viernes, 26 de septiembre de 2008

Instrucciones para fracasar en la vida universitaria

Yo antes pensaba, con ingenuidad, que cuando alguien decide cursar una materia en la universidad, tiene en claro –al menos- qué cosas no se deben hacer en un aula. Un estudiante universitario de primer año ya cuenta, en Argentina, con doce años de educación formal. Viene con siete años de una primaria y cinco de una secundaria. Conoce lo que es la vida académica y sabe –holgadamente- en qué consisten una clase o un examen. Pues bien, me he equivocado.

En los pocos años que llevo como docente, he visto y escuchado los peores y más incongruentes disparates. Uno podrá decir: eso no sorprende a nadie. Pero no hablo (solamente) de disparates conceptuales. Un alumno puede rendir un examen sin haber estudiado y puede escribir cualquier cosa para ver si tiene la mínima chance de aprobar. Hasta ahí no me cuesta entender su estrategia: aunque lo que escriba sea digno de una obra de teatro absurdo, hay una meta clara y definida.

Yo me refiero, en realidad, a los desatinados. A quienes no parecen haber entendido en qué consiste la situación de clase o de examen. A aquellos que, a pesar de haber acreditado doce años de educación formal y de haber pasado con comodidad una pericia psicológica, creen que una clase es una instancia con reglas abiertas, vagas y maleables.

Desde luego, los desatinados son pocos. En proporción, son muy pocos. Pero no deja de sorprenderme –no soy el único sorprendido, claro- cómo el desatinado pudo saltar todos los cercos académicos que lo condujeron hasta el aula universitaria. Es difícil de creer que alguien incapaz de escribir sin errores su propio nombre haya pasado desapercibido ante una legión de docentes que lo evaluaron y siguieron durante doce años.

Los pocos desatinados hicieron muchas cosas desatinadas. De allí deriva mi sorpresa: un hecho aislado no llamaría mi atención; sería una de las tantas curiosidades que pueblan los pasillos de la facultad. El desatinado cree que entiende las reglas, pero en realidad sus criterios están trastocados y cada paso que da es un nuevo desatino. No encuentra el timing de la vida académica y, a veces – mucho peor- jamás encuentra un lugar amable dentro de la vida social.

Voy a contar la historia de varios desatinados –dos o tres, no más- como si fueran una única historia. Los desatinos son tan completos y vergonzosos que poco importa si los cometieron muchos o uno solo. Baste saber que sus autores fueron un magro puñado de personas raramente confundidas.

A veces en mis clases de ética pregunto: “¿Por qué no venimos desnudos a clase?”. La pregunta es casi retórica: la única respuesta que espero debe involucrar la noción de reglas morales, costumbres y cosas por el estilo. Una tardecita de mayo un alumno entendió mi pregunta como una provocación literal. Después de decir algo desafiante (algo como “¿Qué te pensás vos?” o “A mí nadie me pone las reglas”), comenzó a sacarse la ropa. Quedó en calzoncillos ante nuestra pasmada contemplación. En ese momento, cuando nos vio sorprendidos, se puso a tararear y a bailar el Rock del Gato, moviendo la pelvis contra el banco que había usado de perchero. Después de cantar “Al ver sus ojos me den / alguna noche de hotel”, pidió a los gritos que hiciéramos palmas. Cuando pude reaccionar le pedí que se vistiera y se retirara. “No te lo tomes así, era una joda”, dijo el desatinado con un genuino temor. “No me vas a hacer llevar la materia a diciembre por una boludez”.

Analicemos este hecho: puedo entender que alguien quiera provocarme y lleve su provocación hasta las últimas consecuencias. Puedo entender un desafío cuyo único bizarro objetivo sea desbaratar una clase. Lo que no me explico es la mirada aterrorizada del muchacho cuando descubre que su intervención no me hizo gracia. Como si hubiera sido incapaz de calcular de antemano que su acto de rebeldía era muy incongruente. (Dejo de lado el ruego de que “no lo mande a diciembre”, como si se tratara de un colegio secundario)

Como dije, el desatinado no se contenta con un único desacierto. Ni siquiera tiene la ligera sospecha de que lo que hizo puede ser muy mal juzgado.

Otra tarde de mayo, el nudista repentino escuchaba mi clase sobre Sócrates y bufaba después de cada una de mis frases. Cuando terminé de explicar cuál era el objetivo de Sócrates al interrogar a los atenienses, me gritó desaforado: “¡Qué hinchapelotas, Mux!”

Los desatinos causan mucho estupor, pero en el fondo tienen una lógica sencilla. La alborotada cabeza de este muchacho funcionaba de una manera muy simple: él creía que la historia de ese hombre que interrogaba a los atenienses era mi propia historia. En otras palabras, había pensado que yo tenía el hobby de viajar a la Grecia del siglo quinto antes de Cristo para molestar a jóvenes con preguntas absurdas. En esa misma clase –por algunos indicios leves pero inequívocos- descubrí que ese muchacho había creído que las teorías de los filósofos griegos eran en realidad mis propias teorías acerca del universo.

Como el desatinado no conoce los límites entre lo académico y lo personal, busca mi teléfono en la guía y me llama un día cualquiera para contarme que “se le ocurrió una idea filosófica” y que quiere hablar porque “no está de acuerdo con nada de lo que yo pienso”. En mitad del relato de “su idea”, me cuenta retazos de su vida personal y se pone a llorar porque una novia lo dejó y “se llevó el reproductor de DVD”. Un minuto después me pide perdón y me pregunta cómo tiene que hacer para ser profesor, porque él “ya es filósofo”, dado que tiene una idea filosófica. Como ya se siente parte importante de la vida académica, me llama repetidas veces al celular para anunciarme que va a llegar unos minutos más tarde o que se va a retirar antes, o que la idea que tenía antes no era muy buena y que ahora se le ocurrió otra idea mejor.

Una tarde cualquiera se levanta en mitad de la clase, se acerca al pizarrón, me pide permiso e intenta exponer “su teoría” frente al resto de los alumnos. Yo lo escucho en silencio a un costado. Dice dos o tres palabras, balbucea, comenta que su novia lo ha dejado, se pone a llorar y vuelve al banco.

Llega el día del examen parcial y el desatinado se presenta a rendir. Él no sabe –se lo tengo que explicar allí mismo- que un parcial es una instancia escrita que se resuelve en silencio. Insiste en que él está más cómodo cuando yo hablo, porque –según su versión- él es “bueno para escuchar” y “bueno para responder en el diálogo”. Le explico una vez más cuáles son las reglas. Acepta sin enojos pero con gran desconcierto. Como si fuera la primera vez que se enfrentara a un examen. Cuando le entrego el examen insiste una vez más en que la oralidad es lo suyo.

Aquí la historia se bifurca. Como dije, venía hablando de dos o más desatinados. Contemos qué le ocurre a dos desatinados en esta instancia.

El desatinado Uno sigue insistiendo en que el examen escrito no es lo suyo. Lo convenzo para que, o acate las reglas, o se retire. Después de veinte minutos de inusitado silencio, el desatinado se levanta, me entrega la hoja y me confiesa que no ha estudiado lo suficiente. Pero no sólo eso: confiesa que no sabe escribir a mano y que sólo es capaz de hacerlo frente a una computadora. Agrega, además, que le cuesta mucho leer los enunciados del examen porque él en realidad no está acostumbrado a leer “tantas palabras de corrido”. A pesar de que me ha entregado una hoja en blanco, me pregunta si llega al siete necesario para aprobar. Cuando le digo que no, me mira con asombrado terror y grita: "Pero a mí no me sirve una mala nota". Después de un pequeño escandalete se retira murmurando. Como si no hubiera previsto la sola idea de desaprobar. Aquí termina la vida académica del Desatinado Uno.

El desatinado Dos recuerda que no trajo bolígrafo ni hojas. Pide un bolígrafo prestado pero, en lugar de pedir hojas, decide escribir sobre la madera del banco. Yo no me doy cuenta de lo que hace hasta que, treinta minutos después, me entrega su examen: levanta su banco y me lo trae al escritorio frente al pizarrón. “Terminé”, anuncia, triunfal. No le acepto el examen escrito sobre un banco y se muestra sorprendido. Como si un injusto abogado le estuviera anunciando que le van a quitar la casa por una deuda hipotecaria: así me mira. Como si yo fuese un ogro. El desatinado se retira cabizbajo, buscando con su mirada el refugio compinche de algún compañero. Murmura algo y cierra la puerta. En ese momento leo algunas de las respuestas que escribió sobre la madera del banco:

Pregunta: ¿Cuáles son las críticas que realiza Aristóteles a la Teoría de las Ideas de Platón?

Respuesta: (SIC) aristroteles lo queria a planton pero sufrio mucho

Pregunta: ¿En qué consiste la doctrina platónica de las Ideas?

Respuesta (SIC): se estudian las ideas de los grandes pensadores grigos ellos avian dicho dios que todo tiene matematica y pensaron en la caberna

Pregunta: “El ser es inmutable” ¿Es esta afirmación verdadera o falsa dentro del pensamiento de Parménides? Justifique su respuesta.

Respuesta (SIC): no no justifica

Lo curioso es que, como una coda al final del tablón del banco, había una frase apenas legible que estaba dirigida al ayudante de cátedra (llamado Hipólito), y decía lo siguiente:

Señor polito corrigame uste porque yo a mux le tengo miedo grasias atentamente

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Váyase de aquí

En mi vida hay una única historia: la sucesión de domicilios a los que me vi arrastrado por culpa de los precios de alquileres.

Un inquilino es un nómade urbano cuyos sueños de techo, paredes y tibieza nunca pueden proyectarse por más de dos años. No existe otra cosa –ni siquiera la propia madre- que sea tan básica, esencial y definitiva como la casa propia. El inquilino tiene la certeza de que ese cuadro que ha colgado; esas cortinas que ha comprado con medidas justas para la ventana, y esa alacena que tan bien quedó en un rincón de la cocina, sólo tienen un lugar provisorio. Sin embargo, los arreglos domésticos le dan una tierna sensación de solidez y calor hogareño (aunque el hogar sea de otro). Desde el primer momento en que el inquilino se sienta a descansar, haciendo a un lado sus pesados bártulos de nómade, sabe que un día será arrancado de ese acogedor pedazo de cemento con techo. Sabe que su arrendamiento puede terminar con la sola voluntad del propietario, aun si no se ha cumplido el contrato. Su identidad se disuelve y se desmiembra después de cada mudanza: ya no estoy en mi barrio; esta no es mi verdulería; esos no son los ruidos que aprendí a escuchar. Tras cada mudanza, el inquilino debe hacerse de nuevo; deberá forjar las cotidianas rutinas hasta que, nuevamente, la voz del propietario dicte la sentencia inapelable.

Mis padres fueron siempre inquilinos. También mis tíos, mis abuelos, mis tíos abuelos, mis primos, las novias de mis primos... Todos en mi ancha familia aprendimos y reaprendimos direcciones y geografías que se renovaban cada algunos años al son de las mudanzas. Siempre se iban (o nos íbamos) más lejos. Las mudanzas eran como un aburrido y previsible juego de la oca: si aumentaba la inflación, retrocedíamos unos cuantos casilleros y nos mudábamos a una casa más pequeña, menos segura, más húmeda. Si mi tío perdía el trabajo, mis primos se iban a vivir lejos, lejos, en un barrio de calles de tierra y casitas raleadas. Por el contrario, si aumentaba el sueldo o si alguien conseguía un trabajo extra, era posible mantener la misma casa por mucho tiempo o mudarse a un barrio mejor. Los vaivenes del azar económico siempre pusieron en peligro el techo que nos cobijaba en forma provisoria.

Los dueños de las casas que habité tuvieron muchos rostros. Algunas veces fueron abstracciones cuya única carnadura era un administrador o gestor inmobiliario. Otras veces eran presencias continuas y acechantes que vigilaban la vida de mi familia y cuyo humor siempre voluble era la variable –la otra variable, además de la económica- que decidía si nos quedábamos o nos íbamos. Si por casualidad a los dueños no les gustaba que yo volviera a casa de noche o que mi padre hiciera teatro, o que ninguno en mi familia fuera a misa, entonces se sentían con derecho a irrumpir en nuestra (su) casa para pedirnos que cambiáramos de vida o, de lo contrario, debíamos abandonarla de inmediato.

Hace apenas diez años mi mujer –Irma- alquilaba un departamentito interno en el fondo de un interminable pasillo atiborrado de construcciones mal hechas y con mínimas comodidades. Los dueños de esa mala imitación de vecindario habitaban una modesta casita a mitad del pasillo. Eran una pareja de españoles muy ancianos que vivían con su hija solterona. Los tres eran ultra católicos. Católicos fanáticos. Católicos de ir todos los días a misa y de vestir santos. Siempre les tuve un poco de miedo, y ellos me tenían algo de resquemor. Por aquella época, yo usaba el pelo largo y eso, para ellos, era un inequívoco signo de irresponsabilidad ante la vida. Siempre les dijimos los gallegos.

Los gallegos estaban día y noche en su casa, vigilando quién entraba y quién salía por el pasillo. Más de una vez descubrimos, mi mujer y yo, que alguno de los ancianos nos espiaba a través de un ventanuco. Ellos, con la ayuda de su hija solterona, comandaban nuestras vidas y la de todos los que alquilaban allí. Sabían quién entraba, quién salía, a qué hora y por qué motivo. Una mañana nos tocaron timbre porque la noche anterior habían escuchado “una risa como de mujer loca”.

Un día mi novia –quizás para tener un tema de conversación- les dijo que ella era devota de María. Desde ese entonces, los ancianos le enviaron un muñeco de la virgen María dentro de una vitrina enorme, del tamaño de un televisor de veinticinco pulgadas. Se suponía que Irma debía cuidar de ese muñeco durante una semana; debía rezarle, ponerle flores y –por sobre todas las cosas- abstenerse de tener sexo mientras La Virgen estuviera presente. Por supuesto, los gallegos podían corroborar quién había tenido sexo: desde su departamento estratégicamente ubicado en la mitad del pasillo, escuchaban cada sonido que salía de nuestras habitaciones. A la semana siguiente le pasarían el muñeco a otro inquilino. Cuando la ronda terminaba – diez o doce semanas después-, le tocaba de nuevo a la primera huésped.

Alguna vez mi novia no pudo pagar el alquiler; se fue atrasando mes a mes hasta acumular una cantidad considerable. Los gallegos, entonces, encontraron en Irma a una víctima de su amor cristiano. Le condonaron parte de su deuda, a cambio de una tortura psicológica sistemática y continua. La vieja tocaba timbre todos los días tratando de convencer a Irma de que se casara por iglesia (conmigo o con otra persona, daba lo mismo); le leía pasajes de la Biblia o la invitaba a las procesiones interminables. Irma accedía por temor a que le cobraran todos los alquileres atrasados.

Sin embargo la deuda siguió creciendo. Sospecho que aun los más piadosos encuentran mecanismos para cometer sacrilegios y no sentirse culpables. Un buen día el gallego entró a la casa de Irma por algún motivo trivial. Entró y vio las paredes, la cocina y unas sillas que él mismo nos había prestado. Y encontró la excusa perfecta y ridícula para echarla de allí. “Me destruiste el departamento, querida”, fue una de las frases que recuerdo ahora.

Una de las paredes tenía una rajadura y se había despintado. La cocina siempre había tenido una mesada de mármol rota y una estufa destartalada. Sin embargo, el viejo encontró –quiso encontrar- que todo eso era culpa nuestra. “Mirá cómo me dejaste las sillas”, dijo la vieja. Es el día de hoy que no sé a qué se refería: las sillas siempre habían estado desvencijadas. “Sí”, se defendió con acento español, “pero no estaban tan destruidas cuando yo te las di”.

Iniciamos una discusión prolongada y absurda. Ellos alegaron que yo había hecho un cableado para robar luz. Eso no era cierto, pero no querían creerme. Yo repliqué que no me parecía correcto que espiaran a todos los que venían por el pasillo. Pero nada fue más nefasto que las palabras con las que la vieja cerró la discusión. Nunca escuché una demostración de poder tan vulgar y soberbia: “Nosotros les perdonamos la deuda y los dejamos seguir viviendo aquí. De modo que podemos vigilar lo que hacen y decidir cómo tienen que vivir”

Después de esa demostración de insania no pudimos hacer otra cosa: Irma recogió sus cosas y se fue a lo de una amiga por un tiempo. Sospecho que, poseídos de esa divina piedad cristiana, los gallegos habrán rezado por nosotros después de fabricar ese teatro para echarnos a patadas.

Este relato es una pequeña muestra de la gran historia de mi vida.

Sin embargo esa gran historia se terminó para siempre el quince de agosto de dos mil ocho a las once treinta de la mañana.

En ese instante Irma y yo firmamos un boleto de compraventa que nos convierte en propietarios. Entregamos los ahorros de nuestras vidas, más un dinero prestado, más el regalo de una abuela inesperadamente platuda, y ya tenemos dónde vivir y criar a la hija que nacerá en dos meses. Hoy, casi un mes después, todavía no podemos creer. Aun conservamos algunos tics de inquilinos que poco a poco, como en un exorcismo, nos vamos quitando: no queremos hacer muchos agujeros en las paredes; no nos atrevemos a modificar el color de las ventanas o del cielo raso o, incluso, esperamos que llegue alguien a decirnos “Se tienen que ir de acá” o “hubo un error en el boleto de compraventa”. A veces miramos los azulejos del baño y nos decimos: “¿Viste esos azulejos? Bueno, son nuestros”. Parecemos dos enamorados estúpidos que se preguntan: “¿De quién son esas manitos?” “Tuyas, mi amor”; “¿De quién es esa naricita…?”

En estos días he vivido la que tal vez sea mi última mudanza. Me di el lujo de decirle a mi propietario de turno (ese que me dijo un precio y luego quiso hacer contrato por otro; ese que nunca vino a ver cómo su propia casa se nos caía a pedazos; ese que un día llamó confundido y nos pidió de mala manera que le pagáramos porque ya era día once, siendo que ya le habíamos pagado; ese que creía que nos tenía enganchados con las dudosas comodidades de su casa oscura; ese que especulaba con que su goterosa tapera era para nosotros una mansión): “Me voy a mi propia casa”.

Estoy en mi casa. Ahora todo es más real y menos incierto.

Ahora mis pesadillas están pobladas por una menor cantidad de monstruos.