Yo antes pensaba, con ingenuidad, que cuando alguien decide cursar una materia en la universidad, tiene en claro –al menos- qué cosas no se deben hacer en un aula. Un estudiante universitario de primer año ya cuenta, en Argentina, con doce años de educación formal. Viene con siete años de una primaria y cinco de una secundaria. Conoce lo que es la vida académica y sabe –holgadamente- en qué consisten una clase o un examen. Pues bien, me he equivocado.
En los pocos años que llevo como docente, he visto y escuchado los peores y más incongruentes disparates. Uno podrá decir: eso no sorprende a nadie. Pero no hablo (solamente) de disparates conceptuales. Un alumno puede rendir un examen sin haber estudiado y puede escribir cualquier cosa para ver si tiene la mínima chance de aprobar. Hasta ahí no me cuesta entender su estrategia: aunque lo que escriba sea digno de una obra de teatro absurdo, hay una meta clara y definida.
Yo me refiero, en realidad, a los desatinados. A quienes no parecen haber entendido en qué consiste la situación de clase o de examen. A aquellos que, a pesar de haber acreditado doce años de educación formal y de haber pasado con comodidad una pericia psicológica, creen que una clase es una instancia con reglas abiertas, vagas y maleables.
Desde luego, los desatinados son pocos. En proporción, son muy pocos. Pero no deja de sorprenderme –no soy el único sorprendido, claro- cómo el desatinado pudo saltar todos los cercos académicos que lo condujeron hasta el aula universitaria. Es difícil de creer que alguien incapaz de escribir sin errores su propio nombre haya pasado desapercibido ante una legión de docentes que lo evaluaron y siguieron durante doce años.
Los pocos desatinados hicieron muchas cosas desatinadas. De allí deriva mi sorpresa: un hecho aislado no llamaría mi atención; sería una de las tantas curiosidades que pueblan los pasillos de la facultad. El desatinado cree que entiende las reglas, pero en realidad sus criterios están trastocados y cada paso que da es un nuevo desatino. No encuentra el timing de la vida académica y, a veces – mucho peor- jamás encuentra un lugar amable dentro de la vida social.
Voy a contar la historia de varios desatinados –dos o tres, no más- como si fueran una única historia. Los desatinos son tan completos y vergonzosos que poco importa si los cometieron muchos o uno solo. Baste saber que sus autores fueron un magro puñado de personas raramente confundidas.
A veces en mis clases de ética pregunto: “¿Por qué no venimos desnudos a clase?”. La pregunta es casi retórica: la única respuesta que espero debe involucrar la noción de reglas morales, costumbres y cosas por el estilo. Una tardecita de mayo un alumno entendió mi pregunta como una provocación literal. Después de decir algo desafiante (algo como “¿Qué te pensás vos?” o “A mí nadie me pone las reglas”), comenzó a sacarse la ropa. Quedó en calzoncillos ante nuestra pasmada contemplación. En ese momento, cuando nos vio sorprendidos, se puso a tararear y a bailar el Rock del Gato, moviendo la pelvis contra el banco que había usado de perchero. Después de cantar “Al ver sus ojos me den / alguna noche de hotel”, pidió a los gritos que hiciéramos palmas. Cuando pude reaccionar le pedí que se vistiera y se retirara. “No te lo tomes así, era una joda”, dijo el desatinado con un genuino temor. “No me vas a hacer llevar la materia a diciembre por una boludez”.
Analicemos este hecho: puedo entender que alguien quiera provocarme y lleve su provocación hasta las últimas consecuencias. Puedo entender un desafío cuyo único bizarro objetivo sea desbaratar una clase. Lo que no me explico es la mirada aterrorizada del muchacho cuando descubre que su intervención no me hizo gracia. Como si hubiera sido incapaz de calcular de antemano que su acto de rebeldía era muy incongruente. (Dejo de lado el ruego de que “no lo mande a diciembre”, como si se tratara de un colegio secundario)
Como dije, el desatinado no se contenta con un único desacierto. Ni siquiera tiene la ligera sospecha de que lo que hizo puede ser muy mal juzgado.
Otra tarde de mayo, el nudista repentino escuchaba mi clase sobre Sócrates y bufaba después de cada una de mis frases. Cuando terminé de explicar cuál era el objetivo de Sócrates al interrogar a los atenienses, me gritó desaforado: “¡Qué hinchapelotas, Mux!”
Los desatinos causan mucho estupor, pero en el fondo tienen una lógica sencilla. La alborotada cabeza de este muchacho funcionaba de una manera muy simple: él creía que la historia de ese hombre que interrogaba a los atenienses era mi propia historia. En otras palabras, había pensado que yo tenía el hobby de viajar a la Grecia del siglo quinto antes de Cristo para molestar a jóvenes con preguntas absurdas. En esa misma clase –por algunos indicios leves pero inequívocos- descubrí que ese muchacho había creído que las teorías de los filósofos griegos eran en realidad mis propias teorías acerca del universo.
Como el desatinado no conoce los límites entre lo académico y lo personal, busca mi teléfono en la guía y me llama un día cualquiera para contarme que “se le ocurrió una idea filosófica” y que quiere hablar porque “no está de acuerdo con nada de lo que yo pienso”. En mitad del relato de “su idea”, me cuenta retazos de su vida personal y se pone a llorar porque una novia lo dejó y “se llevó el reproductor de DVD”. Un minuto después me pide perdón y me pregunta cómo tiene que hacer para ser profesor, porque él “ya es filósofo”, dado que tiene una idea filosófica. Como ya se siente parte importante de la vida académica, me llama repetidas veces al celular para anunciarme que va a llegar unos minutos más tarde o que se va a retirar antes, o que la idea que tenía antes no era muy buena y que ahora se le ocurrió otra idea mejor.
Una tarde cualquiera se levanta en mitad de la clase, se acerca al pizarrón, me pide permiso e intenta exponer “su teoría” frente al resto de los alumnos. Yo lo escucho en silencio a un costado. Dice dos o tres palabras, balbucea, comenta que su novia lo ha dejado, se pone a llorar y vuelve al banco.
Llega el día del examen parcial y el desatinado se presenta a rendir. Él no sabe –se lo tengo que explicar allí mismo- que un parcial es una instancia escrita que se resuelve en silencio. Insiste en que él está más cómodo cuando yo hablo, porque –según su versión- él es “bueno para escuchar” y “bueno para responder en el diálogo”. Le explico una vez más cuáles son las reglas. Acepta sin enojos pero con gran desconcierto. Como si fuera la primera vez que se enfrentara a un examen. Cuando le entrego el examen insiste una vez más en que la oralidad es lo suyo.
Aquí la historia se bifurca. Como dije, venía hablando de dos o más desatinados. Contemos qué le ocurre a dos desatinados en esta instancia.
El desatinado Uno sigue insistiendo en que el examen escrito no es lo suyo. Lo convenzo para que, o acate las reglas, o se retire. Después de veinte minutos de inusitado silencio, el desatinado se levanta, me entrega la hoja y me confiesa que no ha estudiado lo suficiente. Pero no sólo eso: confiesa que no sabe escribir a mano y que sólo es capaz de hacerlo frente a una computadora. Agrega, además, que le cuesta mucho leer los enunciados del examen porque él en realidad no está acostumbrado a leer “tantas palabras de corrido”. A pesar de que me ha entregado una hoja en blanco, me pregunta si llega al siete necesario para aprobar. Cuando le digo que no, me mira con asombrado terror y grita: "Pero a mí no me sirve una mala nota". Después de un pequeño escandalete se retira murmurando. Como si no hubiera previsto la sola idea de desaprobar. Aquí termina la vida académica del Desatinado Uno.
El desatinado Dos recuerda que no trajo bolígrafo ni hojas. Pide un bolígrafo prestado pero, en lugar de pedir hojas, decide escribir sobre la madera del banco. Yo no me doy cuenta de lo que hace hasta que, treinta minutos después, me entrega su examen: levanta su banco y me lo trae al escritorio frente al pizarrón. “Terminé”, anuncia, triunfal. No le acepto el examen escrito sobre un banco y se muestra sorprendido. Como si un injusto abogado le estuviera anunciando que le van a quitar la casa por una deuda hipotecaria: así me mira. Como si yo fuese un ogro. El desatinado se retira cabizbajo, buscando con su mirada el refugio compinche de algún compañero. Murmura algo y cierra la puerta. En ese momento leo algunas de las respuestas que escribió sobre la madera del banco:
Pregunta: ¿Cuáles son las críticas que realiza Aristóteles a la Teoría de las Ideas de Platón?
Respuesta: (SIC) aristroteles lo queria a planton pero sufrio mucho
Pregunta: ¿En qué consiste la doctrina platónica de las Ideas?
Respuesta (SIC): se estudian las ideas de los grandes pensadores grigos ellos avian dicho dios que todo tiene matematica y pensaron en la caberna
Pregunta: “El ser es inmutable” ¿Es esta afirmación verdadera o falsa dentro del pensamiento de Parménides? Justifique su respuesta.
Respuesta (SIC): no no justifica
Lo curioso es que, como una coda al final del tablón del banco, había una frase apenas legible que estaba dirigida al ayudante de cátedra (llamado Hipólito), y decía lo siguiente:
Señor polito corrigame uste porque yo a mux le tengo miedo grasias atentamente