Es imprescindible la asistencia del jurado que dictamine la originalidad del método y la ausencia de trampas. Aunque el jurado detiene al suicida un instante antes de que sobrevenga la muerte, el método debe estar tan bien hecho que, de no contar con la intervención del jurado, la muerte se hubiera producido sin demora.)

Como los límites de la vida me atraen sobremanera, estuve durante varios días planeando mi suicidio. Los ejemplos que ellos me daban eran tontos y casi jocosos. Supuse que con poco podía superarlos. Como siempre, mi amigo Esteban Flamini me previno sobre esta sociedad y me recordó el suicidio de Javier, nuestro amigo en común. “En una de esas, nunca hay ganadores” dijo. “Por ahí, están todos a tu alrededor viendo cómo te morís; cómo lográs el suicidio perfecto y ellos en su excitación morbosa no detienen tu muerte. Y ahí te quedás, suicidándote para nada”.
Después de esta sospecha, no me quedé a esperar al jurado y hace un par de días ejecuté mi suicidio, el cual (como podría esperarse) fracasó.

Ayer me llegó otro sobre negro.

Detalle: suicidio del sr. Jorge Mux
Fecha: 29 de octubre de 2006, 23:25 hs.

Nota del jurado: cuando se está suicidando, su ánimo debe ir parejo con la circunstancia. Usted parecía estar yendo de compras. La próxima vez, para empezar, ponga más convicción. Sonríe demasiado. Cantar está de más. No se debe interrumpir el suicidio par atender el teléfono. No se debe contestar el teléfono diciendo a la ligera que uno se está suicidando, entre comentarios jocosos.
Detalles técnicos: No se entendía para qué estaban ciertos elementos en la escena del suicidio. Confusión en la elección de los instrumentos. La harina no sirve para acuchillarse. Es imposible ahorcarse con vino blanco.

Advertencia: la eventual muerte por una consecuencia inesperada (asfixia por tragar involuntariamente harina; coma alcohólico por caer de cabeza en un balde de vino) no aumenta la calificación. Los accidentes no forman parte del plan.

Calificación: 1 (uno)

martes, 24 de octubre de 2006

Curiosidades del futuro lejano, segunda entrega.

(Por Esteban Gorrer)

Año 2274. * Hace cincuenta años los hombres y los proto han diseñado un dispositivo para reciclar los desechos llamado "Gastrócolo", que se coloca al final de los intestinos. El orín y las heces se convierten nuevamente en alimento. Cuando los desechos llegan hasta el colon, el dispositivo los intercepta y los devuelve al cuerpo en forma de algún tipo de nutriente. Si cada uno de los integrantes de una pareja se coloca un gastrócolo, sus hijos nacerán con ese dispositivo. Con el paso de las generaciones, y por causa del desuso, el ano se convierte en un órgano especializado en el placer, mucho más que los órganos sexuales. De todas maneras, en esta época las posibilidades de placer son infinitamente variadas y no tienen relación directa con los órganos del cuerpo: en casi todos los casos se trata de prótesis artificiales.

El gastrócolo será el primer dispositivo artificial que, por causa de su transmisión genética, generará una relación simbiótica con el hombre. Será una simbiosis entre carne y circuitos de silicio. Pero ocurrirá un suceso inesperado: el gastrócolo iniciará su propio proceso evolutivo, en conjunción con algunas células del colon. En otras palabras, el gastrócolo se volverá independiente y tomará al colon (órgano que no tiene uso desde que no es necesario defecar) como parte de su sistema. Para el año 2316 el gastrócolo tiene añadidas una multitud de células, mutadas por la radiación del silicio. Este dispositivo (a esta altura es un órgano más) sigue cumpliendo su función simbiótica, pero comienza a demandar una mayor cantidad de recursos.
El gastrócolo funcionaba sobre la base de los desechos. Pero, a medida que evoluciona, necesita de desechos cada vez más especializados. Por eso, las personas, cuando tienen hambre no sólo comen alimentos orgánicos; también necesitan pequeños trozos de metal y porciones de arsénico, litio y vidrio. De ese modo alimentan al gastrócolo y a sus células mutadas. Los médicos evalúan que el órgano, en cuestión de unas pocas décadas, ejercerá su propia voluntad y quizás asuma el control del cuerpo. Después de todo, dicen, nosotros somos producto de una evolución en la cual el cerebro asumió el mando. Debemos suponer que hubo una guerra evolutiva entre órganos y que, quizás, el corazón disputó el control pero lo perdió ante el masivo poder de las neuronas. Ahora, en el año 2320, la guerra se entabla con un órgano de metal.

Pero, contra todas las previsiones, el gastrócolo evolucionado no tendrá ningún interés en controlar el cuerpo humano. Para el año 2345, los gastrócolos crecen entre los intestinos humanos pero, a la edad de veinticinco o treinta años, se autoexpulsan a través del ano. La persona que expulsa un gastrócolo defeca por primera vez en su vida, y lo que defeca es un órgano: da a luz un órgano independiente. Una vez expulsado, el gastrócolo adulto comienza su propio camino evolutivo.

¿Qué es un gastrócolo adulto? Es el pequeño circuito de silicio más una multitud de células del colon mutadas. Cuando cae al piso, el gastrócolo es indefenso y no puede moverse. Es una masa amorfa, negruzca y gelatinosa. La persona de la cual se desprendió se siente atada afectivamente a su órgano. De modo que lo cuida y protege hasta que llega el momento adecuado.

El momento adecuado puede ser cualquiera. El gastrócolo liberado buscará nuevo material genético; las células mutadas de colon sólo sirven de base para fundirse con otras células. Es probable que por un descuido en algún momento una cucaracha, una mosca o un perro se acerquen a él. Entonces el gastrócolo se unirá a la información genética del animal que se le acerque y les transmitirá una copia de sí mismo. Por eso para el año 2390 la mayoría de las especies vivientes llevarán una copia genética de gastrócolo y, consecuentemente, una copia del material genético humano (eso por las células del colon que están añadidas en el gastrócolo). Estos animales mutantes serán más resistentes a las radiaciones solares; serán sensiblemente más inteligentes y su comida consistirá casi exclusivamente en metales herrumbrados. El gastrócolo se incorporará al material genético de casi todas las especies vivientes, incluso de los proto. Para el año 2405, los gastrócolos ya no saldrán de los cuerpos humanos. Simplemente, a la edad de veinticinco o treinta, los hombres defecarán un huevo. Un huevo de silicio. Nada tiene que ver con los huevos de animal: un huevo de silicio es un rectángulo negro metálico, frío, duro, irrompible. El huevo puede ser fecundado por casi cualquier cosa: una espora, un poco de polvo, una brisa, una tenue luz, humedad, la presencia cercana de algún árbol, de una estatua o de una mesa. El tipo de estímulo que fecunde al huevo dará como resultado un ser diferente: por eso los huevos se diseminan y dan a luz a especies nuevas y desconocidas, casi a cada segundo. Cada persona se convierte entonces en el padre de una nueva especie. Los seres humanos (muchos de ellos) dejan de reproducirse de manera ortodoxa (en realidad la reproducción hace tiempo ha dejado de hacerse por medios sexuales) y sólo se reproducen mediante este huevo que deja el gastrócolo.

No hemos hablado de una evolución paralela. Las Mecano (parientes lejanos de las computadoras), por su parte, trabajan en su propio proceso evolutivo, que es mucho más definido y más rápido que el de los humanos. Las Mecano se aprovecharán de estos Huevos para integrarlos en sus combinaciones evolutivas. Por eso, las Mecano harán el cálculo de luz, calor y ambientación necesarios para fertilizar al huevo y que de él salga otro Mecano, un Mecano más fuerte y más avanzado que los conocidos. De allí nacerá el Mejatératon, la perfecta mujer de silicio que con sus encantos enamorará a todos, hombres, mujeres y animales.

Mientras tanto, el gastrócolo continuará viviendo en el cuerpo humano y cada tanto desalojará un pequeño huevo. Lo que no saben los humanos, ni los proto, ni el mismo gastrócolo, ni han tenido interés en revelar los Mecano, es que la radiación generada por las células mutadas del colon más el silicio del gastrócolo, provocará, para el año 2500, que algunos órganos del cuerpo humano se subleven y quieran volverse independientes. Para el 2510, veremos a algunas personas vomitar sus propios corazones, sus pulmones o su cerebro, como si fueran niños que se van de la casa. Por supuesto que, para el momento en que se desprenden de ellos, esos órganos ya no se parecen en nada a los que conocemos: muchos de ellos ya tienen patas y hasta primitivos rostros de persona o de cangrejo.

miércoles, 18 de octubre de 2006

Curiosidades del futuro lejano, primera entrega


Uno de los avatares de Esteban Gorrer me contó la siguiente noticia del futuro:

Durante los años 110.000 y 150.000 la Tierra estará cubierta por dunas que se asemejan a tubos de aspiradora. Cada tanto hay lagunas viscosas; hechas de un material que parece moverse y cambiar de color. Tanto las dunas como las lagunas viscosas son partes de un único ser: Geópolis.

Si yo le digo a usted que este ser es una computadora, no estaría entendiendo. Si le digo que es un ser vivo, tampoco. Incluso, cuando le digo “único ser” usted estará pensando en un individuo como yo, como un perro o como un árbol. Hoy, año 2006, usted conoce un solo tipo de vida: la que surge a partir de una evolución natural. También conoce un solo tipo de inteligencia artificial: lo que usted llama “computadora”. Imagine que dentro de cien mil años ninguno de esos conceptos tendrá sentido.

Lo que existirá en la Tierra, para un viajero como yo, es una sucesión de mesetas y lagunas viscosas. Las mesetas y las lagunas piensan y sienten, y saben que yo estoy allí pensando y sintiendo. Pero quizás “pensar” y “sentir” sean conceptos demasiado pequeños. Este ser formado por mesetas y lagunas es capaz de operaciones que están más allá del nivel de cualquier entendimiento humano.

Geópolis es fruto de una sucesión de mutaciones. Si le sirve pensarlo de esa manera, piénselo así:

Nosotros, los seres humanos, somos un escalón en la evolución. Un escalón que nos parece importante, definitivo, completo. No es cierto; estamos condenados a mutar, a cambiar de carne, a desaparecer una y mil veces y reaparecer bajo cientos de formas diferentes. En el año diez mil los hombres (algunos hombres) seremos una especie de cascarudos que se comunican por medio de chasquidos. En el año veinte mil, seremos unos extraños árboles de carne a los que, si se los tala, les sale un líquido parecido al del aceite de automóviles. Dentro de esos árboles habrá neuronas y circuitos de silicio. En el año treinta mil, usted se encontrará con aguas danzantes; aguas que flotan a ras del suelo y se elevan varios metros. Esa agua es un plasma metálico que contiene infinitas reacciones químicas y biológicas. No sólo evolucionaremos por medios biológicos; también estará la inteligencia artificial realizando su propio camino evolutivo, fundiéndose en algunos casos con la evolución del hombre y de otras especies. Pero la inteligencia artificial también generará sus propios mecanismos biológicos. Piense usted que dentro de cien mil años, toda especie será natural: las “máquinas” evolucionarán sin que intervenga la inteligencia humana. Y los hombres seguirán transformándose en una diversidad enorme y acelerada. Esos hombres estarán fundidos con otras especies de hombres y con los millones de especies de seres surgidos de la primigenia Inteligencia Artificial.

Geópolis es el resultado, no definitivo ni perfecto, de estas amalgamas.

Geópolis es una combinación de todas las combinaciones posibles de ADN biológico. También es una combinación impensable de infinitos circuitos reverberantes: es todos los seres posibles amalgamados en uno, extendido por toda la superficie de la Tierra. En Geópolis está usted y estoy yo, y estamos todos los que viven en el año 2006. Imagine que, si allí están todas las combinaciones de vida posibles, entonces está usted viviendo exactamente lo que vive en este momento: Geópolis no sólo es una copia de usted; es usted viviendo la vida de usted, más la conciencia de que es parte de Geópolis.

Lo curioso es que Geópolis reúne no sólo la vida posible en la Tierra: es la reunión de todas las combinaciones cuánticas posibles en las que puede desarrollarse la vida en el universo. De modo que cualquier ser distante en el universo ya está presente en Geópolis.

La intención de Geópolis es comunicarse con otras Geópolis distantes, de planetas lejanos. Así como una Geópolis reúne toda vida biológica, una comunión de Geópolis reúne todas las posibilidades de todas las cosas dentro y fuera del universo. La combinación de todas las Geópolis posibles dan vida a un ser atrabiótico.

¿Esto le parece confuso? Espere a que le cuente lo que viene.
Un ser atrabiótico es un ser de “vida negra”.
Un ser que crece de manera desmedida, sin tino ni objetivos. Un ser que está destinado a llenar el universo por multiplicación de su materia oscura y olorosa, y por la multiplicación de sus múltiples multiplicaciones. Un atrabiótico no piensa ni evoluciona: su única evolución es la expansión. Es el estancamiento y el objetivo de toda vida.
Un ser atrabiótico es un tumor infinito, un cáncer esparcido por todo el universo que crece y crece hasta llenarlo.

No habrá big crunch; el universo no desaparecerá. Todo se convertirá
en cáncer. Mire, para que vea que no le miento: este bulto que tengo aquí bajo el brazo es parte del cáncer final . Aunque yo me muera de este cáncer, sé que mi muerte no es la muerte; no es definitiva: es la fusión con la más grande de todas las Geópolis, la que se comunica a través de los siglos y de las especies esparciéndoles tumores.

miércoles, 27 de septiembre de 2006

Hendija


Hace unos cuantos años, una tía que ahora falleció había enloquecido. Sus hijos, es decir, mis primos, contaban detalles de su peculiar estado mental y un poco nos reíamos porque las acciones que dicta la locura son hilarantes, absurdas y conmovedoras. Una vez contó uno de mis primos: “Hoy, cuando nos levantamos para ir a la escuela, mamá estaba tirada en el piso, con los pies descalzos, retorcida sobre sí misma, sumamente concentrada tratando de morderse el dedo gordo del pie. Le pedíamos el desayuno, pero sólo gruñía un ‘estoy ocupada, esperen un cachito’. Estuvo así tal vez dos o tres horas, con la mirada desencajada fija en su dedo gordo, sin lograr morderse siquiera la uña, hasta que se durmió, hecha una bola, tirada en el piso. Paula no fue a la escuela para quedarse con ella.”

Aparentemente, mi tía alternaba estados de una cruel incoherencia con otros de lucidez abrumadora. En esos estados de lucidez recordaba todo lo que había hecho, dicho y pensado en su otro estado. Yo amaba esos momentos en los que se podía hablar con consistencia y fluidez, porque ella se reía de todo lo que le pasaba. “Estoy cada día más loca y eso es muy divertido”. Ella misma definía a su locura como “un estado de placer, alegría y desenfado”. Gracias a ella aprendí a no temerle a la demencia: incluso llegué a desearla, a envidiar su felicidad plena, a creer que cualquier estado de alegría era un indicio de que yo también había heredado su manía. A veces, ella terminaba de reírse de sí misma y la sola euforia la conducía una vez más a las tierras de la enajenación.

Pero la locura y la lucidez de Sara estaban alternadas con la clarividencia.

Cada vez que un vendedor o cualquier otro desconocido tocaba timbre, Sara lo atendía y decía: “anoche soñé con usted”. Apoyaba esta afirmación dando detalles de la vida del desconocido que ni su propia madre podía conocer. El desconocido, fuera un vendedor o un cobrador, se mostraba tan sorprendido que casi siempre pedía más precisiones. Mis primos lo invitaban a pasar, le convidaban un café y le advertían sobre la locura de Sara. Ella se reía y, claro, no lo negaba. “Estoy loca, pero sueño con la vida de las personas, todo el tiempo”. A veces el vendedor se quedaba a almorzar y se hacía amigo de la familia. Otras veces, espantado por lo que oía sobre su propia vida, escapaba y no volvía a aparecer. “Algunas vidas no parecen tan terribles hasta que las ponemos en palabras”, decía mi tía. “Una cosa es que seas hombre y te guste el novio de tu hermana. Otra cosa es que lo pongas en palabras; que lo pienses en un idioma determinado. Mientras sea sólo un deseo, sólo una sensación molesta, sólo el palpitar de tu corazón, no parece terrible. Pero, si lo ponés en palabras, cobra una dimensión que antes no tenía: ahora se puede comunicar; todo lo que antes era amorfo e indefinido se convierte en un concepto preciso con significaciones espantosas”.

Cada vez que salía a la calle y veía a cualquier persona anónima, Sara se detenía como sorprendida por un recuerdo y decía: “yo soñé con este tipo”, seguido de datos precisos sobre su pasado y presente. Lo mismo pasaba con los personajes que aparecían en televisión. A veces los sueños le mostraba el costado perverso de las personas: “este tipo tiene la afición de violar gallinas”. Otras veces sus sueños eran proféticos: “este hombre está siendo engañado por su mujer y pronto va a darse cuenta” o, con mayor precisión: “Este hombre se llama
Alberto Alimenti y va a morir de cáncer en el año 2008”. Otras veces, los detalles que daba sobre las personas eran tan inverosímiles que no era posible saber si había entrado una vez más en la demencia, o si en verdad estaba percibiendo vidas ajenas: “Este hombre, Esteban Gorrer, viene del año 2087”

Aun cuando ella decía que las clarividencias y profecías le llegaban a través de sueños, seguramente no eran ensoñaciones comunes. Sara confesaba que no tenía recuerdos de esos sueños; como si se activara algo en la memoria cada vez que veía a alguien desconocido. “Yo les llamo ‘sueños’, pero no sé qué son. Cuando veo a alguien, inmediatamente recuerdo toda su vida y a veces veo su futuro. Como no sé de dónde me vienen esas imágenes, creo que han sido tomadas de un sueño. ”

En el año 1991 esta mezcla de locura, lucidez y clarividencia se convirtió en un cóctel prodigioso. Una tarde, después de haber preparado una torta, Sara se quedó sentada frente a la cocina por más de una hora, en silencio, mirando a la torta enfriarse. A sus hijos (que ya estaban acostumbrados a estos momentos de profunda introspección), no les pareció un episodio curioso. Cuando volvió en sí, Sara anunció: “acabo de escribir, completa, la próxima obra del escritor Pedro Danzi. La tengo toda, letra por letra, en la cabeza”.

El anuncio tuvo consecuencias desconcertantes y contradictorias. Mis primos le pidieron que recitara algo de la obra y, por lo que cuentan, lo que recitó bien podía haber pertenecido a Pedro Danzi. Algo que estaba a medio camino de las fantásticas y ya clásicas producciones de Las Muchedumbres de Fuego y Los Siete Sabios. ¿Es necesario aclarar que Sara jamás había leído a Pedro Danzi? Sin embargo, ninguno de ellos tuvo el cuidado de anotar lo que Sara recitaba. Y quizás no hacía falta: un par de semanas después, Pedro Danzi moría en Toulouse y, por lo tanto, ya no iba a escribir una próxima obra.

Desde el mismo momento en que Danzi murió, Sara dejó de hablar o, en todo caso, se perdió en un mar de incoherencias, de sonidos inarticulados y de autismo casi total. Paula, mi prima, le escuchó decir un par de veces: “todavía estoy de este lado de la cerca” y “la noche es infinita”. En el año 1994, Sara murió en silencio, lentamente y sin angustia, encerrada en su habitación y atendida por su hija menor.

Hace tres años aparecieron los escritos póstumos de Pedro Danzi, entre los cuales figura una breve historia autobiográfica de ciento cuarenta páginas titulada Dos Desconocidos. No pude evitar el sobresalto al leer esta página que es parte del prólogo:

Durante mucho tiempo traté de abandonar mi cuerpo; esta carne es un instrumento enfermizo que se corroe muy rápido y se queja demasiado. El agua caliente con sal ya tarda mucho en hacer efecto sobre las llagas. Hoy, cuando esperaba el alivio con los pies sobre la palangana, encontré una imagen que no pertenecía a mi mente. Era como una orden; una necesidad imperativa de escribir precisamente estas palabras. Esta obra, que ya lleva varias semanas, me fue dictada en silencio por una musa que vive lejos, habla otro idioma y sabe de mí más que yo mismo. Por unos minutos, por el lapso interminable de una hora, escuché su voz que cada tanto se repite. La voz, inaudible e inaudita me señaló, con fluidez, cuáles son las palabras que necesariamente voy a escribir. Esta página me fue dictada por ella; lo que hago no es plagio; según ella misma me lo ha indicado, las palabras que salen de su boca (o de su mente) son las formas que ella ve en mi propia mente. Ella sólo me dictó lo que yo hubiera visto en mí. Aunque sus palabras duraron sólo una hora, yo he tardado algunas semanas en descifrarlas y transcribirlas: una hora de su tiempo equivalen a cuatro semanas del mío.
Durante esa hora, la musa me dejó ver a través de sus ojos. Una cocina humilde, una torta, el olor dulce y cálido del horno todavía caliente, la certeza de nuestra apurada muerte
. ”

Pedro Danzi había hecho una hendija mental. Una hendija que, como un túnel, tenía una salida por otro lado. La salida era a través de la mente de mi tía Sara. Sara, mientras recibía a la mente de Danzi, tuvo acceso a todos sus recuerdos y, gracias a la clarividencia que solía tener con los desconocidos, leyó la novela de Danzi: una novela que ni el mismo Danzi sabía que iba a escribir. En esa novela vio la página del prólogo que transcribí más arriba: vio la página en la cual se hablaba acerca de eso mismo que estaba pasando. Vio la página en la que se hablaba de la torta que ahora mismo estaba mirando y que, como un bucle, la incluía. Se vio a sí misma incluida en el bucle; se vio a sí misma siendo Pedro Danzi mientras espiaba a través de su mente; se vio a sí misma muchas veces, muchas veces vista a sí misma. Probablemente los últimos y silenciosos años de la vida de Sara fueron una caída en espiral dentro de ese laberinto.

martes, 19 de septiembre de 2006

El informe de Siemmet


Entre enero de 1634 y febrero de ese mismo año, al duque de Mecklemburgo, General Albrecht Von Wallenstein lo van a asesinar porque su miembro viril es pequeño e inútil.


En enero lo destituye el propio rey, Fernando de Habsburgo, porque desconfía de sus ambiciones. El general Wallenstein ha asolado Dinamarca y Suecia con un ejército indómito que sólo deja una sangrienta consternación a su paso.

Fernando, hasta ese fatídico año, no sabe bien por qué va a asesinar al general. Por ahora, todo lo que sabe es que Wallenstein es impredecible y sus actos no se condicen con su linaje y con las pretensiones de un General. Desde 1628, Wallenstein posee su propio ducado y sin embargo sale con su selecto ejército a arrasar pueblitos sin importancia en las fronteras del norte, allí donde los límites son difusos y donde, dicen, empieza el mar de los Wyrms, el oscuro y helado Báltico. Fernando teme a lo que no comprende. Un general exitoso debería atacar las grandes ciudades; debería asediar las fábricas de armas y aniquilar los ejércitos. Un verdadero general le disputaría las tierras al mismísimo emperador. Pero Wallenstein, el mejor hombre con el que cuenta, tiene una motivación especial por los pueblitos anónimos sin ejército y sin importancia estratégica. Como si su general encontrase algo muy valioso en esos pueblos; algo tan valioso que no puede comunicárselo al emperador y mismísimo Rey. Fernando teme que Wallenstein haya sido víctima de un maleficio. En los pueblitos de ese norte brumoso hay brujas y Nidhoggs, y las tierras siguen siendo salvajes, pues la Palabra de Dios no ha llegado aun con toda su fuerza. Por eso, porque el comportamiento del general es un poco extravagante, decide enviar un espía. “Haz todo lo que Wallenstein te ordene, para que no sospeche nunca”, le dijo el rey a su espía de confianza, el sagaz Samuel Siemmet.

Siemmet se infiltra en los ejércitos de Wallenstein justo cuando el general se dispone a atacar una ciudadela sin nombre ni pasado. Lo que sigue es un resumen del informe de Samuel Siemmet, anotado en un cuaderno que ahora forma parte del museo histórico de Viena.

Día 1. El general parte con quince soldados. Me he ganado su confianza lo suficiente como para que yo mismo sea parte de su comitiva. Iremos al norte a pocas leguas de aquí, y atacaremos la población de Smutt. Los soldados apenas llevan armas. El general Wallenstein no se comporta como un jefe; parece un camarada y permite que cualquiera de nosotros tome la palabra y las decisiones. Es un hombre que ríe mucho y sabe escucharnos.

Día 2. Llegamos a Mutt. En esta tierra se hablan lenguas bárbaras y los hombres son malolientes. Los ajusticiamos de inmediato. El general Wallenstein no quiere dejar hombres, niños ni ancianas. Pide que sólo dejen con vida a las doncellas. A todas ellas les da de comer y les proporciona un baño caliente y ropas.

Día 3.
Esta mañana el general se ha despertado con muy buen humor. Las doncellas lloran por la muerte de sus familias, pero Wallenstein las consuela con palabras dulces. Hasta él mismo toca un instrumento musical traído de Oriente cuyas notas parecen aliviar las penas de las doncellas.
Las jóvenes de esta fría región son hermosas; tienen el cabello color trigo y sus ojos reflejan el cielo o la pureza del océano. Y sus cuerpos podrían ser la envidia de Afrodita.

Día 4. El general ha estado muy taciturno esta mañana. Ha cambiado su buena disposición para con las doncellas y ahora les grita y da órdenes duras. Con nosotros, sin embargo, sigue siendo un camarada, pero veo que el resto de los soldados está inquieto.
De pronto el general se ha levantado, ha cogido una espada y de un golpe preciso le corta la cabeza a una doncella. Las demás observan con horror y el general sonríe y bebe de la sangre que, como un manantial, brota caliente de su garganta. Uno de sus soldados toma con fuerza a una de las jóvenes, le quita la ropa y comienza a fornicar ruidosamente, a la vista de todos. La joven se retuerce de inquietud y de deseo, y sus gemidos van en aumento. Pero cuando la doncella está por dar su gemido más profundo, el general se acerca y le corta la cabeza. Me sorprende escuchar que aun la cabeza separada sigue gimiendo y en su rostro se dibuja una comisura de satisfacción. Incluso el resto del cuerpo, ya descabezado, sigue moviéndose rítmicamente unos minutos, como si todavía pudiera paladear el placer o como si la carne tuviera memoria del inmediato goce.

Luego escoge otra doncella y otro soldado. Esta vez, la doncella tiene los ojos vendados y, sabiendo de su destino, comienza a sollozar. Los soldados de Wallenstein son expertos en el arte erótico; eso queda evidenciado cuando las muchachas, habiendo sido vírgenes hasta ese instante, enseguida dejan ver una infinita satisfacción en el rostro. Wallenstein y el resto de los soldados observan la escena con regocijo. Ahora, cuando la niña está en lo más profundo de su éxtasis, Wallenstein clava su espada en el pecho de la joven y ésta comienza a morir desangrada. Aun cuando el pecho de la joven está cubierto de sangre y ella comienza a ahogarse por la hemorragia, todavía en ese instante su rostro y sus gemidos son de satisfacción y no revelan dolor.

Uno tras otro, los soldados fornican con todas las jóvenes para luego asesinarlas. Entiendo que el objetivo del General es encontrar el límite entre el placer y la muerte: él me confiesa que su regocijo está en ver a la cabeza de las doncellas, ya fuera de su cuerpo, todavía retorciéndose y emitiendo un leve gemido de satisfacción, como si no se hubiese enterado de que estaba muerta. Como si el goce del sexo estuviera más allá de la muerte.

Para el final, cuando sólo quedan dos jóvenes, los soldados juntan todos los cuerpos y la sangre de las doncellas; fornican una vez más pero esta vez frotándose contra los cuerpos todavía calientes y sangrientos de sus compañeras recién muertas.

A estas dos últimas doncellas, Wallenstein les reserva un destino mucho más cruel. Ha mandado a arrancarle el brazo izquierdo a una de ellas, y el brazo derecho a la otra. Luego, manda a desollar toda la piel de la pierna y el torso izquierdo a una de ellas, y todo la piel de la pierna y torso derecho a la otra. Luego pide que, con aguja e hilo, cosan un cuerpo a otro, para convertir a dos mujeres en una, como esos engendros que de vez en cuando suelen parir las madres. Wallenstein me confiesa que con el paso de los días, los cuerpos desollados y cosidos se unen y las carnes de ambas se fusionan en una sola. Eso, la unión de dos cuerpos de doncella, le produce un macabro placer.

Finalmente, llenan de agua la enorme marmita donde están los cuerpos y la sangre de las doncellas muertas, calientan el agua hasta hervir y luego comen la carne de las jóvenes junto con su sangre.

El informe de Siemmet llegó a manos del rey, pero hay que desconfiar de algunos detalles de su relato. Es probable que Wallenstein y su ejército tuvieran violentas relaciones carnales con las jóvenes que encontraban a su paso, pero tal vez la imaginación del relator hizo una gran parte. El rey Fernando saca sus propias conclusiones: es evidente que Wallenstein y su ejército han sido capturados por el demonio, y el general ya no es confiable. Pero ese no es el mayor problema. El mayor problema, lo sospecha Fernando, es que Wallenstein tiene un miembro viril inútil y minúsculo.

En todos los relatos del informe de Siemmet, Wallenstein jamás participa de las orgías. Él sólo observa e imparte órdenes. Fernando sabe que allí se esconde algo que no se puede confesar: un hombre sin potencia sexual. Eso es lo que más teme; más que a las brujas y a los Nidhoggs, más que al helado viento del báltico. Un hombre hecho a medias, un corpulento y valiente general cuyas ambiciones no son perfectamente masculinas (es decir: no son perfectamente racionales) porque su potencia, su capacidad de obtener placer y satisfacción son las mismas que las de un niño pervertido.

En febrero de 1634 el rey manda a asesinar a Wallenstein. Luego pide que le entreguen el cuerpo desnudo. Cuando llega el cuerpo a la morgue real, el rey debe deshacerse de todas sus hipótesis y rascarse la barba con una profunda expresión de duda. No puede dejar de asombrarse al descubrir que el general Wallenstein, ya muerto y despojado de sus ropas, es en realidad una horrible mujer.

martes, 12 de septiembre de 2006

La encina en el bosque de robles


En el año 2002, en Italia, me comí a mi madre.

En la zona de Umbría existe una pequeña región semiurbana, cerca del Palazzo Bovarino, cuyo paisaje se destaca por enormes y continuos bosques de roble. En la época del año en la que yo estuve, en mayo, las copas se cubren de pequeñas flores amarillas y el viento fresco a través de las hojas se oye como la risa de un duende o de una anciana. El lugar tiene valles y laderas pintadas con una alfombra de césped suave que parece recién cortado. De las pequeñas matas de césped cada tanto sale una liebre. A lo largo de los valles pronunciados, entre los bosques de robles, hay casitas pintorescas, dispersas lo suficiente como para no conformar un pueblo, pero lo bastante cercanas entre sí para hacer una vecindad. No hay calles que separen a las casas; hay césped. Un pájaro marrón y enorme sigue a quienes se internan en el bosque y grita algo así como tekelilí. Los últimos dos "lilí" los pronuncia como un aullido, como si tuviera un dolor profundo pero a la vez ligeramente placentero.

Tuve la fortuna de visitar ese lugar una tarde, justo cuando el sol estaba por desaparecer detrás de las altas y no muy lejanas montañas. En estos lugares la oscuridad llega temprano y se va tarde. Yo estaba con un grupo de turistas que se había apartado del contingente inicial. Mientras el grueso del tour llevaba a los demás a la ciudad de Asís, cinco turistas orientales y yo tomamos otro bus y nos apartamos para ver este espectacular paisaje agreste. Como no teníamos guía, uno de los orientales, probablemente chino, nos señalaba el camino.
Ninguno de mis acompañantes parecía pertenecer al mismo país. Dos de ellos parecían chinos; otros dos eran probablemente indios y uno de ellos tal vez mongol. Puede ser que uno de los chinos fuera, en realidad, ruso. Cualquiera diría que no es fácil confundir etnias con rasgos tan marcados; yo aseguro que eso no es cierto: las personas desconocidas, a primera vista, se parecen entre sí. Lo cierto es que ninguno de nosotros hablaba italiano; sólo dos de ellos hablaban inglés (aunque lo poco que pronunciaron en ese idioma para mí era inentendible) y para hablar entre ellos ninguno tenía un idioma en común, lo cual delataba que no venían de los mismos países. Se manejaban con un lenguaje de señas que algunos parecían comprender y otros simplemente no le prestaban atención.

El chino que nos guiaba se llamaba, o le decían, "cuacuá" o "cucú", o "cacá", o "guagua". En su idioma, quizás, no hubiera mucha diferencia entre la "a", la "u", la "c" y la "g", puesto que él respondía a cualquiera de los cuatro nombres como si oyera las mismas palabras. Tampoco sé, repito, si el guía era chino y desde luego no era un guía, sino alguien a quien todos seguíamos tal vez por instinto.
Cuacuá señalaba con el índice hacia el bosque. Yo estaba absorto contemplando el horizonte, las casitas que se perdían a lo lejos, el valle cada vez más fantasmal y ensombrecido. Del césped salía una bruma densa con olor a rocío, y la bruma hacía borrosos los límites de las casitas, desde cuyas ventanas de cuento infantil se veían pequeños resplandores. El sol, ya casi apagado, nos regalaba el último aliento y bajo su dura luz pude ver los rostros de mis exóticos compañeros. Ellos miraban hacia otro lugar. En ese momento descubrí que no les interesaba el paisaje. La señal de Cuacuá con el índice era el único idioma universal. Sólo el mongol parecía no interpretarlo, porque se ponía en movimiento recién cuando ya todos nos dirigíamos hacia donde nos había señalado.
Entramos en el bosque de robles. El pájaro Tekelilí nos advertía de algo pero, como ocurre con este tipo de advertencias, uno está condenado a no escucharlas. Caminamos por el bosque en la plena oscuridad, fugazmente contrarrestada por el haz de la linterna del indio. No voy a entender por qué, pero sólo prendía la linterna durante dos o tres segundos; luego seguíamos andando a oscuras cinco o seis minutos más, hasta que el haz volvía a aparecer por un instante. Tampoco sé por qué los seguí; la caminata era un juego de silencio y oscuridad. Caminamos durante más de una hora.
Cuacuá dijo algo y nos detuvimos. El mongol, que venía detrás de mí, no interpretó la señal, siguió de largo y desapareció para siempre en el bosque oscuro. El pájaro Tekelilí lo siguió y se fue con él. Yo le grité al mongol pero no me hizo caso: parecía no entender que los gritos o las voces tuvieran significado. Los demás no parecieron darse cuenta. Cuacuá siguió hablando en la oscuridad como hablan los chinos, marcando los fonemas con furia. El indio prendió la linterna, sacó una pala plegable y comenzó a cavar. Cuacuá, y el resto de los orientales gritaban o tal vez hacían un ritual.

Estábamos al pie de un árbol gigante. Después supe que ese árbol no era un roble común; era una encina real. La encina es un árbol sagrado; se considera que es el punto de contacto entre los tres mundos: las raíces se afincan en el infierno y la copa llega hasta el cielo. Desde la Tierra los hombres podemos comunicarnos con Dios o con el Diablo a través de ella.

El indio cavó unos treinta centímetros, luego despejó la tierra con las manos y extrajo unas bolitas negras. Para mí, esas bolitas eran simples pedruscos formados con tierra. Pero ellos comenzaron a comerlos. Recién entonces entendí que esa extraña expedición había tenido un propósito muy diferente del que yo había pensado.
A los pies de la encina real, bajo tierra, crece la trufa realis. La trufa realis es un hongo muy difícil de conseguir. Si ya la trufa morada es sumamente rara, la trufa real lo es mucho más. Pero aun más raros son sus efectos.
Siguieron cavando y sacaron diez o quince trufas. Uno de los chinos sostenía la linterna, pero enfocaba el haz para cualquier lugar, como si para excavar y reconocer los hongos la luz estuviera de más. Me ofrecieron una trufa pequeña.

Cuando uno prueba algo radicalmente distinto debe estar preparado no sólo para los sabores nuevos, sino también para texturas diferentes. Yo esperaba el sabor y la textura de un hongo, de un champignon. Pero el hongo que me dieron tenía el sabor y la textura del color rojo.
Entendí que ese hongo provocaba una profunda alteración de los sentidos. La mente parecía interpretar visualmente el sabor del hongo, como si los canales sensoriales se confundieran. Experimenté un rojo intenso que se fue apagando a medida que tragaba.

Luego me dieron otra trufa, pequeña, que activó un recuerdo de mi infancia. El hongo no tenía sabor; tenía la textura de un recuerdo. Yo tengo ocho años, mi abuela me está por regalar un
camión bombero porque pronto voy a cumplir nueve. Eso fue todo. El recuerdo se desvaneció cuando tragué.

Una tercera trufa pequeña tenía sabor a
Rey Midas. Cuando la como, me convierto en oro por unos instantes. Todo lo que Midas toca se troca en mí.

Me dieron otra trufa, más grande y ligeramente deforme. Me preparé para sentir sabores agradables pero me esperaba una sorpresa.
Este hongo tenía el sabor de mi madre.
Literalmente, en esa bolita negra me estaba comiendo a mi madre. Sentí el crujir de sus huesos, la sangre que huía hacia mi garganta, el calor de su carne, el olor de su perfume, sus gritos de dolor, el silencio de su agonía final. Quedé profundamente asqueado y salí corriendo por la oscuridad del bosque. Otro pájaro Tekelilí me hizo de escolta. Mientras corría iba escupiendo los restos de mi madre, dejando migajas de su cuerpo esparcidos por el bosque tenebroso.

Pasé la noche en el bosque, en compañía del pájaro Tekelilí. Hacía frío. Al amanecer los chinos me encontraron (no puedo entender cómo habrán hecho para coordinar una búsqueda) y estaba con ellos el mongol. Algunos de ellos parecían felices; otros habían pasado una mala noche como yo.

Cuando volvimos al hotel llamé a mi madre para saber cómo estaba (sin contarle, por supuesto, mi experiencia) y me dijo que estaba bien y que se alegraba mucho de mi llamado. "Qué hermoso que estés en Italia. Cuidate, no tomes frío, dormí bien, divertite – me recomendó- y comé cosas ricas"


Apéndice:
la trufa que comió Cua Cua

Cua Cua come una trufa que tiene sabor a un chino llamado Cua Cua que está como turista en una región agreste de Italia.

martes, 5 de septiembre de 2006

Un mundo de oro


El Rey Midas necesita de un buen primer ministro.

Un buen primer ministro no se enceguecerá con la riqueza que sale de las manos de Midas. Entenderá sin vacilación que el poder de convertir cada cosa en oro representa un espantoso problema. Un problema que involucra trasgresión de las leyes divinas y su consecuente catástrofe.

Un buen primer ministro no puede tener compasión por Midas.
Midas se convertirá en un ser taciturno, solitario y melancólico. El primer ministro temerá que el rey trate de suicidarse tocándose el cuello o la cabeza. Eso no será conveniente; el rey deberá morir cuando lo dispongan Dios o la corte real, que habla con la voz de Dios. Midas tendrá perpetuamente las manos atadas.

Lo primero que debe hacer el ministro es comprobar si el poder de Midas reside en la palma de sus manos, en las yemas de sus dedos o en toda la mano. En los dos primeros casos bastará con que el rey mantenga los puños cerrados durante el tiempo suficiente. Será necesario inventar alguna clase de guante especial. Cualquier guante de cueros se convertiría en una prisión de oro para sus manos. Lo mejor será que Midas tome delgados guantes de látex. Una vez convertidas en láminas de oro, la infección deberá detenerse. Midas podrá tomar cualquier objeto sin temor a que su dorada enfermedad aumente la fortuna neta universal.

En segundo lugar, el primer ministro deberá suponer que, como toda fuente de riquezas, el poder de Midas, a la larga provocará miseria. El ministro deberá intuir las leyes de la termodinámica y habrá de comprender que no existen las piedras filosofales: habrá de actuar como un economista antes que como un místico. Aconsejará al rey acerca de cuándo le conviene quitarse los guantes, qué objetos deberá tocar y en qué cantidad. Demasiados objetos de oro provocarían un derrumbe en la balanza comercial. El rey creará objetos de oro que serán escondidos para ser vendidos en el momento adecuado. Por otra parte, deberá evitar que Midas toque objetos demasiado grandes o cuyos límites sean imprecisos. Un árbol tiene sus raíces en la tierra, pero ¿hasta qué punto las raíces no son parte de la misma tierra? ¿Hasta qué punto esos límites no son una imposición del conocimiento del hombre? ¿Qué pasará si Midas toca el suelo y convierte en oro a toda la Tierra? ¿Y si al rozar una corriente de aire convierte a todo el universo en una infinita piedra dorada? Demasiada creación de oro sólo puede tener dos efectos: o la devaluación (y, por lo tanto, la inutilidad de la riqueza del reino), o la áurea petrificación del mundo por contacto y por contigüidad de contacto.

En tercer lugar, el ministro mandará a investigar si no existen antídotos contra la pandemia del oro. Por correspondencia de lo semejante con lo semejante deberá sospechar que un trozo de oro natural contrarrestará el efecto del oro creado por las manos de Midas. Sin embargo, hasta tanto la sabiduría humana encuentre el antídoto (de lo cual el ministro será escéptico), la mejor solución será encerrar al rey en una mazmorra forrada de oro, sin objetos a su alcance. Pero cuando el ministro requiera de los servicios del rey para saldar una deuda o comprar una tropilla de alazanes para el ejército real, enviará un esclavo a la mazmorra. El esclavo tendrá como orden prioritaria quitarle los guantes al rey. El rey, desesperado de soledad, lo abrazará y besará y sin querer lo convertirá en oro. Entonces el ministro mandará a retirar la flamante estatua, la fundirá, hará lingotes y saldará sus deudas.
Por último, el ministro deberá saber que nunca es bueno que en el reino haya una fuente de poder incontrolada. No al menos por mucho tiempo. El ministro deberá apropiarse de las manos del rey para detener el hechizo. El problema aparecerá de inmediato: ¿a qué altura del brazo será necesario cortar las manos? ¿También convierte en oro el contacto con las muñecas? Habrá que enviar a varios mercenarios para que sostengan al rey con firmeza y le corten las manos con sierras de oro. El rey podrá resistirse pero, ¿qué importancia tendrá? Su resistencia enriquecerá al reino con unos cuantos mercenarios de oro. Sólo cuando logren cortarle las manos al rey, el ministro y los súbditos podrán respirar tranquilos. No por el temor de verse convertidos en oro, sino porque la riqueza descontrolada es el peor de los males para la supervivencia de un imperio.

martes, 29 de agosto de 2006

El Código Gorrer


No me sorprendí la primera noche que ocurrió. Esteban Gorrer (yo aun no sabía su nombre) atendía en el almacén donde compramos bebidas para la cena. Unos minutos después fuimos en auto al supermercado que queda en la ruta, a comprar más leña para el asado, y Esteban Gorrer estaba atendiendo en una de las líneas de empaque. Cuando volvíamos del supermercado, pude ver fugazmente a Esteban Gorrer sentado a un costado de la ruta a la espera del ómnibus, a cinco kilómetros del último lugar donde lo habíamos visto.

Lo único que pensé esa vez fue: qué extraña coincidencia.

La segunda vez fue más sospechoso. Esteban Gorrer manejaba el taxi que me llevó al aeropuerto de Bahía Blanca. Unos minutos después subí al avión y luego de una hora me bajé en Aeroparque. Esteban Gorrer estaba allí, a ochocientos kilómetros del lugar donde lo había visto como taxista, sólo que aquí trabajaba en uno de los buffet del aeropuerto.

Días después sospeché que había estado frente a uno de esos casos poco habituales conocido como locación múltiple: una persona se encuentra, simultáneamente, en dos o más lugares distintos y vive dos o más vidas diferentes. En esa oportunidad, recuerdo, volví al aeropuerto para conversar con él y preguntarle por esa desconcertante propiedad de ser muchos, pero no lo encontré.

Hace unos días lo ví nuevamente. Estaba de guardabarreras en un paso a nivel en Bahía Blanca. Me acerqué y le dije lo curioso que me resultó su múltiple presencia. “Sí, estoy en muchos lugares”, me dijo con seriedad, pero mirando hacia otro lugar como si el asunto no fuera muy importante.

“Hay una explicación muy sencilla para cualquier caso de locación múltiple – me dijo- : los que aparecemos en muchos lugares somos viajeros en el tiempo.
“Yo viajo continuamente a este tiempo, por lo que no es de extrañar que algunas veces mi presencia se haya superpuesto. He viajado al menos cinco o seis veces a este mismo año y a este lugar; de modo que si busco a los otros cinco o seis avatares de mí mismo probablemente los encontraré. Pero no nos interesa; no vine aquí para reunirme conmigo mismo. Vine para cumplir con una misión puntual en este siglo.

“Yo nací en el año 2143. Pero no conozco nada de ese año; apenas nací me encapsularon y me deportaron cien años atrás. Fui educado por la sociedad argelina en el año 2043. Mi tarea era luchar contra el Mejatératon en el 2087, y para eso me tenía que entrenar unos años antes. Sé que todo esto suena confuso, pero es la verdad.

“En el 2087 se creó el Mejatératon. Una máquina monstruosa que sólo podía ser desactivada por mí. Verás… Dentro de algunas décadas las máquinas sólo responderán a un código. Durante los primeros años, el código es dominado por los hombres pero con el paso de las décadas y la mejora en la tecnología, las mismas máquinas generaron su propio código que sólo ellas podían desactivar. Sin embargo hubo fisuras. Ese código secreto a veces coincidía con la secuencia del código genético de algunas personas, o con las huellas dactilares… El código que sólo una máquina conoce, también puede encontrarse por azar en la combinación de cualquier elemento. El Mejatératon tenía cautivo todo el mundo y sólo respondía a mi voz. Mi voz era su código de mando.

“Pero mis entrenadores cayeron en la cuenta de que sólo con mi voz no iba a poder desactivarlo. En otras palabras, la máquina sólo obedecería a mi voz siempre y cuando fuera repetida muchas veces como un coro. Entonces decidieron mandar muchos avatares de mí mismo a la misma fecha.

“Para eso hicieron un procedimiento muy simple. El día 24 de abril de 2067 me enviaron al año 2087. Dije el código y volví. El 25 de abril volvieron a mandarme al mismo momento del año 2087. Me encontré conmigo mismo (con el yo que había ido hacía un día) y dijimos el código a dúo. Volví una vez más al año 2067. El 26 de abril volví a ir a 2087. El trío conformado por mis yoes de ayer y de anteayer dijimos el código y dominamos a Mejatératon. Repetí la operación cientos de veces hasta que un coro de yoes destronó al monstruo. No me extraña encontrarme conmigo mismo; como verás para mí es lo más natural que hay.

“Ahora estoy aquí, en el año 2006, porque mis jefes de la sociedad argelina del año 2067 han descubierto que mi voz es un decodificador universal. Y tenemos datos fehacientes de que ahora, en pleno 2006, hay una persona que es decodificadora universal. Está en Argentina. Mi tarea es encontrarla para una misión en el año 2436, época en la que, en la Tierra, ya no habrá máquinas en el sentido usual del término y las estructuras inteligentes que la habiten sólo pueden ser contactadas a través de un tipo especial de codificación. Desde ya le digo que, en el 2436, no existirán los humanos tal como los conocemos ahora.

Mi viaje más lejano y extraño fue al año 116.987. La Tierra es un desierto lleno de desconocidas figuras fantasmales, como si fueran proyecciones de imágenes en tres dimensiones. Lo que más me asustó de ese año fue que en el cielo la configuración de las estrellas no me resultaba familiar. Y el sol del día era distinto; tenía una tonalidad violácea y quemaba como una estufa de cuarzo. Sentía que estaba en otro planeta.

“¿Cómo es Mejatératon? Su nombre viene del griego “Mejané” que significa “maquinación” o “abominación” y del griego “Teratos” que significa “Monstruo”. El Mejatératon es una criatura hermafrodita con la belleza perfecta de una mujer y el atractivo seductor de un hombre. El Mejatératon es un monstruo de sensualidad que cautiva a las personas con su figura, sus aromas y su voz. Y parece una ironía que mi voz avinagrada sea el único freno para que la humanidad no quede estúpida frente a su poder.

“¿Cuál era el código?... No sé si hago bien en decírselo. Había que repetir tres veces “monstruosyberenjenas”.

“¿Cómo se llama la persona que buscamos en Argentina?... Señor Jorge Mux, la persona es usted. Espero que esté preparado. Esta casilla de guardabarreras es, en realidad, una máquina del tiempo. Si se queda conmigo un rato, tomamos unos mates y pronto se contactarán con nosotros desde el año 2067. Cuando se encienda esta luz -me señaló la lamparita de 40 watts de la pequeña oficina- usted no respire, porque habremos empezado el viaje.

La lamparita se encendió diez segundos después porque yo, accidentalmente, me apoyé sobre la tecla.