miércoles, 26 de agosto de 2015

Viaje a Cuzco



1.
Solamente te tapan los ojos, te acuestan en una camilla, y te desnudan.
A tu alrededor o un poco más lejos o mucho más lejos (esto no lo sabrás hasta más tarde) hay personas que controlan algunos objetos curiosos y aparentemente irrelevantes. Una larga cinta sinfín que hace mucho ruido y trae y lleva agua; un automóvil con alas (pero que no vuela); un pasillo que imita perfectamente el de un hospital; una pared para practicar montañismo; tu propia madre o alguien vestido casi idéntico y con voz muy parecida; algunos ventiladores (muchos de ellos no funcionan); césped sintético mojado; tierra húmeda y una grabadora que repite de modo incesante tu nombre. A veces, si se consigue, se deja a muchos gatos jugando alrededor.
Estarás en la camilla con los ojos cerrados. A veinte metros de allí, en el pasillo ambientado como hospital, habrá mujeres vestidas de enfermera que actuarán como si de verdad eso fuera un hospital. En el césped sintético mojado (que estará a más de cien metros) se jugará un deporte simulado, en el que se pondrán en práctica, de modo teatral y casi abstracto, un sinfín de movimientos y malabares. Habrá público en las gradas. El público cantará canciones, gritará con fervor o dirá frases inconexas.  En el auto alado habrá un espacio libre para el conductor, pero estarán sentadas tres mujeres en el resto de los asientos. Ellas se mantendrán en silencio hasta que llegue el momento. Tu propia madre, o la actriz que la representa, estará en una habitación aparte, llorando.
Es fundamental esto que sigue: en algún momento te dormirás. Unos segundos antes de que te duermas, la voz del doctor te dirá que estás muriendo; que ya no tenés cuerpo y que has perdido a toda tu familia.

2.

“Oniroma” es una palabra que proviene del idioma griego. Viene de “oneirós”, que significa sueño, y “oma”, que más o menos quiere decir “bulto”. No tiene una traducción literal, pero significa algo así como “tumor de los sueños”.
Los sueños tienen narrativas. Pero sus narrativas son débiles y volátiles. En el sueño, la imagen onírica de la abuela desaparece y se convierte en la imagen de un perro, y creemos que la abuela es un perro. La identidad se trastrueca, se fragmenta, y admitimos con naturalidad esas permutaciones monstruosas. Ahora el perro que es la abuela no es más un perro y ya perdimos de vista a la abuela. Ahora es un jefe que tuvimos en un trabajo en el campo, cuando éramos jóvenes. En un trabajo en el campo que nunca tuvimos -pero en el sueño admitimos con naturalidad que sí lo tuvimos, e imaginamos escenas en ese trabajo, quizás cargando una camioneta con fardos, y el rostro del jefe se parece un poco al del marido de una amiga.
Durante el sueño, con los ojos cerrados, las figuras y colores que se forman en nuestra retina (los fosfenos) inducen ciertas imágenes y, con ellas, haciendo una interpretación arbitraria, disparatada, pero llena de significado, formamos el cuadro onírico.

3.
Alguna vez viajé a Cuzco. Ha cambiado mucho con respecto a los relatos de amigos que habían ido hace muchos años. O quizás ya no recuerdo tan bien esos relatos. A mi madre no le gustaba que hiciera viajes largos; por eso me quedé acá mientras ella vivía. Me pregunto si estará realmente muerta o si efectivamente su cuerpo se levantó de la morgue del hospital y ahora deambula por el mundo, como Cristo. Pero volvamos a Cuzco:
El viaje fue una travesía infinita que comenzó en un tren caluroso y hacinado. Las aspas de los ventiladores se escuchaban pesadas, chirriantes de óxido, y apenas emitían una brisa que en verdad era un caldo caliente de humedad y sudor. Por suerte había un hombre que hacía el viaje más ameno. Estaba vestido con ropa delicada, pero muy sucia; como si no se la hubiera quitado durante meses. Hacía trucos con bolitas de vidrio aplastadas y coloridas. Cuando terminaba de hacer su truco, esparcía las bolitas por el vagón y los niños acalorados y aburridos corrían para atraparlas. Siempre sacaba más bolitas (“gemas” las llamaba) y siempre terminaba su breve espectáculo arrojándolas al suelo. Durante el viaje conversamos hasta el vértigo. Se hacía llamar Doctor, aunque aclaraba casi con furia que no era médico y que no era argentino. Su nombre: Javier Amorino. O, con más brevedad, Doctor Amor. A mí esa abreviatura me parecía muy sospechosa, así que preferí desconfiar y no discutirle.
El Doctor Amor me contaba que una vez pudo dialogar con animales, en un contexto muy acotado y sometido a varias pruebas. Su primer diálogo fue con un gato. “Curiosamente, los gatos no hablan con su maullido. Hablan con su sigilo. Ese andar contoneado, más los mimos que se dispensan con las cosas, más los ronroneos, conforman una única unidad no significativa, que no comunica, pero que puede ser entendida si se hacen estudios y experimentos de doble ciego”. Afirmaba que los gatos tienen un idioma tan complejo como el de las abejas. “Se dice que las abejas hacen una danza, y de ese modo comunican dónde está el polen. Nada más lejano. La danza es apenas una partecita de un enmarañado proceso de comunicación. Las abejas, como los gatos, pueden expresar de modo sistemático un complejísimo estado emocional. Nosotros siempre tratamos de traducir su parte significativa, como si el significado tuviera alguna relevancia”
El Doctor Amor explicó que, en los últimos cuatro años, había estudiado el lenguaje de los sueños. “Los sueños tienen un componente arbitrario, pero pueden ordenarse e inducirse, si se los trabaja correctamente. Si yo quiero que usted sueñe con su abuela o con su perro, puedo hacerlo. Si quiero que se suicide durante el sueño, puedo hacerlo. El secreto es no solo inducir el sueño y jugar con ciertas conexiones emocionales importantes, sino también inducir sonambulismo. Para eso debemos activar la función motora mientras duerme”. Todo esto, según él, recibía el nombre de “Oniroma”.
Algunos de los niños, aburridos y acalorados, nos escuchaban y seguramente entendían. “Podemos poner en práctica ya mismo mi técnica. Le aseguro que es una experiencia maravillosa”, dijo el Doctor Amor. Acepté, porque yo también estaba aburrido y además el tren, que mantenía una marcha lentísima pero constante, estaba empezando a detenerse sin previo aviso y sin razón alguna en medio de un páramo cocinado por el sol de las tres de la tarde.
- Vamos a un camarote – dijo el Doctor Amor.- Voy a necesitar que se recueste sobre el catre, se desnude y se ponga este antifaz.
Mi desconfianza aumentó a niveles demenciales, pero por alguna razón (quizás hipnotizado por su entusiasmo) acepté. “Le pido que cuando se ponga el antifaz no cierre los ojos. El antifaz tiene un gel que activa una parte de la red neuronal. Recuerde que en sus ojos hay neuronas, así que la retina es técnicamente una parte del cerebro. Además, el gel le va a inducir un pesado sopor y en unos minutos estará dormido”.
El tren ya había parado del todo. Yo ya tenía los ojos cubiertos y estaba absurdamente desnudo en el cuchitril. Creí escuchar, lejos, que habían parado el tren porque a uno de los pasajeros se le escapó un gato y que, mientras abrían las puertas para buscarlo, se había escapado otro gato. Pensé, por un instante, en lo absurdo de que la gente viajara en tren con sus gatos y me los figuré blancos, con ojos azules, con enormes bigotes y con voz diáfana. 
Entonces el tren se sacudió violentamente. Otra formación de vagones que venía de frente impactó a gran velocidad (según supe después). Me levanté del catre, desnudo como estaba y vi el desastre. Muchos de los niños estaban cubiertos de sangre, desparramados por el comedor. Algunas madres lloraban desconsoladas (no tenían aspecto de estar heridas; y me resultó curiosa la profusión de sangre que salía de los cuerpos de los niños). El Doctor Amor no estaba allí, pero había dejado su ropa. Supe, un tiempo después (pero los tiempos eran confusos en medio del caos) que se había desnudado en el baño, que seguramente iba a violarme y que, a raíz del impacto, murió de un golpe de cabeza contra el espejo del botiquín. Volví al camarote, me puse la ropa y salí al desierto. Ya no estábamos muy lejos de Cuzco, a juzgar por la altura de las montañas. Se escuchaban las ambulancias. Recuerdo haber caminado como en trance, en medio de un hospital de campaña improvisado, tratando de alejarme del tumulto. Alcancé a escuchar que se necesitaba agua, urgente, y vi a una cinta sinfín bajando paquetes de medicinas de un helicóptero. Caminé varios kilómetros por una ruta de tierra que no estaba muy lejos de la vía. Hice dedo. Se detuvo un Volkswagen escarabajo con patente argentina, que tenía el dibujo de unas alas, y las tres mujeres (dos bolivianas y una argentina) que venían en él me propusieron que manejara yo. Una de las bolivianas (Carina) quería tener sexo conmigo y me abrazaba hasta asfixiarme mientras manejaba, poniéndonos en peligro en medio de la ruta.  Recuerdo que tenía sed y que estaba un poco perturbado por la oportuna muerte del doctor Amor y por su fallido intento de violación. El auto se detuvo en el desierto ya sin nafta; no parecía haber nada cerca. Entonces tomé violentamente a Carina, la eché fuera del auto, la obligué a apoyar sus manos contra el capó caliente, le levanté la pollera, le corrí la bombacha y la penetré mientras sus amigas festejaban a mi alrededor. Luego nos fuimos por el desierto, a campo traviesa. Me asombraba que el calor parecía haber disminuido. Encontramos montañas y nos propusimos escalarlas, porque, según decía una de las chicas, al otro lado estaba el pueblo. Subimos, sin equipo, sin precauciones, por una pared casi vertical. Una de las chicas cayó al vacío y murió. No nos detuvimos, llegamos a la cima, miramos alrededor, vimos un estadio de fútbol gigantesco montado sobre las laderas superiores de dos montañas de colores casi psicodélicos; en el estadio había unos payasos haciendo mímica y miles de personas, vestidas con camisetas multicolores, cantaban canciones de aliento. Cuando nos acercamos ya era de noche y por suerte el pueblo no quedaba demasiado lejos. Comimos unos extraños pescados fritos con patas; nos bañamos los tres en la pileta de un hotel, luego salimos a participar de un baile local y finalmente nos dormimos en la vereda, junto con otros festejantes, cuando ya salía el sol. Al mediodía o quizás a la tarde un grupo de viejitas nos iba despertando a todos los trasnochadores, con un té de hierbas, agua y jabón para lavarnos las manos y la cara.

4.

Mi madre no cree una sola palabra de mi viaje a Cuzco. Dice que lo soñé. Si así fuera,  me parece delicioso pensar que la clave para conectar un sueño con otro me fuera revelada en sueños por un exótico doctor en un tren a Perú. Como si dentro de los sueños se nos revelara alguna receta para hacer que esos sueños sean mejores, más coherentes y más disfrutables. Yo no creo haberlo soñado, pero precisamente ese es el efecto: si tu sueño es lo suficientemente coherente, no tendrás la sensación de que haya sido un sueño. Incluso un sueño muy incoherente puede ser sentido como coherente si es muy lúcido.
Sin embargo, mi madre tiene un argumento muy difícil de refutar.
-        - ¿Cómo se llamaba el doctor Amor?, me pregunta.
-         -Javier Amorino.
-         -Bueno, ahora decí “Amorino” al revés.
Mi madre se ha vuelto muy sagaz desde que se murió.