martes, 24 de julio de 2007

¡No puede ser! (repítase cuatro veces)

El 11 de septiembre de 1998, a la madrugada, descubrí, a través de un intrincado vericueto, que soy peor que un asesino, que un violador, que un estafador y que un necio. Todos ellos juntos

Que el lector no se engañe: los dos sucesos horribles que voy a contar ahora, son sólo el preludio del tercero, mucho más nefasto e incomprensible. El tercer suceso fue la inesperada respuesta que di a la capciosa pregunta cómo reaccionarías en una situación límite. Sobre todo, si la situación límite la está viviendo otro. Espero que los lectores me juzguen con mucha menos piedad con la que yo mismo me juzgué durante estos años.

1. El primer suceso.

La noche del 10 de septiembre de 1998 mi amigo Daniel cumplía años. Como sus padres habían viajado -dejándole la enorme casa para hacer lo que quisiera- y él era afecto a las grandes fiestas, montamos un complejo equipo de iluminación y sonido para que cada habitación se convirtiera en una pista de baile. Daniel, un par de amigos y yo estuvimos toda la tarde preparando la ambientación y comprando el alcohol. Porque en la fiesta sólo iba a haber bebidas alcohólicas y baile: ni un canapé, ni una torta con velitas, ni un vaso de Coca Cola.

Debo aclarar que el año 1998 fue el más horrible de mi vida. Después de esa noche entendí que había llegado al fondo del espanto. Durante ese año pasaba largas horas con Daniel y sus amigos, entre asados y juegos de mesa. Ninguno de los nosotros trabajaba y casi no estudiábamos; nuestra vida se había convertido en una sucesión de pasatiempos egoístas, insomnios compartidos con TEG, videojuegos, truco y cervezas heladas. La noche y el día eran idénticos; comíamos a cualquier hora y nos escapábamos de toda posible obligación familiar o laboral. En mi recuerdo, todos los días de ese año fueron grises, fríos, llenos de ansiedad y tensa monotonía.

Los amigos de Daniel no eran amigos míos. Ese es un punto importante del relato. Los amigos de Daniel eran personas violentas, con oscuras aficiones, con vidas que tambaleaban entre el delito y la locura, que aparecían una tarde o una noche agitados y con mirada perdida, como si estuvieran escapando de algo. Muchos de ellos no tenían nombre; se los conocía por apodos de connotaciones inciertas. Se asomaban sin previo aviso por la puerta del quincho, se llenaban el estómago de alcohol y se tiraban sobre un sillón a roncar. Recuerdo puntualmente un hecho de ese año: un asado en el quincho de la gigantesca casa de Daniel, mientras tres o cuatro sus amigos se trenzaban en una discusión ruidosa y sin sentido acerca de la belleza de los travestis. En ese momento El Tucumano encontró divertido arrojar cuchillos y tenedores a los polemistas, poniendo fin a la charla e inaugurando una peligrosa velada de risas beodas con proyectiles. Me escondí debajo de la mesa y salí del quincho, parapetándome con las sillas. La diversión terminó cuando a uno de ellos se le quemó un ojo por porque le habían lanzado una enorme brasa. Quisieron apagar la brasa –que había quedado incrustada en su rostro- con un vaso de cerveza.

Pero claro, todavía no podía saber que yo era peor que todos ellos.

La noche del 10 de septiembre los invitados llegaron a las 23 horas. Inesperadamente fue una fiesta muy tranquila. Como la música ocupaba casi todos los rincones de la casa, y había mujeres desconocidas, los vándalos infernales no encontraron ocasión para volverse violentos ni para armar absurdas discusiones. Eso sí: una hora después habían tomado tal profusión y variedad de bebidas que muchos de ellos estaban tirados, casi inmóviles, en el único lugar de la casa silencioso y bien iluminado: la cocina.

Eran seis o siete, sentaditos panza arriba, desafiándose unos a otros para ver quién se ponía de pie y sacaba otra cerveza de la heladera. El silencio no podía durar mucho; fue cuestión de segundos para que comenzara una conversación sobre travestis, chistes negros o armas. Alex comentó que se había comprado un arma nueva. Quinco le pidió que se la mostrara. Alex la fue a buscar al auto. Lo que sigue el lector lo puede imaginar, pero vamos a reconstruirlo no sólo de acuerdo a cómo me lo contaron, sino también de acuerdo a lo que pude presenciar.

El arma estaba descargada. Este dato es importante; no tenía bala en la recámara ni nada de eso. Quinco la miró y se la pasó a los otros. Después de pasar de mano en mano, volvió a su dueño y él la dejó colgada en un perchero. Todo esto me lo contaron después.

En algún momento fui al baño que estaba al lado de la cocina. Mientras me lavaba las manos escuché una pequeña explosión, como un chasquido metálico. Después de eso, gritos desgarrados. “¿Están jugando con petardos?”, pensé.

Cuando salí del baño, un muchacho (¿Será posible? No recuerdo su apodo, ni su rostro) que no pertenecía a ese grupo, que había entrado por casualidad a la cocina, que nada más llegó a la fiesta para acompañar a su hermana, estaba tirado en el piso con su cabeza reventada contra el horno. Sólo retuve una fugaz e increíble imagen: Quinco gimiendo con el arma entre sus manos, frente a este chico-sin-nombre y sin cabeza; rodeado de pústulas blancas –seguramente cerebro- desperdigadas por la cocina como un licuado de banana hecho con la licuadora destapada.

Después de eso, la música se detuvo y comenzó un periplo de gritos, llamados telefónicos y llantos desesperados. Mientras Daniel, enfurecido, rompía los adornos de la casa gritando “te dije que no trajeras armas acá, pelotudo”, El Tucumano trataba de reanimar a quien estaba evidentemente muerto. Quinco, por otra parte, tomó de un tirón tres litros de vino, para que cobrara fuerza la hipótesis (después corroborada) de un accidente entre borrachos.

Lo peor de esta historia todavía no había ocurrido.

2. El segundo suceso.

Un par de horas después todos estábamos en la comisaría, esperando para declarar. La casa se cerró abruptamente; fajaron la zona y la policía forense dictó el acta de defunción de la víctima. Esta víctima de la que no puedo recordar su nombre; a quien yo había visto sólo dos o tres veces antes de la fiesta por visitas ocasionales y breves. Llamémoslo R.

Ahora venía el proceso más delicado. Quizás lo peor: avisarle a los padres de R que su hijo de veintidós años había muerto en una inocente fiesta de cumpleaños. Después, claro, descubriríamos que eso tampoco era lo más malo que podía pasar.

Mientras esperábamos para declarar, aparecieron los padres. A nosotros, los testigos e invitados de la fiesta, nos habían puesto en una especie de pasillo con butacas. Por ahí, por ese pasillo, venían desfilando ambos padres, avejentados, desalentados, con la certeza de que un llamado de la policía a la madrugada no era buena señal. Nos miraban y no hacían preguntas. Supongo que nuestro rostro delataba una tragedia. El comisario los hizo pasar y los atendió en una sala a puerta cerrada, tratando de simular cierta flema, cierto aire de “todo está bien”. A pesar de la puerta, escuchábamos todo. El padre comenzó a gritar: “¿Para qué nos llamaron? ¿Qué le pasó a mi hijo?”. El comisario no pudo decir palabras más desatinadas: “Cálmese, señor. Ahora está viniendo un psicólogo y le va a explicar”. Si hacía falta un psicólogo, había ocurrido algo terrible. La madre de R se puso a llorar dando alaridos. El comisario bajó el volumen de la voz, pero todavía podíamos oírlo a través de la puerta vidriada: su hijo murió. En ese momento el padre repitió a los gritos (esto no lo olvido) “No puede ser. No puede ser. No puede ser. No puede ser”. Cuatro veces. Su hijo murió de un disparo. “Ay, un disparo”, dijo la madre.

Para muchos de los presentes, eso fue lo más horrible que les pasó en la vida: presenciar cuando a otro le dan una noticia malísima. Peor incluso que perder a un amigo; peor que ver el cadáver con el cerebro destruido. Peor que haber traído un arma a la fiesta.

Pero en verdad, todo lo que pasaba fue empequeñecido por mi intervención.

3. El tercer suceso.

Cuando el padre repitió “No puede ser”, comencé a reírme. Al tercer “no puede ser” me doblaba de la risa; el cuarto “no puede ser” fue el colmo; fue un paroxismo incontenible. Y, el “ay, un disparo” de la madre fue la frutilla del postre. Creo que nunca (o casi nunca) me reí tanto como en ese momento. Me salían las lágrimas. Los padres de R salieron de la salita, destruidos por la noticia, con paso lento y cansado. Yo tuve que contenerme, pero no pude. Me di vuelta, simulando un llanto repentino, pero para todos quedó bien claro que a mí me ocurría otra cosa. No sé si los padres se dieron cuenta; de todos modos se habrán enterado por terceros de mi infinita maldad.

4. Después.

Han pasado unos cuantos años de este fatídico cumpleaños. Ninguno de los integrantes de ese nefasto grupo volvió a reunirse ni siquiera para un partido de truco. A Daniel lo seguí viendo un tiempo; quizás fue el único que no se vio tan afectado.

Recalco esto: quizás fue el único que no se vio tan afectado por mi actitud.

Porque del accidente, de la muerte, del arma en la fiesta; de todo eso se hizo un duelo colectivo que, aunque no sea equivalente a sanar una herida, con el paso del tiempo deja de hacer ruido. Sin embargo, cuando recuerdan de lo que yo fui capaz, sienten una indignación y un dolor incontenibles. Sé que muchos de ellos querrían que yo hubiese sido el muerto. Sé que su desprecio para conmigo se agiganta con los años, aunque (absurdamente) disminuya el odio que sienten por quien introdujo un arma en la fiesta. Mi risa fue más humillante que una bala.

Durante largo tiempo me arrepentí de esa actitud; me convencí incluso de que esa fue una muestra gratis de toda la maldad que llevo dentro, pero que, en una circunstancia parecida, iba a saber controlarme.

Me equivoqué.

Ayer mi esposa tuvo que operarse del pie. Una operación sencilla.

Mientras yo estaba en sala de espera, aguardando los detalles de la operación, los enfermeros salieron corriendo del quirófano. Empujaban una camilla. En la camilla, había un chico de siete u ocho años que gritaba horrorizado. La madre corría junto a los enfermeros, llorando y acariciando al chico.

Y una vez más me tenté.

Al poco rato, otros enfermeros que venían en dirección contraria bajaban a un muerto. Los familiares venían gimiendo de una manera bastante aterradora.

No hace falta que repita cuál fue mi reacción.

Ahora que soy más grande, que soy un adulto con responsabilidades, con una vida aparentemente encaminada, sigo guardando en mí al bufón más despreciable; al horrible agorero que se mofa de la desgracia ajena. Que espera lo peor de los demás para mostrar su desprecio.

Por favor, no tengan piedad de mi.

lunes, 16 de julio de 2007

Atavismos del futuro (2)


[Este texto es la continuación de "Atavismos del futuro"; no es del todo inteligible si previamente no se leyó el anterior]

Segunda parte: el master pávico

Durante el siglo veintitrés, la tecnología cibernética se hace cada vez más precisa y más pequeña. Los microbots son como pequeñas e invisibles plagas de insectos (insectos artificiales, insectos de metal) que vuelan en el aire. A principios del siglo veintitrés, esos microbots tienen el tamaño de un cuanto de materia y ya no necesariamente están controlados por un ordenador. De hecho, se reproducen por sí mismos. Son más pequeños que un átomo. Y pueden combinarse para formar casi cualquier cuerpo: pueden configurar la estructura del átomo de oxígeno y convertirse en aire respirable. Pueden convertirse en cafetera, en mujer sensual o en un clon del planeta Júpiter. Si un ordenador los induce a combinarse de determinada manera, ellos lo hacen. Algunos robots ingenieros pueden, con su voz, obligarlos a obedecer y acomodarse de una u otra forma. De esa manera, un ingeniero puede pedirle a una serie de microbots que se conviertan en un implante para tu cerebro. Así, gracias a las vibraciones que induce un robot ingeniero, tendrás un cerebro implantado formado por una miríada de microbots. Sencillo, ¿verdad?


Supongamos que ya tienes todo lo necesariao para la visión polaroide: los explantes y los implantes. ¿Qué ves? Ves todo en un ángulo de trescientos sesenta grados. Ves detrás de tu cabeza, ves tu cabeza, ves lo que ven tus ojos y ves lo que ven miles de ojos a cientos de kilómetros por encima de tu cabeza.
Tu visión polaroide se coordinará con la visión de un satélite omnisciente. El satélite es una cámara consciente que ve todo lo que ocurre en la superficie de la Tierra y todo lo que ocurre en el sistema solar y en el sistema de Próxima Centauri. Tendrás la visión simultánea de todo aquello a lo que la cámara tiene acceso. Es como ver a la vez todos los canales de cable, desde la perspectiva de todos y cada uno de los actores de cada filme o documental, y desde todos los ángulos posibles. Es un áleph que te muestra lo que ocurre en simultáneo. Lo que ves –todo lo que es posible ver- lo ven todos los hombres, todos los robots, todos los ingenieros, todos los ordenadores fijos y todos los proto.


Ahora te voy a contar algo sobre la naturaleza de la luz.


Estás acostumbrado a que la luz tenga una fuente. En tu época, los objetos son iluminados por lámparas o por el sol. En el año 2250, si tienes visión polaroide, los mismos microbots te inducen una imagen mental de los objetos que te rodean, aun en plena oscuridad. Ni siquiera te hace falta abrir los ojos; en uno de los cerebros artificiales que te habrá implantado el ingeniero cuántico, tendrás almacenada toda la información de las cosas que te rodean, con una vivacidad y detalle que superan millones de veces a la de tus ojos actuales. Tendrás la sensación de que las cosas son iridiscentes; es decir: emiten su propia luz. Todos los objetos del mundo y de fuera de él, están iluminados desde todos los ángulos posibles. Incluso en su estructura microscópica. Lo que debes hacer, en todo caso, es pensar las imágenes que están alojadas en tu cerebro artificial y ya lo estás viendo. ¿Quieres encontrarte con un amigo y deseas saber si él está en Marte? No debes llamarlo; busca en tu cerebro implantado, trata de localizar la imagen de tu amigo y verás si está allí o no. Los descubrimientos y las búsquedas no se hacen a través de sistemas explantados, sino a través del escudriñamiento del propio cerebro. Si quieres conocer París, por ejemplo, la imagen de la torre Eiffel que tienes alojada en tu mente es mucho más perfecta que el hecho de estar allí observando la torre. El turismo consiste en un turismo mental: te sientas y buscas en tu mente cómo es tal o cual lugar.
Ahora bien, Jorge Mux. En el año 2007 llevas ese nombre y esa identidad, pero siempre tuviste la sospecha de que algo extraño ocurría en tu cabeza.


Debes saber algo: el yo que serás tú en el año 2253, no es este yo que es en el año 2007. Serás otro yo, muy superior a ese. Muy superior a cualquier yo humano. Serás este yo que te está hablando. En cierto modo, esta información es redundante, porque estoy hablando conmigo mismo.

Te dije que los masterbots pueden inducir a la materia para que cobre una determinada forma. Te dije que estos masterbots pueden, gracias a un tipo especial de vibraciones, generar átomos y estructuras a partir de los cuantos.
Pues bien: uno de estos masterbots combinó los cuantos de materia de una manera como jamás se había hecho. Inventó nuevos tipos de materia: los pavios.
Los pavios son una nueva generación de entes. No tienen estructura atómica y no se comportan como los objetos materiales. De hecho, como se encuentran a frecuencias muy diferentes de cualquier objeto, pueden atravesarlos como si fueran fantasmas. Pueden romper el tiempo y el espacio, porque no están sometidos a sus leyes. El pavio no ocupa espacio, pero está en todas partes. No se modifica con el tiempo, pero está en todos los tiempos. No tiene colores, no posee una forma física determinada (una forma clásicamente física); es una sustancia etérea que navega en una especie de para- universo.

El pavio nació gracias a que un masterbot indujo vibración en los cuantos. Lo que nosotros hemos construido es un masterbot pávico: un ser que pueda redireccionar al pavio y convertirlo en otro tipo de materia, muy superior al pavio y al átomo.

Ese masterbot pávico, señor Jorge Mux, eres tú.

Un masterbot pávico no está atado al tiempo o al espacio, pero se manifiesta en algún tiempo y en algún espacio determinados. El momento y lugar en que nuestro masterbot pávico decidió manifestarse fue en tu persona, Jorge Mux. Es decir, entre el 31 de enero de 1974 –tu fecha de nacimiento- y el 16 de septiembre de 2031 –tu fecha de defunción.

Cada pensamiento, cada movimiento, cada cosa que haces en tu vida, genera una vibración cuántica en el futuro; una vibración que está en consonancia con el pavio. Todo en tu vida tiene significado; toda tu existencia es un código transuniversal.
Por eso te estoy contando esto: porque, al enterarte de lo que provocas en el futuro, te estoy induciendo a que provoques aun más cosas. Te estoy induciendo a que provoques determinadas cosas, porque yo sé lo que vas a hacer cuando te enteres de esto.

¿Para qué te hablé del futuro, si morirás de cáncer en el año 2031?

Bien, tú, como masterbot pávico te volverás a manifestar en el año 2253. En ese año, aparecerás siendo Jorge Mux, ya adulto, como si vinieras de la nada, pero con todos los recuerdos y la identidad intacta. Será una continuación de tu vida. Recordarás haber muerto. Entenderás que has revivido y que te has vuelto a manifestar. Te recogeremos, te daremos todo el soporte necesario para llevar una vida humana y de a poco los masterbots te irán transformando para que te conviertas en mí. Yo soy el producto de tu identidad descarnada; soy la contracara pávica de tu existencia. Yo vivo tu vida desde afuera del tiempo; soy una especie de súper entidad trascendental.


Y mi nombre sigue siendo Jorge Mux.

domingo, 8 de julio de 2007

Atavismos del futuro

Primera parte: q-iridiconoide unitexal, catoptrótica, anacatoptrótica, opacita y anafractal.


Siempre pensé que yo no era de este tiempo. Siempre supuse que mi identidad no es esta, sino otra. No soy Jorge Mux, sino algún otro ser (o una multitud de seres) que, desde un tiempo muy posterior, decidieron
que yo sea esto que soy. Mi sospecha está fundada en los sueños lúcidos y las visiones de un futuro lejano que me han acompañado desde muy pequeño. Como si algo en mí guardara la reminiscencia de un recuerdo desmesurado; un recuerdo que supera la capacidad imaginativa de mi propia memoria.
Siempre supe que este Jorge Mux es el retazo de otro (quizás con ot
ro nombre y sin duda con otra forma) que existirá en la segunda mitad del siglo veintitrés. Ya no quiero seguir andando por el mundo sin saber lo que hice en el futuro.
Anoche tuve la confirmación. El primer sueño lúcido revelador. No un remiendo, no una sugerencia: fue una comunicación directa.
Ese ser colosal (y ahora lo sé: no humano) que seré yo en el futuro, mucho después de que me haya muerto, me comunicó vía revelación telepática transtemporal por qué tengo estas premoniciones tan certeras. Por qué me despierto a la madrugada con el deseo de batir mis enérgicas y grandiosas alas de metal. Por qué me enfermo de tristeza al no poder encontrar a mis hermanos de pavio líquido, sin saber siquiera qué es el pavio ni a qué hermandad me refiero. Por qué recuerdo con
alegría un juego abstracto, con esferas de éter rosado, en una ciudad colosal de rascacielos que se perdían más allá de las nubes.
Ayer me llegó una revelación. Fue como un preparativo para el año 2253. En la noche del sábado 7 de julio de 2007, me revelé a mí mismo (desde el año 2253) una serie de descripciones para cuando regrese al futuro. Las descripciones me llegaron como un golpe intuitivo; simplemente supe esto que voy a contar. Lo supe sin palabras. Lo que voy a describir a continuación es, en realidad, un desglose ciertamente imperfecto de esa revelación perfecta.

He aquí la descripción cuyo carácter era meramente pedagógico: servía de preparativo para cuando yo vuelva al año 2253.

Soy yo mismo. Soy más yo que nunca. Soy yo mismo.

Me estoy esperando, desdoblado en ti, en el año 2253.

Te diré lo que debes saber para cuando llegues. Será un momento de mucha confusión para ti, porque será un enorme cambio. Esto es lo importante: los robots cuánticos que están flotando en la atmósfera (y que ya son parte de ella) te instalarán un implante. Ni siquiera te darás cuenta; sólo notarás que la percepción del mundo cambiará de manera sustancial. Vas a ser un novato en el futuro, así que más te vale ir un poco prevenido.

Existen los implantes y los explantes. Un implante es –como su nombre l
o indica- un sistema o una serie de objetos aislados que se introducen en tu cuerpo o en tu psiquis. Un explante, en cambio, es un nuevo órgano externo o una nueva terminal para tu cuerpo. Para que entiendas la analogía: un reloj pulsera de tu época es un explante, lo mismo que un teléfono celular o un automóvil. Imagina ahora que los explantes te acompañan a todas partes y que no sólo sirven para transportarte o decirte la hora: imagina que un explante está allí presente para llevarte, eligiendo el mejor camino para llegar adonde quieras. Imagina, también, que el explante genera una burbuja virtual alrededor de ti, en la cual no puede entrar absolutamente nada dañino. Es como un poderoso escudo que te protege y te transporta.

El primer explante que recibes a
utomáticamente es el de la vista multifocal. Tú tienes dos ojos. Los dos ojos te dan cierta percepción de la profundidad. Ahora imagina que, en lugar de dos, tienes cien mil ojos. Cien mil, que están ubicados en muchos lugares más allá de tu cara. Cien mil ojos, ubicados en fila, uno al lado del otro, miles de kilómetros arriba y a los costados de tu cuerpo. Puedes ver todo desde una perspectiva que jamás habías visto. Puedes verte a ti mismo viendo el entorno. Como si te acompañaran cien mil cámaras. A este explante lo llamamos la visión polaroide. Pues bien, imagina que acompañas el explante de la visión polaroide con un implante cuántico que consiste en ver muchos colores y texturas que usualmente son invisibles. Puedes distinguir, por ejemplo, la estructura molecular de un cristal. Puedes ver una gama de colores –antes para ti invisibles- entre el rojo y el amarillo.

Pero también puede ser que no estés mentalmente preparado para todo ello. Sería como darle sofisticadas herramientas a un mono. Los cerebros humanos de la primera mitad del siglo veintiuno no tienen implantes. Por eso, no poseen la inervación necesaria para recibir determinados estímulos, como la visión de la majestuosa gama de colores efebónicos. Entonces será necesario que un ingeniero bot te implante
, una configuración de cuantos de materia que sirvan como un anexo de tu cerebro. El ingeniero bot no hace cirugías: sólo utiliza su voz. La voz de ese ingeniero cuántico provoca unas pequeñas vibraciones que inducen un determinado orden en la estructura de los átomos. Yo no espero que entiendas todo, desde luego. De todas maneras, decir “implante cuántico”, “ingeniero cuántico” o “estructura atómica” suena a anacrónico. En el año 2250 (y mucho antes) el término “cuántico” se ha vuelto tan amplio que ya dejó de tener un significado preciso. Debes saber que sólo utilizo la palabra “cuántico” para referirme a algo de lo cual puedas entender por analogía, pero para ser un poco más exacto debería decir “q - iridiconoide unitexal” en algunas de sus variantes catoptrótica, anacatoptrótica, opacita y anafractal. No quiero multiplicar las palabras desconocidas porque, de todos modos, no podrías entender su significado.

Todos estos implantes y explantes ocurrirán de golpe, apenas caigas en el año 2253. Te despertarás de la muerte con este arsenal sensorial y con muchas cosas más.


[Este relato continúa; en unos días aparecerá El Master Pávico, la segunda y última parte de esta alucinación del futuro]