lunes, 25 de diciembre de 2006

Heroína del espacio


¿qué es lo peor que podría hacer un adicto a la heroína que quiere recuperarse?

Tal vez lo que hizo Marcelo: Irse a vivir solo en medio de un campo en el que puntualmente, todas las noches, aparecen naves voladoras extraterrestres.

1.

Yo lo voy a visitar sólo algunos viernes, cada vez más espaciados. Marcelo se fue de la ciudad hace dos años; ahora vive en una casita despintada en medio de un campo que está a veinte kilómetros de Bahía Blanca. Tiene gallinas y una huerta pequeña. Se lo ve muy deteriorado y solo. Las últimas veces que estuve noté que le costaba hablar y que su piel tenía un color entre amarillo y marrón, tal como ocurre con los alcohólicos. Le colgaba una sonrisa bobalicona y persistente que, sin embargo, parecía expresar una profunda paz mental. “También la idiotez es un estado de paz mental”, pensé con un poco de resentimiento.

Cuando llegué con la camioneta, me ayudó a descargar las provisiones. Siempre le llevo yerba, artículos de limpieza, Merthiolate y alcohol, y algunos pequeños lujos que su vida aislada y sin sueldo no le permiten darse: chocolates, galletitas, papas fritas de paquete, vino, habanos. Como en su casita no tiene alacenas ni heladera, las cajas que le dejo suelen quedar desordenadas sobre la mesa o en el piso hasta mi próxima visita.

Cuando pasan quince días comienzo a sentirme culpable; voy hasta Wal Mart, cargo de víveres la Ford y voy a visitarlo. Siento una mezcla de lástima y de bronca. Marcelo era un ser de inteligencia e intuición superiores: me resulta hasta ofensivo que se haya deteriorado tanto por su propia decisión. Muchas veces, por este deterioro, lo culpo a él, y otras culpo a Dios (y solo en esos casos descubro que no soy un ateo, sino un teófobo). Ahora Marcelo es un extraño animalito oligofrénico que vive a base de esperanzas ingenuas e ilusiones imposibles, que es incapaz de armar una frase de corrido y que cuando me ve viene corriendo como un perrito, con una ancha sonrisa, enloquecido porque en la camioneta siempre hay chocolates para él. A veces me da pena y ternura, como un perro viejo y bonachón. A veces quisiera patearlo, como a un perro.

2

¿Por qué tengo esa mezcla de amor y odio con Marcelo?
Yo siempre pensé que esa mudanza repentina al campo, que hizo hace dos años cuando la heroína ya había hecho estragos en su cuerpo, sería una mala idea. No se iba a aguantar; Marcelo volvería caminando a la ciudad, en busca de sus proveedores, aunque tuviera que hacer cien kilómetros. La adicción a la heroína, además, no se cura solo con la voluntad: se necesita de medicinas y asistencia continua. Sin embargo resistió estoicamente (y en soledad) la dolorosa e interminable abstinencia; resistió las lluvias en esa tapera húmeda y llena de goteras; resistió el frío, el calor, la desesperación de saberse solo y lejos de todo. Eso me generó una inesperada sensación de odio. Yo esperaba que se quebrara; no podía aceptar que un heroinómano tuviera más voluntad que yo. El éxito en su lucha corroboraba una vez más que él era capaz de cosas para mí imposibles.

Miro el horrible chiquero alrededor de la casita, rodeada de nada (ni siquiera hay un tamarisco para amenguar el terrible sol de verano); veo la mugre de su ropa, su indolencia casi criminal para consigo mismo; y sin embargo lo veo tan feliz, que mis ideas pobres y burguesas acerca de la prosperidad, el trabajo y el sacrificio se vuelven una parodia. Yo me recibí, conseguí trabajo, formé una familia. Mientras yo estudiaba él se aplicaba ingentes dosis de todo tipo de drogas, y ahora lo vengo a ayudar. Y sin embargo él sonríe. Siempre sonríe. Como si no necesitara de mí, ni de nadie. Se ríe de su felicidad y de lo absurda que le parece mi vida.

3

- Anoche estuvimos cenando juntos otra vez - dijo Marcelo. Yo ya sé que ahora viene una historia de ovnis. - Vinieron en la nave de 35 cm. Para ellos el tamaño no es un problema; se hacen grandes o chiquitos cuando quieren. – (pausa interminable)
- ¿Qué hicieron? ¿Cómo eran esta vez?
- Grises. Siempre son grises. A veces son como de plata, pero siempre grises, con unas manitos gruesas y pequeñas colgando al costado, fláccidas y muertas. Me trajeron un pollo asado y comimos los veintidós. Porque ellos eran veintiuno, y conmigo veintidós.
- ¿Cómo alcanzó un pollo para todos?
- Es que comen muy poco. No necesitan comer; lo hacen por cortesía.

Este diálogo, con variantes, lo vengo teniendo desde que se mudó al campo. Todas las noches Marcelo recibe la visita de amigos extraterrestres.
Pero hoy descubro por qué odio a Marcelo. Lo descubro en las pocas sentencias que dice de corrido y con claridad:

- Me eligieron, Jorge. Yo soy el Elegido. ¿Y sabés por qué? Porque me drogué mucho toda la vida. Porque mi cabeza no es como el común de la gente. Si todos se drogaran como lo hice yo; si cambiáramos la química de nuestro cerebro hasta el límite, como lo hice hasta hace un tiempo, todos podríamos contactarnos con ellos. Si abandoné la heroína, fue porque ellos me pidieron que la dejara, que me mudara a este lugar y que los esperara. Eso hago, y hasta hoy no me fallan. Son mis mejores amigos.

Me puse serio y lo odié con fuerza, con una fuerza maligna, por diez o quince segundos. Ahora me estaba chantando en la cara que mi vida había sido un desperdicio y que la suya, de vicios y excesos, era una preparación para algo más grande; era en realidad un plan metódico y puntilloso. Y, para peor, sus mejores amigos eran esos imaginarios seres del espacio. No era yo, que venía desde la realidad a traerle provisiones. Creo que se dio cuenta de mi reacción, aunque tal vez no pudo entender por qué.

- No me creés – me dijo, como implorando piedad.
- No sé qué creerte, Marcelo. Yo vengo a saludarte porque te quiero, como amigo. No te puedo juzgar.
- Tengo pruebas. Mirá – Se levantó la remera agujereada y mugrienta, y me mostró una marca irregular escrita con fibrón negro en la piel, en la espalda a la altura del omóplato. – Me dejaron su firma. ¿ves?
Casi me echo a reír
- Eso te lo pudiste haber hecho vos.
- ¡No! ¡Mirá, no llego! ¡Mis brazos no llegan hasta ese lugar de la espalda! ¡Aparte no tengo fibrón, ni nada para escribir! ¿Cómo se explica?
No podía explicarlo, pero la prueba era banal y poco decisiva.
- Esta noche me vienen a buscar para un paseo. Ellos dicen que mi mente, que está tan destruida, funciona mal desde el punto de vista de la biología humana, pero sin embargo es un canal abierto y comunicativo que les está mandando mensajes desde hace diez años. Ellos vienen de la Luna, y de un asteroide que está entre la Tierra y la Luna, que no podemos ver por culpa de las nubes.
Yo no sabía si reírme o matarlo.
- Si no me creés, quedate. Diez minutos después de que cae el sol, cuando todavía el cielo está azul, ellos vienen.

Me quedé. Y vinieron.


Un plato volador pequeño, gris, de treinta y cinco centímetros de diámetro. De película de ovnis, pero en miniatura.
No sé por qué, (quizás por la impotencia de verme refutado) tomé una piedra y se la arrojé. La navecita trató de esquivarla, pero no pudo y le di de lleno; se sacudió dos o tres veces y luego explotó sin mucho espectáculo, desintegrándose en el aire y dejando sólo un fino polvillo que se llevó el viento.
Eso fue todo.

4

Cuando salía de la casa, sin saludar, confundido, amargado y mucho más resentido que antes (ahora cargaba en mi conciencia con muchos muertitos siderales), mientras pateaba piedras, descubrí un fibrón negro usado tirado por ahí.
Ahora, después de este episodio, Marcelo sigue viviendo en el campo pero ya no lo voy a ver. Me cuentan que sigue esperando la llegada de alguien que viene de lejos, pero ya no se trata de pequeños selenitas, sino de un proveedor de heroína que pasa por allí una vez por semana.

martes, 19 de diciembre de 2006

Monstruos en envase virtual


En 1999, Blaise le compra a su hijo Jostein, de ocho años, una consola de videojuegos portátil. Hasta ese momento, el niño tiene incontrolables problemas de conducta: es hiperkinético y descuidado, se mueve mucho en lugares pequeños, como si no dimensionara el tamaño de su cuerpo; rompe los pocillos de porcelana de su abuela, deshace los útiles de sus compañeros de grado y despliega patadas compulsivas. Blaise y su esposa Trudy están cerca de cumplir los cuarenta y no creen en psiquiatras, neurólogos ni pedagogos: todo eso les suena a drogas, a retardo mentale y a deficiencias en el crecimiento de su único hijo. Por eso, porque no confían en un profesional, sin saberlo -o sabiéndolo y negándolo- depositan su fe en un pequeño rectángulo electrónico.

Cuando Jostein recibe la consola, se calma para siempre. Se interna en el mudo universo de los pókemon y ya no necesita destrozar muebles ni torturar al terrier de la vecina. Ahora tiene sus propias mascotas. Jostein se convierte en entrenador pókemon, y pasa largas horas recolectando y entrenando criaturas virtuales en el continente de Johto. Los primeros días, Trudy, su madre, está feliz porque el niño se ha convertido en un manso corderito, absorto y autista. Los maestros en la escuela también parecen advertir que Jostein está más tranquilo, aunque más ausente. Jostein no estudia, no come y apenas duerme. Durante la hora de matemática está luchando contra Hoot Hoots, Rattatas y Chiunnyes. A la madrugada, cuando todos duermen, él ensaya nuevas estrategias para entrenar a sus mascotas y hacerlas sentir amadas.

Un pókemon es un monstruo de bolsillo (abreviatura de pocket monster). Es un ser fantástico virtual que puede recogerse en los bosques, en las cuevas o en los océanos virtuales provistos por la consola. Hay muchas especies de ellos, y cada ejemplar es diferente. Cuando recoges un pókemon, lo guardas en una pequeña bola llamada pokebola. Como si comprimieras la esencia del ser fantástico: en la pokebola está el código del pókemon atrapado, y ese código puede ser transferido a una computadora virtual. Dentro del juego (la virtualidad del juego) hay una computadora (virtualidad dentro de la virtualidad) y allí van a parar los pókemon. Una vez que has atrapado uno, te obedece casi incondicionalmente.

Cada pókemon tiene poderes y sube de nivel con la lucha, con el cariño o con la presencia de ciertos elementos. Hay que escoger a algunos pókemon y formar un equipo de lucha para enfrentarse a los pókemon de otros entrenadores. Ciertos pókemon son incompatibles entre sí y se resisten a formar equipo. Otros tienen demasiada autodeterminación para obedecer al entrenador. Por eso hay que quererlos, alimentarlos, curarlos, sacarlos a pasear, tomarles fotografías, cantarles canciones, leerles poemas y proponerles excursiones grupales. Así los pókemon se familiarizan entre sí y reconocen la autoridad de su entrenador. De otro modo, pueden escaparse de la pokebola y volver a la selva. O pelearse entre ellos. O morir de tristeza.

El paso más importante en la vida de un pókemon es la evolución. Jostein ha encontrado un dragón de agua llamado Dratini. Ha escuchado entre sus compañeros que Dratini evoluciona en Dragonair y luego en Dragonite. Él quiere entrenar a su Dratini para que pueda enfrentarse a otros entrenadores más poderosos. Un dragón no es fácil de encontrar ni de atrapar, y su entrenamiento requiere de especiales atenciones: se resiste a ser entrenado los martes; no le gusta salir de noche ni andar por cavernas, ni le caen bien los Kurupi, especie de pókemon que le provoca una furia asesina.
También ha conseguido un Gastly. Gastly es un pókemon fantasma que evoluciona en Haunter, más fuerte y más cruel que su predecesor; y finalmente se vuelve Gengar: el fantasma más temible.

Jostein se ha aislado del mundo de una manera casi perfecta. Ahora han pasado dos meses; no sale a la calle, tiene insomnio, ha bajado de peso y sus padres están preocupados. Entienden que algo ha salido mal pero aun así no se atreven a quitarle la consola a su hijo. Una tarde Trudy lo lleva a un médico. El doctor, sin examinar demasiado al niño, le dice: “tiene que hacer amigos”.

Casualmente ocurre el milagro: Jostein descubre que el pókemon fantasma más poderoso sólo puede evolucionar si se conectan dos consolas entre sí y se pasa a través de un cable a otra consola. En otras palabras: Jostein debe encontrar a un amigo que tenga la misma consola, y debe prestarle a Haunter para que, en la consola ajena, pueda evolucionar. "Es como prestar una figurita o un juguete para que lo cuide un amigo", piensa Trudy. Ella no entiende en qué consiste el juego, pero sabe que hay que invitar a un amiguito para prestarle algo. Eso la alegra.
Jostein invita a uno de sus compañeros de curso para merendar: un niño retraído y pálido, que trae consigo una consola brillante enfundada en un bolsito de cuero hecho a medida. Después de las malteadas, ambos unen las consolas y el querido Haunter, el fantasma, se va con el niño pálido.

Pasan los días y Haunter evoluciona. Jostein le pide que se lo devuelva, pero el niño pálido se niega. Jostein comienza a patear la fina cristalería de su madre y una vez más golpea al perro de la vecina. Blaise piensa que eso es muy malo, así que llama a los padres del niño pálido. Los padres no entienden. “Mi hijo le prestó un monstruito para que evolucione, pero ahora no se lo quiere devolver”. Los padres del niño pálido piensan que Blaise está loco y que Jostein es un chico muy extraño y malcriado. Blaise los acusa de ladrones y les inicia un juicio por haberles robado un fantasma virtual.

Han pasado casi ocho años desde que ocurrió esta historia. Los niños ahora son adolescentes y sus consolas están en manos de jueces y peritos que debieron determinar la magnitud y la naturaleza del robo. Jostein y el niño pálido hoy tienen enormes computadoras y acceden a cualquier juego a través de Internet. No les interesan los pókemon (en Internet pueden adquirir los trucos para tener a todos los pókemon que deseen, ya evolucionados). Los jueces están por fallar a favor del pequeño Jostein, porque consideran que Haunter fue prestado hasta que evolucione, lo que presume que, una vez evolucionado, debía ser devuelto.

Lo que no sabe el juez, ni los abogados –y ya dejó de interesarle a los dos adolescentes involucrados- es que, si no reciben el cariño adecuado, los pókemon se escapan y vuelven a su estado salvaje. Es muy probable que cuando los abogados enciendan la consola del niño pálido, Haunter, despechado porque ha sido abandonado en una casa ajena y porque no ha recibido atención durante ocho años, se haya escapado hacia alguna de las oscuras e inescrutables cuevas virtuales del continente pókemon. O pudo haber muerto de tristeza. Si Haunter desaparece, se elimina la prueba y no queda más remedio que suspender la causa judicial. Blaise no se dio cuenta de que quien más sufría no era su hijo, sino el pobre fantasma encerrado en su pequeño universo de dos dimensiones.

lunes, 11 de diciembre de 2006

Monstruos y Berenjenas


Los monstruos irrumpen y asustan. Son duras figuras animadas que caen del cielo una noche cerrada o una tardecita apacible. Vienen de otro tiempo; a veces del pretérito o del enorme futuro. A veces del presente; de otros presentes que no están aquí. A veces del más allá. Traen ruidos de agua y rugidos ensordecidos. Traen maquinarias de engranajes sólidos y herrumbrados.

Las berenjenas aguardan desde siempre. Desde su monstruosa vegetalidad; su quietud color morado es la morada de lo monstruoso latente, de la escondida respiración agitada, del asesinato paciente y cobarde que opera la lenta vejez sobre la carne.

Los monstruos tienen dentro sangre negra y la escupen todo el tiempo por la nariz y por el culo. No soportan su propia sangre, porque la sangre que tienen no es de ellos. Es la sangre de todos los otros. Se cortan tajadas de sí mismos y cada parte que se cortan crece diez veces. Se mutilan para que crezca más de ellos, para ser más para mutilar. Se arrancan las infinitas patas con las patas; los ojos con los ojos, el estómago con la boca. La boca con los dientes. Se comen por completo a sí mismos y se escupen.

Las berenjenas aguardan desde siempre. El tiempo carcome y enflaquece todo lo que hay alrededor; a ellas les acerca el fuego y el hielo; destruye y restaura su piel morada, las carga en los hombros de la corriente de un río negro, río hecho de revueltos, de turbios, de intrincados, de abstrusos, de monstruos escupidos. Las berenjenas se hacen río. Los monstruos se hacen corriente. El tiempo se hace berenjena.

Yo estuve contemplándome en las
aciagas
aguas del tiempo.
El espejo del río me devolvió
la figura
de un monstruo áspero
lamiendo su oxidada sangre
matando a un monstruo en él
matando a un monstruo para ser más monstruo,
un monstruo matando a un monstruo
para ser más monstruo para matar.
Me bebí a mí mismo
a mordiscones.
Entonces amaneció para siempre.