miércoles, 23 de abril de 2008

Un oráculo modesto

Una noche de mayo del año mil novecientos noventa y tres se destruyó mi mundo por completo, de manera irreversible y para siempre. Demolido, apisonado, desangrado, machacado. Para siempre y sin remedio. Y al día siguiente volvió a construirse hasta en el mínimo detalle.

En ese entonces yo tenía diecinueve años, estaba en el segundo año de la carrera de filosofía, y me sentía orgulloso porque unos meses atrás había conseguido novia. Una novia de verdad, de esas que son para besar, llevar de la mano y presentar a la familia.

Con esa novia de verdad viví todas las experiencias importantes del amor: la espera interminable a la salida del Instituto donde ella estudiaba, la necesidad de escaparme de la clase para encontrarla y compartir un helado o una caminata nocturna de la mano sin rumbo por lugares peligrosos, la curiosa pasión de los celos, la risa cómplice de a dos al ver pasar un pelado con el ceño fruncido que se parecía a una persona a la que le tomábamos el pelo, proyectos de viajes, cenas en familia, tardes aburridas de chinchón y mate, la ternura infinita al asistir a una perra que tenía cría en la calle, la emoción y el alivio de saber que ella estaba, que era real, que existía. Era una de esas novias por las que un hombre renuncia –por un tiempo- a salidas con amigos y comienza pensar en un proyecto definido y menos solitario.

El lector ya podrá ir sospechando cuál es el acontecimiento irreversible del que hablé al principio. No mantengamos este falso suspenso: Irma, mi novia, había quedado embarazada.

No lo supimos por un test de embarazo, sino por múltiples y hoscos indicios corporales, uno de los cuales era el evidente retraso en la menstruación. Ella tenía periodos irregulares, pero ya llevaba casi dos meses desde su última regla. Cada día de esos dos meses fue un ahogo eterno y sordo. Ninguno de los dos podía dormir. Yo llegaba a su casa con la esperanza de que me dijera: “ya está, hoy me vino”. Pero cada vez que tocaba el timbre, sabía que esa noticia liberadora no había llegado. Mientras esperaba que Irma abriera la puerta, escuchaba sus pasos del otro lado, deducía –por la demora en abrir o por la rigidez de su caminar- que las novedades no se habían presentado.

Una pareja sensata no daría tantas vueltas y se compraría un test de embarazo. Sin embargo, nosotros teníamos terror de enfrentar la realidad y, por eso, no nos animábamos a tentar a la certeza definitiva. El cóctel de adrenalina, insomnio e inapetencia que nos generaba ese suspenso nos parecía mucho más tolerable que la concluyente prueba de embarazo: porque la duda todavía deja espacio para el no. Era como recibir un regalo y no abrirlo nunca.

Sin embargo, no fue por el embarazo que, finalmente, ella tuvo que hacerse un test. Durante esos días oscuros – literalmente oscuros: de un crudo otoño, con tormentas y viento frío- Irma comenzó a sentir un insoportable dolor abdominal. No contábamos con obra social ni dinero, así que fuimos al hospital y, gracias a las influencias de un par de amigos, le hicieron rápidamente una tomografía.

Ninguna breve descripción del hospital, ni de esa noche en la cual estuvimos esperando a que nos atendiera una doctora de guardia, puede expresar el húmedo terror que sentíamos. La sala de espera estaba casi a oscuras. A nuestro alrededor había muchas mujeres embarazadas. Mujeres pobres, que traían niños pequeños envueltos en mantas andrajosas y que estaban por dar a luz o que necesitaban hacerse un control urgente por algún problema durante el embarazo. La espera de la ginecóloga de guardia iba a durar muchas horas.

El hospital quedaba lejos de nuestras casas, y ninguno de los dos tenía dinero, ni vehículos, ni teléfono. No habíamos cenado y –se podía prever por el llanto de los niños pequeños sumado a nuestro nerviosismo- no íbamos a poder dormir. “Voy a mi casa y te traigo algo de cenar”, le dije a Irma. Aceptó. En ese momento eran las diez y media de la noche, y la lluvia había amainado bastante.

Caminé todas las cuadras de calles sin luz, solo, mal dormido y con hambre. Llegué a casa. Mi padre estaba mirando un programa de televisión. Un programa de día de semana, de rutina nocturna, de sobremesa. Su mundo continuaba igual que siempre, mientras el mío era arrebatado por una incipiente e indefensa criatura que me exigiría cuidados para toda la vida. En ese momento me di cuenta de que las cosas terribles son aun más crueles porque el resto del mundo sigue su marcha indiferente.

Le comenté a mi padre lo que había pasado. “Está embarazada, Jorge”, me dijo, sin dejar de ver el programa. “A esta edad, tener un hijo es cagarse la vida”. Fue poco lo que pude comer. Hice un paquetito con algunas porciones de tarta y emprendí el viaje caminando, de vuelta, hacia el pavoroso hospital.

Cuando está por ocurrir algo terrible, algunas personas toman decisiones tajantes y definitivas. Yo tiendo a escapar. Tiendo a perderme en un recuerdo o en alguna actividad de esas que sirven para desconectarse del mundo. En la trayectoria hacia el hospital encontré una casa de videojuegos. Tenía una única moneda de veinticinco, así que compré una ficha. La deposité en una maquinita que me gustaba.

El juego consistía en un personaje, visto desde arriba, que adquiría habilidades, herramientas y armas para avanzar de nivel. Yo ya dominaba bastante bien las técnicas para matar a los monstruos y casi nada me sorprendía. Excepto un par de cosas.

Cada cual encuentra sus oráculos donde puede, con las escasas chances de predicción que le ofrecela porción de realidad que le toca ver. Ese juego, esa noche, en ese lugar, fue mi oráculo.

Para que un oráculo funcione, hay que hacer una pregunta. La pregunta que le hice al juego fue: “¿Está embarazada Irma?”. La respuesta la iba a encontrar en uno de los pocos capítulos del juego librados al azar: la selección de armas. Cuando se mataba a un enemigo, en determinado lugar, aparecía un arma. El arma podía ser “FLAME” o “SUPERBALL”. Pero sólo podía saberse qué era el arma cuando uno la levantaba del suelo. No antes. Con esos raros elementos yo había construido mi oráculo: si el arma era “FLAME”, Irma estaba embarazada. Si el arma era “SUPERBALL”, no. La respuesta del oráculo reforzó aun más mis temores: levanté el arma del suelo y resultó ser “FLAME”. Demasiados indicios en mi destino.

El juego se terminó y volví a la calle. El cielo estaba rojizo y ahora, la lluvia había cedido su lugar al viento, que traía un tibio aroma de agua y tierra húmeda y me recordaba a la playa. Cuando llegué al hospital, la noticia –que yo ya sabía de antemano gracias a mi oráculo- estaba confirmada:

- Me vio la doctora, Jorge. Vio la ecografía. Estoy embarazada.

Así me lo dijo Irma de entrada. Luego me contó los detalles. La doctora de guardia hacía entrar de a dos o tres embarazadas; las maltrataba; a algunas les decía “no terminaste de parir uno y ya fabricaste otro”. A todas les daba el mismo diagnóstico, de mala manera y casi sin mirar la ecografía: “Queridas, si cogen sin forro, ¿qué creen que les puede pasar?”. La doctora no respondía preguntas, ni reconfortaba, ni recetaba. Estaba convencida de que la crueldad y el enojo eran los únicos medios para comunicarse con esos despojos humanos que eran las pacientes. Irma quiso preguntarle por los dolores en el abdomen, y la mujer dijo: “El embarazo es sufrimiento y dolor, querida, no es joda”. Mientras estábamos en la sala e Irma me contaba esto, la doctora salió de su consultorio y dijo con una leve sonrisa y voz pausada: “Habría que coserles la concha para que dejen de parir"

Irma se puso a llorar. Nos quedamos abrazados, los dos, en la sala de espera, con una noticia que acababa de destrozar nuestras vidas. Ninguno de los dos tenía casa ni trabajo, y ni lejanamente existía la posibilidad de conseguir cualquiera de los dos.

Después del llanto y la desazón, sin embargo, decidimos tomar una medida. Como no nos había gustado el trato de la doctora, esperamos a que cambiara de guardia. Eran las dos de la mañana y a las seis venía otro médico. Aferrándonos a una esperanza mínima y absurda, decidimos que el doctor de la guardia siguiente debía ver los resultados.

No tengo recuerdos precisos de esas cuatro horas. Sé que conté chistes para reconfortarnos, que volvió a llover, que las paredes vidriadas de la sala de espera se crispaban con la violencia del temporal, que al fondo del pasillo dormía un indigente y que una mujer gimoteaba y se agarraba la cabeza. Nos acompañaba la monotonía de los moribundos con olor a alcohol. Pudimos dormir un poco, hasta que nos llamó la voz del nuevo doctor de la guardia.

El médico era muy joven y amable. Cuando nos vio y le contamos que la otra doctora nos había atendido muy mal, él dijo con toda naturalidad: “no me extraña de ella”. En un segundo, nada más que en un segundo, miró la ecografía y dictaminó sin vacilar:

- Chicos, respiren tranquilos. No está embarazada. El dolor de abdomen se debe a… estreñimiento.

Bastaron esas palabras para que, minutos después, ella tuviera la menstruación que se había venido retrasando.

***

Hoy, quince años después de este suceso, me entero de que voy a ser padre. Mi mujer sigue siendo la misma novia de esa época: Irma. Hoy tengo un buen trabajo, obra social, he terminado una carrera, tengo intenciones de comprarme una casa y por fin viene en camino nuestro hijo. En aquel entonces su existencia anunciaba el peor de los problemas, y hoy es un suceso esperado con alegría, entusiasmo y ansiedad. A veces creo que fue decisión de él no haber venido en ese momento y esperar a que las condiciones se dieran a su favor.

Pero también creo que esos dos meses de nerviosa espera del año mil novecientos noventa y tres, y esa noche de tormenta en el hospital, me mostraron algo curioso sobre mi persona: yo no era capaz de abandonar a una mujer. No pertenecía a la raza de quienes huyen despavoridos ante la sola posibilidad de la peor de las noticias. No me fui del lado de Irma; incluso me sentí en la obligación –en esas breves cuatro horas de espera nocturna en las que nuestro mundo se había acabado para siempre- de levantarle el ánimo a esa mujer que seis meses antes era una desconocida, y de mirar para adelante.

Ni siquiera me escapé, en verdad, cuando entré a la sala de videojuegos. Allí fui en busca de una respuesta. Una respuesta crucial en un oráculo modesto.

Cuando levanté el arma, decía “FLAME”, lo que –según mi pregunta- significaba “Irma está embarazada”. Pero Irma no estuvo embarazada en ese momento, sino ahora, quince años después.

En aquel momento, cuando hice la pregunta, yo estaba atravesando el nivel quince del juego.

Los oráculos jamás se equivocan; somos los hombres quienes leemos erróneamente sus sentencias.

martes, 15 de abril de 2008

Un número en la aritmética divina, segunda parte.

[Este texto sólo tiene sentido si se lee la primera parte]


Apenas dichas estas palabras, irrumpieron en mi cabaña los guardianes acompañados por dos de los patriarcas. Venían a hacer cumplir la próxima decisión del Consejo. Los patriarcas se disculparon ante mí y expusieron sus razones: “Heinrich, es usted un hombre honorable” dijeron. “Tenga a bien permitirnos ejecutar la decisión del Consejo: San Juan Segundo permanecerá encadenado y obrará milagros sólo bajo nuestras órdenes”. Entonces, sin esperar mi respuesta, los guardianes fueron a la habitación y maniataron al Milagroso, quien no opuso resistencia. “Si logras que durante esta noche y durante el día siguiente no haya nubes en el cielo, te concederemos la libertad. Si no lo logras, morirás mañana al mediodía”, le comunicó uno de los guardianes. “Honorables Señores, yo no decido el milagro, ni el cuándo ni el cómo. Apenas soy un ejecutor de ciertas precarias combinaciones. El milagro nace sin que yo lo prepare”. Desde el este comenzó a aullar un viento de voces desesperadas y de carne quemada; un coro fétido de gritos abollados por la angustia, las alturas, las distancias y la bruma helada de las montañas. Los muertos de la peste, apilados para la pira, en las no muy lejanas regiones del este y del sur, seguían quejándose por el dolor en sus bubones. El Milagroso aceptó estar encadenado y dijo “tened a bien que este hombre honorable ejecute el milagro”, mientras me señalaba con su rostro. Los dos patriarcas me miraron y discutieron durante algunos segundos. “Dejadme a solas con el benemérito Heinrich”, dijo. Los guardias salieron de mi casa, pero los dos patriarcas no hicieron caso. “Los milagros son el juego de las artes combinatorias. Si unes un caballo y una gallina, ¿qué creéis que saldrá de esa unión? ¿Podéis predecirlo? La naturaleza no realiza por sí sola esa maravilla, pero ¿qué sucede si forzamos esa combinación? Podríamos estar combinando leyes cuyos resultados se transmitan a los cielos y a las grandes distancias.” El Milagroso hablaba sin mirarnos a los ojos, como si ya no estuviésemos allí. “Y si luego combinas el vino con el aceite y la leche, y lo arrojas todo al fuego, ¿no creéis que, combinado con la cruza entre el caballo y la gallina, sería un desafío muy grande para las leyes del mundo? Siempre he sospechado que Dios creó unas leyes toscas y simples que guían el curso de las cosas naturales. Pero esas leyes no prevén la acción de los hombres: el mundo cederá si no respetamos la Divina Legalidad. De lo que haya de razón, puede surgir otra cosa de razón. Pero de lo absurdo, mi querido Heinrich, puedes esperar cualquier cosa. Incluso la razón.”

En ese momento, El Milagroso me dio instrucciones precisas, las cuales debía ejecutar “en el momento exacto”

Las nubes habían hecho su aldea en el cielo y ahora definitivamente la suerte de San Juan Segundo parecía estar sellada. “Si me atáis las manos, ejecutad, por amor de Dios, lo que os digo. Traed una enorme marmita. Llenadla de sal, de agua, de vino, de aceite. Vaciad en ella los alimentos de todo el pueblo. Calentad todo a fuego de brasa. Vaciad en ella perfumes, licores, jabones. Colocad alrededor de la marmita una corona de flores. Todo lo que para vosotros tenga algún valor debe estar dentro de la marmita, y esta deberá arder al menos por cuatro horas con fuego vivo.”

Los patriarcas hicieron caso a sus pedidos. Libros, enseres, joyas y ropas formaron parte del extraño brebaje. Algunos se deshicieron de todas sus pertenencias y quedaron desnudos frente al helado clima. Después de una hora vimos vapores verdes que subían por los aires y se escapaban en dirección al oeste, llevados por los vientos. Las nubes comenzaron a agrietarse, como si una mano invisible las corriera y dejara espacios entre ellas. Por la tarde los huecos azules eran más grandes que las nubes y la intensidad del viento había disminuido. El milagro había sido ejecutado.

Los patriarcas, todavía cautelosos, fueron a ver al Milagroso y a consultarle por esta nueva maravilla. Pero con horror descubrieron que San Juan Segundo, atado en el fondo del calabozo, no podía hablar. Su lengua, su rostro y sus manos se habían vuelto moradas. Con un oportuno presentimiento, fueron a la caballeriza y vieron a sus dos canes retorciéndose en el piso, con la boca abierta y con sus lenguas negras chorreando una saliva sanguinolenta. “Ha traído la peste negra”, declararon. Dos sacerdotes encendieron una pira alrededor de los canes y los quemaron aun antes de que murieran. Los animales gruñían como niños agonizantes mientras sus carnes desaparecían entre las llamas. A San Juan Segundo lo dejaron en el calabozo sin que hubieran decidido aun qué hacer con él. Nosotros, desesperados, nos derrumbamos frente al templo para pedir por nuestros hijos. Lloramos de horror ante la terrible noche que se avecinaba, pues seguramente El Milagroso ya nos había transmitido la enfermedad.

Durante la inhóspita madrugada fui al calabozo. San Juan Segundo respiraba con dificultad y ya conocíamos que no iba a ver el amanecer. Su cuerpo estaba hinchado y morado; los ojos abiertos se disipaban en la techumbre y no veían. Con todo, quería decirme algo. Acerqué el oído a su boca infectada y me dijo: “la peste es parte del milagro, mi señor Heinrich”

Al día siguiente todos comenzaron a morir. Sus cuerpos palidecían; la fiebre los acababa y en pocas horas se volvían morados. Vi a mi propia familia convertirse en un ejército de ángeles negros. Uno a uno fueron muriendo todos en el pueblo. Hombres, mujeres, niños, ovejas, gallinas y aves. Incluso los somormujos rezagados que pasaban volando por nuestro pueblo caían muertos. Sólo hubo un sobreviviente.

He esperado cuatro días. He dejado a los cuerpos pudrirse en sus camas, en el suelo, en el campo. El viento del este ya no trae el grito de los moribundos. He tenido que comer de los animales infectados para sobrevivir, pero ya falta poco para no necesitar de la comida. Este es el momento en que debo ejecutar la segunda parte del hechizo.

Recosté en sus camas a cada uno de mis conciudadanos muertos y dejé para el último momento el cuerpo del Milagroso, al cual puse en el sucio suelo de la plaza. El frío ha crecido y se acercan nubes de ventisca interminable. Los naipes con el arcano de la muerte están diseminados por toda la aldea como una huella divina de la terrible enfermedad. Los aros atravesados, miles de palomas negras, monedas de oro y un manto negro gigante. Pienso exasperar las leyes de Dios para que se obre el milagro completo, según las instrucciones del emérito San Juan Segundo. Por eso, después de diseminar pétalos de lavanda por toda la extensión del manto negro que cubre a las palomas, los naipes, los aros y las monedas; levanté el manto y El Milagroso se movió, con los miembros fríos, blancos y endurecidos. Sus ojos parecían no mirar, y de su boca sólo salían gruñidos largos y babeantes. Estuvo así un largo tiempo, hasta que su garganta dejó de roncar. Con la noche absoluta, oscura de tormentas, dijo las primeras palabras:

- Ahora, Heinrich. Dios se ha confundido.

Eso era: el milagro de la resurrección se había operado. Pero Dios no lo había previsto; lo habíamos engañado y ahora, mientras Su Divina Voluntad desenredaba los hilos de ese truco, debíamos aprovechar su confusión.

Después de una pausa, me dijo:

- No temas a la ira divina. Desafiamos sus cálculos y ahora quedamos al margen de ellos. Nos hemos convertido en tránsfugas de la vida y la muerte; ya no somos más un número de la aritmética universal. Dios no se fijará más en ti, ni en mí, ni en el ejército de rígidos y pálidos no-muertos que vamos a levantar y que van a ser nuestros esclavos por la eternidad. Ellos, a diferencia de ti y de mi, no podrán hablar, serán torpes para moverse, casi ciegos y no recordarán lo que han sido en vida. A veces desobedecerán nuestras órdenes para llorar o gritar de desesperación, como si una brizna de nostalgia se despertara en ellos. Pero no más, pues serán leales por siempre.


Debajo del enorme manto negro que cubría a los cuerpos en la plaza, comenzaron a escucharse los primeros roncos gritos.

miércoles, 9 de abril de 2008

Un número en la aritmética divina, primera parte.

[Esta historia será presentada en dos partes]

El día de gracia del veintisiete de febrero de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando el sol se derrumbaba a través de las montañas heladas y el humo de las chimeneas hacía juegos con los reflejos del sol en el hielo de las cumbres, llegó a nuestra aldea el milagroso San Juan Segundo. Teníamos el temor de la peste negra que, desde dos años atrás, venía asolando la región este y sur de Europa. Diezmados, los habitantes de los grandes y legendarios pueblos de Oriente huían con la mirada perdida y las ropas andrajosas, hasta llegar a las tierras de Prusia donde morían y propagaban el mal. Nuestro pequeño pueblo, afincado al pie de los montes interminables, todavía no tenía noticias cercanas del violento castigo del Dios, excepto por un leve temblor en la tierra y por el mensaje del viento. San Juan Segundo llegaba a los pueblos y obraba milagros, y teníamos la esperanza de que su presencia alejara la Peste de nuestro pueblo. El Milagroso tenía una barba larga, con hebras rojizas y blancas. Sus ojos solían perderse en la distancia, en el fondo pardo y celeste de las montañas. En los pies apenas calzados con sandalias de cuero se veían las torturas de la gota. Venía caminando lento, con sus dos canes de custodia y de única compañía. El día era propicio para los milagros: llevábamos casi un mes sin ver el sol y éste había sido el primer atardecer radiante. Además, hoy se habían detenido los fuertes vientos del Este, que hacían silbar a las montañas y que traían las voces de los moribundos.

Lo primero que hizo el Milagroso fue pedir una pequeña marmita con agua caliente y sal, para remojar sus pies hinchados. Luego pidió comida para sus canes y agua fresca para él. Yo le concedí que se aposentara en mi casa, con mi familia y él lo aceptó de buen grado. Esa noche cenamos frugalmente y nos acostamos temprano. Casi no tuvimos conversaciones durante la comida. Después acomodó sus bolsos al pie de la cama, se acostó quitándose las sandalias pero no la ropa y se durmió de inmediato.

La Divinidad envía señales cada vez que está a punto de actuar: el día siguiente no sólo fue el más luminoso que recordáramos; también hubo una brisa del oeste que traía aromas a incienso y a frutas. Casi todos los vecinos se acercaron a nuestra finca al amanecer, para recibir las maravillas de San Juan Segundo. El Milagroso, sin embargo, durmió hasta muy entrada la mañana. Se despertó después de un bostezo y permaneció en la cama, en silencio, por unos minutos. Yo podía verlo a través de la mirilla de la ventana. Con poca decisión se puso de pie, se calzó, salió de la habitación y les comunicó a los visitantes una noticia que habría de defraudarlos: él no tenía ningún poder sobre los milagros que ejecutaba. Sin embargo prometió que sus próximas maravillas iban a manifestar el poder de Dios en el hombre. Pidió que le alcanzaran sus bolsos y se dirigió hacia la plaza. Una vez allí se paró sobre una enorme piedra y nos mostró lo que sin dudas era una señal divina: comenzó a ondear un pañuelo, lo estrujó varias veces con sus dos manos y de pronto apareció una paloma negra, como si hasta ese momento hubiera estado oculta en el aire. La paloma tomó vuelo y se perdió en dirección al oeste. Después de manifestar nuestro asombro, el Milagroso sacó de su bolso un naipe hecho con cortezas de pino. En el naipe se veía la carta sin nombre: el arcano número trece, la muerte. Luego rompió en pedazos el naipe y arrojó los fragmentos en una bolsa de cuero que traía uno de los presentes. Entonces pidió a una persona cualquiera que sacara los fragmentos, y he ahí que dentro de la bolsa los fragmentos se habían unido: vi con mis propios ojos que el naipe estaba nuevamente íntegro.

Cuando se acercaba el mediodía, nuevas nubes muy oscuras comenzaron a disputarse el cielo. Algunos de nosotros, influidos quizás por esa señal y por otro leve temblor de la tierra, quisimos sospechar del Milagroso: ¿cómo no confundirlo con un brujo? ¿Por qué Dios había querido unir el naipe mudo y macabro que representa a la muerte, y no quizás el naipe de la Templanza o el Papa? ¿Por qué Dios había hecho aparecer una paloma negra? Yo me entristecí por el destino de mi familia, porque la presencia de un brujo en el pueblo habría de ser un hecho tan nefasto como la peste misma.

Uno de los presentes le pidió al Milagroso (si es que de verdad era el Milagroso) que no se valiera de la oscuridad para ejecutar los milagros. Si de verdad era Dios quien actuaba por intermedio de sus manos, ¿qué necesidad tenía de utilizar bolsas y pañuelos para ocultar el preciso instante en que la Divinidad obraba su creación? San Juan Segundo dijo, entonces: “Los milagros no están sujetos a mi capricho. Si no se hacen así, no ocurren. Yo no entiendo ni interrogo las obras de Dios, sólo las ejecuto”. Entonces, para quitar nuestros temores, continuó con otra maravilla. Dio un pequeño salto y se mantuvo en el aire por unos segundos, a cinco o seis pies del suelo. Cayó con lentitud, como si lo sostuviera una mano invisible. Luego, sacó de su bolso cinco aros de un metal reluciente y los atravesó con pequeños golpes, de modo que quedaban unidos como en una cadena. Finalmente, con otros leves golpes deshacía la unión y no era posible encontrar la abertura por la cual habían sido unidos.

Ya el cielo estaba otra vez cubierto y muchos de nosotros fluctuábamos entre el desconcierto y el asombro. El desconcierto, porque había algo en los milagros que lo volvía muy sospechoso. Un joven del pueblo le alcanzó a San Juan una cadena de hierro y el Milagroso no fue capaz de deshacer los eslabones. “Yo no decido cuándo ni cómo va a ocurrir el milagro”, se defendía. Le pedimos más milagros y él sólo dijo que estaba cansado, que quizás más tarde. Se bajó de la piedra, se abrió paso entre la multitud y entró en mi cabaña para recostarse.

El desconcierto fue ganando espacio y los patriarcas, sin duda influidos por el temor a los temblores y a los nuevos anuncios del cielo, decidieron desterrar al Milagroso. En una improvisada reunión alrededor de la piedra de la plaza, dictaminaron que San Juan Segundo debía marcharse a la mañana siguiente, con sus bolsos y sus canes, aun cuando una repentina nieve o los vientos le dificultaran el paso. Es verdad que no podíamos arriesgarnos. Acechados por la peste y por el invierno, no parecía sensato agregar además la acción de un posible hechicero.

Esa misma tarde los patriarcas fueron sorprendidos por una extraña noticia. Un joven hacendado, a quien desde el verano anterior le crecían enormes bubones en el cuerpo, llegó corriendo al pueblo para decir que estaba curado: los bubones habían desaparecido de un día para el otro. El joven había perdido la barba, y según decía, tampoco podía tener más hijos. Los patriarcas entendieron que se había obrado el milagro de volver el tiempo atrás: Dios le había quitado la enfermedad a este joven, pero también la barba y el semen. Era otra vez niño.

Unos minutos después me marché del Consejo. Los patriarcas seguramente iban a revisar el fallo y discutirían quizás el resto de la tarde. Yo regresé a mi cabaña. En la habitación, el Milagroso estaba recostado, con los ojos abiertos. “Heinrich, mi hospitalario señor”, me dijo. Me acerqué al pie del catre. “Ahora está cayendo la tarde, y ese es un milagro que se repite de manera tan cotidiana que no podemos apreciarlo”. Le pregunté si se sentía bien, si deseaba beber o comer algo. Él se levantó de pronto y se sentó en el catre con los pies sobre el suelo. Tomó una de las alforjas que habían quedado a un costado y sacó un pañuelo. Era el mismo pañuelo con el que había obrado el milagro de la paloma. “Algunas veces ha fallado, y yo no me lo explico. Siempre estoy pendiente de que el Señor me abandone, y sin embargo, aunque la fe no esté en mí, el milagro vuelve”. Agitó el pañuelo varias veces y desde adentro de la alforja vi salir la paloma. “La traigo siempre conmigo. Sale volando y vuelve a la alforja. Puedo hacer que aparezca una paloma con agitar un pañuelo, pero para eso necesito que Dios me haya dispensado de una paloma y de un pañuelo. En eso consiste el milagro, en la correcta conjunción de los dos elementos”. Mientras San Juan Segundo hablaba, yo había perdido mi mirada en el horizonte, luminoso y horrífico, por donde se colaba una hilacha del crepúsculo tormentoso. “Puedo realizar el milagro de la levitación, gracias a una disciplina de gimnasia espartana que me ayuda a asirme del aire”. Pensé: la Peste no vendrá con el frío ni con los vientos. No vendrá con lluvias ni con señales nefastas. La peste llegará silenciosa, un día cualquiera. “También puedo hacer que dos aros se atraviesen... Sólo si ya fueron atravesados una vez. Entonces opero el milagro de reunirlos”. San Juan Segundo me dirigió la vista, y con sus ojos reclamaba una atención especial. “Todo lo que hago es operar con las leyes que Dios nos dejó en el mundo. A veces ejecuto acciones que responden a leyes que desconozco, y a veces esas leyes desconocidas me dictan cómo debo manipularlas”. Guardó el pañuelo y comenzó a hablar con una voz cavernosa, como de oráculo. “Un milagro es la transgresión de las leyes del mundo. ¡Pero decir esto es absurdo, porque nadie conoce las leyes que operan en el mundo! ¿Cómo entonces saber si las estamos transgrediendo o no? Si los muertos resucitan, ¿es esto una transgresión, o es parte de una ley que todavía no hemos aprendido?”. Sacó de una alforja un juego de naipes: en todos ellos estaba representada la Muerte. “Yo prefiero creer que todo es un milagro. El sol que se está poniendo en el horizonte sigue una ley: va de este a oeste. Es parte de la obra de Dios, y por eso es un milagro”. Rompió un naipe, y escondió otro en una pequeña bolsa. “Pero a veces los milagros no son tan predecibles”. Abrió la bolsa y dejó ver el naipe de la muerte, íntegro. “A veces los hechos parecen transgredir incluso las leyes esperables y más cotidianas”. Cerró nuevamente la bolsa, con el naipe íntegro dentro, y volvió a abrirla. De su interior salió una paloma negra. “Si se combinan las combinaciones, y nuevamente las vuelves a combinar, no es posible prever el resultado”. Con la bolsa en la mano, se puso de pie y dio un pequeño salto. Se mantuvo en el aire durante unos quince segundos. En ese tiempo, agitó la bolsa varias veces, luego volvió a abrirla y de su interior cayeron cientos de enormes monedas doradas. “Y si luego vuelves a combinar todas las combinaciones ya hechas, y las nuevas combinaciones que surgieron de las anteriores, quizás Dios se vea forzado a intervenir, agregando objetos o acciones, para que el sistema de leyes del Mundo no se desequilibre”. Recogió las monedas, volvió a guardarlas en la pequeña bolsa, volvió a saltar (esta vez con la bolsa en una mano y con tres aros en la otra), abrió la bolsa y de su interior salieron docenas de palomas negras, que revolotearon desesperadas por la habitación hasta encontrar la ventana. “Ahora bien, debemos aprender cómo dirigir los milagros. ¿Por qué salieron palomas esta vez, y monedas la otra? Si Dios quisiera, ¿podría hacer que de mi bolsa salgan la dicha y la sabiduría? ¿Qué combinación deberemos realizar para que el Señor nos conceda una vida venturosa?”


[Esta historia continuará]