viernes, 16 de enero de 2009

La Máquina Yo

01/ 01/ 09 / 08:00

A las ocho de la mañana del uno de enero tocaron timbre en mi casa.

El sonido me provocó más intriga que sobresalto. Por casualidad yo estaba despierto a esa hora, en la cama, tratando de decidir si seguía durmiendo o si había algo mejor que hacer en el día más feriado del mundo.

Cuando el timbre insistió por segunda vez me levanté con pereza y busqué las ojotas. Era necesaria esa insistencia para apurar mi decisión. Ninguno de mis amigos vendría de visita a esa hora, a brindar, con el sol ya tan alto. Tampoco podía ser un vendedor o un empleado del correo.

La única posibilidad –por la cual me estaba levantando- era un pariente que venía a comunicarme un hecho desgraciado. Algún familiar muerto por un cohete, o un atracón, o una borrachera de año nuevo.

Abrí la ventanita de vidrio de la puerta. Del otro lado me esperaba un hombre desconocido de unos sesenta años vestido con pantalón, camisa y zapatos blancos. Sonreía con la boca abierta como un niño tonto.

- Buenos días, caballero. Feliz año nuevo –dijo.

- Buenos días – contesté, todavía tratando de calcular qué podía querer ese hombre

- Le vengo a traer una buena noticia.

“Familiar muerto, descartado”, pensé con alivio.

- Me alegro mucho. Dígame.

- ¿Usted se ha encontrado a sí mismo?

“Claro”, pensé. “Un religioso”. Sólo un religioso podría levantarse muy temprano el uno de enero y alborotar la trasnochada tranquilidad de los durmientes. “¿Qué debo contestar?”, me pregunté. A lo largo de mi vida tuve encarnizadas discusiones metafísicas con religiosos, con creyentes en el misticismo new age, con autoproclamados príncipes intergalácticos y niños índigo. Mi carrera como profesor de filosofía me enseñó sólo dos cosas: una, el agnosticismo. Dos, la argumentación y el diálogo hasta las últimas consecuencias, siempre que pueda mantenerse dentro de ciertos marcos racionales. ¿Qué debía hacer ante este hombrecito de ridícula vestimenta que venía a hacerme una pregunta tan contundente? ¿Esperaba él una encarnizada dialéctica? ¿Estaba yo dispuesto a batirme a duelo erístico con este ocasional desconocido en la puerta de mi casa?

Ganaron mis deseos de generar un diálogo tormentoso:

- Depende de lo que entienda por “sí mismo”, “usted” y “encontrarse? ¿A quién o qué se refiere cuando me dice “usted”? ¿Qué es el “sí mismo”? ¿Encontrarse en qué sentido? ¿En el espejo? ¿En un dilema moral? ¿En la propia conciencia? ¿En peligro?

El hombrecito siguió sonriendo sin amedrentarse.

- Típica respuesta de quien nunca se encontró a sí mismo. Quien tiene un hijo, sabe qué se siente tener un hijo. Quien está enamorado, sabe que lo está. Pero el que pregunta, es porque no entiende, y el que no entiende es porque no se ha encontrado.

Suspiré y concedí ese punto. No porque me convenciera; simplemente quería saber adónde se dirigía.

- Usted nunca se encontró a sí mismo. Por eso, para comenzar este dos mil nueve voy a invitarlo a que se encuentre. El didáscalo le puede conceder una cita sin compromiso. ¿Le parece bien en una semana, el ocho de enero a las veinte horas?

Suelo pensar con mucha cautela cualquier ofrecimiento. Pero este, en particular, era sumamente oscuro y a decir verdad me confundía. ¿Adónde me estaban invitando? ¿Qué me iba a mostrar? Preferí seguir preguntando antes de responder.

- Vamos por partes, caballero. ¿Quién es usted? ¿Qué es el didáscalo?

El hombre sonrió con más afabilidad, tal vez sintiéndose halagado por mi interés.

- Yo soy un discípulo del didáscalo. Mi nombre es Juan, pero eso no es importante. El didáscalo es el maestro.

Las cosas se iban poniendo bizarras, lo cual atraía mucho más mi hambre de discusión. Decidí preguntar hasta el final.

- Y el didáscalo, ¿me puede enseñar quién soy?

- No directamente. Él lo preparará para enfrentarse a la Máquina Yo. La Máquina Yo le dirá quién es.

- ¿Qué es la Máquina Usted? – pregunté, fascinado por ese nombre pomposo que me sonaba a robot del futuro.

- La Máquina Yo no soy yo, hombre. Tampoco es usted. Es una porción del Ojo de Dios que le fue concedida al Didáscalo.

“Por fin algo bueno”, pensé. “Por fin aparecen los componentes divinos, la fina hilacha de metafísica vacía hecha a propósito para desbaratar cualquier argumento en contra”

- ¿Y cómo le fue concedido el ojo de Dios al Didáscalo?

- El Didáscalo soñó con el Ojo de Dios. Cuando despertó, tenía al Ojo en su estómago. Después de cuarenta días de ayuno y purificación, el Ojo atravesó su intestino y finalmente lo defecó. Lo divino se manifiesta en sueños; luego se hace carne y finalmente es parte del mundo.

- Y el Didáscalo, ¿era Maestro desde antes? ¿O se convirtió en Maestro después de recibir el Ojo de Dios?

El hombrecito de blanco seguía entusiasmado. Probablemente se sentía feliz de que alguien le mostrara tanto interés.

- Antes de soñar con el Ojo, al maestro le fueron reveladas las siete verdades que están escritas en su libro. Las siete verdades hablan del conocimiento de sí mismo.

“Verdades reveladas”, pensé “Es delicioso. Las tienen todas consigo”

- ¿Y cómo fueron reveladas esas siete verdades? ¿Mediante apariciones?

- Nada de eso. Mediante sueños. El Maestro una noche se acostó, y al otro día era un sabio. Un sabio de Sí mismo. Ese Sí mismo que somos cada uno de nosotros cuando somos cada uno.

- Y esas siete verdades, ¿se pueden conocer? - pregunté

- Claro, hombre. Están en el libro del didáscalo. Puede comprarlo en cualquier librería. El Didáscalo firma con el seudónimo de Maestro Yo.

- ¿Usted es el Maestro? ¿El Maestro Usted? –pregunté burlándome.

- No, no “yo”. No “yo” de “yo”. “Yo” de “Él”. ¿Me entiende?

- Ah, claro. Clarísimo. Y muy interesante. ¿Dónde se hace este encuentro con el Yo?

- Le dejo la dirección del templo. ¿Día ocho a las veinte?

Estuve de acuerdo. El hombrecito sacó un cuaderno del un bolsillo y anotó algo. Luego cortó un papel y me lo dio.

- Esta es la dirección. No es lejos. Lo esperamos. Hasta luego.

Eran las ocho y veinte, y el discípulo del Didáscalo se había ido, dejándome con muchas ganas de tener una agitada discusión metafísica.


08/ 01/ 09 / 20:00


Una hora antes del día y el horario pactados, yo había olvidado por completo esta cita. Irma tuvo que recordármela, como un reproche. “No vayas”, me había dicho el uno de enero, cuando le conté el curioso encuentro con el hombre de blanco. “No sé qué esperás encontrar. Unos cuantos dementes, rituales, cantos… ¿qué más?”. Yo le había contestado con arrogancia: quería ir para ver si tenía una oportunidad de desenmascararlos. Quería continuar y profundizar la inevitable y deliciosa discusión con un fundamentalista. Siempre me había gustado discutir con mormones y evangelistas, porque sus únicos endebles argumentos eran una sujeción literal a la Biblia o al libro sagrado que fuera. “Estos no son mormones, Jorge. Tené cuidado”.

No le hice caso.

Ya estaba en la dirección. No era un templo o, al menos, no tenía la apariencia que yo esperaba. En el frente había un jardín donde competían con violencia las rosas y las margaritas con varios tipos de malezas. Al fondo de esa inmóvil contienda de vegetación silvestre había una casa antigua bastante deteriorada. La puerta estaba abierta de par en par. En la mirilla alguien había colgado un dibujo de un hombre con tres ojos.

Mientras ingresaba por el zaguán tenía la sensación de estar en un lugar muy alejado de la ciudad. Me daba la impresión de que por allí pasaba un río. El aire era fresco y el olor de las plantas tenía para mí una intensidad desacostumbrada.

Fui por un pasillo directamente a la primera habitación donde había una luz encendida. En un antiguo comedor, un hombre estaba escribiendo algo en una computadora portátil, sentado frente a una mesa de caña.

- Buenas tardes. Siéntese, por favor – dijo, invitándome a una banqueta con almohadones sucios delante de su escritorio. En ningún momento levantó la vista de la pantalla – Dígame su nombre.

- Buenas tardes. Soy Jorge Mux.

- Jorge… Mux. Lo anoto y ya lo hago pasar.

- ¿Aquí es la reunión? –pregunté algo incómodo.

- Es en el salón principal. Póngase esto y sígame.

El hombre me dio una especie de chaleco plateado y una cofia. La casa tenía otro largo pasillo que comunicaba a habitaciones oscuras. Al final de ese pasillo, había una puerta que no formaba parte de la arquitectura original. Era una puerta blanca de metal, con una palanca de apertura de emergencia.

- Yo lo voy a acompañar para hacerle dos o tres advertencias. Pero luego se quedará a solas con la Máquina Yo. ¿Está claro?

“Está claro”, dije, tragando saliva. Mis esperanzas de una discusión prolongada con un grupo de fanáticos se empezaban a frustrar. El hombre abrió lentamente la puerta.

Estábamos en una habitación blanca, iluminada con fluorescentes que estaban ocultos dentro de las paredes. La luz provenía de todos lados, y no dejaba que se proyectaran sombras. En la mitad de la habitación, había una caja de cartón corrugado colgando de cuatro alambres del cielo raso. La caja estaba a la altura de mis ojos, y tenía un agujero muy grosero, hecho quizás con cuchillo. En ese lugar, en el agujero, tenía pegada una lupa con cinta de embalar.

- Bueno, Mux, no mire la lupa todavía. Hágalo cuando yo le diga.

Sin querer, ya había mirado. Lo único que veía era oscuridad. La oscuridad del interior de una caja de cartón.

- Siga mis instrucciones, por favor. Cuando yo me vaya de esta sala, usted empiece a gritar. Grite como si estuviera haciendo fuerza para evitar que lo aplaste una roca gigante. ¿Entiende? Haga gritos largos, que consuman todo su aire. Cuando ya se sienta cansado, en mitad de uno de sus gritos más prolongados, mire a la lupa. ¿Queda claro?

Me imaginé a mí mismo en pocos segundos, gritando como enloquecido y me estremecí. “Queda claro”, dije.

- Ahora yo voy a decirle algunas cosas a la máquina – dijo el hombre- para que no se sienta incómoda con su presencia.

El hombre empezó a acariciar la caja de cartón y le habló con dulzura. “Mirá quién está ahí… Pero mirá quién está ahí… él es Jorge Mux… no te va a hacer nada”, decía en el mismo tono de voz con que se habla a las mascotas o a los retrasados mentales. Cinco minutos después de susurros y caricias, el hombre se retiró.

- La puerta sólo se abre desde afuera. Yo me retiro. Usted empiece a gritar apenas cierro.

08/01/09 20:30

Estaba solo en una habitación con un chaleco plateado y unas pocas instrucciones absurdas. Durante los primeros minutos me mantuve pensativo y en silencio. Observé las paredes y el techo buscando una cámara o algo parecido. Evitaba mirar la caja de cartón, desprolija e incongruente. Pensé que adentro podía haber una rata, o una araña gigante, pero no se oía ningún movimiento. Todavía no estaba arrepentido ni preocupado: la sorpresa y la curiosidad eran superiores. Luego pensé que sólo abrirían la puerta si me escuchaban gritar. Luego me di cuenta, con horror, de que precisamente mis gritos eran la indicación para no abrir. Yo podría estar gritando de desesperación y claustrofobia, y el hombre interpretaría que sólo estaría siguiendo sus instrucciones.

Lancé un pequeño grito. Un grito sin fe, con cierta vergüenza. No es fácil desaforarse en un lugar desconocido. Con los minutos fui mejorando. Tomaba aire, me apoyaba contra las paredes luminosas y gritaba. Corría de un extremo al otro y gritaba. Concentraba toda mi fuerza en el estómago, y gritaba. En uno de los gritos observé la lupa.

Y allí ocurrió el milagro.

Cuando puse un ojo en la lupa, me vi a mí mismo gritando. Me vi desde adentro de la caja, observándome, gritando y queriendo observarme. Vi mi rostro de desesperación, de orfandad, de horror ante el desdoblamiento. Me vi a mí mismo, a mi hermano y a mi hija. Y vi un poco de mi padre, y de mi madre, y apenas un atisbo de mis abuelos. Me seguí mirando, con el imposible ojo fijo en la lupa (el ojo que miraba desde adentro), y vi a mis nietos. Los vi porque ellos estaban afuera mirándome, pero también porque yo era todos ellos. Recorrí con detalle algunas vidas – la de mi hermano, la de mi hija y la de otra persona desconocida, con mucho más fuerza que el resto. Pasé interminables años sintiendo la angustia de ese yo múltiple que no era yo y que no era exactamente cada uno de los yoes que escudriñaba. Era como un ojo sin conciencia, o con una conciencia indefinida e impotente. Como un muerto que se visita a sí mismo y a sus parientes, y los visita desde adentro, viendo lo que ven y pensando lo que piensan.

Pero no sólo vivía en mis parientes cercanos. De a poco, comencé a ser otros, desconocidos e inciertos. Otros todos juntos, otros todos a la vez que latían y me inundaban con oleadas de sensaciones, dolores, placeres, recuerdos y pensamientos. Yo mismo fui todos los otros en todos los tiempos.

Luego terminé de exhalar ese grito que parecía perpetuo, y sólo vi la lupa. Del otro lado, el hombre abrió la puerta.

- Muy bien, Jorge–dijo –Ya puede salir.

No estaba temblando. No tenía miedo, ni me sentía especialmente raro. Sin embargo, había tenido la experiencia más extraña –y a la vez más familiar- de mi vida.

El hombre me invitó a la cocina y me ofreció una taza de té verde. Lo tomé en silencio.

- ¿Hay algo que quiera preguntarme? –dijo, cuando ya casi terminaba la taza. Tenía calor, y el té estaba muy caliente. Una cigarra había estado chirriando todo este tiempo, y yo no la había escuchado.

- Claro. ¿Por qué veía con más fuerza las vidas de mi hermano, de mi hija y de una persona desconocida?

- Por una simple razón –dijo el hombre- los lazos genéticos más fuertes son con tus hijos y con tus hermanos. Con ellos compartís la mayor cantidad de genes.

- ¿Y quién es el desconocido?

- Tu futuro hijo. El hijo que todavía ni siquiera está concebido.

Me quedé pensativo otro largo rato, tomando la taza con ambas manos.

- ¿Por qué a algunos acontecimientos los veía con claridad, y a otros algo borroneados, de color verdoso, y los sonidos se escuchaban como en una cinta vieja?

- Bueno... Lo que se ve con un verde musgo y lo que se escucha difuso, pertenece a acontecimientos que sólo ocurrirán cuando ya hayas muerto. Estás mirando la vida de otros desde una perspectiva que tu vida física no puede alcanzar. Por eso, se ve todo deformado.

"Estuve muerto", pensé. "Así ven el mundo los muertos".

- Una última pregunta y me voy. ¿Usted es el Didáscalo?

El hombre se rió.

- Yo soy un empleado. Soy profesor de física. El Didáscalo es el hombre que lo fue a visitar y lo invitó aquí.

Todavía no había hecho la pregunta más elemental.

- ¿Qué hay adentro de la caja?

- ¿Cómo? ¿Todavía no se dio cuenta, Jorge? Dígame, ¿En qué parte de su cuerpo está usted? ¿Puede señalar una parte y decir "Aquí, este soy yo"? ¿En sus pies? ¿En su cabeza? ¿En qué parte de la cabeza, exactamente? ¿En la glándula pineal?

El hombre me miraba con una confianza burlona, quizás esperando que yo le respondiera. Sin embargo se adelantó:

- Jorge, la caja está totalmente vacía.




viernes, 2 de enero de 2009

Un mes

Desde el día en que nació Isabella, apenas he tenido tiempo para sentarme a escribir. Tengo muchas historias para contar, pero este primer mes de adaptaciones (de Irma y mío al rol de padres, y de Isabella al mundo) no han ayudado a que las historias puedan plasmarse por escrito.

Les agradezco por las palabras de felicitación del post anterior, y en cuanto pueda (seguramente muy pronto) volveré al ruedo. Mientras tanto, nos seguimos viendo en Exonario y en Questasbuscando.

Feliz año nuevo.