lunes, 21 de diciembre de 2009

Divina sensualidad

A los nueve años mis compañeros de grado y mis amigos del barrio iban a catecismo y de vez en cuando uno de los curas les hacía levantar la remera para acariciarles el ombligo y pasar sus labios por las pancitas lampiñas. Por esa misma época, había un muchacho de mirada vidriosa, de unos once o doce años, que cada tanto pasaba por nuestra calle y nos tocaba el culo sin disimulo y con deleite evidente. También, un señor del barrio que era gasista o plomero a veces jugaba a la lucha con nosotros y nos mordía. Pero esas cosas no nos parecían aberrantes, porque no tenían nada que ver con el sexo.
El sexo –según sabíamos a esa edad- era algo que se hacía entre un hombre y una mujer, e involucraba al pene y a la misteriosa y mítica vagina. Los besos en la boca tenían algo que ver. En cambio, besar un ombligo, tocar el culo o morderse entre hombres podían ser conductas raras, pero jamás las asociaríamos a algo sexual. No había penes, no había desnudez del torso para abajo, ni besos de lengua.
Cuando yo tenía nueve años no existía el acceso a la pornografía. No cabía la mínima posibilidad de representarme qué era exactamente el sexo. Las escuelas tenían prohibido hablar del aparato reproductivo –las palabras “gónada” y “vulva” no debían siquiera mencionarse- y lo más excitante que podía verse en televisión eran las piernas de Luisa Albinoni, si nuestros padres dejaban que nos quedáramos hasta después del horario de protección al menor. El sexo, para nosotros, era un misterio alrededor del cual tejíamos todo tipo de increíbles y complicadas fabulaciones.
Teníamos un serio problema con el lenguaje en esa época. La palabra “coger” era accesible, breve y efectiva –particularmente, para insultar- pero no sabíamos bien qué era eso de “coger”. Mi amigo Martín resumía el proceso de coger en la siguiente explicación: “Encontrás una mina, te la chapás, se te para la pija, a ella se le abre la concha y te la cogés”. He ahí un método de cinco pasos en el cual el último decisivo eslabón permanece en el misterio más profundo: ¿qué demonios es “coger”?
Martín, vecino y compañero de cuarto grado, presumía de su precocidad contando historias de sus encuentros sexuales con primas mayores o con compañeras de inglés. Siempre –según sus relatos- se seguía el método de cinco pasos, aunque de vez en cuando daba detalles del misterio. Hoy puedo recordar esos detalles con una tierna sonrisa. Martín se esforzaba por inventarnos una historia verosímil acerca de los procesos fisiológicos del hombre y de la mujer cuando están cogiendo. La cuestión era que él, como nosotros, no tenía la menor idea de lo que significaba coger. “Después de chapar, te le tirás encima. Están una o dos horas así sin moverse hasta que ella te toca la poronga y empieza a gritar” Para entender esta historia no hace falta suponer que los dos participantes tienen un contacto piel con piel: lo esencial es que el hombre se tire encima de la mujer y que alguno de ellos comience a gritar. A mí me parecía algo aburrido y sin sentido. Sin embargo, en esa historia se filtraba algo que al poco tiempo iba a ser el rumor más escandaloso. ¿Por qué en el sexo había gritos? La única respuesta posible era: porque el sexo duele. Todos sabíamos lo delicada que es la piel del pene y qué fácil resultaba pasparse o lastimarse con el mínimo roce. Si el pene cumplía alguna otra función además de orinar, esa función debía conllevar una experiencia dolorosa.
Por esa época nos obsesionaba el dolor del sexo. Nosotros mismos jugábamos con nuestro pene (todavía sin saber bien qué hacer con él); nos tocábamos, entrábamos en erección y descubríamos que los sensibles pliegues internos del prepucio se irritaban y ardían al mínimo contacto con las manos. Existían, además, trabajosas fabulaciones acerca de lo que le ocurrió al primo de un amigo de un conocido: se tocó tanto el pene que comenzó a sangrar y hubo que llevarlo a una guardia médica, donde le amputaron el miembro. En otras versiones, la amputación venía como consecuencia de haber tenido sexo con una mujer. En todos los casos, las derivaciones y secuelas del sexo eran problemáticas y poco atractivas.
A esa edad nos quedaba claro que los hijos se gestaban a partir del sexo. Por lo tanto, éramos capaces de deducir cuántas veces una pareja había tenido sexo a partir de la cantidad de hijos: tres hijos, tres veces sexo. Era raro que alguien tuviera más de cinco o seis hijos (eso en casos límite); por lo general las familias que conocíamos tenían hasta tres hijos. Eso era un buen indicador de que el sexo era algo que se ejecutaba pocas veces en la vida, debido, quizás, al dolor que provocaba. Asumíamos que las personas de más de cincuenta años no tenían sexo (y no deseaban tenerlo, desde luego) porque nunca nos encontrábamos con cincuentonas embarazadas.
Cuando terminamos las clases de cuarto grado, Martín y yo nos seguimos viendo para jugar a la pelota o a la bolita. En ese verano él comenzó a tener una extraña fantasía platónica: se había enamorado de una monja muy joven que vivía en un convento a dos cuadras de mi casa, y me aseguraba que ella, a su vez, le mostraba cierto interés. Martín aparentaba tal vez uno o dos años más, pero parecía desquiciado pretender algo con una mujer adulta que usaba hábitos grises y que no mostraba un solo indicio de sensualidad con ese aparatoso y sofocante vestuario. La monjita pasaba todas las tardes por la esquina de mi casa, y yo la podía ver con detalle: tal vez no era tan joven, y su rostro poceado de viruela tenía una profunda amargura. No podía dejar de mirarla: quería entender qué había encontrado Martín en ella, y todo lo que conseguía era impresiones de tristeza y asco. “El otro día se levantó la sotana y me dejó verle el culo”, me contaba orgulloso Martín, fingiendo –o tal vez no- que había entrado al convento con la excusa de ayudar a la hermana a hacer unos mandados. “¡Me mostró el culo, Jorge!”, repetía triunfal. “Claro, casi me la cojo, pero justo venían las monjas viejas y tuve que salir cagando”.
La tarde del veintiuno de diciembre hacía un calor espeso, casi viscoso. La monjita pasó por la esquina de mi casa. Martín estaba conmigo y allí ocurrió algo insólito: ella disminuía el paso y se levantaba el hábito con disimulo para dejar al descubierto la parte inferior de la rodilla. Se mordía levemente el labio y dirigía a Martín una mirada perversa o cómplice. Luego siguió su paso. Martín, muy excitado, decidió que la siguiéramos a unos veinte o treinta metros de distancia. Llegamos hasta la entrada del convento. Sin disimulo, la monjita se daba vuelta y hacía algún gesto. “Está conmigo. Hoy me la cojo”, repetía Martín casi a los gritos.
La monja llegó al convento y entró. Martín decidió entrar después de unos instantes de impaciencia e indecisión. La puerta estaba abierta. Yo me quedé afuera y, durante los veinte minutos en que estuve solo, el cielo se nubló, se desató un chaparrón, se dejó ver un arco iris y volvió a salir el sol. Cuando un rayo tibio de sol iluminó la puerta del convento, Martín salió con paso lento y una expresión de horror.
- Me la cogí nomás – dijo apurado y casi sin voz.
Durante un buen rato no quiso hablar sobre el tema. Eran las cinco de la tarde; íbamos a tomar una leche chocolatada a mi casa; luego jugaríamos a la escondida con los otros chicos, y Martín se había cogido a una monja y no quería hablar.
Al atardecer de ese larguísimo día por fin dijo las primeras palabras sobre el tema.
- Coger es horrible.
Le pregunté qué le había pasado. Después de todo, él ya sabía desde antes lo que era “coger”.
- Jorge, lo que te decía era todo bolazo. Esta es la primera vez que cogí en mi vida. Y no tiene nada que ver con lo que creíamos.
En ese momento me contó los detalles.
- La monja se bajó un poco el hábito y me hizo lamerle las tetas. Tenía las tetas llenas de venas azules. Una teta era muy larga, como llena de pocitos y cada tanto chorreaba un líquido rojo. Yo le decía que no, pero ella me agarró más fuerte y me apretó. Después se sacó toda la ropa. Abajo tenía todo peludo, como un oso, y de la panza hasta la rodilla había una especie de pelota verdosa que latía. Entonces me bajó los pantalones y el calzoncillo, me agarró el pito y se lo acercó como acariciándose la cosa verde. Cuando me pude zafar le di una patada y me gritó que quería más, que la siguiera pateando. Chillaba como una rata vieja y enorme. Entonces traté de salir corriendo.
Hubo un silencio largo. Por primera vez tenía la sensación de que Martín hablaba en serio. El espanto que sentía nos daba la pauta precisa: coger era horrible.
- Pero eso no fue todo, Jorge. Cuando salía de ahí, me agarraron dos monjas viejas y me dijeron algo espantoso. No sé cómo se lo voy a contar a mis viejos.
“No sé cómo se lo voy a contar”, repetía.
- Me dijeron que la dejé embarazada. Me dijeron que, por mi forma de coger, dentro de poco se me va a caer la poronga, me voy a convertir en mujer y cuando sea grande voy a querer ser monja como ellas.
Mientras llegaba la noche nos quedamos en silencio, sentados en el borde de un cantero. Martín lloró un momento y siguió repitiendo detalles. Durante un rato nos pusimos a evaluar qué tan cierta podía ser la advertencia de las monjas viejas. Antes de irnos a cenar cada cual a su casa, y tal vez para darse un poco de valor, Martín se animó a ser tímidamente escéptico y me preguntó:
- ¿Cómo voy a querer ser monja si a mí no me gusta ni coger?

lunes, 20 de julio de 2009

Tomasita ríe

En este momento mi hija Isabella duerme en nuestra cama matrimonial y mi mujer está aterrorizada. Son las tres y media de la mañana; la casa está completamente a oscuras y en silencio, y hace unos minutos Isabella, de ocho meses, comenzó a llorar desde su cuna en la habitación del fondo. Irma se despertó antes que yo y la escuchó. Se levantó para ir a su habitación y consolarla. Mientras buscaba las pantuflas el corazón se le detuvo. No lloraba. Se reía de alegría completa y total. Una carcajada interminable como nunca le habíamos escuchado antes.
Mi mujer me despertó cuando Isabella ya llevaba dos minutos de risa. La casa seguía a oscuras, excepto por nuestro velador, y nadie se atrevía a enfrentar el pasillo para llegar al cuarto de la bebé. Después de tres minutos, la risa de Isabella era cansada y ligeramente quejumbrosa, como si alguien la torturase haciéndole cosquillas. Como si riera contra su voluntad.
En ese instante no me representé la escena espantosa que sí había imaginado mi mujer: algo, en la fría oscuridad, haciéndole invisibles e inhumanas morisquetas a Isabella; tal vez iluminándose con el escaso reflejo de la luz a través de la ventana. Quizás por eso, porque no fui capaz de pensar en una retorcida causa externa, me atreví a encender la luz del pasillo y encaré hacia la habitación. Mi hipótesis tranquilizadora era que quizás el gato se había subido a la cuna, y a mi hija le causaba mucha gracia ese muñeco de peluche viviente.

Mientras caminaba por el pasillo, la risa de Isabella había aumentado. Como si la gracia fuera in crescendo. Su tierna carcajada ya era ronca y cada tanto se entrecortaba con un breve acceso de tos. Mi mujer me seguía a pocos pasos.

Ya en el umbral de la puerta de su habitación, la risa generaba un molesto eco agudo que perturbaba los oídos. Cuando encendí la luz, pudimos ver una de las cosas que mi mujer más temía.

Isabella estaba despierta, mirando hacia un ángulo del cielo raso y no paró de reír aun después de que hubiéramos encendido la luz. El gato no estaba y, por supuesto, no había nada en el rincón del techo al que sus ojos se dirigían.

- Hija, ¿qué te pasa? –le preguntó Irma, tomándola entre brazos desesperada. Isabella nos dirigió una breve mirada y siguió riendo, tratando de esquivar nuestras cabezas para seguir mirando ese ángulo vacío.

Mi primera hipótesis fue que Isabella en realidad estaba sonámbula. Irma se puso a llorar y me recordó una de las historias más sórdidas de su familia.

- Igual que Tomasita.

2

Tomasita es una sobrina que vive en Chubut, y de la cual sólo tenemos escasas noticias. Ahora, ella tiene doce años y una incierta enfermedad neurológica. Lo que conocemos sobre su vida se resume en una sucesión de visiones aterradores y premoniciones fatales.

Una vez, hace seis o siete años, toda la familia de mi mujer se reunió en Rawson (Chubut) para comer un asado y reencontrarse después de largas décadas de vivir en lugares muy distantes. Estaban los tíos de Irma, la madre, los hermanos, las cuñadas y los sobrinos. En la larga sobremesa de ese domingo de mayo se jugó al truco, se habló de política, de fútbol y de la situación personal de cada uno de los asistentes. Muchos de ellos se quejaban de que el dinero no les alcanzaba para llegar a fin de mes, de que el alquiler era una locura, de que su trabajo les rendía poco, de que la inestabilidad laboral los estaba matando. Otros, en cambio, contaban sus éxitos laborales o amorosos. Tomasita tenía seis años. Había estado jugando con sus primos en un pelotero y se apareció en el comedor. Le preguntó a su madre: “¿por qué el tío Alberto no llega a fin de mes?”. La madre contestó: “porque le pagan muy poco, Tomasita”. La niña miró por un momento al tío Alberto y volvió al pelotero.

El veintinueve de mayo de ese año, el tío Alberto murió de un paro cardíaco. No llegó a fin de mes.

En otra ocasión, Tomasita hablaba con su abuela y su madre, haciendo planes para su cumpleaños número ocho. La abuela le prometió a la madre que iba a hacer una torta. Tomasita dijo, sin dudar: “Abuela, vos no vas a estar para mi cumpleaños”. Y así ocurrió. La abuela falleció una semana antes de la fiesta.

Pero nadie habría prestado atención a las palabras de Tomasita si no fuera por algo que le había ocurrido a los dos años de vida. Algo que la emparentaba con mi hija Isabella.
Una noche Tomasita se despertó en la madrugada y comenzó a reír sin parar. Mi cuñado Rubén se levantó, encendió la luz y vio que la niña observaba atenta y divertida un rincón vacío del cielo raso.

En este momento agradezco que mi hija Isabella todavía no pueda hablar. Rubén no tuvo esa suerte. Tomasita vio a su padre y, sin parar de reír, dijo, señalando el cielo raso:

- Mirá el nene.

No sé lo que hizo Rubén. Supongo que habrá mirado una vez más, sin encontrar más que un ángulo de pared pintado de blanco y rosa. Después de tragar saliva, habrá preguntado:

- ¿Qué nene?

Tomasita, sin dejar de reír, contestó:

- Ese que está ahí, que tiene las cosas como las palomas.

Quizás Rubén recordó que ese mismo día Tomasita había preguntado por qué vuelan las palomas. Y él le había respondido: “porque tienen alas”.

- ¿Tiene alas? ¿Es un nene con alas?

La niña tal vez no respondió, pero yo mismo siento un escalofrío cuando recuerdo lo que dijo luego:

- El nene está vestido con una sábana blanca y canta una canción.

- ¿Qué canción, Tomasita?

-No sé. Grita mucho.

- ¿Dice algo? La canción, ¿dice algo?

- Sí. Pero grita mucho.

Hasta aquí, la reconstrucción más o menos fiel de lo que recuerdo del relato que mi suegra le hizo a mi mujer acerca de lo que dicen que ocurrió con la hija de mis cuñados. Este relato era una curiosa anécdota hasta hoy. La imagen de un angelito revoloteando por la habitación, haciendo de payaso cantor a la madrugada, me había parecido tierna e inverosímil. Ahora, hoy, me resultaba probable y escandalosa.

A las tres y media de la mañana, Isabella se volvió a dormir. Irma la sacó de su cuna y la llevó a la cama matrimonial. Yo me quedé levantado, maquinando hipótesis, examinando sin convicción el ángulo del cielo raso de su habitación. Golpeé el techo con un palo de escoba; sacudí las cortinas, abrí el placar y puse mi oreja en las paredes. Nada raro. Incluso apagué la luz y traté de mirar el cielo raso con los ojos entrecerrados, o de costado y sin enfocar la vista. Dicen que esa es la manera en que pueden verse los fantasmas. Llegué a sugestionarme: sentí tenues olores a musgo, a hortalizas y a magnolias. Y me pareció escuchar unos volátiles ruiditos en las paredes y el techo, como las pisadas de un duende minúsculo. También tomé fotografías en plena oscuridad, pero la entidad metafísica que tanta gracia le causaba a mi hija se empeñaba en no manifestarse.

Finalmente, terminé aceptando la posibilidad de que Tomasita e Isabella compartieran un oscuro destino común de revelaciones y clarividencias. Lo que en verdad me preocupó era el futuro de las neuronas de mi hija: Tomasita, a los doce años, padece una enfermedad mental de diagnóstico impreciso y vacilante, cuyos únicos síntomas definidos son el llanto perpetuo y las alucinaciones.

Pero mientras yo jugaba al Sherlock Holmes metafísico, mi mujer me llamó desde nuestra habitación. Eran las cuatro menos cuarto de la mañana.

- Recibí un mensaje –me dijo.

En el celular se leía:

Siempre te voy a cuidar, primita.

De: Rubén.

El número era de Rubén, pero el mensaje había sido enviado por Tomasita. Irma respondió con un lacónico y desconcertado “gracias”.

3.

Los sucesos que acabo de contar ocurrieron anoche.

Hoy a la tarde nos llamó Rubén desde el sur, preguntando por qué le habíamos dicho “gracias”. Irma le contó lo del mensaje y, entre lágrimas, trató de explicarle todo lo que había pasado. Rubén le contestó con idéntico desconcierto:

- Anoche nadie te mandó un mensaje, Irma.

Nos enteramos de que a esa hora Rubén estaba durmiendo; que su celular había estado toda la noche en su mesa de luz y que Tomasita desde hace tres días está internada en estado de coma.

lunes, 16 de febrero de 2009

El círculo vicioso de los especialistas

Desde hace muchos años sufro de un síndrome cuyos síntomas son vagos y esquivos. El síndrome consiste en algo así como dolores de cabeza, náuseas, dolor de cuello, mareos, asma y sueño. Todo eso junto, o de manera sucesiva o aleatoria. Dije “algo así como”, porque el dolor de cabeza no es sólo eso, ni el mareo es sólo mareo. Detrás de cada síntoma definido está, agazapado, alguno de los otros síntomas: el dolor de cabeza nunca es “puro” dolor de cabeza; también trae algo de mareo, algo de sueño y un poco de asma. El sueño tiene algo de dolor de cuello. Como si cada síntoma quisiera camuflarse con la vestimenta de otro. Es fácil entender que jamás puedo contestar a la pregunta: “¿qué te pasa?” sin balbucear o hacer largos circunloquios.

Hubo dos buenas maneras de atacar este problema. Una de ellas fue abandonar cualquier actividad y dormir hasta que se me pasara. He tenido que dormir cuatro o cinco días seguidos sin poder dar más que una esquiva explicación a mis jefes y a los médicos que me enviaban del trabajo por mi parte de enfermo. La otra manera –mucho mejor- fue la automedicación. No sé qué sería de mi vida si no fuera por los kiosqueros que me vendían aspirinas, migrales, buscapinas, dramamines y actrones de acuerdo a mi tosco relato de los síntomas y a su concienzudo criterio de farmacéutico amateur.

Un día, siguiendo un mal consejo, decidí ver a un médico. Digamos de antemano que esa fue la peor de todas las ideas. Los médicos son buenos –cuando son buenos- en atacar bacterias, cortar huesos y hacer cirugías. Ciertas cirugías. En cambio, son inútiles cuando uno tiene dos o tres síntomas difusos y de conexión incierta. Por empezar, yo tenía un problema semántico: mis síntomas se comportaban, en cierto modo, como una unidad (a mí me pasaba todo eso junto), pero cuando tenía que explicarlo debía descomponer esa unidad en muchos conceptos. “Migraña, mareos, náuseas, dolor de cuello…”. El médico no entendió el problema de lenguaje; sólo captó la cantidad de términos que yo utilizaba para explicar lo que me pasaba, y me fue derivando a un especialista por cada síntoma. De modo que fui a un neurólogo para investigar el dolor de cabeza, a un otorrinolaringólogo y un oculista para descubrir la raíz del mareo; a un gastorenterólogo para saber por qué sentía náuseas; a un traumatólogo para encontrar por qué me dolía el cuello y a un médico especialista en problemas del sueño para saber por qué me la pasaba bostezando.

Estuve dos meses deambulando entre salas de rayos, electorencefalogramas, pruebas de resonancia, fondos de ojo y masajes descontracturantes. Cada especialista me explicaba las razones por las cuales no encontraba ningún problema y me daba una pastilla para tomar cada ocho horas. A pesar de que yo estaba clínicamente sano, la cantidad de medicamentos que tomaba se había incrementado de forma exponencial. Lo peor de todo es que caí en el círculo vicioso del especialista, uno de los peores males de la ciencia. Veamos en qué consiste.

El oculista no encontró problemas en mis ojos, pero vio algo en el nervio óptico. “Eso lo tiene que ver el neurólogo”, me dijo. Fui al neurólogo y no le dio importancia a mi afección del nervio óptico, pero –en cambio- le prestó atención a algo que pasaba en mi oído medio. “Tenés que ver a un otorrinolaringólogo”. El otorrino no vio algo malo en mi oído, pero sí pensó que ciertos mareos se debían a no sé qué problema en la córnea. “Andá a ver a un oculista”, dictaminó. Había sido derivado en círculos, y podría haber seguido así eternamente.

No voy a omitir algunos diagnósticos desopilantes: un traumatólogo dijo que, si bien yo estaba sano, debía “evitar por todos los medios subir escaleras, mirar pantallas de televisión y andar en ómnibus”. Salí del consultorio sintiéndome un inválido. El otorrinolaringólogo me explicó que mi centro del equilibrio era demasiado sensible. Por lo tanto, debía evitar escuchar música, ruidos fuertes y bocinas. Tampoco me convenía caminar solo por lugares peligrosos ni trabajar en altura. El traumatólogo me pidió que no me sentara durante mucho tiempo, que no levantase la voz, que no escribiera a máquina o por computadora, que no me agachara y que no levantara la cabeza. El neurólogo me recomendó no caminar mucho, no agitarme, no bañarme -porque la ducha podría bajarme la presión y corría riesgo de desmayo- y no emprender una tarea complicada si no contaba con algún acompañante. El gastroenterólogo me prohibió los asados, las pastas, las frutas finas, los helados, las galletitas, las salchichas y los alimentos en lata. El inmunólogo dictaminó que el estrés me podía provocar asma, así que no debía recibir malas noticias ni moverme mucho. Todas estas recomendaciones apropiadas para un enfermo terminal las estaba recibiendo yo con un diagnóstico preciso y unánime: usted está clínicamente sano.

Por suerte el médico clínico estaba afuera de ese endemoniado círculo vicioso del especialista. Vio los análisis sin mucha emoción y me preguntó: “¿Qué estás tomando para todo esto?”. Le dije que los kiosqueros me habían recomendado una pastilla para cada cosa, y que los especialistas me habían dado más pastillas. Con una sabiduría que todavía admiro, el clínico concluyó: “Seguí tomando lo que te recetaron en los kioscos. Olvidate de las otras pastillas”

Desde luego, todavía hoy sigo paliando los síntomas. Ahora mismo, sólo puedo escribir sin marearme gracias al Dramamine. No me duele la cabeza gracias al Migral y la Cafiaspirina. El ibuprofeno anestesió mi cuello, las zopiclonas y melatoninas hacen que duerma bien a la noche, el Sertal es mi aliado para el estómago y el compuesto de budesonida y formoterol evita que me ponga violeta por un ataque de asma. Yo sé que en poco tiempo voy a reventar y me voy a morir de intoxicación medicamentosa, pero estoy convencido de que el médico forense dictaminará que mi cadáver es “clínicamente sano”, con lo cual no tengo de qué preocuparme.


Apéndice: lo que está arriba fue escrito hace unos años, cuando todavía creía que una rama de la medicina –la pastillología del kiosquero de barrio- servía para algo. Hoy, febrero de dos mil nueve, he cambiado de opinión. Contra todos mis instintos, fui a ver a una mujer que hacía curaciones milagrosas y desde hace dos días no me pasa absolutamente nada. Ningún dolor, ninguna molestia. Su cura consistió en reconocer los síntomas con sólo tocarme la frente y declarar que al día siguiente iban a desaparecer (Seamos honestos: una cosa es la clarividencia, y otra son los poderes curativos. ¿Qué tiene que ver la visión mental con la curación milagrosa? Una cosa es saber cuál es mi problema sin que yo se lo diga; otra muy distinta es poder curarlo). Al día siguiente desapareció mi síndrome. Eso sí, la mujer –que llevaba el pañuelo recogido con una bandana roja con corazoncitos blancos- aclaró que yo había sido víctima de una poderosa fuerza maligna que alguien había desplegado. Lo curioso es que esa “fuerza maligna” no estaba dirigida especialmente a mi persona: alguien la había puesto a rodar con otros propósitos y yo padecí ese mal de rebote. Otra curiosidad aun mayor: esta mujer era directora de una escuela, y hacía curaciones aula por aula a los alumnos que estaban en clase.

Quisiera que los síntomas reaparecieran para refutar a esa charlatana, pero se empeñan en ya no estar. Eso sí, ahora tomo más pastillas que nunca, porque nunca antes me había sentido tan sano.

viernes, 16 de enero de 2009

La Máquina Yo

01/ 01/ 09 / 08:00

A las ocho de la mañana del uno de enero tocaron timbre en mi casa.

El sonido me provocó más intriga que sobresalto. Por casualidad yo estaba despierto a esa hora, en la cama, tratando de decidir si seguía durmiendo o si había algo mejor que hacer en el día más feriado del mundo.

Cuando el timbre insistió por segunda vez me levanté con pereza y busqué las ojotas. Era necesaria esa insistencia para apurar mi decisión. Ninguno de mis amigos vendría de visita a esa hora, a brindar, con el sol ya tan alto. Tampoco podía ser un vendedor o un empleado del correo.

La única posibilidad –por la cual me estaba levantando- era un pariente que venía a comunicarme un hecho desgraciado. Algún familiar muerto por un cohete, o un atracón, o una borrachera de año nuevo.

Abrí la ventanita de vidrio de la puerta. Del otro lado me esperaba un hombre desconocido de unos sesenta años vestido con pantalón, camisa y zapatos blancos. Sonreía con la boca abierta como un niño tonto.

- Buenos días, caballero. Feliz año nuevo –dijo.

- Buenos días – contesté, todavía tratando de calcular qué podía querer ese hombre

- Le vengo a traer una buena noticia.

“Familiar muerto, descartado”, pensé con alivio.

- Me alegro mucho. Dígame.

- ¿Usted se ha encontrado a sí mismo?

“Claro”, pensé. “Un religioso”. Sólo un religioso podría levantarse muy temprano el uno de enero y alborotar la trasnochada tranquilidad de los durmientes. “¿Qué debo contestar?”, me pregunté. A lo largo de mi vida tuve encarnizadas discusiones metafísicas con religiosos, con creyentes en el misticismo new age, con autoproclamados príncipes intergalácticos y niños índigo. Mi carrera como profesor de filosofía me enseñó sólo dos cosas: una, el agnosticismo. Dos, la argumentación y el diálogo hasta las últimas consecuencias, siempre que pueda mantenerse dentro de ciertos marcos racionales. ¿Qué debía hacer ante este hombrecito de ridícula vestimenta que venía a hacerme una pregunta tan contundente? ¿Esperaba él una encarnizada dialéctica? ¿Estaba yo dispuesto a batirme a duelo erístico con este ocasional desconocido en la puerta de mi casa?

Ganaron mis deseos de generar un diálogo tormentoso:

- Depende de lo que entienda por “sí mismo”, “usted” y “encontrarse? ¿A quién o qué se refiere cuando me dice “usted”? ¿Qué es el “sí mismo”? ¿Encontrarse en qué sentido? ¿En el espejo? ¿En un dilema moral? ¿En la propia conciencia? ¿En peligro?

El hombrecito siguió sonriendo sin amedrentarse.

- Típica respuesta de quien nunca se encontró a sí mismo. Quien tiene un hijo, sabe qué se siente tener un hijo. Quien está enamorado, sabe que lo está. Pero el que pregunta, es porque no entiende, y el que no entiende es porque no se ha encontrado.

Suspiré y concedí ese punto. No porque me convenciera; simplemente quería saber adónde se dirigía.

- Usted nunca se encontró a sí mismo. Por eso, para comenzar este dos mil nueve voy a invitarlo a que se encuentre. El didáscalo le puede conceder una cita sin compromiso. ¿Le parece bien en una semana, el ocho de enero a las veinte horas?

Suelo pensar con mucha cautela cualquier ofrecimiento. Pero este, en particular, era sumamente oscuro y a decir verdad me confundía. ¿Adónde me estaban invitando? ¿Qué me iba a mostrar? Preferí seguir preguntando antes de responder.

- Vamos por partes, caballero. ¿Quién es usted? ¿Qué es el didáscalo?

El hombre sonrió con más afabilidad, tal vez sintiéndose halagado por mi interés.

- Yo soy un discípulo del didáscalo. Mi nombre es Juan, pero eso no es importante. El didáscalo es el maestro.

Las cosas se iban poniendo bizarras, lo cual atraía mucho más mi hambre de discusión. Decidí preguntar hasta el final.

- Y el didáscalo, ¿me puede enseñar quién soy?

- No directamente. Él lo preparará para enfrentarse a la Máquina Yo. La Máquina Yo le dirá quién es.

- ¿Qué es la Máquina Usted? – pregunté, fascinado por ese nombre pomposo que me sonaba a robot del futuro.

- La Máquina Yo no soy yo, hombre. Tampoco es usted. Es una porción del Ojo de Dios que le fue concedida al Didáscalo.

“Por fin algo bueno”, pensé. “Por fin aparecen los componentes divinos, la fina hilacha de metafísica vacía hecha a propósito para desbaratar cualquier argumento en contra”

- ¿Y cómo le fue concedido el ojo de Dios al Didáscalo?

- El Didáscalo soñó con el Ojo de Dios. Cuando despertó, tenía al Ojo en su estómago. Después de cuarenta días de ayuno y purificación, el Ojo atravesó su intestino y finalmente lo defecó. Lo divino se manifiesta en sueños; luego se hace carne y finalmente es parte del mundo.

- Y el Didáscalo, ¿era Maestro desde antes? ¿O se convirtió en Maestro después de recibir el Ojo de Dios?

El hombrecito de blanco seguía entusiasmado. Probablemente se sentía feliz de que alguien le mostrara tanto interés.

- Antes de soñar con el Ojo, al maestro le fueron reveladas las siete verdades que están escritas en su libro. Las siete verdades hablan del conocimiento de sí mismo.

“Verdades reveladas”, pensé “Es delicioso. Las tienen todas consigo”

- ¿Y cómo fueron reveladas esas siete verdades? ¿Mediante apariciones?

- Nada de eso. Mediante sueños. El Maestro una noche se acostó, y al otro día era un sabio. Un sabio de Sí mismo. Ese Sí mismo que somos cada uno de nosotros cuando somos cada uno.

- Y esas siete verdades, ¿se pueden conocer? - pregunté

- Claro, hombre. Están en el libro del didáscalo. Puede comprarlo en cualquier librería. El Didáscalo firma con el seudónimo de Maestro Yo.

- ¿Usted es el Maestro? ¿El Maestro Usted? –pregunté burlándome.

- No, no “yo”. No “yo” de “yo”. “Yo” de “Él”. ¿Me entiende?

- Ah, claro. Clarísimo. Y muy interesante. ¿Dónde se hace este encuentro con el Yo?

- Le dejo la dirección del templo. ¿Día ocho a las veinte?

Estuve de acuerdo. El hombrecito sacó un cuaderno del un bolsillo y anotó algo. Luego cortó un papel y me lo dio.

- Esta es la dirección. No es lejos. Lo esperamos. Hasta luego.

Eran las ocho y veinte, y el discípulo del Didáscalo se había ido, dejándome con muchas ganas de tener una agitada discusión metafísica.


08/ 01/ 09 / 20:00


Una hora antes del día y el horario pactados, yo había olvidado por completo esta cita. Irma tuvo que recordármela, como un reproche. “No vayas”, me había dicho el uno de enero, cuando le conté el curioso encuentro con el hombre de blanco. “No sé qué esperás encontrar. Unos cuantos dementes, rituales, cantos… ¿qué más?”. Yo le había contestado con arrogancia: quería ir para ver si tenía una oportunidad de desenmascararlos. Quería continuar y profundizar la inevitable y deliciosa discusión con un fundamentalista. Siempre me había gustado discutir con mormones y evangelistas, porque sus únicos endebles argumentos eran una sujeción literal a la Biblia o al libro sagrado que fuera. “Estos no son mormones, Jorge. Tené cuidado”.

No le hice caso.

Ya estaba en la dirección. No era un templo o, al menos, no tenía la apariencia que yo esperaba. En el frente había un jardín donde competían con violencia las rosas y las margaritas con varios tipos de malezas. Al fondo de esa inmóvil contienda de vegetación silvestre había una casa antigua bastante deteriorada. La puerta estaba abierta de par en par. En la mirilla alguien había colgado un dibujo de un hombre con tres ojos.

Mientras ingresaba por el zaguán tenía la sensación de estar en un lugar muy alejado de la ciudad. Me daba la impresión de que por allí pasaba un río. El aire era fresco y el olor de las plantas tenía para mí una intensidad desacostumbrada.

Fui por un pasillo directamente a la primera habitación donde había una luz encendida. En un antiguo comedor, un hombre estaba escribiendo algo en una computadora portátil, sentado frente a una mesa de caña.

- Buenas tardes. Siéntese, por favor – dijo, invitándome a una banqueta con almohadones sucios delante de su escritorio. En ningún momento levantó la vista de la pantalla – Dígame su nombre.

- Buenas tardes. Soy Jorge Mux.

- Jorge… Mux. Lo anoto y ya lo hago pasar.

- ¿Aquí es la reunión? –pregunté algo incómodo.

- Es en el salón principal. Póngase esto y sígame.

El hombre me dio una especie de chaleco plateado y una cofia. La casa tenía otro largo pasillo que comunicaba a habitaciones oscuras. Al final de ese pasillo, había una puerta que no formaba parte de la arquitectura original. Era una puerta blanca de metal, con una palanca de apertura de emergencia.

- Yo lo voy a acompañar para hacerle dos o tres advertencias. Pero luego se quedará a solas con la Máquina Yo. ¿Está claro?

“Está claro”, dije, tragando saliva. Mis esperanzas de una discusión prolongada con un grupo de fanáticos se empezaban a frustrar. El hombre abrió lentamente la puerta.

Estábamos en una habitación blanca, iluminada con fluorescentes que estaban ocultos dentro de las paredes. La luz provenía de todos lados, y no dejaba que se proyectaran sombras. En la mitad de la habitación, había una caja de cartón corrugado colgando de cuatro alambres del cielo raso. La caja estaba a la altura de mis ojos, y tenía un agujero muy grosero, hecho quizás con cuchillo. En ese lugar, en el agujero, tenía pegada una lupa con cinta de embalar.

- Bueno, Mux, no mire la lupa todavía. Hágalo cuando yo le diga.

Sin querer, ya había mirado. Lo único que veía era oscuridad. La oscuridad del interior de una caja de cartón.

- Siga mis instrucciones, por favor. Cuando yo me vaya de esta sala, usted empiece a gritar. Grite como si estuviera haciendo fuerza para evitar que lo aplaste una roca gigante. ¿Entiende? Haga gritos largos, que consuman todo su aire. Cuando ya se sienta cansado, en mitad de uno de sus gritos más prolongados, mire a la lupa. ¿Queda claro?

Me imaginé a mí mismo en pocos segundos, gritando como enloquecido y me estremecí. “Queda claro”, dije.

- Ahora yo voy a decirle algunas cosas a la máquina – dijo el hombre- para que no se sienta incómoda con su presencia.

El hombre empezó a acariciar la caja de cartón y le habló con dulzura. “Mirá quién está ahí… Pero mirá quién está ahí… él es Jorge Mux… no te va a hacer nada”, decía en el mismo tono de voz con que se habla a las mascotas o a los retrasados mentales. Cinco minutos después de susurros y caricias, el hombre se retiró.

- La puerta sólo se abre desde afuera. Yo me retiro. Usted empiece a gritar apenas cierro.

08/01/09 20:30

Estaba solo en una habitación con un chaleco plateado y unas pocas instrucciones absurdas. Durante los primeros minutos me mantuve pensativo y en silencio. Observé las paredes y el techo buscando una cámara o algo parecido. Evitaba mirar la caja de cartón, desprolija e incongruente. Pensé que adentro podía haber una rata, o una araña gigante, pero no se oía ningún movimiento. Todavía no estaba arrepentido ni preocupado: la sorpresa y la curiosidad eran superiores. Luego pensé que sólo abrirían la puerta si me escuchaban gritar. Luego me di cuenta, con horror, de que precisamente mis gritos eran la indicación para no abrir. Yo podría estar gritando de desesperación y claustrofobia, y el hombre interpretaría que sólo estaría siguiendo sus instrucciones.

Lancé un pequeño grito. Un grito sin fe, con cierta vergüenza. No es fácil desaforarse en un lugar desconocido. Con los minutos fui mejorando. Tomaba aire, me apoyaba contra las paredes luminosas y gritaba. Corría de un extremo al otro y gritaba. Concentraba toda mi fuerza en el estómago, y gritaba. En uno de los gritos observé la lupa.

Y allí ocurrió el milagro.

Cuando puse un ojo en la lupa, me vi a mí mismo gritando. Me vi desde adentro de la caja, observándome, gritando y queriendo observarme. Vi mi rostro de desesperación, de orfandad, de horror ante el desdoblamiento. Me vi a mí mismo, a mi hermano y a mi hija. Y vi un poco de mi padre, y de mi madre, y apenas un atisbo de mis abuelos. Me seguí mirando, con el imposible ojo fijo en la lupa (el ojo que miraba desde adentro), y vi a mis nietos. Los vi porque ellos estaban afuera mirándome, pero también porque yo era todos ellos. Recorrí con detalle algunas vidas – la de mi hermano, la de mi hija y la de otra persona desconocida, con mucho más fuerza que el resto. Pasé interminables años sintiendo la angustia de ese yo múltiple que no era yo y que no era exactamente cada uno de los yoes que escudriñaba. Era como un ojo sin conciencia, o con una conciencia indefinida e impotente. Como un muerto que se visita a sí mismo y a sus parientes, y los visita desde adentro, viendo lo que ven y pensando lo que piensan.

Pero no sólo vivía en mis parientes cercanos. De a poco, comencé a ser otros, desconocidos e inciertos. Otros todos juntos, otros todos a la vez que latían y me inundaban con oleadas de sensaciones, dolores, placeres, recuerdos y pensamientos. Yo mismo fui todos los otros en todos los tiempos.

Luego terminé de exhalar ese grito que parecía perpetuo, y sólo vi la lupa. Del otro lado, el hombre abrió la puerta.

- Muy bien, Jorge–dijo –Ya puede salir.

No estaba temblando. No tenía miedo, ni me sentía especialmente raro. Sin embargo, había tenido la experiencia más extraña –y a la vez más familiar- de mi vida.

El hombre me invitó a la cocina y me ofreció una taza de té verde. Lo tomé en silencio.

- ¿Hay algo que quiera preguntarme? –dijo, cuando ya casi terminaba la taza. Tenía calor, y el té estaba muy caliente. Una cigarra había estado chirriando todo este tiempo, y yo no la había escuchado.

- Claro. ¿Por qué veía con más fuerza las vidas de mi hermano, de mi hija y de una persona desconocida?

- Por una simple razón –dijo el hombre- los lazos genéticos más fuertes son con tus hijos y con tus hermanos. Con ellos compartís la mayor cantidad de genes.

- ¿Y quién es el desconocido?

- Tu futuro hijo. El hijo que todavía ni siquiera está concebido.

Me quedé pensativo otro largo rato, tomando la taza con ambas manos.

- ¿Por qué a algunos acontecimientos los veía con claridad, y a otros algo borroneados, de color verdoso, y los sonidos se escuchaban como en una cinta vieja?

- Bueno... Lo que se ve con un verde musgo y lo que se escucha difuso, pertenece a acontecimientos que sólo ocurrirán cuando ya hayas muerto. Estás mirando la vida de otros desde una perspectiva que tu vida física no puede alcanzar. Por eso, se ve todo deformado.

"Estuve muerto", pensé. "Así ven el mundo los muertos".

- Una última pregunta y me voy. ¿Usted es el Didáscalo?

El hombre se rió.

- Yo soy un empleado. Soy profesor de física. El Didáscalo es el hombre que lo fue a visitar y lo invitó aquí.

Todavía no había hecho la pregunta más elemental.

- ¿Qué hay adentro de la caja?

- ¿Cómo? ¿Todavía no se dio cuenta, Jorge? Dígame, ¿En qué parte de su cuerpo está usted? ¿Puede señalar una parte y decir "Aquí, este soy yo"? ¿En sus pies? ¿En su cabeza? ¿En qué parte de la cabeza, exactamente? ¿En la glándula pineal?

El hombre me miraba con una confianza burlona, quizás esperando que yo le respondiera. Sin embargo se adelantó:

- Jorge, la caja está totalmente vacía.




viernes, 2 de enero de 2009

Un mes

Desde el día en que nació Isabella, apenas he tenido tiempo para sentarme a escribir. Tengo muchas historias para contar, pero este primer mes de adaptaciones (de Irma y mío al rol de padres, y de Isabella al mundo) no han ayudado a que las historias puedan plasmarse por escrito.

Les agradezco por las palabras de felicitación del post anterior, y en cuanto pueda (seguramente muy pronto) volveré al ruedo. Mientras tanto, nos seguimos viendo en Exonario y en Questasbuscando.

Feliz año nuevo.