martes, 27 de febrero de 2007

Bronce de nogal dorado



Martín dejó de estudiar, de trabajar y de visitar a sus amigos a partir del día en que murió una de sus viejas y viudas tías. Parecía evidente, por ello, que la muerte de esta tía –con la que tenía poco contacto – le había afectado mucho. Sin embargo, con el tiempo me iba a enterar de que no fue la muerte, sino la herencia, lo que le había hecho tomar inesperadas decisiones en su vida.
La tía que acababa de morir se llamaba Elisa. Vivía sola en un departamento oscuro, enorme y húmedo en un barrio no muy alejado del centro. Su marido –el tío de Martín- había muerto quince años atrás y le había dejado a Elisa una pensión importante, muchos ahorros y varias colecciones de objetos extraños traídos de lugares remotos.
El tío había sido embajador en China, en India y en Pakistán durante los años cincuenta, y siempre tuvo importantes relaciones con funcionarios internacionales. Eso le permitió viajar y comprar los más exóticos artículos que salieran a su paso. Su nombre era Samuel y en la familia lo conocían como “El tío Sam”, por el acento extranjero que solía traer cada navidad, cuando se tomaba unas semanas para compartir con la familia. Martín recuerda que el tío Sam, a la vuelta de sus exóticos viajes de embajada, le traía de regalo objetos extraños, algunos de los cuales todavía (casi veinte años después) no podía adivinar para qué servían.
El tío Sam murió en una circunstancia rayana con lo metafísico, a los ochenta y dos años. Fue una tarde, en la cual estaba acomodando cajas en un sótano húmedo, mal iluminado y con olor a madera, que funcionaba como depósito de colecciones. Mientras buscaba algo entre unos cuadros que había traído de Kazajstán, comenzó a gritar: figurines inluminati! Después de dar tres o cuatro de estos gritos, quedó seco por un paro cardíaco.
Después de esta muerte, Elisa vivió como la silenciosa custodia de ese sótano. La tía, todos los días durante quince años, bajó al depósito a limpiar uno por uno los cuadros, los jarrones y los aparatos exóticos del tío Sam. La mañana en la que murió, fue encontrada precisamente en ese sótano. Un paro cardíaco.

Hasta aquí tenemos dos muertes naturales y un sótano lleno de objetos inusuales y sospechosos. Podríamos hacer una asociación fácil y rápida: alguno de esos objetos, traído de Oriente, había provocado la muerte de los tíos por medio de algún maleficio o virus milenario. Nada de eso. Martín jamás manejó esas hipótesis. El grito del tío Sam, figurines inluminati, “figurillas iluminadas”, parecía una expresión de encantamiento o de grata sorpresa. La muerte que siguió a esos gritos fue consecuencia de un enorme estado de excitación en un corazón frágil.

¿Por qué Martín abandonó todo después de la muerte de su tía? La verdad la supe unos años después, cuando me lo crucé por la calle. Trató de esquivarme, pero yo, apelando a nuestra vieja amistad, insistí para que conversáramos. Me dijo que estaba apurado y que, por cualquier cosa, lo fuera a visitar. Me dejó su dirección. Ahora él vivía en la casa de sus tíos, custodiando sus extrañas piezas de museo. Ese mismo día fui a tocarle timbre.

Cuando me atendió me sorprendí por el tamaño y por el decorado de la casa. Aunque las pocas ventanas estaban cerradas y los techos tenían enormes manchones de humedad, telarañas y hongos, la cristalería fina, los cuadros, los tapices, las esculturas y los arcones estaban distribuidos a lo largo de las habitaciones. Convivían con la mugre, con las revistas viejas apiladas en rincones, con ropa y trapos desperdigados, botellas vacías, envoltorios de alfajores, latas de conserva, platos sucios y sillas acodadas junto a mesas cubiertas de libros. Martín me hizo atravesar varios pasillos hasta llegar a la cocina, lo que parecía ser el único lugar iluminado por la luz del sol.
- Me convertí en un guardián, Jorge – me dijo, después de servir el té. – Una de mis funciones en la vida es esta, como heredero de la Reliquia. Tengo que custodiar algunos de los objetos que están en esta casa. El tío Sam dejó como encargada a la tía Elisa. Después de que ella muriera, yo era el siguiente.
Supe que Martín me iba a revelar algo inesperado, así que lo escuché en silencio.
- Mi tío consiguió un espejo de nogal dorado. Lo dejó embalado entre cartones durante décadas y recién lo abrió cuando tenía setenta y cinco años. Lo estuvo mirando hasta unos días antes de morirse sin encontrar nada raro.
Martín vio mi gesto de confusión y se puso a explicarme algunas cosas como a un niño.
- Un espejo de nogal dorado es un espejo de bronce. No es un bronce cualquiera; es lo que se llama un bronce complejo, compuesto por cobre, estaño, zinc y porciones mínimas de algunos minerales. El nogal dorado tiene la particularidad de ser más brillante que el oro. Hasta donde yo sé, se fabricó exclusivamente en la India, en el siglo XIX. Mi tío rescató uno de estos, quién sabe cómo y en qué condiciones.
“Desde que se han fabricado espejos, existe la fantasía de construir uno perfecto. Uno que reprodujera la realidad en su forma más exacta. Pero podemos ir un poco más allá. Podemos decir que la realidad es la que está del otro lado del espejo, y esta es el reflejo.
“Bien: el espejo de nogal dorado muestra la auténtica realidad. Lo que vemos a través de él, es exactamente cómo son las cosas. Nosotros, claro, las vemos doradas pero si estuviéramos del otro lado las veríamos aun más brillantes brillantes y llenas de colores que de este lado no percibimos.
“¿Qué vio el tío? Durante años estuvo mirando el espejo para ver si encontraba algo extraño. Algo que le sugiriera que, del otro lado, había un mundo hermoso y perfecto. Descubrió algo que se movía; descubrió unas figuritas con formas propias y con colores iluminados. Por eso, probablemente, dijo la frase figurines inluminati.
“Ahora que llevo varios años como custodio de este lugar, me he puesto a estudiar el nogal dorado. No es un espejo corriente, es un disco convexo, bien pulido y brillante. Durante mucho tiempo no noté más que eso: un espejo deslumbrante y exótico. Pero, como en el ojo mágico, hay que aprender a afinar la vista y a tener paciencia.

“Hace poco empecé a ver a Cristo del otro lado del nogal dorado. No te rías. En serio, vi a Cristo. A Jesús Nuestro Señor. Estaba en el reflejo de la habitación. Se desplazaba flotando entre las sillas. Desapareció en la pared del sótano, como si la hubiera atravesado. Pero cuidado, no soy tan ingenuo. Si a este nogal dorado lo hubiera visto un budista, probablemente habría visto a Buda. Quiero decir: pude ver al mesías tal como yo estaba preparado para verlo.

“Antes de ayer volvió a aparecer Cristo. Pero esta vez venía acompañado de otros seres. Seres que me sonaban familiares. Venían tomados de la mano, haciendo un hipnótico coro con voz muy aguda, casi infantil. Los vi desfilar por el espejo hasta alcanzar la pared y desaparecer. Cuando reconocí a uno de los seres, no supe qué pensar.

“Cristo desfilaba de la mano de criaturas con forma de jabalí, con seres deformes, con angelitos, con hermosas mujeres que llevaban túnica, con perros de Fo. Y, entre ellos, estaba Meteoro. ¿Te acordás de Meteoro? El personaje de los dibujitos.
“Eso me confundió bastante. Miré hacia atrás, para convencerme de que todo eso sólo ocurría de aquel lado del espejo. Y así era: allí estaba Meteoro. De aquel lado, en el mundo perfecto. No aquí.

“¿Y sabés quién estaba ayer? ¡George Bush! ¡El presidente de los Estados Unidos! ¡Junto a Bob Esponja!

La charla no podría haber continuado demasiado tiempo. Le repetí varias veces que eso era asombroso, que jamás había escuchado una historia así y que por ese día tenía que irme. Un detalle: Martín en ningún momento me mostró el famoso espejo. Todo eso podía ser una broma horrible, o un delirio de su imaginación.

Hace poco escuché que las señales televisivas y radiofónicas pueden ser captadas, ocasionalmente, con interferencias y superposiciones, a través de un trozo de bronce bien pulido. No entendí la explicación (parece que una habitación entera puede funcionar como la caja de un televisor, si en ella se encuentran los objetos adecuados y dispuestos de una determinada forma), pero para mi escéptica mentalidad fue suficiente.

martes, 20 de febrero de 2007

Hierofanía del agua


La ciudad se ha venido inundando desde hace siete meses. Los que quedamos tenemos el temor y la impaciencia de esperar una ola titánica que de una vez por todas nos haga desaparecer, y no de tener que soportar estas hilachas de agua que poco a poco van socavando los cimientos y desenterrando restos de basura de antiguas civilizaciones.
Muchos se han ido cuando aun la inundación no estaba declarada: durante años el agua fue una amenaza lenta y corrosiva. Cada tanto las calles aparecían cubiertas con una delgada película de agua, dulce al principio, salada después. Otras veces los patios se llenaban de renacuajos que morían pocas horas después del amanecer, cuando el sol secaba la tierra barrosa. En otras ocasiones se tapaban los inodoros y los lavamanos, y por las canillas salía agua salada. Yo mismo vi, hace cuatro meses, una masa de tentáculos que se retorcía en una alcantarilla.
El agua nos llega hasta los tobillos. Los pocos que quedamos llevamos una supervivencia que no está lejos del misticismo. Todos andamos descalzos y tenemos los pies pálidos como papeles. Por las tardes nos reunimos en las terrazas de nuestras casas o de vecinos que ya se han ido, y allí organizamos la cena y contamos historias, o dejamos entrever nuestras hipótesis.
Porque nunca hemos sabido la causa de la inundación, y quienes pudieron alguna vez investigarlo – o quizás saberlo – ya no están. El océano está a ochocientos kilómetros de aquí y desde siempre en esta zona predomina la aridez. Algunos piensan que se trata de una inundación intencional; quizá una sociedad secreta y poderosa necesita destruir lo construido y remover lo enterrado, pero el método resulta tan poco ortodoxo que las hipótesis se trasladan al plano metafísico: si bien la inundación puede ser provocada y no natural, sus agentes no son humanos o al menos se trata de un método no humano para conseguir fines no humanos. La imaginación no se contenta con causas desconocidas, métodos extravagantes y fines opacos: se terminó por creer que algún tipo de divinidad controla la inundación.
Así se llegó a suponer que algo (alguien), en una profundidad no muy lejana, estaría enviándonos estas olas de dos centímetros. Algo (alguien) con poco poder, que estaría buscando crecer y para ello necesita derrumbar y engullir nuestra ciudad. El fin no es inundarnos, sino hundirnos en una profundidad acuosa y reptilesca. Prueba de esto parece ser un pequeño temblor que se siente en el suelo cada diez o veinte minutos. Un temblor que dura apenas un segundo y que algunos no alcanzan a percibir, y que otros perciben continuamente. El temblor –se argumenta- es la prueba de que algo (alguien) está desgarrando las profundidades; algo que no tardará de desmoronar la ciudad entera y de engullirla de un bocado, con sus edificios esqueléticos, sus templos abandonados y sus mansiones corroídas.
Desde hace tres días vienen apareciendo peces muertos que flotan sobre la superficie del agua de las calles. Nadie se atreve a preguntar por qué están muertos, muertos con una muerte que no es de minutos ni de horas, sino quizás de muchas semanas. De algunos sólo queda el espinazo y los ojos como de muñeco destripado, saliendo de las órbitas. Junto con los peces han aparecido objetos insólitos; algunos de ellos tan pesados y grandes que es imposible que la pequeña corriente de agua –cuya principal fuerza es la erosión y no el arrastre- los haya dejado ahí. Antes de ayer mi hijo encontró un libro de dimensiones colosales – un metro de largo por ochenta centímetros de alto- y sus tres mil novecientas noventa y seis páginas estaban escritas en letra manuscrita con una tinta a la que el agua había borroneado. De las pocas páginas legibles sólo pudimos saber que estaba escrito en otro idioma, con otros caracteres: tal vez griego o ruso. Ayer un vecino encontró una rueda de hierro de unos cinco metros de diámetro en la intersección de dos calles por las que nadie transita.
Cada tanto se derrumba algún edificio y nos quedamos absortos observando no ya su espectacular caída, sino el movimiento de la marea que en pocos minutos ha modificado el paisaje. Esta mañana han desaparecido algunos niños y dos o tres vecinos. Sé que nunca encontraremos ni siquiera los cuerpos. Cerca del mediodía he visto un barco enorme, herrumbroso, encallado en una esquina. Los pocos que quedamos tenemos la certeza de que estos objetos – y otros miles, insignificantes, como pequeñas cucharitas oxidadas, portarretratos con fotos de desconocidos, platos, cuadros – son traídos de lugares y tiempos remotísimos.

Mi hijo mide la altura del agua con una regla escolar. Ahora es de doce centímetros, fría, oscura, invasiva. Sus pequeños pies desnudos se ven muy blancos y arrugados, como capullos, bajo el agua. Las calles, las casas y los edificios parecen cambiar de lugar de un día para el otro, como si flotaran en el agua durante la noche y el viento los mezclara en combinaciones caóticas. O como si alguien, aprovechando la oscuridad y nuestro misticismo, se llevara la ciudad hacia el mar.

Ayer, cuando atardecía y los vientos marinos rugían monstruosos anunciando la noche que se avecinaba, mi hijo me detuvo antes de entrar al refugio.
- Papá, mirá.
El sol ya se había ido, pero su resplandor aun no estaba del todo apagado.
Miré junto con él hacia los edificios que tapaban el horizonte. Uno por uno desaparecieron, engullidos por la pequeña marea; hasta que en no más de treinta segundos el horizonte quedó limpio. No hubo ruido ni lamentos. El mar había avanzado.
- Se está acercando, papá. Mañana estará con nosotros.

Ahora que todos se han ido a dormir, he salido del refugio. Las calles siempre han estado iluminadas hasta la última cuadra. El generador eléctrico aun abastece a todo el pueblo. Pero esta noche las luces se apagan después de los trescientos metros. Sólo un puñado de calles, con sus luces, se mantiene en pie. Somos una isla ahogada e iluminada para nadie en medio de un océano. Un viento cavernoso, con voz propia, aturde mis oídos. Quiero ir hasta el límite de la ciudad; hasta el límite de las luces. Quiero ver por qué todo termina allí. Por qué, más allá del último poste en pie, todo es oscuridad. Quiero saber qué tan profunda es el agua que hizo desmoronar edificios hoy cuando caía la tarde.
A medida que me acerco al último poste de luz, el viento se hace más invencible y sus voces parecen llantos. Por fin, cuando llego adonde más allá no hay luz y espero encontrarme con el abismo de agua, casi no puedo mantenerme en pie.
Toco el agua del límite que separa la completa oscuridad de la luz. Y descubro algo inquietante.

Más allá de lo que queda de la ciudad, no hay agua.
A lo lejos no hay agua. No hay desierto. No hay tierra.
A trescientos metros del refugio; después de esos trescientos metros de calles desérticas e iluminadas, está el vacío completo. El planeta entero ha desaparecido.

He vuelto al refugio decepcionado y confundido. Desde hace mucho tiempo esperamos la llegada del mar, de la ola monstruosa que habrá de acariciar las nubes para luego caernos encima. Pero mañana no habrá agua. Espero con tranquilidad la llegada del amanecer. En silencio y despierto. Mi hijo duerme en paz; con la sabia paz de quien conoce el destino y es todavía demasiado joven para reprocharle algo.
- Llegó la hora – dijo al amanecer, cuando despertó.
Entonces abrí la puerta del refugio; la última puerta que quedaba.

martes, 13 de febrero de 2007

La ansiedad de año nuevo


Daniel Mielgo fue metódico y puntual en sólo tres cosas en su vida: 1) nunca faltaba a su oficina en la Junta Nacional de Granos; 2) todas las tardes del año 1984, le pegaba a Elena, su mujer, con una regularidad envidiable. La tercera cosa la iba a descubrir pronto.

Ella a veces salía por la calle, medio desnuda y a los gritos. Él corría detrás, con los ojos encendidos, la respiración agitada y tratando de hablar con una voz serena y cordial. “Vení para acá”, le decía. “Vamos a hablar, vení, no seas hija de puta”. Esta escena se repetía dos o tres veces por semana sin que los vecinos se inmutaran: jamás habían llamado a la policía y, además, en esa época no se usaba hacer denuncias por maltrato ni andar ventilando los problemas de pareja entre terceros.

Él llegaba de la oficina a las dos de la tarde. Elena preparaba la comida y, como un ritual cotidiano, Daniel estaba esperando el momento en el cual ejercer su naturaleza golpeadora. A veces, podía desatarse durante la comida. Una pizca de sal de más; un comentario o un gesto fuera de lugar, el polvo sobre los adornos de porcelana, o la sospecha de que Elena se estaba volviendo estúpida eran suficientes argumentos para los golpes. Otras veces (las más peligrosas) se desataban antes de dormir la siesta, entre el último vino del almuerzo y el inicio de Amo y Señor. En esa instancia no había razones ni argumentos. Solía iniciarse con un vaso arrojado contra el televisor o con un inesperado empujón.

Entonces daba rienda suelta a su sádica rutina. Usualmente, después de los empujones empezaban las bofetadas sonoras. Algo que le molestaba a Daniel -y lo enardecía aun más- era que Elena, ante cualquier golpe, se arrodillaba en el piso diciendo “aaaah”, con la boca muy abierta y expresión mongoloide. Le molestaba que su “aaah” no era de dolor; no parecía estar experimentando un escarmiento, sino una especie de completa estupidez. Por eso la seguía golpeando; después de las bofetadas venían los puños cerrados y las patadas. A veces su sed pugilística se detenía después del primer puñetazo. Otras veces necesitaba de diez o veinte para estar tranquilo, además de pequeñas patadas. Sólo una vez le pegó con un atizador pero fue un caso aislado; un caso que no cuenta. El resto del año le pegó como un hombre: a puño limpio.

El 30 de diciembre de 1984 ya habían empezado las vacaciones y la mañana se estaba poniendo larga y espesa. La larga navidad con los suegros había pasado sin pena ni gloria. Ahora, de vacaciones, no podía ejercer una de sus obsesiones (la puntualidad en el trabajo) y estaba inquieto. Toda la mañana con Elena, quien parecía vieja, encorvada y estúpida. No era necesario esperar hasta la hora de la siesta para encontrar el terreno propicio.
A las diez y media de la mañana, Elena estaba limpiando la habitación y cantaba en voz muy baja. Su canto parecía un lamento, un susurro imbécil y provocador. Daniel entró y la empujó contra el ropero. Elena dejó de cantar repentinamente. Cayó inmóvil al piso y ahí se quedó entre las pelusas que había estado barriendo.

En ese momento Daniel sintió como si por primera vez en su vida tomara aire; como si hubiera estado preso de una maldición hasta hacía apenas un instante. Recostó a Elena sobre la cama distendida, le acarició la frente y le decía “yo no quería pegarte, vos lo sabés”. Elena no se despertaba.
Pasaron las horas y el cuerpo de Elena comenzó a enfriarse. Daniel golpeaba el ropero con furia, envuelto en un llanto rencoroso y desesperado. “Por qué me hacés esto, hija de puta”, gritaba en la soledad de la tarde calurosa e inocente “Te cagué a palos mil veces y te me morís por un golpecito, conchuda

Estuvo toda la tarde y toda la noche velando a su mujer; tal vez aguardando un inesperado milagro. Se puede sospechar, sin temor a equivocarse, que los inescrutables pensamientos de Daniel durante esas largas horas podían entrar en los anales del horror. Yo trato de imaginarlo a las tres de la mañana, cuando todo es oscuro y ya le queda claro que su víctima desapareció para siempre y que él es un asesino.
En alguno de esos herméticos vericuetos, en un instante de esa horrorosa noche, Daniel ideó el plan de descuartizar a su mujer. Descuartizar el cuerpo y guardarlo en bolsas de residuos. Tal vez enterrarlo, o sacarlo durante varios días para que se lo lleven los recolectores de basura. Por eso llevó a Elena sin vida al jardín del fondo, allí donde habían puesto hamacas y sillas para pasar el verano tomando Gancia con limón; donde, a un costado, había un pequeño galponcito con herramientas. Al lado de la casa había un edificio; por eso puso el cuerpo de Elena de manera tal que el alero del galpón tapara la visual de los curiosos desde el balcón. Sin embargo no puso mucho cuidado: sabía que el plan jamás podía funcionar, pero igual lo llevó a cabo con puntillosidad, esmero y cuidado. Esta era la tercera cosa en la que iba a ser metódico y puntual.

Afiló el hacha; puso todos los cuchillos y serruchos sobre la mesa del patio en orden decreciente: el pequeño trozador de limones al final; el hacha al principio. Cubrió el piso con papeles de diario, acostó el cuerpo de Elena y comenzó a serruchar, probando cuál era la herramienta más efectiva. Había que trozar en partes no más grandes que un peceto o un solomillo. De a poco fue descubriendo que los serruchos de dientes gruesos son buenos para los brazos, las piernas y el cráneo. Pero para los tendones y las vísceras, funcionaban mejor los cuchillos. Si algún hueso se resistía mucho, allí entraba en juego el hacha.
A las once de la mañana del treinta y uno de diciembre de 1984, Daniel ya había trozado las tres cuartas partes del cuerpo de su mujer. Sólo le quedaban la cabeza, el cuello y parte de los hombros.

En ese momento, en el fondo del patio, cayó una pelota de fútbol.

Mi amigo Fernando y yo teníamos nueve años. Ese treinta y uno de diciembre estábamos jugando un picado de a dos. La noche anterior no habíamos podido dormir por el calor y por la ansiedad de los preparativos para fin de año. Teníamos un arsenal de petardos y cañitas voladoras que nuestros padres no nos dejaban manipular hasta que se hiciera año nuevo. Seguramente estábamos insoportables y por eso nos habían mandado abajo. En un descuido, un puntinazo torpe hizo volar la pelota al patio del vecino. Podríamos haber saltado el paredón como tantas otras veces. Pero no lo hicimos. Llevábamos ropa nueva, ropa de fin de año. Si escalábamos paredones se nos podía enganchar con las piedras y nuestras madres nos iban a matar (también nos matarían si se enteraban de que estábamos jugando al fútbol). Decidimos ir a tocar timbre.

Nos atendió un hombre de unos cuarenta años, muy amable, con voz tranquila y mirada apagada. “Tengan cuidado con el fóbal, chicos, porque en el patio hay vidrios.”, dijo mientras nos entregaba la pelota. Uno de los gajos tenía una mancha negruzca y rojiza. "Es sangre, boludo", dijo Fernando mientras me la arrojaba a la ropa limpia, ensuciándola hasta el enojo de mi madre.

sábado, 3 de febrero de 2007

El patio de Magdalena


La casa donde vivieron y murieron mis bisabuelos era un patio enorme e indómito en cuya parte delantera crecía un zaguán, tres habitaciones, un baño antiguo, una cocina y un comedor unidos al estilo chorizo por una especie de alero que bordeaba el jardín. Pronto explicaré por qué lo único fundamental y primigenio es el patio indócil, no las pocas y perdidas construcciones. Mi bisabuela Magdalena, toda su vida (y casi hasta el día antes de morir a los noventa y siete años) cuidó del patio con la premura y dedicación que jamás le había prodigado a sus hijos y nietos. Al principio, hace casi ochenta años, Magdalena tenía la fuerza y entusiasmo para hacer que todo el terreno sea un enorme jardín. A medida que pasaban los lustros, su poder de dominar a las bestias vegetales se fue retrayendo y en sus últimos años sólo cuidaba de los canteros de adelante, allí donde habitaciones y plantas se confundían en una estudiada simbiosis.

Yo apenas pude entrever los últimos veinticinco años de este histórico caserón. Para cuando tuve cierta conciencia y recuerdo del mundo –pongamos, a los siete años- mi bisabuelo ya había muerto. En ese momento, el patio era un territorio que Magdalena no podía dominar. En su
interior crecían desconocidas criaturas vegetales y animalejos a espaldas de toda voluntad humana.

Este enorme predio podía dividirse en unas cuantas secciones.
Adelante, allí donde estaban los dormitorios, se ubicaba el sector embaldosado. El jardín era una serie de canteros prolijos y regulares coronados con macetas de helechos y cubiertos por una parra infinita. Recuerdo cenas y almuerzos familiares (cuando en la familia éramos no menos de mil) bajo la parra junto al aljibe. Ese fue el sector del patio que Magdalena cuidó hasta el último día.
Había un segundo patio por la zona del lavadero, allí donde las construcciones comenzaban a escasear. Ese patio era cuidado por la hija solterona de Magdalena, mi tía abuela Elsa. Territorio de naranjos y rosales, este segundo jardín era una continuación desprolija del anterior. Mi hermano y yo pasamos gran parte de nuestros juegos infantiles en este segundo patio.

El tercer patio está separado por un alambrado. Ya no se nota la mano de mi bisabuela Magdalena, y apenas se alcanza a percibir cierta intervención de mi tía Elsa. Los damascos, el romero y la savia crecen salvajes. A un costado hay galpones con herramientas que, con su herrumbre y silencio, recuerdan que mi bisabuelo era un trabajador de la construcción.

Pero esta enumeración de patios tiene un sentido. Voy a detenerme en los patios siguientes. Los patios que parecían no estar visitados por la intrusión humana. Un cuarto sector tenía restos de antiguas construcciones. Parece que en el fondo, alguna vez, vivieron mi abuelo y mi abuela en una casita prefabricada de la cual sólo quedan fragmentos entre el pastizal. Hay higueras gigantes, granadas y olivos. En ese patio, rodeado de los altos paredones de los vecinos, sólo reina un silencio de grillos y una selvática mística. Como si fuera un sitio arqueológico, uno puede caminar por la maleza y encontrar botellas antiguas, jarritos oxidados, tazas rotas y cajas de galletitas que ahora no existen.

Hay un último patio. En el fondo- fondo, donde rara vez mi hermano y yo nos atrevimos, hay un cañaveral y un pequeño galpón. Las cañas crecen densas entre la pastura y con el viento chasquean. Allí se ve también el altísimo paredón final, con sus ladrillos ahumados y rotosos. Todavía, si uno camina y busca, encuentra restos arqueológicos –las ruinas de los objetos que mi familia materna usó, desgastó y rompió durante más de medio siglo.

Desde muy chicos, mi hermano y yo teníamos una consigna: no buscar demasiado.
No hurgar en los pastizales.
A veces aparecía un fragmento de porcelana con dibujos que se nos antojaban chinos y milenarios, y entonces sí, lo levantábamos entusiasmados. Pero la mirada vigilante de mi tía Elsa parecía advertirnos que no estaba bien eso de andar levantando cosas viejas, que podían estar meadas por murciélagos o ratas. Y mi madre, llamándonos desde adentro de la casa (como si afuera hubiera un poder malsano) nos decía que era mucho mejor estar en el comedor o en el primer jardín.

Con los años saco a la luz los temores de mi madre y mi tía. Temores con los que la inocencia de nuestra infancia no debía mezclarse.
De chico, pocas veces me dejaron dormir en esa casa. Mi madre tenía terror de que yo le pidiera quedarme. La única vez de la que tengo recuerdo (tal vez a mis ocho años) pasó algo espantoso. Una noche, después de la cena, salí al patio en la plena oscuridad. Había ventarrones que sacudían las parras hasta hacerlas retorcer de formas monstruosas. Para vencer mi temor, salí corriendo por el alero (entramado de parras) y me fui al segundo y al tercer patio. No llegué al fondo. Nunca me hubiera atrevido, en la casi plena oscuridad.
En ese momento empecé a sentir un olor familiar. Olor al relleno de empanadas que preparaba Magdalena. Ese olor me asustó tanto que corrí en dirección contraria. Mientras corría escuché un susurro largo, ahogado, a bajo volumen. No se trataba de un grito inarticulado; era una especie de rezo con melodía.
Hoy sé que mi madre temía a lo que podía ocurrir en ese patio.
Hoy sé que mi tía Elsa tuvo un hermano retrasado mental que desapareció una tarde en el fondo del patio.
H0y sé que el obsesivo esmero de mi bisabuela por las plantas eran una pantalla de luz para mantener bien cubiertos y custodiados unos huesos desperdigados en los pastizales.
Sé también que ese hijo no estaba del todo desvanecido; que aparecía de formas misteriosas por las noches y que mi madre le temía. Pienso: si matas a una persona normal, simplemente muere. Pero si le quitas la vida a un hombre con problemas mentales o con una tristeza infinita, algo de su padecer queda flotando en el aire y acosando como un fantasma. Pero los fantasmas no existen; sólo hay el sonido ahogado de una voz atravesada por un cuchillo de cocina una inocente tarde de verano.
Hace poco vi algunas fotos en un papel amarillo donde aparece la familia entera. Es la única foto en la que aparece mi tío retrasado. Se llamaba Luis, como su padre. En la foto está a la izquierda, abrazado a su padre. Magdalena se ubica en el otro extremo, como si no fuera parte de ese horrendo clan. En ese momento, el tío retrasado debía tener treinta años. Me sorprende que se parece muchísimo a mí.
Cada tanto recuerdo ese cantito espantoso que escuché la madrugada de la pesadilla. Lo que mi deformada memoria me trae es esta cancioncilla, con una letra absurda e imposible y susurrada con voz mongoloide: “colegial gial gial, colegial gial gial, ábreme la puerta para poder es – ca – par