miércoles, 31 de octubre de 2007

La caza del enano cretino

Como parece que se viene la época de caza del enano cretino, los medios se preparan para ofrecernos la información necesaria. Vemos al doctor Giménez hablando por canal dos: aparece él, vestido de blanco impecable, un sable corvo, una camilla y un enano negro. Nos comenta que hay un punto exacto, un poco por encima de la diminuta y deforme nuez de Adán, en el cual hay que hacer el golpe seco con el sable. “Hay que arrancar la cabeza de un solo sablazo”, nos dice, acompañando sus palabras con un movimiento de brazos muy parecido al de un jugador de golf. El movimiento se dirige, lenta pero gráficamente, hacia el cuello del cretino. El enano, dentro de su miserable perversidad, trata de apretar el cuellito de manera tal que no haya espacio entre su cabecita y sus hombritos, para que el sablazo dé un golpe fallido. El doctor Giménez entiende que esa resistencia es el signo más inequívoco de cretinismo. “Hay que persuadir al enano”, dice, después de dejar el sable a un costado, pero dentro del foco de la cámara. “Motu proprio, el enano no va a dejar que le arranquen la cabeza. Es tarea del cazador incentivarlo para que nos deje cuellito.” Haciendo gala de una especial didáctica (hasta los niños aprenden con el doctor Giménez), nos comenta cómo podemos engañar al enano cretino. “Hay que llevar una bolsa de caramelos de café”. El doctor saca una bolsita de uno de los bolsillos de su delantal y ofrece un caramelo al enano. Hasta ahora, el enano se ha quedado quietito, en la cabecera de la camilla, sin moverse ni pronunciar palabra, con un gesto de niño resentido. Pero, atraído por el señuelo, cambia de expresión. La muy limitada movilidad de sus facciones le dibujan algo parecido a una sonrisa. Respira con jadeos y da manotazos en el aire. El doctor no va a soltar un caramelo porque sí. El enano tiene que caminar o reptar de una punta de la camilla hacia la otra y, fundamentalmente, tiene que levantar la cabeza para dejar entrever su cogotito. Entonces puede ser que el doctor le dé el caramelo o le dé un sablazo. Hasta ahora no han matado a un enano cretino frente a las cámaras, pero pronto llegará el momento, si hace falta. “El enano cretino no tiene sangre”, dice el doctor Giménez. “Para que lo sepa la señora, que seguramente es impresionable: la decapitación de un enano cretino no mancha la alfombra. Por sus venas el enano tiene una sustancia pastosa muy parecida al dulce de leche. De modo que cortarle el cogote a un enano cretino es lo mismo que abrir una caja de ravioles o de alfajores”. La imagen se corta de pronto y aparece un niño con guardapolvos, exclamando con una voz adorable: “lo hacemos por el bien de ellos”. Rápidamente, la imagen vuelve al doctor, quien ahora sostiene al enano cretino de sus piernas, colgando como un chanchito. El enano patalea y chilla, pero el doctor Giménez, que es hombre de brazos largos, lo mantiene lejos de sus pataditas. “El enano cretino tiene problemas en los sobacos”, dice, señalando su sujeto. “Le crecen los pelos en forma desmedida. Esto conlleva grandes sufrimientos para él, y para la comunidad toda”. El doctor Giménez deja al enano nuevamente en la camilla y una enfermera le tapa la boca con una cinta adhesiva, para evitar que siga chillando.

Alguien desde el público quiere pedir excepciones. Hablan de dos enanos cretinos que, conscientes de su naturaleza malvada, se suicidaron o pidieron que los ejecutaran con un certero golpe en el cogote. La producción cuenta con fotos de estos cretinos y la multitud pide que las pongan al aire.

La imagen se corta bruscamente. Esta vez no aparece el niño adorable, sino un cartel que dice “defendamos los derechos del enano cretino”. Inmediatamente, en el mismo estudio donde estaba el doctor Giménez aparece la vocera de los derechos del cretino, una militante regordeta pro-cretina llamada Pascuala. “Repudiamos la actitud de Giménez y sus seguidores”, dice. “Nuestro lema es: incorpore a un enano cretino en su vida. Téngalo, déle de comer, sáquelo a pasear”. La producción (momentáneamente controlada bajo el mando de Pascuala) pone un video en el cual se muestra a varios enanos trabajando en circos, en minas de oro, en espectáculos televisivos y en promociones de juguetes. “El enano cretino también puede integrarse a la sociedad. No lo discriminemos”. Acto seguido, la producción coloca escenas de la película soñar, soñar, en las que aparece un enano talentoso, y varios filmes de Olmedo y Porcel en los cuales se ve el mismo enano (talentoso). De fondo, puede escucharse esos locos bajitos, del Nano Serrat. Sin embargo, la sensiblería no hace mella en el público del doctor Giménez. Los teléfonos comienzan a sonar y la gente llama y dice que cómo alguien puede usar un espacio en el aire para defender a los cretinos. La empresa de publicidad que auspicia los sables corvos cortacuellos anuncia que va a dejar de publicitar en el programa. Alguien del público pide que echen a Pascuala. La Producción corre tras Pascuala, la toman por los hombros y tironean de su cogote hasta que finalmente descubren que tiene un disfraz. Pascuala es un enano cretino, al igual que los seguidores de Pascuala. El doctor Giménez aparece nuevamente en cámara, y ya sin medir consecuencias revolea el sable corvo y corta cuellos, manos y estómagos de cretinos. Pedazos de dulce de leche salpican el lente de la cámara. El enano que encarnaba a la gorda Pascuala, doblemente mutilado: ya sin la cabeza del disfraz y sin su propia cabeza, dos veces desecho, queda a un costado de la camilla, moviendo ambas bocas en un curioso gimoteo post mortem. “El enano cretino es cretino en serio”, aclara el doctor Giménez, en una breve pausa en su gesta. Los enanos no oponen resistencia, excepto por esa leve intención de apretar el cuello, para que el golpe de sable no sea tan certero. “No hay enano cretino bueno, señora. Fíjese cómo estos enanos, llenos de odio y maldad, no me dejan que les arranque la cabeza”. Ahora al doctor Giménez se le suman algunas personas de la producción del programa, quienes con cuchillos y con palos rematan a los pocos enanos cretinos que quedan. “No, no, caballeros, no perdamos la calma”, dice Giménez. “Con sables corvos, y en el cuello. No golpeen en cualquier parte. No con palos, ni con cuchillos comunes. Esto tiene que hacerse de manera profiláctica, porque no queremos que ellos sufran. Aun cuando sepamos que se tienen bien merecido un poco de sufrimiento” Después de haber cortado a todos los enanos del estudio, la producción reúne los restos y el doctor, que es además un experto cirujano, toma aguja e hilo choricero y cose todas las partes entre sí y con los restos de todos los enanos forma un solo gran cuerpo de más o menos treinta brazos y treinta piernas. De fondo se escucha “todas las manos todas”. “Este año, la gran ronda de enanos muertos cosidos va a ser frente a la plaza. Señora, señor, mate su enano y tráigalo a canal 2 o llévelo a la iglesia más cercana a su barrio”. El programa termina con una aclaración del doctor Giménez: “Si trae un enano, colabore con algo de hilo choricero. Si trae al menos dos enanos muertos, cósalos entre sí para ahorrarnos trabajo”. El plan de trabajo que dicta la costumbre, y que el doctor Giménez propone es impecable: unir a todos los enanos cretinos muertos, dejarlos en la plaza principal para que se sequen durante un mes (para que, entre otras cosas, tenga tiempo de morir aquel enano cretino que todavía haya quedado con vida), luego agregarles sal y cortarles la pielcita en tiras para comerlos como charqui, o en rodajas como un gran matambre comunitario. Mientras aparecen los créditos del programa, se escucha de fondo la canción del cretino 1289, uno de los enanos redimidos, quien se ha hecho famoso por enfrentar su destino con entusiasmo y alegría, y que antes de ser ejecutado grabó la canción “quiero ser tu matambrito”.

jueves, 25 de octubre de 2007

Una imagen

Hace algunas semanas publiqué tres historias (aquí, aquí y aquí) cuyo tema era mi vida como discjockey.

Puesto que esta semana no tengo, ni tuve, ni tendré tiempo para escribir un relato, dejo una foto del equipo de sonido e iluminación que tantas alegrías y desazones me ha dado en la vida. La foto la tomé el sábado veinte de octubre.

Podría (y debería) explicar la historia de cada uno de los objetos que aparecen en esta imagen, pero no tengo tiempo. ¡No tengo tiempo! Aunque no me negaría a contar algo específico sobre este equipo, si alguien lo requiriese en los comentarios, pero (al contrario de lo que mienta la expresión "una imagen vale más que mil palabras") creo que una foto es algo tan despojado y enfrentado a los intereses de la narrativa, que quizás haya poco o nada para preguntar.

Muchas gracias y hasta la semana que viene.

domingo, 14 de octubre de 2007

La fonda desnuda

A veces es inevitable pararse frente al espejo y ver el rostro decrépito; la indecisa barba entrecana, la cabeza sin cabellos desamparada frente a un escuadrón irregular de sediciosas arrugas, los ojos bolsudos y abotagados, y esa expresión de gallinita acorralada que espera a la muerte con temor, resentimiento y resignación.

Allí mismo, sin esperar la lenta puñalada de los años, Ismael quiere tirarse dentro del cajón y ser enterrado. Si pudiera, se enterraría él mismo. No se atreve a matarse. No quiere matarse ni quiere que lo maten; preferiría evitar ese doloroso proceso: quiere ya estar muerto.

Pero mientras espera que la ya-muerte lo encuentre, se afeita, y luego desayuna con sobras de la noche anterior. Luego se dirige a la fonda, que está en la parte delantera de su enorme casa. Levanta la persiana y espera clientes.

Cuando la esposa de Ismael vivía, la fonda era un restaurante de barrio atendido por sus dueños que abría día y noche. Ahora que María ha muerto –o se fue de la casa-, Ismael vende especias, fiambre, conservas, fideos y harina al mediodía, y platos de comida rápida a la noche. Para la noche, contrata a dos personas que atienden las diez mesas y un ayudante de cocina que prepara las sopas y el plato de la semana.

Ismael toda su vida le había pegado a María.

Cuando la golpeaba, sentía furia, dolor y un profundo respeto. De hecho, los golpes en la carne enfofecida de su corpulenta concubina eran –según su interpretación- un ambiguo acto de casi justicia casi sagrada. Ismael evitaba golpearla en el local durante el mediodía. Pero por la noche, cuando venían a cenar los trasnochados borrachos de siempre, no ocultaba sus puñetazos frente a los escasos parroquianos que, incluso, llegaban a aplaudir el espectáculo de gratuita violencia marital.

Una noche, mientras apaleaba a María detrás del mostrador, sintió un violento y acongojado acceso de asco. Fue por eso que en ese mismo instante dejó de blandir el tizón; las manos se le aflojaron y cayó de rodillas, llorando, de cara a la heladera de los fiambres. María, me tenés que perdonar, gritaba enloquecido. Los clientes de la fonda levantaban la cabeza, relamiéndose a la espera de un espectáculo más perverso aun, pero no encontraban la figura amenazadora de Ismael, oculto tras la heladera mostrador. Sólo oían sus llantos estremecedores que ni el murmullo de los cubiertos ni el televisorcito podían disimular.

Esa noche, a Ismael le costó dormir. Sólo golpeó a su mujer una vez más, muy a la madrugada, pero aplicando lo que él, para sí mismo, llamaba “golpes-caricia”. Nunca supo si María interpretaba la caricia que acompañaba al tortazo. Eso (la indiferencia de María frente a sus tortuosas demostraciones de amor) lo enfurecía. Normalmente, se ponía tan bravo que alternaba golpes-caricia con golpes-justicia, para que ella notara la diferencia. Pero María siempre insistía en recalcar el componente doloroso, emitiendo quejidos ahogados y llantos silenciosos. Nunca un “yo también te amo”. Nunca un “qué bien impartís justicia”. Sólo ayes, y escuálidos grititos de dolor.
Sin embargo esa noche sólo hubo una pequeña sesión de golpes-caricia. Porque apenas comenzados los bifes, lo volvió a invadir el asco. Esta vez simplemente detuvo la batahola y, como estaba en la cama, se quedó dormido.

A la mañana siguiente, se levantó antes que su esposa y se miró al espejo. Ya tenía las espantosas admoniciones que lo revolverían algunos meses después al ver su rostro. Esa mañana descubrió que, junto con la vejez, se estaba ennegreciendo. Su piel, que siempre había sido de un hermoso blanco mate, se estaba volviendo oscura. “Necesito ayuda”, fue lo único que pensó.

Esa misma tarde dejó a María atendiendo el negocio y fue en busca de asistencia. Se dirigió a uno de esos centros para hombres golpeadores y, ante alguien que parecía ser un médico, en una oficinita, se puso a llorar desconsolado. Cuando terminó, dijo:
¿Alguna vez imaginó, doctor, darle un beso de lengua a un viejo? ¿Se vio a sí mismo durmiendo con un anciano de piernas flacas y aliento rancio? Yo todas las noches duermo con ese anciano y trago la saliva ardida de ese viejo. Si me tomo las manos, le estoy tocando las manos a un esquelético pelado. Si le hago el amor a mi esposa, estoy haciendo gozar a un viejo podrido. El paroxismo del asco es que me dé asco mi propio goce.

El médico –o quien Ismael pensaba que era médico- lo dejó hablar durante diez o veinte minutos. Sin embargo parecía impaciente detrás de su escritorio. Ismael, amigo - interrumpió- Usted no está haciendo nada malo. Yo también les pego a las mujeres. Le he pegado a todas las mujeres que pasaron por mi vida: mi madre, mis hermanas, mis hijas. Con mucho más derecho puedo pegarles a mis mujeres. Ninguna mujer es más mía que mi esposa. Le pegaría a cualquier hembra que me cruzo por la calle, pero en algún punto hay que parar. Usted no necesita dejar de pegar; usted necesita levantar su autoestima. Yo le recomiendo esta psicóloga

Ismael leyó el papel con la recomendación y se retiró diciendo “gracias”. Nunca fue a ver a la psicóloga. Por contrapartida, apenas puso un pie en la fonda zamarreó de los pelos a María y le pegó tanto, y le dio tanto asco, y le dio tanta furia que los golpes le produjeran asco que siguió pegándole más. Se sintió un imbécil por haber querido cambiar. Ahora no golpeaba con golpes-justicia; ahora eran golpes-odio, golpes-me-debiste-haber-avisado-que-golpearte-era-lo-correcto; golpes-hija-de-puta-por-qué-hiciste-que-tuviera-asco-de-golpearte.

Cuando terminaron los golpes ya había oscurecido y había que abrir la fonda. María se recobró de la paliza y, con el silencio, la sumisión y la indiferencia que la caracterizaba, se puso el delantal y salió a atender las mesas.

Esa noche (la noche en la que María iba a morir o iba a desaparecer), vino a cenar un jovencito escuálido que se acercó a Ismael y le dijo: María es mi mamá, pero usted no es mi padre.

Ismael trató de no reaccionar. Miró a María dispuesto a arreglar cuentas una vez más. No quería un diálogo; no quería explicaciones: quería un resarcimiento por la traición infinita que le estaba arrojando a la cara ese muchacho.

La noche transcurría con tensa calma.

Cuando el joven fue al baño, Ismael lo tomó del cabello y lo metió en uno de los cuartitos de la casa chorizo.

Dentro de la habitación mal iluminada estaba María completamente desnuda. Ismael apareció por una puertita interna, blandiendo una pala. A ver, pendejo pelotudo, pegale a tu madre. El muchacho temblaba y María miraba a Ismael con sumisión y desconcierto. Si no le pegás no ves nunca más el sol. El joven lloraba. Perdóneme- repetía. No quería ofenderlo. Estuve mucho tiempo decidiendo cómo decirle a María que es mi madre sin ofenderlo a usted.

Pero Ismael –repito- no quería explicaciones. Quería resarcimiento. Te callás y le pegás. El muchacho ensayó un golpecito blando y sin determinación. Con fuerza carajo, como un hombre. Otro golpe, más certero. María gimoteaba. Que no grite. Que no grite, carajo. Si grita, empezás de cero. María trató de contenerse. Ahora decime, pedacito de mierda, ¿Esta es tu madre? ¿Así la tratás a tu madre? Acá vas a aprender cómo somos en esta familia.

El joven intentó dar dos o tres golpes más. En un descuido, forcejeó con Ismael y le pudo sacar la pala que pendía amenazante sobre su cabeza. Ismael sintió un fuerte palazo en la nuca y se desvaneció.

Cuando despertó (un día después) en un hospital, le comunicaron que María –lamentablemente- había fallecido. Por suerte agarraron a ese pendejo antes de que te mate a vos también, le dijeron sus conocidos.

Por alguna razón, nunca le dijeron dónde habían enterrado a María. El joven no volvió a aparecer. Durante los primeros dos meses, Ismael creyó (o quiso creer) la historia que le contaron en el hospital, hasta que esta mañana entendió.

Hoy abre el local al mediodía. A la noche, siguiendo una mínima sospecha, saldrá a buscar a María porque sus puños necesitan descargar el amor y la justicia que han ido acumulando en este tiempo de su ausencia. Su amor y su justicia se han vuelto tan grandes, tan indomables, que los solos puños no bastan para contenerlo. Mientras espera que se acerque la noche, atiende a los pocos clientes que buscan harina o fiambre y prepara el arma con la que, luego de impartir justicia, se deshará para siempre de ese viejo asqueroso que duerme en su cama, que respira su mismo fétido aire y que traga su roñosa saliva.

jueves, 4 de octubre de 2007

Tercera historia: Las locas inundadas.


En octubre de 2005, el señor Nelson vino a mi casa para ultimar los detalles de la fiesta: su hija Jimena cumplía quince años. Festejaba el acontecimiento “en un salón de la calle San Lorenzo”, lugar que para mi era desconocido. “Es curioso”, le dije a Nelson, “después de quince años de trabajar en esto, todavía hay salones que no conozco”. “Lo que pasa”, aclaró Nelson para mi consternación, “es que ese lugar, antes de ser salón de fiestas, era la carnicería del Hospital Penna. De hecho, el salón está dentro del predio del hospital”.

El sábado cinco de noviembre de 2005 llamé a Manuel (mi fletero de confianza), cargué los equipos en la camioneta y nos dirigimos a la calle San Lorenzo al 2400. Cuando uno piensa en un salón de fiestas, por lo general puede dar una dirección precisa y fácil de ubicar. En este caso, había que ingresar al terreno del hospital; pasar por debajo de una gigantesca estructura abandonada; andar a campo traviesa hasta llegar a un puente (por encima del cual había un extraño pasillo techado y con vidrios rotos que no conduce a ningún lugar); doblar a la izquierda, pasar un par de casillas desmanteladas, seguir una débil huella de pasto entre dos construcciones destruidas y, finalmente, doblar una vez más a la izquierda. El recorrido –similar al paseo turístico por las ruinas de una ciudad bombardeada- se corta abruptamente ante la presencia de un alambrado. Detrás del alambrado, hay una enorme estructura estilo inglés colonial, sobre cuya puerta tiene un cartel escrito en letras desparejas: salon de fiesta y sentro cultural. Al costado del salón, se ve imponente la figura de un edificio abandonado, oscuro y ciego, con los vidrios rotos y las paredes cubiertas de moho. En ese edificio estaba el loquero del hospital, me informó Manuel, el fletero.

Mientras descargábamos el equipo (lo más raudamente posible, porque el cielo amenazaba con una tormenta titánica), Manuel me contaba la historia de esos edificios arruinados. Todo esto es la parte vieja del hospital. Ahí – dijo señalando el pasillo techado que no conducía a ningún lugar- quisieron hacer una conexión entre la parte vieja y la parte nueva. Pero se les acabó la guita, y quedó todo a medio hacer. De noche, estos lugares se llenan de gente sin hogar que viene a dormir, y vaguitos de la villa que se juntan para darse con paco y chupar.

Una vez que descargamos el equipo, había que subir un par de escaleras y recién luego llegábamos al salón. Si es que a eso se lo podía llamar salón. En realidad, se trataba de un pasillo ancho en medio de dos pasillos angostos flanqueados por una escalera. La pobre gente de la fiesta había colocado mesas en cualquier parte de ese irregular ambiente, y me habían dejado un lugarcito para armar el equipo. Las paredes del lugar estaban enfundadas con azulejos rotos. Me llamó la atención unos caños gruesos, mugrientos y telarañosos que sobresalían del cielo raso, lo que le daba al improvisado salón el aspecto de un submarino herrumbrado o una caldera infernal. Allí se respiraba un olor ácido y nauseabundo. No pude dejar de recordar que eso había sido una carnicería, y asocié que el olor sería el de la carne fenecida y fermentada impregnando los azulejos para siempre. El tufo perpetuo de muchas vacas dejando las huellas de su agonía. La iluminación del lugar (de los pasillos y de las escaleras) consistía en foquitos colgantes de luz miserable. En el fondo, el pasillo desembocaba en la cocina y, al principio del largo laberinto de escaleras, estaban los baños.

Una vez que descargué el equipo, comencé a armarlo. En ese ínterin se largó a llover intensamente. Con relámpagos y truenos. Del cielo raso decrépito empezaban a caer hilos de agua; goteras groseras que inundaban el piso y malograban los manteles de las mesas. Traé los baldes, Mirta, le dijo Nelson a su esposa. Al instante, en medio del violento quejido de las chapas golpeadas por la lluvia, el salón se llenó de palanganas y latas de pintura vacías. Por suerte, en mi rincón no había filtraciones ni peligros de mojadura.

Permítanme adelantar rápidamente las descripciones en este tramo. La lluvia se detuvo, terminé de armar el equipo, llegaron los invitados (unas ochenta personas), Jimena entró al salón. Etcétera, etcétera. Ahora detengamos la película.

Me invitaron a cenar a una mesa dispuesta para mí, el fotógrafo y el filmador. En medio de la charla con ellos, me revelaron algo aun más tétrico de lo que yo sabía: ese lugar en el que estábamos no había sido carnicería. Había sido la morgue del hospital. “Fijate bajando esa escalera”, dijo el filmador señalando hacia la cocina. Disimuladamente, me levanté de mi silla y miré. Entre la cocina y el salón, había una larguísima escalera antigua que iba hacia abajo y se perdía en la oscuridad. Como si se adentrara bajo tierra. La entrada a la escalera estaba mal tapiada por unos tablones pequeños. ¿Sabés lo que hay allá abajo? Preguntó el fotógrafo con aire de complicidad, allá están las máquinas que usaban los forenses para seccionar los cadáveres. Hay un salón inmenso, bajo tierra, oscuro, lleno de artefactos enormes oxidados. No se puede bajar porque todo eso está inundado. De hecho, todo este edificio se está hundiendo.

Terminamos de cenar y puse el vals de los quince años. La lluvia volvió a desatarse rabiosa. Mientras bailaban los compases de Tiempo de Vals, de Chayanne, se cortó la luz.

Cuando en medio de una fiesta se corta la luz, tanto los invitados como yo nos quedamos absortos unos segundos, sin entender. Esta vez, el corte de luz coincidió con un relámpago fulminante seguido de un trueno. Los invitados, repuestos de la confusión, siguieron a oscuras la pantomima del vals acompañados por la música del aguacero sobre las chapas, esquivando los charcos de goteras prominentes. En ese momento, tuve el temor de que la lluvia terminara de hundir el edificio. O, peor, que inundara por completo el piso subterráneo y, por la escalera tapiada, comenzaran a brotar las máquinas muertas y los huesos seccionados de los muertos acompañados por un líquido negro, espeso y borboteante.

Las horas pasaron entre gritos de entusiasmo y enojo, velas, baldes de agua y el repiqueteo de la lluvia atronadora. A eso de las tres de la mañana, cuando la fiesta ya estaba totalmente arruinada, dejó de llover. La luz no volvía, pero por lo menos el salón no iba seguir convertido en una sopa. En ese descanso aprovecharon para cantar el feliz cumpleaños a capella y cortar la torta.

Mi trabajo estaba siendo muy sencillo: sólo aguardar hasta que volviera la luz. Por eso, mientras los invitados se sacaban fotos diabólicas a la luz de las velas, yo decidí dar un pequeño paseo por el laberinto de pasillos y escaleras. De inmediato advertí un sonido sutil que antes, con el clamor de la lluvia, había pasado desapercibido. El sonido era una profusión de desgarrados gritos femeninos, entrecortados. A medida que me acercaba adonde debía estar el baño de caballeros (y, por lo tanto, cuando más me alejaba de la gente y de la tenue luz de las velas), los gritos se hacían más claros. Eran gemidos. Gemidos que provenían de afuera. De algún lugar no muy lejano, quizás de los edificios abandonados.

Entré al baño a hacer pis en la oscuridad, me miré en el espejo ciego y volví al salón. Los gemidos se apaciguaron hasta hacerme creer que nunca los había oído.

La tormenta se desató una vez más, ahogando la precaria alegría del feliz cumpleaños, fagocitando con sus truenos y relámpagos cualquier esperanza de salvar la noche. La monotonía del agua siguió hasta las seis de la mañana, cuando por fin amaneció entre nubarrones sucios, pies mojados y barro. Nelson se acercó a pagarme. "Qué noche de mierda, la puta que los parió", dijo con tristeza. "Mi hija quería una fiesta inolvidable. La tuvo nomás". Llamé al taxiflet y me fui, apurando el trámite de cargar los equipos en la camioneta porque, una vez más, la lluvia parecía inminente.

Cuando volvíamos, le conté al fletero Manuel la espantosa noche que había tenido. Le hablé de los extraños e incongruentes gemidos. "Ah", dijo, quizás para intranquilizarme del todo, "lo que pasa es que al lado del loquero abandonado, funciona el pabellón de las locas. Es un edificio viejo y hecho mierda. Seguro que, con la lluvia y el corte de luz, se les inundó todo y estaban a los gritos."

"¿Cómo sabés tanto sobre el hospital, Manuel?", le pregunté."Lo que pasa es que yo estuve internado tres meses en el loquero. -contestó como restándole importancia- Fue por un error . Yo nunca le había levantado la mano a mi hijo, pero bueno, vos viste..."

Tragué saliva pensando cómo iba a continuar esa charla. Por suerte, el monólogo se interrumpió por la ensordecida y oportuna lluvia.

Después de largos minutos en silencio, andando por calles casi invisibles y escuchando la lluvia golpeando el capot, Manuel se echó a reír con fuerza. Dijo: "Por ahí gritaban porque se estaban ahogando las muy pelotudas."