martes, 27 de diciembre de 2011

Los regalos viejos


Cuando mi hija cumplió tres meses de vida, alguien anónimo le envió una encomienda. Se trataba de un grueso sobre de tela color sepia, cruzado con una cinta roja y sellado con lacre. Tenía olor a madera de pino y daba la impresión de que había sido preparado décadas atrás. La cinta roja estaba un poco raída y sucia, y parte del lacre se había quebrado. Lo recibí creyendo que se trataba de un curioso error postal. Sin embargo, estaba escrito allí el nombre de mi hija, Isabella Mux, entre caracteres de alguna lengua asiática para mí desconocida. La impresión del nombre de mi hija en el anverso del sobre me causó una sensación paradojal: los caracteres, escritos con una máquina de escribir, parecían haber sido tipiados hacía mucho tiempo.  Como si alguien, en un lugar lejano y desconocido, cuatro o cinco lustros atrás, hubiera predicho que Irma y yo íbamos a tener una hija a la que bautizaríamos Isabella.
El intrigante paquete contenía un papel de pasta gruesa, plegado, con una sucesión de dibujos en tinta negra. La sucesión mostraba el desarrollo de una especie de criatura abisal, con cuerpo vagamente indefinido y algo parecido a un tentáculo. En el primer dibujo el animal sólo era una delgada película, y en el último se veía robusta, viscosa y amenazadora. En los tramos finales de la secuencia, la criatura tenía unos ojos prominentes, serenos y acechantes, que estaban resaltados con una pintura de color dorado. El dibujo tenía en su parte superior una plastificación amarillenta y resquebrajada. Eso era todo.
Cuando un suceso extraño como este ocurre de manera aislada, su destino es convertirse en una curiosa anécdota sin mayor relevancia. Traté de averiguar el significado de los caracteres del sobre únicamente con ayuda de internet y sin someterlos a un peritaje serio. Pude descifrar algunos símbolos y con ellos construir partes de palabras, que –según me pareció- estaban escritas en alguna variedad del bielorruso antiguo, o quizás alguna lengua eslava anterior. A decir verdad, tuve la sensación de estar aventurándome en un territorio fatigoso y con poca probabilidad de obtener resultados. Por eso, después de un par de horas de averiguaciones virtuales, guardé el sobre y los dibujos en el altillo. Cada tanto, en reuniones familiares, lo sacaba y contaba la anécdota.
Isabella siguió creciendo. Un tiempo después llegó otro sobre. Esta vez, no contenía más que un sachet con algunas motas de polvo rosado. El envío, una vez más, parecía preparado hacía mucho tiempo. El polvo del sobre estaba parcialmente endurecido y el polietileno del sachet algo cuarteado. Irma y yo no pudimos evitar la sorpresa aun mayor: el sobre llegó un día antes de que Isabella cumpliera un año. La llegada de este segundo paquete avivó una rara inquietud. Ya era evidente que, quien estuviera realizando estos envíos, lo hacía de manera metódica y con un propósito definido. Nos pusimos a averiguar con cierta seriedad de qué se trataba, y sólo supimos que la carga provenía de la península de Taimir, en la inhóspita zona norte de Siberia. Los caracteres (según un conocido que sabía algo del idioma) eran de una variedad de ruso antiguo, y sólo formaban palabras de cortesía, parcialmente traducibles como “Nos es grato enviarle a su hija, Isabella Mux, un presente”. Como se trataba de una variedad antigua de un dialecto local, había dudas acerca de la correcta interpretación de esas pocas palabras, pero –según me explicaba el conocido- no contenía ningún mensaje especial. Los paquetes no estaban firmados, aunque sí decían el lugar de procedencia.
¿Qué podía hacer con ese polvito rosado? Una opción era someterlo a algún serio análisis de composición química. La otra, más modesta y más acorde con mi pereza, era abrirlo, olerlo y quizás probarlo. Eso último es lo que hice. Cuando lo abrí, noté que tenía un fuerte olor a cereza. Irma probó una pizca y me dio el dictamen: era gelatina. Alguien, desde una misteriosa y glacial lejanía,  le estaba enviando a nuestra hija un sobrecito de gelatina que estaba preparado desde hacía décadas.  
Aunque seguimos averiguando, nuestras pocas pistas se fueron mezclando y apagando. Dimos con el empaque de aduana que trasladó los sobres; nos dieron los números de contenedor en el que viajaron. Supimos que ambos sobres siguieron una ruta tortuosa, desde Taimir, pasando por Europa del este, Grecia, Italia, luego el mar mediterráneo, el océano atlántico, escalas en Brasilia y Montevideo, y finalmente en el puerto de Buenos Aires. Esos datos precisos, sin embargo, no revelaron un ápice el propósito de los sobres. Guardamos en un cajón la gelatina junto con la secuencia de dibujos. Irma supuso que esos dos presentes formaban parte de algo mayor, y que pronto nos llegarían más sobres.
No se equivocó. Cuando Isabella cumplió dos años, llegó el tercer sobre. Era un poco más pequeño que los anteriores y contenía un empaque de nylon con una especie de hoja disecada y casi transparente, apretujada como el tabaco. Traté de separar algunas hojitas, pero parecían pegadas entre sí.  Una vez más, el sobre contenía los caracteres ya repetidos en los dos anteriores, esos caracteres cuya interpretación era “Nos es grato enviarle a su hija, Isabella Mux, un presente”.
Hace un par de meses, Isabella cumplió tres años. Nos preparamos para recibir otro sobre, pero no hubo noticias. Ya nos habíamos habituado a los extraños regalos, y en cierto modo nos reconfortaba que alguien (o algo), en otra parte del mundo, pensara en nuestra hija de un modo anómalo y fantástico, a la manera como piensan los extranjeros que habitan tierras indómitas. Incluso cultivamos esa estúpida fantasía burguesa de creer que, quizás, teníamos parientes millonarios en Rusia.
Pero no hubo otro sobre. Sólo una curiosidad: una colega de mi mujer, experta en idiomas, tradujo la palabra “presente” por “devolución”. Con lo cual la frase quedaba: “Nos es grato devolverle a su hija, Isabella Mux, algo que es de ella”
Hasta que, ayer, en navidad, Isabella me preguntó dónde estaban los otros regalos.
- ¿Qué otros regalos, hija?
- Los otros – respondió con insistencia y cierto enojo.
Papá Noel ya le había traído un muñeco, un vestido con alas, algunos libros, una valija de doctora y un rompecabezas. No había otros regalos. 
- Los regalos viejos.
Irma y yo la miramos divertidos y un poco preocupados. “Los regalos viejos”, repetía. Nuestra hija nos pedía lo que era suyo y habíamos mantenido en un cajón del altillo.
Cuando Isabella vio uno de los sobres (el que contenía las hojas apiñadas) se alegró mucho, como si le estuvieran devolviendo algo muy querido. Como si lo hubiera perdido décadas atrás. Con los sobres en sus manos, se acercó corriendo a la pileta Pelopincho y arrojó al agua la gelatina rosada y las hojas secas que le habían enviado años atrás.
Ayer, en navidad, el agua de la pileta comenzó a ponerse de un color musgo. Las hojas secas se hidrataron y quizás no eran hojas sueltas, sino una única estructura, quizás un animal, que había estado disecado durante décadas. Por ahora casi no se mueve y es sólo una pequeña masa carnosa de color pardo en el fondo de la pileta, pero con las horas está ganando volumen lentamente. Todavía no sé cuál es la relación que une a ese ser con mi hija, pero no podemos dejar de conmovernos al escuchar con qué ternura le habla ella, nuestra hija de tres años, en un idioma totalmente desconocido. Cada tanto Isabella se dirige a Irma o a mí, y nos cuenta sus viajes por el espacio blanco volando con su druki, o la cena de viejos barbudos con los drusiaj de su druki, o incluso el momento en el que arrojaron al agua a las padruschkas de sus drusiaj. Cada tanto, también, el agua de la pileta se estremece lentamente y se escucha un gorjeo gutural.
Dentro de un rato, cuando Isabella duerma la siesta, vamos a vaciar la pileta y dejaremos que la criatura se seque al sol. Luego voy a quemarla y, si se resiste, la atravesaré con un fierro con punta y le pegaré dos o tres tiros. Todavía no lo he decidido del todo, pero la irregular agitación del agua y el tentáculo anhelante que parece escaparse de la pileta, que chapotea con ternura, que hace feliz a mi hija en un incógnito  idioma, no tiene espacio en la desvencijada estantería de mi cordura.
He sospechado dos cosas:
La primera, más obvia y fácil de descartar: mi hija vivió alguna de sus vidas pasadas en Taimir y simplemente alguien le fue enviando sus pertenencias. Al menos, así se puede deducir de la última interpretación de la escritura en ruso. La descarto porque, simplemente, no creo en vidas pasadas.
La segunda, no menos especulativa, pero que no necesita invocar almas que cambian de cuerpo.
Dicen que en el vientre de su madre, los fetos de apenas pocas semanas ya tienen una plena conciencia de su vida. Sólo que su conciencia no está volcada hacia nuestro mundo, sino hacia otro, lleno de criaturas inimaginables. Criaturas que no existen pensadas por un ser que todavía no nació. El vientre materno es el punto de conexión entre este mundo y ese otro. Quizás mi hija trabó una gran amistad intrauterina con ese monstruoso animal que habitaba los aires y los mares de una fantástica e imposible Rusia antigua. Quizás los sobres no venían de un Taimir actual, sino del arcaico Taimir que Isabella conoció mientras estaba en el tibio útero de Irma. Quizás abrió, sin querer, un portal desde donde se colarán más seres como esa criatura abisal que ahora chapotea en la Pelopincho. Seres que retrotraerán a mi hija a su etapa prenatal, a su ya imposible vida dentro de la placenta; a un tiempo y lugar perfectos donde todavía el paraíso no se había perdido.
Ahora, en unos minutos, cuando Isabella duerma la siesta, le arrancaré para siempre la ilusión de una amistad imposible con un ser que es producto de la mente alucinada de una niña todavía no nacida.