martes, 29 de agosto de 2006

El Código Gorrer


No me sorprendí la primera noche que ocurrió. Esteban Gorrer (yo aun no sabía su nombre) atendía en el almacén donde compramos bebidas para la cena. Unos minutos después fuimos en auto al supermercado que queda en la ruta, a comprar más leña para el asado, y Esteban Gorrer estaba atendiendo en una de las líneas de empaque. Cuando volvíamos del supermercado, pude ver fugazmente a Esteban Gorrer sentado a un costado de la ruta a la espera del ómnibus, a cinco kilómetros del último lugar donde lo habíamos visto.

Lo único que pensé esa vez fue: qué extraña coincidencia.

La segunda vez fue más sospechoso. Esteban Gorrer manejaba el taxi que me llevó al aeropuerto de Bahía Blanca. Unos minutos después subí al avión y luego de una hora me bajé en Aeroparque. Esteban Gorrer estaba allí, a ochocientos kilómetros del lugar donde lo había visto como taxista, sólo que aquí trabajaba en uno de los buffet del aeropuerto.

Días después sospeché que había estado frente a uno de esos casos poco habituales conocido como locación múltiple: una persona se encuentra, simultáneamente, en dos o más lugares distintos y vive dos o más vidas diferentes. En esa oportunidad, recuerdo, volví al aeropuerto para conversar con él y preguntarle por esa desconcertante propiedad de ser muchos, pero no lo encontré.

Hace unos días lo ví nuevamente. Estaba de guardabarreras en un paso a nivel en Bahía Blanca. Me acerqué y le dije lo curioso que me resultó su múltiple presencia. “Sí, estoy en muchos lugares”, me dijo con seriedad, pero mirando hacia otro lugar como si el asunto no fuera muy importante.

“Hay una explicación muy sencilla para cualquier caso de locación múltiple – me dijo- : los que aparecemos en muchos lugares somos viajeros en el tiempo.
“Yo viajo continuamente a este tiempo, por lo que no es de extrañar que algunas veces mi presencia se haya superpuesto. He viajado al menos cinco o seis veces a este mismo año y a este lugar; de modo que si busco a los otros cinco o seis avatares de mí mismo probablemente los encontraré. Pero no nos interesa; no vine aquí para reunirme conmigo mismo. Vine para cumplir con una misión puntual en este siglo.

“Yo nací en el año 2143. Pero no conozco nada de ese año; apenas nací me encapsularon y me deportaron cien años atrás. Fui educado por la sociedad argelina en el año 2043. Mi tarea era luchar contra el Mejatératon en el 2087, y para eso me tenía que entrenar unos años antes. Sé que todo esto suena confuso, pero es la verdad.

“En el 2087 se creó el Mejatératon. Una máquina monstruosa que sólo podía ser desactivada por mí. Verás… Dentro de algunas décadas las máquinas sólo responderán a un código. Durante los primeros años, el código es dominado por los hombres pero con el paso de las décadas y la mejora en la tecnología, las mismas máquinas generaron su propio código que sólo ellas podían desactivar. Sin embargo hubo fisuras. Ese código secreto a veces coincidía con la secuencia del código genético de algunas personas, o con las huellas dactilares… El código que sólo una máquina conoce, también puede encontrarse por azar en la combinación de cualquier elemento. El Mejatératon tenía cautivo todo el mundo y sólo respondía a mi voz. Mi voz era su código de mando.

“Pero mis entrenadores cayeron en la cuenta de que sólo con mi voz no iba a poder desactivarlo. En otras palabras, la máquina sólo obedecería a mi voz siempre y cuando fuera repetida muchas veces como un coro. Entonces decidieron mandar muchos avatares de mí mismo a la misma fecha.

“Para eso hicieron un procedimiento muy simple. El día 24 de abril de 2067 me enviaron al año 2087. Dije el código y volví. El 25 de abril volvieron a mandarme al mismo momento del año 2087. Me encontré conmigo mismo (con el yo que había ido hacía un día) y dijimos el código a dúo. Volví una vez más al año 2067. El 26 de abril volví a ir a 2087. El trío conformado por mis yoes de ayer y de anteayer dijimos el código y dominamos a Mejatératon. Repetí la operación cientos de veces hasta que un coro de yoes destronó al monstruo. No me extraña encontrarme conmigo mismo; como verás para mí es lo más natural que hay.

“Ahora estoy aquí, en el año 2006, porque mis jefes de la sociedad argelina del año 2067 han descubierto que mi voz es un decodificador universal. Y tenemos datos fehacientes de que ahora, en pleno 2006, hay una persona que es decodificadora universal. Está en Argentina. Mi tarea es encontrarla para una misión en el año 2436, época en la que, en la Tierra, ya no habrá máquinas en el sentido usual del término y las estructuras inteligentes que la habiten sólo pueden ser contactadas a través de un tipo especial de codificación. Desde ya le digo que, en el 2436, no existirán los humanos tal como los conocemos ahora.

Mi viaje más lejano y extraño fue al año 116.987. La Tierra es un desierto lleno de desconocidas figuras fantasmales, como si fueran proyecciones de imágenes en tres dimensiones. Lo que más me asustó de ese año fue que en el cielo la configuración de las estrellas no me resultaba familiar. Y el sol del día era distinto; tenía una tonalidad violácea y quemaba como una estufa de cuarzo. Sentía que estaba en otro planeta.

“¿Cómo es Mejatératon? Su nombre viene del griego “Mejané” que significa “maquinación” o “abominación” y del griego “Teratos” que significa “Monstruo”. El Mejatératon es una criatura hermafrodita con la belleza perfecta de una mujer y el atractivo seductor de un hombre. El Mejatératon es un monstruo de sensualidad que cautiva a las personas con su figura, sus aromas y su voz. Y parece una ironía que mi voz avinagrada sea el único freno para que la humanidad no quede estúpida frente a su poder.

“¿Cuál era el código?... No sé si hago bien en decírselo. Había que repetir tres veces “monstruosyberenjenas”.

“¿Cómo se llama la persona que buscamos en Argentina?... Señor Jorge Mux, la persona es usted. Espero que esté preparado. Esta casilla de guardabarreras es, en realidad, una máquina del tiempo. Si se queda conmigo un rato, tomamos unos mates y pronto se contactarán con nosotros desde el año 2067. Cuando se encienda esta luz -me señaló la lamparita de 40 watts de la pequeña oficina- usted no respire, porque habremos empezado el viaje.

La lamparita se encendió diez segundos después porque yo, accidentalmente, me apoyé sobre la tecla.

lunes, 21 de agosto de 2006

Un lector del más allá

A las 8:48 del lunes pasado mi amigo Javier se suicidó.

La primera imagen que vino a mi mente, cuando escuché la noticia, fue la luz del amanecer difundida a través del ventanal de su departamento en el piso doce. No puedo creer que en esa mañana luminosa se haya levantado a las siete y media, haya desayunado café con leche, tostadas con manteca, se afeitara, lavara su cara, encendiera la televisión para ver el programa de Bonelli, se pusiera una camisa blanca, una corbata, pantalón de vestir, zapatos lustrados y luego se colgara de una soga.

Los peritos cuentan una historia aterradora. Primero probó poniendo la soga en la ducha. Puso un banquito al que luego pateó. Cuando hizo esto, la ducha se desprendió de la pared y él cayó al piso. Se fisuró el brazo izquierdo y se rompió la nariz. Así, sangrante y maltratado, caminó unos metros y volvió a colgar la soga alrededor de la lámpara del comedor. Corrió la mesa, se paró sobre una silla y la pateó. Estuvo colgado quince minutos con la tráquea sofocada, pero sin perder la conciencia. La soga se desató y él cayó al piso dándose un fuerte golpe en la cara, rompiéndose aun más la nariz ya rota. Respiró con dificultad durante veinte minutos más. Quizás trató de moverse o de llamar a alguien, porque apareció a un metro y medio de la lámpara, cerca del teléfono. En el piso, antes de morir, se orinó y defecó.

La muerte de una persona joven provoca en sus conocidos, lejanos y cercanos, un misticismo inusual. Javier murió en Buenos Aires, a ochocientos kilómetros de mi vida. No lo pude ayudar. Nunca sabré por qué una persona que jamás ha pensado en la muerte decide que hoy es el día. Hoy, justo hoy, después de este café y no antes. Con la convicción de ir hasta el final, de no desistir en el primer intento. Una persona que –entiéndase bien- hace unos minutos sólo pensaba en el tránsito de la mañana fría en Buenos Aires, en el olor a limpio de la camisa blanca, en el brillo de los zapatos seguramente nuevos. Éste Javier que hace unos minutos coló la leche y untó las tostadas, no parece el mismo que, minutos después, insistió en rematarse, buscándole una macabra revancha a la soga.

“La mente es muy frágil”, me dijo un psicólogo que trabaja en Tribunales. “Todo el tiempo nos llegan denuncias de personas aparentemente sanas, jóvenes, con proyectos de vida, que se matan sin preaviso. Yo no sé qué pasa por las cabezas; sólo sé que el cambio es muy repentino; da la sensación de que nos podría pasar a todos en cualquier momento y sin motivo. Así como algunos de un día para el otro dejan a su mujer o renuncian a su trabajo, otros se quitan la vida. La diferencia es que, cuando uno se separa de su mujer, lo piensa durante meses y va dejando indicios: le comenta a un amigo, hace pequeños boicots en su matrimonio, no tiene relaciones... Y si deja el trabajo, lo más probable es que tenga otro en vista. Pero con los suicidios es algo inesperado e impredecible. Es un clic, inmediato, sin reflexión. Se ejecuta con saña, como si se despertara una furia incontenible contra uno mismo. Si uno lo piensa bien, no es diferente de los casos en los cuales un padre ejemplar mata a toda su familia.”

“Pero con los jóvenes ocurre algo especial. Cuando una persona joven se suicida, al poco tiempo se convierte en mito. Todo el mundo empieza contar historias retorcidas e inverosímiles acerca de su alma. La mayoría de esas historias son parte de la elaboración del duelo: los familiares directos sienten una “presencia”; escuchan su respiración o su voz; huelen repentinamente el aroma de su perfume. Hasta aquí, es la tristeza insoportable que provoca alucinaciones. Pero también aparecen otras historias que son inexplicables.”

El psicólogo no se equivocó.

El viernes pasado mi amigo Diego soñó con él. Lo soñó en una tarde de verano que habían compartido hacía muchísimos años en el parque de Mayo jugando al fútbol.

El jueves la hija de tres años de un amigo dijo haber visto un angelito en su habitación. El angelito, según la niña, se llamaba Javier.

El mismo lunes a las 8:48 mi prima Lucrecia, ex novia de Javier, se despertó llorando porque alguien le había tocado la pierna y se había despedido para siempre. Muchos minutos después todavía estaba convencida de que no había sido un sueño.

El jueves recibí un mensaje en el contestador telefónico. Era Javier. Estaba muy contento y me decía que el fin de semana largo venía a Bahía Blanca.
Revisé la hora y el día del mensaje: jueves, cuatro treinta y dos de la madrugada. Pensé que, quizás, el día y la hora del contestador estaban desfasados; que quizás Javier me había mandado el mensaje el domingo o el mismo lunes antes de matarse y que se había perdido en el éter de alguna manera, para quedar registrado en la madrugada del jueves. Algunas veces me ha pasado una cosa así.

Pero la duda no viene por la fecha del mensaje sino por su contenido. “Hola, Jorge, soy Javier, el javi… El viernes estoy en Bahía… Qué pena que no te encuentro. Che, puto divino: leí tu blog. Me encantó ‘el factor campana’. ¿Existe Nereo Rodríguez? Un abrazo. Andá poniendo las mollejas en la parrilla. Un beso”

Algo muy extraño ha ocurrido. Javier se suicidó el lunes por la mañana y yo escribí “El Factor Campana” el lunes a la noche. Lo publiqué en este mismo blog el martes por la madrugada, tal como pueden comprobarlo los lectores viendo el encabezado del post siguiente.

Alguna vez pensé que la muerte y la teoría de la relatividad tenían algo que ver, y eso daría un poco de claridad a las historias inexplicables. La muerte produce la alteración de muchas relaciones espaciotemporales. Javier, en su tiempo, alcanzó a leer mi post. Luego se suicidó. En mi tiempo, y en el de los que quedamos vivos, él se mató el lunes. “El factor campana”, una vez puesto en la red, ya no pertenece sólo a mi tiempo sino a los tiempos de todos los lectores y de la misma red. Así como la luz de las estrellas que veo hoy fue emitida hace millones de años, cualquier acción se dispara hacia todos los tiempos posibles (porque no hay un tiempo absoluto). Lo que publicas hoy, lo leen en China ayer. Pero tu ayer no es el ayer de los chinos; para ellos tu ayer es mañana.
Quizás en su tiempo, Javier todavía no se suicidó. Quizás lea este post y deje de estar muerto.

martes, 15 de agosto de 2006

Factor Campana

Habitualmente me cruzo con personas que no quieren hablar conmigo y que, cada vez que pueden, evitan saludarme. Los entiendo.
Pero hace poco me ocurrió algo más molesto que de costumbre.
Yo caminaba por los pasillos de la Universidad y un ya famoso profesor de economía, cuyo mítico nombre es Nereo Rodríguez, se cruzó conmigo, apretó los dientes en una mueca de desagrado y dijo, muy bajito: “otra vez este hijo de puta”. Mientras caminaba me miró con cierta perplejidad, como si mi presencia allí –para nada insólita- fuese una incongruencia imperdonable, una nefasta contingencia. Me sentí bastante mal. El profesor Nereo Rodríguez es una eminencia y tiene fama de ser un genio en matemática social. Casi no lo conozco personalmente. Mi única breve conversación con él fue en una reunión de camaradería, en la cual compartimos una botella de vino junto a otros invitados. Lamenté que se sintiera tan defraudado por esa única charla en la cual lo único que nos dijimos directamente fue “buenas noches”.


Comenté este pequeño y macabro suceso a mi mujer, mis amigos y colegas. Todos ellos se mostraron sorprendidos y en el fondo sospechan que yo tuve alguna culpa, o que ese insulto no iba dirigido a mí. “Hay dos opciones: o hiciste algo muy malo sin querer, o este tipo está confundido”, me dijo un amigo. Lo primero me pareció muy probable; lo segundo imposible: Nereo Rodríguez es una de las mentes más lúcidas que tiene la universidad.

A los pocos días me llegó un mail con su nombre. “DE: Dr. Nereo Rodríguez. ASUNTO: campana universal”. Pensé que era un anuncio de campanas para cocina, disimulado bajo el nombre de un remitente conocido. Pero no. El mail era del dr. Rodríguez, y contenía todo el alivio que necesitaba aunque su respuesta fue insólita e inquietante. Hago un resumen del cuerpo del texto, porque tenía largas fórmulas matemáticas y complicados juegos teóricos para mí incomprensibles.

Estimado lic. Mux

Usted me conoce sólo de vista. Nos cruzamos unas pocas veces. Pero créame que yo lo conozco muy bien.

Tanto usted como muchos de sus colegas piensan que mi vida gira en torno a la universidad. Eso no es cierto. Me dediqué a la matemática social, sí, pero mi interés no es académico.
Hace unos años inventé un programa que predice determinados sucesos a partir de variables matemáticas. Lo llamé MASP: sigla de “matemática social aplicada”. Las variables matemáticas representan coordenadas espaciotemporales. Usted puede introducir los datos que representan un día y una hora determinados (por ejemplo, el Día del Niño a las seis de la tarde), un lugar (por ejemplo, un shopping), una cantidad de personas (cinco mil), algunas variables más finas que requieren de datos específicos, y la máquina puede calcular cuál será el comportamiento de cada uno de los presentes.
Un programa así podría ser de inmensa utilidad para calcular ventas o prever accidentes. Tanto mi equipo de investigación como yo estuvimos muy entusiasmados con este proyecto. Sin embargo, ninguna de las empresas del mundo, ya sean estatales o privadas, se interesó por él. Para colmo, la universidad nos retiró el apoyo financiero porque consideró que nuestro trabajo carecía de interés.

Estuve bastante furioso por unos meses hasta que uno de mis discípulos me propuso la parte en la que usted interviene.
“¿Por qué no calculamos asaltos?”, me dijo mi alumno hace más de dos años.
Así fue que planeamos el robo al banco Río de Acasusso.
Hicimos el detalle perfecto con el MASP y se lo vendimos a un grupo de ingenieros y técnicos que querían convertirse en delincuentes. El robo, como usted sabe, fue considerado uno de los más espectaculares en la historia de la criminología argentina. Los resultados, claro, no fueron los esperados porque ellos no tuvieron en cuenta el factor campana y porque no se apegaron a nuestras predicciones.

No fue el único delito que planeamos.

Después de este, planeamos tres robos más:
- en el banco Provincia de la sucursal Retiro en Buenos Aires.
- en una joyería en Mar del Plata.
- en el Banco Libanés de Bahía Blanca.

Cada vez que hacemos un plan para cometer un delito, yo me ocupo no sólo de cierta logística específica, sino también de estudiar la complicada aritmética conformada por el lugar del hecho, nuestra llegada, las personas que están presentes en el lugar, el tiempo que tardaremos en apoderarnos de lo que queremos, la manera de escapar y las calles posibles por las que podremos hacerlo. En todos los casos, yo tomo los datos de manera pormenorizada y los cargo en el MASP. La computadora me devuelve una serie de números que interpreto para saber de manera estimada cómo se van a conjugar todos los factores.

Entre los muchos factores hay un grado de incertidumbre al que hemos llamado ‘factor campana’.
El factor campana es un número extra que surge de la combinación de todos los datos y debe leerse de la siguiente manera: hay un índice de elementos incontrolables en la operación. Ese índice se muestra en forma de coordenadas. Las coordenadas dicen que, si en tal lugar y en tal hora hay algo o alguien presente, el plan será desbaratado. A veces una paloma ubicada en la cornisa del banco puede hacernos destruir un plan minucioso. Otras veces una persona que llora, un ciego, un auto verde que pase justo en ese instante, dejan fuera del juego a una trama delictiva compleja y cuidadosa.
Descubrimos que en los tres desfalcos que habíamos planeado, usted estaba en el preciso momento y lugar que dictaba el factor campana. Usted, sin saberlo, iba a desbaratar nuestros propósitos. Quizás iba a ser el testigo clave; quizás le iba a dar un infarto y aparecerían ambulancias que complicarían nuestra situación; quizás usted dejaba caer un cigarrillo mal apagado e iniciaba una explosión justo cuando llegamos nosotros para hacer el asalto. Cuando quisimos asaltar el banco en Retiro, usted estaba de paseo por Buenos Aires, con su mujer, y fue justo el factor campana colocándose por más de media hora frente al banco, mirando vaya a saber qué particularidad arquitectónica. En Mar del Plata, usted le compró a su mujer un anillo de oro. Esa situación (la compra a esa hora, de ese preciso anillo) era el factor campana de nuestro desfalco a la joyería. En Bahía Blanca, cuando quisimos asaltar el Banco Libanés, el factor campana era la presencia de cierta persona en el pasillo de la universidad. Y fue justo ahí que yo me lo crucé y murmuré “otra vez este hijo de puta”.

Se preguntará por qué no tratamos de eliminarlo, ya que tenemos tantos datos sobre usted. Es muy sencillo: porque usted es el factor campana de cualquier propósito que tengamos. Si el plan es eliminarlo a usted, el factor campana (que es usted) malogrará nuestro propósito.
Pocas veces nos hemos encontrado con personas como usted que son factor campana universal: cada vez que planeemos algo, usted estará interfiriendo nuestros planes de manera involuntaria.

¿Por qué le cuento esto? Porque, ya que no podemos luchar contra su presencia impertinente, quizás usted acepte colaborar con nosotros. Nos ayudaría mucho si, después de cargar los datos en el MASP, yo pudiera mandarle un mail advirtiéndole qué debe evitar para no convertirse en nuestro factor campana. Si usted acepta, le estaremos muy agradecidos y lo vamos a recompensar. Pero si no acepta, no podemos hacer nada.


(Días después de recibir este mail, alguien me comentó que el profesor Nereo Rodríguez, en realidad, jamás se dedicó a crear programas de computación. Quizás este mail fue una complicada y retorcida fantasía para justificar su actitud en el pasillo cuando se cruzó conmigo. Lo que me produce enormes sospechas es que yo jamás le compré un anillo de oro a mi mujer en Mar del Plata)

martes, 8 de agosto de 2006

Tereneter


El mejor recuerdo de mi vida es un recuerdo falso.
Es una tarde de verano, tal vez febrero, con el sol disimulado y amortiguado por las madreselvas del patio de la casa de Mirta. Hay sillas de madera, una mesa grande con una amplia sombrilla. Hay té helado. Estamos todos los integrantes. Todos somos jóvenes, o eternos. Nicolás lee un poema revelador y Mirta, quien ha estado dormida, se despierta. La noche nunca llega.

El mejor recuerdo de mi vida es la fusión de unos pocos recuerdos, algunos sueños y muchos deseos. Lo único cierto (lo único que de verdad es parte de un recuerdo y no una fantasía) es que, en ciertas épocas de mi vida, el tiempo se detenía y la noche nunca llegaba, o nunca se iba.

Lo otro que quizás sea cierto es que Mirta, quien hace no muchos días falleció, coordinaba nuestros encuentros de taller literario los martes a la tarde. Laura, Melina, Gladys, Marta, Nicolás, Máximo y yo éramos integrantes estables de estas reuniones en las que escribíamos poco y especulábamos mucho, en particular sobre la relación entre el lenguaje, el pensamiento y el mundo. A veces se sumaban otras personas. A veces éramos sólo Mirta y yo.

Durante casi cinco años nos reunimos en la casa de Mirta. Si hacía calor, íbamos al patio de madreselvas y tomábamos té helado hasta la madrugada. Si hacía frío, estábamos en el living con sillones de algarrobo, estufa a leña y capuccinos. Esas reuniones, que eran casi perfectas (al menos en mis recuerdos iluminados por la fantasía y la nostalgia) se terminaron algún día impreciso, hace muchos años. Los integrantes del taller se dispersaron por el mundo y de algunos de ellos sólo sé que tal vez estén vivos. En todo caso ya no importa.

Laura tuvo una hija y se fue a La Plata (o viceversa). Melina salió a bailar tango por todo el mundo. Gladys se casó. Marta se fue lejos a estudiar antropología. Nicolás simplemente dejó de ir. Máximo murió al tropezarse con una piedra mientras corría ensangrentado para escapar de un perro que ya le había arrancado los testículos y parte de la ingle.

Nicolás era (es) el más talentoso del grupo. No sólo cada martes nos sorprendía y cautivaba con lo que había escrito durante la semana; también nos traía reveladoras teorías metafísicas y fascinantes experimentos mentales. Dominaba a la perfección el infinito universo de lo imaginario. No es casual que en mi ficticio recuerdo perfecto él estuviera leyendo un poema.

Una de sus ocupaciones era Tereneter. Una vez había escrito:

“TERENETER: Su nombre es una fusión de terra nec terra, voz latina que significa ‘Tierra y no tierra’. Tereneter es un mundo mental al que se accede mediante una secuencia de pensamientos.”

La hipótesis de Nicolás era que se llega a Tereneter si uno imagina ciertos objetos; si los imagina con cierta vivacidad y en determinada sucesión. Por ejemplo, la imagen de una lámpara, un arco iris, un árbol de avellanas en primavera, una caja de vino, una mesa de algarrobo, podrían ser la llave de Tereneter. “El reino de lo imaginario se maneja con reglas objetivas y claras. El asunto es encontrar esas reglas”, decía él en alguna de las reuniones. Tereneter, entonces, no era un mundo de fantasía; era una hipótesis de trabajo. “Una vez que estamos en Tereneter ya no somos dueños de imaginar lo que sea, porque el mundo de lo imaginario se nos impone como si fuera una realidad objetiva. En otras palabras, en Tereneter estaremos como en un sueño, en el cual las cosas que ocurren son imaginarias, pero de todos modos no son producto de nuestra voluntad y fluyen de un modo preciso y definido.”

“Mucha gente – decía Nicolás – confunde mundo imaginario con mundo ficticio. No todo lo que imaginas es una libre creación tuya. Hay mundos imaginarios que nos imponen sus propias imágenes”

Pasamos muchas tardes en el taller tratando de encontrar la llave de Tereneter. Proponíamos secuencias aleatorias de palabras y luego tratábamos de imaginar su significado. “árbol, pan, libro, oro”. Si no lográbamos entrar a Tereneter podía ser o bien porque no estábamos imaginando las palabras correctas, o bien porque no las imaginábamos con la suficiente fuerza. “Imaginar bien un árbol es pensar en cada una de sus ramas, en el último otoño que pasó, en la semilla que fue ese árbol, en el aroma de la savia, en el viento que mueve sus hojas, en los insectos que viven en su corteza… El árbol imaginado debe ser más real que cualquiera de los árboles del mundo”

Una noche de tormenta, días después de la terrible muerte de Máximo, Nicolás me llamó y me dijo que había encontrado la llave a Tereneter. “Estuvimos equivocados; no hay que pensar en palabras sueltas sino en imágenes muy complicadas que no pueden traducirse a un solo vocablo”. Me dio ejemplos imprecisos (recuerdo uno: “la mañana escalope y el cielo con arreboles verdes y tierra húmeda flotando en las nubes caballos siena, miríadas de viento”) y luego me decía “eso para que te des una idea, porque ni siquiera es exactamente así”. Estaba muy agitado. “Estuve con Máximo en Tereneter”, me dijo. Cortó. En las sucesivas reuniones del taller no volvimos a hablar del tema, entre otras cosas porque estábamos bastante sensibilizados con lo que le había ocurrido a Máximo.

Años después, ya cuando los integrantes del taller nos habíamos dispersado por el mundo, le pregunté a Nicolás qué había pasado con Tereneter. “Fue un sueño, nada más”, me dijo. No le creí.

No hace mucho, en una espantosa noche de viento invernal, traté de repasar algunas de las secuencias que practicábamos durante el taller. Traté de elaborar imágenes muy complicadas y finalmente ocurrió algo inesperado. Fabulosamente inesperado.
Después de imaginar un castillo de cristal sumergido en un mar de agua verde, después de que miles de burbujas brillantes cayeran sobre él, mi mente dejó de esforzarse y el resto de ese mundo imaginario vino a mí como si lo estuviera viendo. Ya no era dueño de imaginar lo que quería; cada objeto que aparecía a mi mente era una sorpresa. Aparecieron, sin que yo los llamara, unos animales alados de cristal que flotaban sobre un fondo de nubes verdes. Me rodearon y dijeron cinco palabras casi inaudibles: “una casa de azahares perfumados”. Un segundo después desaparecieron y volví a la oscuridad de la noche de viento.
Al día siguiente llamé a Nicolás y le dije, tratando de imitar el susurro de los animales fantásticos: “una casa de azahares perfumados”. Me cortó y me dijo que no lo moleste más.
Durante días traté de imaginar una casa de azahares perfumados y, después de un paciente trabajo, volvió a aparecer ante mí ese cielo verde (cielo sin tierra, cielo apenas limitado por una discontinua marejada de nubes multicolores) y las criaturas de cristal aparecieron una vez más y me llevaron a un lugar que en mi mente aparecía como el gineceo del mundo de combustión intrauterino. Otra vez se cortó la imaginación. Ya no volví a llamar a Nicolás.

Cuando uno imagina una clave correcta, después aparecen los elementos para seguir accediendo a niveles más profundos. Las claves pueden ser infinitas; yo accedí a una de ellas y luego los seres de Terenter me condujeron a otras claves. Pude haber seguido sus pistas, o pude haber abandonado antes. Si uno está cansado, o si la imaginación es deficiente, no se llega. O se llega a universos imaginarios horribles.

Seguramente Nicolás se encontró con Máximo en Tereneter. Seguramente abrió la llave de espantosas criaturas que lo acosan desde adentro de un mundo imaginario. Quizás, si uno avanza en las claves para ingresar a Tereneter, el mundo imaginario realiza una invasión en el mundo real, y ya cada cosa que uno imagine (por ejemplo, la pizza que se está a punto de almorzar) sea puntapié para que la propia imaginación sea raptada por los seres de Tereneter. Quizás ante la mínima imagen mental, el mínimo recuerdo, se abran las puertas de Tereneter y cualquier imagen desemboque en un despliegue insoportable de vivacidad, belleza y terror.
El mejor recuerdo de mi vida, el falso recuerdo, con el sol disimulado y amortiguado por las madreselvas del patio de la casa de Mirta, en el que Nicolás lee un poema revelador, no es un recuerdo. Tengo la sospecha de que esa imagen perfecta, cuya perfección compartiríamos todos los integrantes del taller, haya sido quizás una imagen que, desde Tereneter, me han enviado Nicolás o Máximo. Sospecho que el poema perfecto que lee Nicolás en esa imagen es una clave y, si descubro qué dice exactamente (el recuerdo es un poco difuso) me podré encontrar con todos ellos en esa tarde de febrero en la que seremos jóvenes y eternos.

miércoles, 2 de agosto de 2006

Jamás confíes en dos gallegos si hay tormenta.


Hace ocho días me quedé sin gas en casa. Hubo una pérdida en el departamento del fondo y la compañía de gas nos cortó el servicio a todos los que, por compartir un pasillo, recibimos gas del mismo caño maestro. Nos dicen que hay que cambiar la instalación de gas completa.

Enseguida se hizo una reunión improvisada en la casa de Julio, mi vecino más cercano. Se decidió pedir varios presupuestos para saber cuánto va a costar este trabajo. Parece que es exageradamente caro y que va a llevar un largo tiempo. Algunos de los que estaban en esa reunión están peleados entre sí por viejas diferencias absurdas. A Julio le molesta que Llanos deje crecer un árbol de palta que da justo a su patio, porque, según Julio “ese árbol de mierda jamás dio una sola palta y vieras el ruido que hacen las hojas cuando hay viento: no te dejan vivir”.

Hace una semana que nos quedamos sin gas y hoy, en el día octavo, no tenemos avances en eso. Hemos visto varios presupuestos. No se ponen de acuerdo entre vecinos y algunos quieren escuchar otras campanas. Mientras tanto el invierno es crudo y arrasador. Ahora mismo me estoy calentando con la garrafa que me prestó Graciela. La historia de esa garrafa me interesa más que esta pequeña desgracia doméstica.

Cuando Graciela se enteró de esta situación, me dijo que fuera a buscar la garrafa a su casa. Ella vive en una zona alejada, con calles de tierra, mal iluminada y catalogada como ‘área suburbana peligrosa’. “Gracias, me arreglo con la estufa de cuarzo y con la garrafita para camping”, le dije. “Y con el microondas me caliento el café con leche”. Mi vida estaba resuelta.

El domingo me levanto a las cinco de la tarde y la estufa de cuarzo hace un chispazo y deja de andar. No tengo ya medios con qué calentarme y afuera está lloviendo. De todos mis amigos, Diego es el único que tiene auto así que lo llamo para que me lleve a buscar la garrafa. “Claro, no hay problema”, me dice.

Para cuando Diego llega a mi casa con su Citroen marrón, ya es de noche y la lluvia cae envuelta en paños de viento negro y furioso. Yo tengo los pies y las manos helados. Le convido un café con leche pero él tiene apuro. “Vamos, que me esperan en casa para preparar un pollo al disco”, me dice. Son las siete y media de la tarde.


Ingresamos al barrio por la calle Pedro Pico. Yo estoy convencido de que Graciela vive en la calle Pueyrredón al 2400, pero cuando llegamos a esa esquina a medias urbanizada, descubro que el paisaje no me es familiar y su casa no está allí. Y yo sé cómo es su casa. Seguimos andando. Estamos dando vueltas entre las calles Espeche y 25 de mayo para ver si el cuadro conformado por cielo negro, lluvia, casas y baldíos me suena conocido. Nada. En la esquina de Espeche y 14 de julio se revienta una cubierta. Diego se ríe. “Ahora sí estamos listos”, dice. Nos quedamos unos minutos adentro del coche, en silencio, mirando la lluvia y esperando a tomar una decisión. Se me ocurre que la casa de Graciela no puede estar muy lejos, así que le propongo a Diego que él se quede en el auto y yo voy a buscar ayuda. Acepta.

La lluvia es tan torrencial que, en una trayectoria de apenas diez metros a partir del lugar donde estamos varados, ya estoy completamente empapado. Eso y las manos y pies fríos. Camino por las veredas de barro a lo largo de cinco cuadras, en zigzag y sin una estrategia definida. Estoy esperando que, por milagro, aparezca ante mis ojos la casa que estoy buscando. El milagro se hace realidad. No era Pueyrredón al 2400, era Luiggi 2670. Desde adentro alguien abre la puerta antes de que toque timbre.

“¡Mirá cómo estás!”, me dice Germán, el marido de Graciela. “¡Te vas a morir de una pulmonía!”. Graciela me ofrece una toalla y Germán me presta su pantalón de gimnasia, medias, unas zapatillas, una camiseta y varios pulóveres. Después de un té bien caliente, les cuento que mi amigo está a algunas cuadras de allí, varado, en medio de la lluvia. “Vamos a buscarlo”, dice Germán.

Lo guié a través del diluvio helado –esta vez nos empapamos los dos, a pesar de un paraguas que de antemano se veía bastante inútil- y llegamos hasta 25 de mayo y 14 de julio. El citroen estaba allí, pero mi amigo Diego no. “Este boludo no habrá salido a buscar ayuda por su cuenta”, dije. El auto estaba cerrado con llave (prueba inequívoca de que se había ido por propia voluntad) y la situación no daba para esperar mojándonos a que llegara. Volvimos a la casa de Germán y Graciela. A pesar de que estábamos totalmente mojados, ya no alcanzaba para que me prestaran ropa una vez más. Me saqué la ropa nuevamente empapada y me puse la que originalmente había traído. Graciela la había puesto sobre el calefactor: seguía mojada pero al menos calentita. Me invitaron a cenar y a dormir en el sofá. Mis opciones no eran demasiadas. Acepté.

Aun llovía a la mañana siguiente.
Graciela no tenía teléfono, así que no podía comunicarme con Diego mientras estuviera en su casa. La lluvia era, ahora, una fina y fría garúa. Podía arriesgarme a salir una vez más; al menos hasta un quiosco para pedir un taxi. Eso fue lo que hice y volví a mi departamento con la garrafa en el baúl del coche. El taxista me cobró catorce pesos con ochenta, cifra que no estaba en mis cálculos iniciales y que me pareció escandalosa.

Ese mismo día lo llamo a Diego. “¿Adónde fuiste anoche? No estabas en el auto.” Se rió. “Pensé que te ibas a perder como un boludo,- me dijo - así que salí yo también. Golpeé la puerta de la casa más cercana. No me vas a creer”- seguía riéndose, pero su risa era nerviosa.

“Toqué en una casita mal hecha en la que vi luz. Les pedí el teléfono. Me atendieron dos tipos que hablaban en gallego y me invitaron a pasar. 'En la sala de estar está el teléfono', me dijo uno de ellos. Me condujeron por un pasillo sin revoque y en medio de pilas de diarios viejos. Se veía una mugre impresionante, y los tipos eran desagradables y gritones. Yo les decía que vos habías ido a buscar una garrafa y ellos me corregían: ‘¡Una bombona!, ¡Una bombona! ¡Menudo borracho!’. Mis palabras les causaban una gracia enorme. Uno de ellos me dijo: ‘Tengo una rueda de Citroën, si te hace falta, tío’. Le dije que sí, que así arreglaba el coche y me iba. ‘Pero nada es gratis, ¿eh?’.

“En la sala de estar (si es que eso era una sala de estar) había una cámara como de las que usan en los canales de televisión y una computadora apoyada sobre una mesa casi destruida. Y no había ningún teléfono. ‘Si quieres salir de acá con el culo sano, tienes que hacernos un trabajito’.

“Lo resumo: la cámara era una webcam de altísima calidad y yo tenía que hacer stripteases cada quince o veinte minutos para (según lo que decían ellos) un servicio de sexo en vivo que se difundía principalmente en España. Me obligaron a masturbarme varias veces, sentado sobre un colchón frente a la cámara y gimiendo ante cada prenda que me quitaba. Ponían de fondo la música de ‘Bombón Asesino’. Eso me divertía mucho. Yo no veía lo que pasaba en la computadora (el monitor estaba de espaldas a la cámara hacia la cual yo tenía que actuar); bien podía estar apagada y bien pudiera ser que yo estaba dando ese patético espectáculo sólo frente a los dos gallegos y nadie más. En realidad, decir que me obligaron es una mentira; yo sabía que me podía ir cuando quisiera pero es que afuera no se podía estar y adentro estaba calentito. Y no te olvides de que estaba medio desnudo. A eso de las dos de la mañana me dieron la rueda lista para el coche, ropa limpia y nueva, y me pagaron cincuenta pesos. Cuando me iba, me invitaron a tomar unos vinos. ‘Tengo aquí una garrafa llena, chaval, quédate con nosotros’. Se reían mucho y no entendía por qué. Igual me fui sin aceptarles el vino”