miércoles, 21 de mayo de 2008

No es cierto que este título dice la verdad

He descubierto que soy un mentiroso enorme. Un gran mentiroso, un tipo que aprendió a mentir de una manera perfecta y redonda. Cada acto de mi vida es una estrategia de ocultamiento, de evasión o de camuflaje. La mentira es un hijo he traído al mundo, y que luego tuve que alimentar día tras día: cada mentira se nutre y se sostiene de otras mentiras, más básicas, más profundas y menos calculables. Miento sin necesidad y por deporte. Miento atentando contra mi integridad y contra mis deseos. Miento para romper el silencio, para escapar del tedio, para conseguir una mínima y dudosa ventaja frente al mundo. Miento para proteger un minúsculo espacio de libertad que no me pertenece y que no merezco.

Miento porque soy miserable.

Hace muchos años, después de un almuerzo familiar, mi abuelo materno me habló de su hijo. “Tu tío Eduardo”, dijo, “Es un ser indigno de vivir” Hizo una larga pausa y enumeró: “Tu tío trabaja todo el día y todos los días. Nunca se toma vacaciones. Si su familia o su patrón le exigen algo, él cumple. Agacha la cabeza, sonríe, y cumple. Parece un gran laburante y un padre ejemplar”. Luego vino otro piadoso silencio antes del espadazo final: “Pero a tu tío, lo único que le preocupa es comer, mirar televisión y dormir. Si tiene que trabajar como un burro para conseguir eso, pues trabajará como un burro. Si tiene que mantener a su familia, lo va a hacer como si fuera el mejor padre. Si su mujer le pide sexo, él le va a dar el gusto para que no siga molestando. Pero no porque él quiera: simplemente, porque es el único modo de ganar unos pocos minutos en su vida para hacer lo único que desea: tirarse en la cama, llevarse un sándwich y mirar películas de cow boys

Si hago caso a las palabras de mi abuelo, la vida de mi tío Eduardo es una mentira. Todo suceso importante es, en realidad, un barniz de mala calidad que cubre el único y verdadero objetivo de su existencia: escapar del mundo y perderse en dos o tres placeres elementales.

Pero mi abuelo se equivocó cuando hablaba sobre mi tío. Debía haberme puesto a mí como ejemplo: yo sólo he deseado una cosa en la vida: jugar a videojuegos.

Sólo eso: jugar a videojuegos.

Es cierto, también me gusta escribir. Pero escribir es ahondar en la mentira. Todo lo que garabateo –y casi todo lo que digo- es una ficción espontánea. Sea como sea, tanto para jugar a videojuegos como para escribir, se requieren dos condiciones: una, tener tiempo libre. Otra, no estar preocupado por algo. Ambas condiciones son incompatibles con la vida de adulto. Y allí está la clave de mi miseria: tengo deseos de preadolescente, pero responsabilidades de hombre maduro. Por eso, en algunos ámbitos, debo dar la apariencia de madurez para proteger mis escasos tiempos libres y despreocupados.

Toda mi vida está calculada en función de proteger mi pasaporte a la evasión del mundo. Si usted me invita a cenar a su casa un día cualquiera, yo le diré que no puedo, que tengo mucho trabajo –corregir exámenes es siempre una buena excusa-, que estoy en un proyecto muy importante, que estoy leyendo libros en otros idiomas porque quiero tener un doctorado, que voy a estar ocupado calculando mi presupuesto de los próximos meses, que mi mujer no me deja o que está enferma o que murió un pariente, o el pariente de un amigo, o que un tsunami ha pasado por mi casa y estaré ocupado colocando chapas en el techo. Lo único cierto de todo ello es: estaré en mi casa, jugando videojuegos.

Incluso este mismo texto se escribe por partes, en los perezosos fragmentos de tiempo libre que me quedan entre partido y partido. Ahora mismo, mi más hondo deseo es estar jugando. No hay un segundo de mi vida en el que repose este apetito.

Pero claro, hay amigos que conocen la peligrosa afición. Amigos a quienes no se les puede embaucar con estas mentiras. Para ellos tengo otra clase de argucias: mi cuerpo es capaz de somatizar hasta niveles insospechados. Nadie se atrevería a decir: “está fingiendo” cuando me da una repentina fiebre, un dolor de cabeza mortal o una desgarradora pataleta de hígado. Si me invitan a cenar o si quieren venir de visita, puedo convertirme por un rato en un desahuciado. Si insisten, y vienen a verme, porque no me creen, me verán pálido, ojeroso, con respiración jadeante, rogando por pañuelos descartables, un nebulizador y una cama oscura y silenciosa. Cuando se van, me recupero de forma instantánea y me siento frente a la computadora a castigar al universo mediante un jueguito con cañones, zombies y extraterrestres.

Mi asma es otra de las grandes mentiras. Desde los tres años de vida padezco ese mal que me sirve de perfecto pretexto: cuando no quiero hacer algo, aparecen las dificultades para respirar, lo que me deja en una buena posición para pedirle a otro que la haga por mí. Dar lástima respirando con estruendo ha sido una estrategia para evitar el esfuerzo. Y como un asmático no puede acostarse mientras tiene un ataque, ¿qué mejor cura puede haber, que unos partiditos videojuegos frente a la computadora?

Un deportista de la mentira como yo juega con los límites de lo calculable y lo no calculable. No siempre mis mentiras sirven al objetivo final: a veces se pasan de la raya y me perjudican. Una vez dije –por deporte- que me interesaba mucho el cine húngaro. Por eso mi interlocutor me invitó a las sesiones de cine que organizaba un modesto club de cinéfilos. Jamás en la vida había visto una película húngara, y nunca accedí a las entusiastas invitaciones de los miembros del club: les puse alguna de las excusas que enumeré más arriba, o todas ellas juntas, o una distinta ante cada invitación.

Otra vez, les dije a unos evangélicos que ya no tocaran timbre, porque estaba muy enfermo y no me resultaba fácil hacer el trayecto desde mi departamento hasta la puerta del frente, a través de un largo pasillo, para recibirlos. En realidad, el problema es que me interrumpían mientras jugaba en internet. Mi confesión –la terrible enfermedad- les pareció un buen motivo para seguir insistiendo. Luego me llamaban por teléfono tres o cuatro veces al día para saber cómo estaba, y cada tanto enviaban a una especie de trabajador social religioso para asistirme en mi solitario sufrimiento. Un día le aclaré al religioso que yo no estaba enfermo, que eso decían los demás, pero en verdad yo era Jesucristo. El hombre se puso pálido, dijo algunas palabras oraculares, se fue de mi casa y al otro día volvió con cinco hombres con traje negro y maletín. En ese momento hice el numerito del poseído, y quedé tirado en el piso, moviendo frenéticamente los brazos y los pies detrás de la puerta entreabierta, expuesto a la mirada atónita de los religiosos y de mis vecinos que pasaban por ahí. A mis vecinos les dije, luego, que yo padecía de epilepsia y que cada tanto me daban ataques. Ahora los vecinos me preguntan cómo estoy y, claro, para sostener lo de la epilepsia, cada tanto tengo que fingir un ataque frente a ellos. Una vez simulé temblores y baba en medio de la vereda y me vio un pariente. Le aclaré lo que pasaba, pues mi familia sabe que no tengo epilepsia. Cuando lo vi en un asado familiar, le dije que había tocado un cable y me estaba quedando electrocutado. El resto de mi familia preguntó cómo había ocurrido. Tuve que inventar una complicada historia según la cual un cable de luz se había desprendido de un poste, había caído con chispazos sobre mi cabeza y yo había sufrido la descarga. Claro que no tenía pensado quedar como idiota: me vi obligado a aclarar que ya había iniciado un juicio al estado y que el propio gobernador me había mandado un mail solidarizándose con mi problema. Como muchos quisieron ver el mail, tuve que crear una cuenta con el nombre del entonces gobernador y, desde esa cuenta, me envié un mail a mí mismo con un ecuánime mensaje de apoyo. Sospecho que ni los evangélicos, ni mis vecinos, ni mis parientes, creen una sola palabra de lo que les digo. De todos modos, cada tanto finjo temblequeos y vahídos, para que no se olviden de mi personaje y para sostener todo lo que he mentido durante tanto tiempo y ante tanta gente. Que ellos no me crean no es buena excusa para dejar de mentir.

Pero no todas mis mentiras desmadradas tuvieron un mal desenlace, y esa es la parte irónica: hay gente – mucha gente- que todavía sigue creyendo en mis mentiras. En las mentiras que he dicho, y en las que sigo diciendo con un sostenido –fingido- convencimiento.

Un día dije que me gustaba la filosofía y me anoté en una carrera. Para sostener otras mentiras que había dicho por ahí, la terminé. Luego dije que me gustaría estudiar tales y cuales temas. Ahora soy profesor en esos temas y hay gente que me consulta sobre ello. Podrán decir que me mando la parte, pero estoy en el lugar donde estoy –no es un mal lugar, por cierto- gracias a una complicada trama de malentendidos. Eso significa que vivo temiendo que alguien me descubra. Que alguien diga, finalmente, “no entiendo cómo este tipo está acá”. O “Al final este tipo es una cáscara vacía”. Un poema de Pessoa me describe con una exactitud aterradora:

He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El disfraz que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.

Mi antifaz dice: “Me interesa progresar día a día, soy feliz, amo mi trabajo y mi vida”.

Mi verdadero rostro murmura, silenciado por la máscara: “Videojuegos”. Sin verbo, sin adjetivos y con baba.

¿Con cuál de las dos faces he escrito este texto?

¿Quién de ustedes lo está leyendo con sus verdaderos ojos, y quién con la desalmada mirada de felpa de un antifaz carnavalesco? ¿Y quién sabe si hay ojos de verdad debajo de la máscara?
Quizás sólo somos capaces de mirar el mundo a través del antifaz. Quizás nuestro verdadero rostro sea otra de las mentiras que el antifaz ha elaborado para nosotros.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Rumplestilskin

En estas semanas he tenido mucho en qué pensar, y consecuentemente, tuve mucho para escribir.

Lo que me faltó es tiempo.

Tengo una historia a medio terminar que comienza así:

"
A la edad de ocho años, cuando aun no se habían establecido las líneas definitivas que separan a la fantasía de la realidad, Martín sospechó que podía hacer cosas que a los demás les resultaba imposibles"

Otra cuyas primeras palabras son:

"
Los sucesos que voy a contar están ocurriendo en este mismo momento. De alguna enredada manera, una mujer está muriendo en manos de un hombre, en una habitación, a oscuras, a dos kilómetros de mi casa, en silencio y sin que yo lo sepa"

Otra:

"
Por fin me descubrieron una enfermedad impredecible, compleja y de diagnóstico reservado. Por fin dejé de estar loco y de ser hiponcondríaco, y comencé a vivir el alivio de ser considerado un enfermo"

Y otra:

"
He descubierto que soy un mentiroso enorme. Un gran mentiroso, un tipo que aprendió a mentir de una manera perfecta y redonda. Soy un ser detestable que no sólo miente, sino que además elabora onerosos sistemas de relaciones entre sus mentiras para mantener la consistencia. Cada acto de mi vida es una estrategia de ocultamiento, de evasión o de camuflaje. Miento sin necesidad y por deporte. Ese sufrido deporte tiene, sin embargo, un par de objetivos muy claros. "

También he anotado una multitud de pequeñas y puntuales ideas surgidas en la madrugada insomne. La foto es una muestra de ese caos.
Como los desenlaces de estas historia no me parecen convincentes, y desde hace unas semanas no tengo tiempo para sentarme y resolverlas de un modo que no me avergüence demasiado, por ahora no las publico.

¿Cuál de esos comienzos les parece más prometedor?