jueves, 30 de noviembre de 2006

Número fantasma


Un matemático es un ciego en una habitación oscura que busca un gato negro que no está allí.
(Charles Darwin)

Las matemáticas convierten lo invisible en visible
(Keith Devhin)

Francisco Euler ha trabajado como relojero toda su vida. No tiene conciencia de la enredada trama mecánica que envuelve sus engranajes. Tampoco conoce los goznes y poleas del mundo. Ni los relojes, ni lo que está fuera de ellos pasa por su mente. Lo único que sabe es que él puede reparar algo que cae en sus manos. Lo toca, lo toca muchas veces, lo abre, lo desarma, lo raspa, lo sopla, le cambia algo, lo sigue palpando y descubre –tocando- que ha vuelto a andar. Es ciego y ha sido ciego toda su vida.

Francisco Euler arregla los relojes como el más perfecto artesano. Sin embargo no conoce la estructura de los relojes ni del tiempo. No conoce la estructura del mundo. Sólo conoce una vasta interioridad limitada por los poros de su piel: su mundo mental se constituye de representaciones táctiles. A pesar de la ceguera, su tacto supera con creces cualquier discapacidad.

El profesor Nereo Rodríguez conoce a Francisco Euler y lo quiere presentar en la universidad como un caso excepcional de conocimiento intuitivo. Lo curioso de Euler es que no dice ser un relojero. “No trabajo con relojes. Trabajo con matemática”. Nereo Rodríguez le consigue una entrevista con los decanos de la universidad.

El día de la entrevista los decanos esperan a Euler vestidos de riguroso traje y corbata. A la hora estipulada se escucha un murmullo en el pasillo y Euler ingresa, totalmente desnudo, al aula magna. Un ordenanza llega corriendo, cubre a Euler con una toalla y se lo lleva a los empujones. Nunca más lo dejan entrar.

¿Cómo hace un ciego una demostración matemática? La puede hacer para sí mismo, representándose las cantidades o las figuras. Pero, ¿cómo se representa para sí mismo? ¿mediante números arábigos? Él no puede tener la impresión visual de un número: no tiene la menor idea de lo que es “2”.

Tampoco puede hacer demostraciones geométricas en un pizarrón o sobre un papel. Si dibuja un triángulo en el pizarrón, luego no puede trazarle bisectrices o marcarle sus ángulos. Tampoco tiene una imagen visual de triángulo: sólo posee una imagen matemático – táctil.

Para ser matemático ciego, entonces, hay un solo camino: dibujarse las figuras en el cuerpo. Sólo por correspondencia con el roce de la tiza en la piel, Euler puede saber dónde están los vértices y los segmentos. No puede entender, representar ni mostrar a otros las relaciones entre magnitudes si no tiene la fuerte impresión táctil de la abstracción matemática rozándole la piel. Por eso, necesita estar desnudo para hacer su demostración.

Su memoria táctil le permite recordar exactamente por dónde pasó la tiza sobre su estómago; dónde terminó de trazarse la figura y dónde se unieron los segmentos que la forman. La huella mental sobre su piel tiene aun mayor fuerza que una imagen visual para un no-ciego.

Cuando Euler aprendió a contar, lo hizo golpeándose la muñeca izquierda en un sector específico del brazo derecho. Eso significaba “uno”. Otro pequeño golpe en la muñeca, un poquito más arriba, significaba “dos”. Así, su sistema decimal (cuyas diez cifras terminaban casi a la altura del codo) consistía en el recuerdo de una pequeñísima sensación de dolor en un sector muy preciso de su brazo. “21”, por ejemplo, no es una figura visible, sino el recuerdo de dos pequeños dolores consecutivos: el del dos y el del uno.

Después de un terrible accidente, Euler perdió su antebrazo derecho a la altura del codo. Simultáneamente, perdió su capacidad de contar. Los números dejaron de ser mostrables; sólo eran un vacío recuerdo de pequeños dolores y la asociación mental de un sonido. “Dos”, dicho en voz alta o pensado, no es lo mismo que “la sensación en el sector del brazo que corresponde a dos”.

Pero después de perder su brazo, se le reveló una verdad matemática fundamental. Comenzó a sentir dolores en el brazo que ya no tenía. Su dolor era, por ejemplo, un fuerte 983, mas la suma de otro dolor (otro número) desconocido. En otras palabras: le dolían las partes del antebrazo que ya no tenía, más una parte que nunca había tenido. Ese dolor anatómicamente imposible era, para él, el número fantasma. Su matemática fantasma consistía en operaciones hechas con un volátil elemento: el recuerdo de (la sensación de dolor que significan) los números transformados (matemáticamente) con otras sensaciones de dolores desconocidos. “Me quitaron un brazo real (cuyos números son finitos) y me lo cambiaron por un brazo fantasma (cuyo número es infinito)”

“Todos los números pueden convertirse en el número fantasma, y él se convierte en todos. La operación fantasma es la más complicada y la más simple”, dijo Euler pocos días antes de morir. En sus últimos días había relacionado el número fantasma con algo divino (era inevitable), y a través de sus transformaciones y combinaciones pretendía haber descubierto todas las verdades del mundo. Pero esas verdades estaban escritas en difusos caracteres táctiles; en sensaciones intraducibles y en operaciones que combinaban dolores posibles, dolores reales y dolores fantasma. Su obra, de una necesaria originalidad, se perdió para siempre con su muerte. Las últimas horas de vida, Euler las pasó agitando su brazo izquierdo, imitando los movimientos que realizaba cuando era relojero.



lunes, 20 de noviembre de 2006

Miembros fantasma

(Esta historia está estrechamente vinculada con "Transporte Fantasma")

El policía enumera los efectos personales del accidente: un pulóver, una foto, medio paquete de galletitas “Cerealitas”, una bolsa de caramelos sugus, un cd de Serrat, un muñeco de peluche estilo ‘perro’, un brazo (izquierdo).

Pasaron dos meses del accidente. A Gabriel le devuelven el paquete de cerealitas junto con su brazo amputado. En ese lapso ha desarrollado una extraña ansiedad por verlo.

Lo primero que hace Gabriel es sacar el brazo del formol y ponerle una venda en el dedo meñique. Cristina, su mujer, le pregunta qué está haciendo. “Es que desde que perdí el brazo, me duele ese dedo”, contesta. Gabriel tiene el macabro caso de miembro fantasma.

Usted pierde un brazo a la altura del codo. ¿Qué debería dolerle, en ese caso? Le puede doler el codo (porque es el lugar en el cual se produjo el corte). Pero suena más natural que le duela todo lo que perdió. Si, precisamente donde usted debería tener la mano, alguien atraviesa una aguja, parece normal que le duela. La mente sigue teniendo registro del brazo y de su relativa topología: acá está la mano y si la pinchan, duele.

Gabriel sufría dolores cada vez más terribles en (la topología mental de) su dedo meñique izquierdo. Dos o tres veces al día sacaba a su brazo del formol y le hacía un tratamiento con Merthiolate y Rifocina. Cristina, un poco horrorizada pero enternecida, decidió hacer algo. Descubrió que existía un
club del miembro fantasma y allí se fue con Gabriel. Con todo Gabriel; es decir: con Gabriel y el frasco con formol con el brazo de Gabriel.

El club del miembro fantasma era un espacio en el Hospital Municipal en el cual se reunían personas que habían sufrido amputaciones, coordinadas por un médico, el Dr. Alimenti. Lo que le llamó la atención a Cristina es que algunos de los presentes no tenían miembros amputados. Pensó, claro, que eran acompañantes. Sin embargo no era así. En la primera reunión, todos se presentaron y contaron su experiencia fantasma:

Ariel S, amputado de una pierna: “Siento cosquillas, dolores e incluso el frío y el calor en la pierna que me cortaron hace un año. Si me acerco al fuego, siento que mi pierna se quema y si estoy frente al freezer, siento el hielo. Lo terrible es que no pude encontrarme con mi pierna después del accidente. Quién sabe cómo estará”

Josefina M, amputada de un brazo: “Me duele un dedo. Pero no es ninguno de los dedos de mi mano: es como un sexto dedo. Cuando visualizo mentalmente a cada uno de los dedos de mi mano fantasma y los enumero (meñique, anular, central, índice, pulgar) descubro que ninguno de ellos duele, sino otro que nunca tuve”

Juan S. “Jamás me amputaron nada, pero tengo la sensación de que yo tenía alas y que podría volar si no me las hubieran sacado. “

El coordinador, el
Dr. Alimenti, nos aclaraba: “un miembro fantasma no es necesariamente un miembro amputado”.

Juliana R. “Aunque soy mujer, tengo todas las sensaciones de placer en el pene… Un pene que, obviamente, nunca tuve.”

Ernesto A: “Tengo tentáculos fantasma que se esparcen por miles de kilómetros y llegan a los más lejanos rincones del mundo. La gente los pisa, los rompe, los machaca cuando camina”

Nora C. “Siento que en mí había otro cerebro que ha desaparecido y mi cuerpo reclama por él. A veces tengo deseos que no son míos; como si existiera en mí una necesidad profunda de ver realizadas ciertas voluntades que tenía mi otro cerebro”.


Esteban G.
"Me han amputado una máquina del tiempo"

Alberto Alimenti, el doctor: “Me extrajeron un tumor cancerígeno de mi estómago. Ahora siento su falta; siento que era yo mismo en miniatura y tengo el recuerdo tierno de cómo crecen y se hacen fuertes sus células mutadas”

Después de esa travesía de imaginaciones mórbidas, El doctor Alimenti explicó que todos los seres, humanos y no humanos, tenemos miembros fantasma.
- La imagen que la mente se hace sobre nuestro cuerpo no coincide exactamente con el cuerpo: hay mentes que están preparadas para estar en cuerpos muy distintos al cuerpo que le ha tocado. Hay personas que dicen sentir la necesidad de mover miembros que no pertenecen a la especie humana: como si cierta memoria genética los estuviera impulsando a evolucionar por otro camino. Algunos se sienten como monstruos; otros como berenjenas. Hay casos sencillamente espectaculares. Para dar un ejemplo, este vegetal (dijo señalando una berenjena sobre el escritorio), cree que le fue amputada su forma humana.
Finalmente señaló una silla vacía: “Lo que le ocurre al señor
F. F., chofer de camiones, es elocuente: él es un fantasma y tiene la fantasía de que le duele todo el cuerpo”

miércoles, 15 de noviembre de 2006

Transporte Fantasma

Luego de un extraño y terrible accidente de tránsito, Gabriel, el novio de Cristina, sufrió la amputación de un brazo a la altura del codo. Los cirujanos, en su infinita morbosidad, pusieron el brazo en un enorme frasco con formol para entregárselo a la policía. Dos meses después, tuvieron la cortesía de devolverle el brazo junto con otros efectos personales.

Parece que por la ruta 3 sur un camión venía zigzagueando y Gabriel no lo pudo esquivar. Su Duna blanco se estrelló después de una maniobra estadísticamente imposible y quedó incrustado al lado de la rueda delantera derecha del Scania. El Duna se destruyó por completo. El camión, en cambio, apenas tuvo una abolladura en la rueda delantera y una ligera muesca en la carrocería. Gabriel sólo sufrió la amputación de su brazo izquierdo y nada más (y nada menos). Ni siquiera se lastimó la cara por el parabrisas explotado, ni se rasguñó las piernas aprisionadas entre los despojos del motor y del chasis, ni se clavó los restos astillados del volante en el abdomen. El chofer del camión (sólo identificado como F. F.), en cambio, murió de un incierto paro cardíaco.

Los peritos descubrieron que F. F. ya venía muerto desde hacía varios kilómetros atrás, y que esa era la causa del zigzagueo. Yo no pude evitar imaginarme ese episodio; un monstruo con acoplado arrastrado por la inercia fría de un pie muerto sobre el acelerador, guiado ciegamente por una voluntad que ya no existía y dirigiéndose el único destino posible: estrellarse. Una máquina que, para funcionar, en lugar de cobrar vida, cobra una muerte. Y arrastra a su muerto a través de la llanura nocturna entre lobos, luna menguante y rutas vacías, en cuyas banquinas hacen dedo las víctimas fatales de antiguos accidentes.

Los médicos forenses calculaban que el chofer del camión podía haber muerto seis kilómetros atrás, a lo sumo; porque ese era el tramo en el cual la ruta iba en línea recta, prácticamente sin curvas ni irregularidades. Un maniquí, con el rígido pie sobre el acelerador, podría tranquilamente haber hecho ese camino. El problema era que, según las pericias, el chofer había muerto hacía varias horas. Quizás diez o doce.

La policía al principio manejó una hipótesis que a mí me sonaba tan retorcida como los hierros del Duna bajo el Scania: supongamos que el camión salió de Trelew hace doce horas. No pudo haber sido manejado por un muerto. Lo que queda es: hubo alguien que manejó el camión hasta hace cinco kilómetros (a la altura de la rotonda), luego detuvo el vehículo, puso a un muerto en la cabina (simulando que era el chofer), arrancó nuevamente y luego se tiró del camión en pleno movimiento. Esta hipótesis se vino abajo enseguida; desde Trelew confirmaron que el muerto era precisamente el chofer y no un impostor. Además, si alguien se hubiera tirado desde el vehículo en movimiento, habría quedado una puerta o ventana abierta. Incluso había otro detalle: el camión, hasta un segundo antes del impacto, iba a noventa kilómetros por hora. Hubiera sido suicida arrojarse desde la cabina a esa velocidad.

Finalmente, apareció la más disparatada de todas las hipótesis y sin embargo la que, curiosamente, a la policía le pareció más simple. El chofer no había muerto hacía doce horas; había muerto cinco kilómetros atrás. Los forenses, por la rigidez cadavérica y por el estado de descomposición, determinaban que no podía ser; que la muerte o un estado catatónico debían haberse producido mucho antes. La explicación estaba en un lugar inesperado.

El camión venía de Trelew trayendo en su caja (según decían) una variedad de medicamentos y de productos químicos. Como todo no entraba en la parte de atrás, el chofer llevaba algunos packs en la cabina de adelante. Había un pack cuyo contenido era un gas, que se disuelve rápido y que si se lo respira puede provocar catarro, irritación y mareos. Uno de esos packs estaba roto y tenía tres frascos abiertos. Hasta aquí sólo podemos inferir que el chofer estaba mareado, y nada más. Falta la parte de la rigidez cadavérica.

Esa noche hace frío. El chofer tiene la ventanilla cerrada y parte del monóxido de carbono del motor de su camión entra en la cabina. El monóxido de carbono se combina fácilmente con el gas del frasco roto y forma otro gas sumamente tóxico, que afecta al sistema nervioso. El chofer siente un ligero mareo y una parálisis en sus piernas. Trata de mover sus pies para quitarse el entumecimiento, pero sus piernas no le responden. El pie derecho está rígido, como una palanca, apretando el acelerador; trata de moverlo con sus manos pero ahora los brazos tampoco le responden. Se queda como un muñeco, duro, con sus manos sobre el volante y su pie derecho en el acelerador. Lo único que puede hacer es, cada tanto, dar un ligero volantazo para doblar en las curvas, pero no puede detenerse. Trata de gritar o de abrir la ventana. Es inútil. Diez minutos después la lengua se le seca y comienza a quedarse ciego. La ruta se convierte en una conjetura negra, de vez en cuando sobresaltada por las luces de los autos que vienen en sentido contrario. No escucha sonidos (solo un zumbido perpetuo que se parece al gruñido de un perro) y no siente las casi inmóviles manos. Cada vez es más difícil respirar; lo intenta probando de a sorbos el aire enrarecido. Él no lo sabe, pero hay una espuma amarillenta saliendo de su boca y obstruyendo su nariz. Así estuvo el chofer las diez horas antes de morir, (para él el tiempo había dejado de seguir su curso normal; los minutos y las horas se confundían), haciendo su trabajo con la voluntad tiesa de un muñeco de plástico. Después del choque, el gas salió de la cabina y el único rastro que quedaba era el imperceptible pack, imperceptiblemente roto, del cual se había escapado el gas.

La policía le comunicó a Gabriel esta versión como si fuera definitiva. Sabía, sin embargo, que le estaban ocultando algo, porque después del choque Cristina pudo ver el camión y descubrió que no era un transporte de productos químicos, sino de berenjenas.

sábado, 11 de noviembre de 2006

Rumplestilskin 2

Preparáos.
En estos días llegan dos retorcidas historias de fantasmas.

Conviene ir aprendiendo la siguiente operación, que también vale para otras historias ya contadas en este mismo blog:

Monstruos = máquinas que andan solas => animales fabulosos => cangrejos => fantasmas => cáncer = berenjenas

Con el transcurso de los post, se pueden ir agregando más términos a esta operación.

Recuerde:
Un monstruo es un animal monstruoso
Una berenjena es un monstruoso vegetal.

viernes, 10 de noviembre de 2006

Berkeley


- Si cierro los ojos y no percibo la mesa que tengo delante de mí, la mesa deja de existir.
- Pero, ¿por qué vuelve a existir cuando abro los ojos?
- Ahí está el punto: depende de cuándo abras los ojos. ¿Probaste qué pasa si mantenés los ojos cerrados durante cuatro mil años? (que mueras antes de comprobarlo no cuenta como refutación)

jueves, 9 de noviembre de 2006

Lo que veo en una foto vieja

Siempre me gustó la etimología de la palabra nostalgia.
‘Nostalgia’: del griego nostos (viaje, regreso) y algós (dolor)
La nostalgia es un viaje de regreso con dolor.


Caminar hacia atrás con angustia. Mirar las cosas y las personas que hemos abandonado y que nos han forzado a que las abandonemos.
Pocas veces una palabra lleva escondida dentro de sí un significado tan exacto y complejo. No son los relojes; no son los recuerdos: la única garantía de que los minutos son irreversibles pero reales, la obtenemos gracias a la nostalgia. Por ella sabemos que hemos vivido alguna vez en lo que hoy es el pasado.

Para mí, nada hay más misterioso que el pasado. Del futuro ya sabemos demasiadas cosas: está escrita la fecha de nuestra muerte; el nombre de nuestros hijos y de nuestros nietos; la felicidad de haber realizado un viaje o la infelicidad de no haberlo hecho. Está escrita la nostalgia de recordar precisamente este momento. El futuro es una proyección volátil e inerte, que se arma con las cáscaras vacías del presente y con el peso insoportable del ayer. Con respecto al futuro no hay nostalgia; no hay un sentimiento análogo. En cambio el ayer es siempre nuevo y auténtico.

A veces veo una foto vieja, de un día anónimo. Una situación cotidiana de hace más de dieciséis años. En la foto aparece la mesa de mi casa, el modular con el jarrón de plata, la luz que entra por la ventana de un día quizás de junio, nublado, a la una o dos de la tarde. En un rincón se ve el televisor apagado y allá, al fondo, la habitación de mi papá casi en penumbras. Todo lo que veo en la foto es conocido e irreal a la vez. Es irreal porque tiene detalles demasiado exactos; detalles que hace mucho tiempo han desaparecido y sin embargo la memoria los reconoce como si aun estuvieran. El televisor, por ejemplo, es un philco ford de 17 pulgadas, blanco y negro, con una antena improvisada con maderas y alambre, que fue vendido o regalado hace más de tres lustros. Hace quince años que no lo veo y jamás lo voy a ver nuevamente. Pero cuando veo la foto los detalles me impactan por su familiaridad, como si ese cuadro lo hubiera visto hace no más de cinco minutos. Por ejemplo, el televisor tenía un rayón al costado (del lado derecho) que no se alcanza a ver en la foto, pero que viene añadido en el recuerdo. Aunque hace tanto que no lo veo, sé que ese rayón está ahí. (¿Ahí? ¿A qué ‘ahí’ se refiere mi recuerdo?) La memoria guarda cosas que uno a veces no volverá a recordar. Pero basta un mínimo puntapié para que el recuerdo se despierte completo, con todos los pormenores. En mi mente reconstruyo ese instante, el resto de mi casa y de ese día, que no recuerdo. Trato de imaginar qué hay en la parte oscura de la foto; esa zona en penumbra donde se enfoca la habitación de mi papá. Trato de descifrar el misterio de todo lo que era importante para mí en esa época: ¿ese día yo iba a la escuela? ¿Por qué saqué esa foto? ¿Quién estaba, además de mí? ¿qué estaba haciendo mi hermano? ¿en qué pensaba yo por ese entonces? Curioso: en la foto no aparecen personas; sólo aparecen algunas cosas, mudas y fragmentadas, cubiertas con una despiadada melancolía de tonalidades grises.

Creo que el paso del tiempo sólo sirve para ganar nostalgia. Todo, absolutamente todo, se pierde con el tiempo, menos la nostalgia que crece de manera recursiva: uno puede tener nostalgia incluso de recordar un momento en el que tenía nostalgia de recordar un momento. La alegría más intensa y la amargura más macabra se disuelven, se suavizan y se transforman en ese único licor.

El instante que acaba de pasar ha desaparecido para siempre. Lo que vivimos hace apenas un día no está cerca, ni lo que pasó hace mil años lejos: ambos tiempos son igualmente inalcanzables. Tendemos a creer que los minutos son como los metros, que pueden ser recorridos tanto en uno como en otro sentido. Como si la memoria del ayer fuese el ayer. El recuerdo del sabor del vino, del café de esta noche, de la cena con mi familia y amigos, sólo perviven como una huella en la arena. Son una sucesión de espectros ordenados por fechas; imágenes vívidas y coloreadas con la tintura de las emociones; fantasmas que, con nuestra voz, imitan las formas y las sensaciones del pasado. Las personas nos reunimos para contar qué hemos hecho el día anterior, dónde hemos estado hace unos años: tenemos la ficción de recrear el pasado, de ganar pasados ajenos para actualizarlos, de apropiarnos de imágenes que ficcionan el ayer, de creer la propia ficción de que el ayer ha sido real. Lo que ocurrió hace unos minutos deja huellas engañosas; es un muerto que murió ayer y que habla hoy. El tiempo mismo sólo vive en el lenguaje: no hay ayer ni mañana sino la fugacidad sin duración. Aun las metáforas del tiempo implican al tiempo: como un río que huye, como el sol que desaparece en el horizonte, como el bebé que acaba de nacer y llora en la primera y más profunda congoja de su vida.

Los días de viento tengo la sospecha de que todo puede curarse. El viento trae la brisa del mar, aunque sea un mar lejano y de hace muchos años. Con el viento se puede llenar los pulmones de recuerdos nuevos. Las fotos viejas se vuelan. El Céfiro se lleva el tiempo. Los vientos que silban en las ventanas tienen el poder de llevarse el pasado, dejando a veces la angustia de la nostalgia, y a veces el campaneo de la risa de un tiempo querido y desaparecido hace mucho.