Hace
veinticinco años dos amigos de la adolescencia me tendieron una trampa. En ese
momento fue un suceso intrascendente y fácilmente olvidable, cuyo verdadero
trasfondo no pude entender hasta hace pocos minutos. Recién ahora, a los
cuarenta años, revisando papeles que mi viejo guarda en su mesa de luz, me di
cuenta de algo que Daniel e Iván hicieron a mis quince años para que cayera como un pichón en la jaula.
Por aquella
época yo me había hecho una falsa fama de escritor o de intelectual. Daniel e
Iván desconfiaban de mi supuesta inclinación por los libros y la escritura,
pero en general se comportaban como si respetasen mi forma de ser, que por
cierto no era nada fácil de sobrellevar. En esa época yo era muy pedante y, al
igual que ahora, tenía más ínfulas que voluntad. También es cierto que, para
sobrellevar esa malhabida fama de literato, pasaba días enteros leyendo libros
que no entendía solo para justificar mi supuesta inclinación intelectual.
También, de vez en cuando, escribía algún largo cuento y luego insistía a mis
amigos para que los leyeran, cosa que a veces hacían con un fingido pero
notablemente disimulado interés. A veces yo aprovechaba alguna reunión para
leerles en voz alta lo que había escrito. No todos me oían con atención;
algunos bostezaban y en general me decían “qué bueno” solo para que me callara
de una vez.
Por
supuesto, cada tanto alguno de mis amigos también escribía algo. Quizás era la
introducción para un cuento o un poema. Al principio ellos me los leían, creyendo
que yo iba a estar feliz de que compartiéramos mutuamente nuestros escritos.
Nada más lejano: esa era mi ocasión para defenestrarlos de la peor manera
posible. Les criticaba la ortografía, la ingenuidad en el tratamiento del tema,
la falta de preparación para escribir una ficción mínima, la dicción pésima y
el hecho (que yo me encargaba de subrayar) de que ellos no habían leído las
docenas de libros que yo sí. Una cosa es que ellos tuvieran el privilegio de
escuchar mis creaciones literarias. Otra muy distinta es que yo les hiciera el enorme
favor de aguantar sus pésimos garrapateos.
Al poco
tiempo ya nadie quería escuchar mis escritos ni darme los suyos para que los
leyera. Era fácil entender por qué.
Pero una
tarde Daniel e Iván, quienes siempre se habían comportado como si aceptaran mis
admoniciones y mi supuesta erudición literaria, vinieron con un poema. Iván me
dijo que había estado toda la noche anterior componiéndolo, y quería leérmelo. “¿Toda
la noche?”, le pregunté entre sorprendido y desconfiado. “Sí. Estuve desde las
doce de la noche hasta las seis de la mañana, porque lo escribí varias veces.
Lo arreglé, taché, pensé mucho y me salió esto. ¿Qué te parece?”
Aquella vez
algo me pasó mientras leía el poema en silencio. No era muy largo, y no me
explicaba por qué Iván, un chico con plata que soñaba con ser aviador y que
nunca en la vida había escrito nada, de pronto pasaba una noche entera
escribiendo trabajosamente un poema. Un único poema de veinticuatro versos, sin
rima, pero con una cadencia extraña y ligeramente torpe. Vagamente recuerdo que
hablaba sobre la noche, sobre una bomba, sobre una película. Los versos no
tenían un contenido fuerte y definido, y a la mitad del poema leí la frase cuya
presencia hizo que recordara hasta hoy aquel suceso: “La cueva del perico”.
Mientras leía pensaba que ningún poema serio, trabajado a conciencia durante
arduas horas, podía contener la expresión “la cueva del perico”. Con cierta ambigüedad,
el poema parecía tocar diversos temas muy generales, como pinceladas, pero de
golpe aparecía “La cueva del perico” con esa contundencia ferozmente banal que
tienen las palabras cuando pretenden tener una profundidad de la que carecen.
Supongo que
hice algunos rictus de desagrado mientras lo leía. Tal vez se notó un respingo
en mi cara cuando vi “la cueva del perico” rematando un verso sin rima y sin
métrica aparente. Pero esa vez fui ecuánime en mi apreciación. Le dije a Iván
(y a Daniel, quien también esperaba mi veredicto) que no lo entendía, pero lo
importante era saber qué había querido decir con eso, y que si a él lo conformaba
estaba bien y yo no era quién para juzgarlo. “Bueno, pero ¿tiene calidad
literaria?”, preguntó, insistente. “Claro, sí, la tiene. Lo que pasa es que no
lo entiendo, pero se nota que hay laburo”. En realidad no sé por qué fui tan
diplomático, pero ahora me alegro bastante de haberlo sido. Lo cierto es que no
me había gustado en lo más mínimo; no le encontraba sentido a esa perorata de
veinticuatro versos y cada palabra que leía me parecía una pérdida de tiempo. Además
me disgustaba la utilización de signos de admiración, la aparición de nombres
propios de personas desconocidas y algunas exclamaciones inarticuladas que se
repetían a lo largo de las amorfas estrofas. Después de eso, tanto Iván como
Daniel se fueron y nunca más hablaron de sus escritos.
Me fui
olvidando de este suceso hasta hace unos minutos.
Mientras
revisaba el cajón de la mesa de luz de mi viejo, encontré manuales de
instrucciones de videocaseteras, recetas de medicamentos, algún cuadernillo con
anotaciones de teléfonos y direcciones, discos viejos y, entre todo eso, tres compact disc, uno de R.E.M., otro de Jon Anderson y otro de Los Redonditos de Ricota.
Los discos
eran originales. Saqué la cubierta del tercero y me puse a hojear las letras de
las canciones. Me detuve en el fragmento de una canción de Los Redonditos que yo
mismo había cantado decenas de veces: “Ji Ji Jí”:
Este film da una imagen exquisita
chicos son como bombas pequeñitas
El mejor camino a la cueva del perico
para tipos que no duermen por la noche.
No lo soñé -¡ieee-eeeeh!
Ibas corriendo a la deriva
No lo soñé -¡ieee-eeeeh!
los ojos ciegos bien abiertos.
Fue un descubrimiento casi mágico. ¡Veinticinco años después, volvía a aparecer delante de mí la expresión “la cueva del perico”, pero esta vez en una letra de los Redondos del disco Oktubre, editado hace veintiocho años! Y la canción entera – corroboré- tenía veinticuatro versos.
Ahí lo
entendí claramente.
Imagino la
escena como si la hubiera vivido.
Iván y
Daniel, hartos de que yo me creyera capaz de juzgar la calidad de los escritos
ajenos, decidieron tenderme una trampa. Copiaron a mano la letra de “Ji ji jí”
del disco que hacía poco se habían comprado y me la dejaron para que la leyera.
Si yo decía que era una porquería, entonces ellos concluirían que mi
conocimiento sobre literatura era puro humo, porque nadie que conociera sobre
poesía podía decir que las letras de las canciones de Los Redonditos eran
malas. A esa edad, Los Redonditos eran un parámetro razonable de lo que significaba una buena poesía.
Por suerte para
mi, fui bastante benigno en mi apreciación y ellos simplemente se retiraron sin
decir nada más. Pero si hubiera dicho “Es una porquería, está mal escrita, no
tiene rima, no tiene sentido, contiene grititos tipo '¡Iéee- éeeh!',
no sabemos de qué carajo habla ni por qué por qué putísima razón habla de la cueva del perico”, seguro que
me echarían en cara enseguida cuál era el verdadero origen de ese poema
supuestamente escrito en una larga y sudorosa noche de arrebato poético, y ahí quedaría yo, expuesto como el miserable charlatán pseudointelectual que en verdad era, criticando sin saber la letra de un auténtico poeta. Pero gracias a que no respondí como ellos
esperaban, desactivé su trampa y solo muchísimos años después conocí la tímida e
insidiosa argucia que desbaraté en ese suceso. Es muy curioso cómo el montaje de
una trama fugaz, urdida entre dos amigos, puede sobrevivir décadas hasta que es descubierto cuando ya no puede hacer daño y no hay a quién pedirle revancha. Pero, sobre todo, me sorprendió notar cómo una de las últimas estrofas de esa canción de Los Redonditos parecía referirse precisamente a este suceso y a mis ya abandonadas ínfulas de crítico literario tirano:
El montaje final es muy curioso,
es en verdad realmente entretenido
vas en la oscura multitud desprevenido
tiranizando a quienes te han querido.
4 comentarios:
Un inmenso placer volver a leerlo, estimado. No había perdido las esperanzas, ya ve.
Le mando un abrazo desconocido y lo insto a que no nos haga esperar tanto para la próxima.
Salve, Mux. Se lo saluda desde el fondo mismo de la cueva del perico, detrás de la estalactita verde. UAP, mi jairocastillo.
Todos eramos asi de pelotudos cuando eramos chiquitos entonces? Mira donde terminamos, llenando de mocos el teclado cada vez que alguien reaparece por blogger. Puta q lo pario.
hace un par de largos años no me aparecia por aca, recuerdo ya en mi adolescencia temprana leer sus relatos casi a diario...un saludo Mr. Mux y se agradece que todavía siga en pie este blog
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