lunes, 7 de abril de 2014

¡Ieee-eeeeh!



Hace veinticinco años dos amigos de la adolescencia me tendieron una trampa. En ese momento fue un suceso intrascendente y fácilmente olvidable, cuyo verdadero trasfondo no pude entender hasta hace pocos minutos. Recién ahora, a los cuarenta años, revisando papeles que mi viejo guarda en su mesa de luz, me di cuenta de algo que Daniel e Iván hicieron a mis quince años para que cayera como un pichón en la jaula.
Por aquella época yo me había hecho una falsa fama de escritor o de intelectual. Daniel e Iván desconfiaban de mi supuesta inclinación por los libros y la escritura, pero en general se comportaban como si respetasen mi forma de ser, que por cierto no era nada fácil de sobrellevar. En esa época yo era muy pedante y, al igual que ahora, tenía más ínfulas que voluntad. También es cierto que, para sobrellevar esa malhabida fama de literato, pasaba días enteros leyendo libros que no entendía solo para justificar mi supuesta inclinación intelectual. También, de vez en cuando, escribía algún largo cuento y luego insistía a mis amigos para que los leyeran, cosa que a veces hacían con un fingido pero notablemente disimulado interés. A veces yo aprovechaba alguna reunión para leerles en voz alta lo que había escrito. No todos me oían con atención; algunos bostezaban y en general me decían “qué bueno” solo para que me callara de una vez.
Por supuesto, cada tanto alguno de mis amigos también escribía algo. Quizás era la introducción para un cuento o un poema. Al principio ellos me los leían, creyendo que yo iba a estar feliz de que compartiéramos mutuamente nuestros escritos. Nada más lejano: esa era mi ocasión para defenestrarlos de la peor manera posible. Les criticaba la ortografía, la ingenuidad en el tratamiento del tema, la falta de preparación para escribir una ficción mínima, la dicción pésima y el hecho (que yo me encargaba de subrayar) de que ellos no habían leído las docenas de libros que yo sí. Una cosa es que ellos tuvieran el privilegio de escuchar mis creaciones literarias. Otra muy distinta es que yo les hiciera el enorme favor de aguantar sus pésimos garrapateos.
Al poco tiempo ya nadie quería escuchar mis escritos ni darme los suyos para que los leyera. Era fácil entender por qué.
Pero una tarde Daniel e Iván, quienes siempre se habían comportado como si aceptaran mis admoniciones y mi supuesta erudición literaria, vinieron con un poema. Iván me dijo que había estado toda la noche anterior componiéndolo, y quería leérmelo. “¿Toda la noche?”, le pregunté entre sorprendido y desconfiado. “Sí. Estuve desde las doce de la noche hasta las seis de la mañana, porque lo escribí varias veces. Lo arreglé, taché, pensé mucho y me salió esto. ¿Qué te parece?”
Aquella vez algo me pasó mientras leía el poema en silencio. No era muy largo, y no me explicaba por qué Iván, un chico con plata que soñaba con ser aviador y que nunca en la vida había escrito nada, de pronto pasaba una noche entera escribiendo trabajosamente un poema. Un único poema de veinticuatro versos, sin rima, pero con una cadencia extraña y ligeramente torpe. Vagamente recuerdo que hablaba sobre la noche, sobre una bomba, sobre una película. Los versos no tenían un contenido fuerte y definido, y a la mitad del poema leí la frase cuya presencia hizo que recordara hasta hoy aquel suceso: “La cueva del perico”. Mientras leía pensaba que ningún poema serio, trabajado a conciencia durante arduas horas, podía contener la expresión “la cueva del perico”. Con cierta ambigüedad, el poema parecía tocar diversos temas muy generales, como pinceladas, pero de golpe aparecía “La cueva del perico” con esa contundencia ferozmente banal que tienen las palabras cuando pretenden tener una profundidad de la que carecen.  
Supongo que hice algunos rictus de desagrado mientras lo leía. Tal vez se notó un respingo en mi cara cuando vi “la cueva del perico” rematando un verso sin rima y sin métrica aparente. Pero esa vez fui ecuánime en mi apreciación. Le dije a Iván (y a Daniel, quien también esperaba mi veredicto) que no lo entendía, pero lo importante era saber qué había querido decir con eso, y que si a él lo conformaba estaba bien y yo no era quién para juzgarlo. “Bueno, pero ¿tiene calidad literaria?”, preguntó, insistente. “Claro, sí, la tiene. Lo que pasa es que no lo entiendo, pero se nota que hay laburo”. En realidad no sé por qué fui tan diplomático, pero ahora me alegro bastante de haberlo sido. Lo cierto es que no me había gustado en lo más mínimo; no le encontraba sentido a esa perorata de veinticuatro versos y cada palabra que leía me parecía una pérdida de tiempo. Además me disgustaba la utilización de signos de admiración, la aparición de nombres propios de personas desconocidas y algunas exclamaciones inarticuladas que se repetían a lo largo de las amorfas estrofas. Después de eso, tanto Iván como Daniel se fueron y nunca más hablaron de sus escritos.
Me fui olvidando de este suceso hasta hace unos minutos.
Mientras revisaba el cajón de la mesa de luz de mi viejo, encontré manuales de instrucciones de videocaseteras, recetas de medicamentos, algún cuadernillo con anotaciones de teléfonos y direcciones, discos viejos y, entre todo eso, tres compact disc, uno de R.E.M., otro de Jon Anderson y otro de Los Redonditos de Ricota.
Los discos eran originales. Saqué la cubierta del tercero y me puse a hojear las letras de las canciones. Me detuve en el fragmento de una canción de Los Redonditos que yo mismo había cantado decenas de veces: “Ji Ji Jí”:

Este film da una imagen exquisita
chicos son como bombas pequeñitas
El mejor camino a la cueva del perico
para tipos que no duermen por la noche.
No lo soñé -¡ieee-eeeeh!
Ibas corriendo a la deriva
No lo soñé -¡ieee-eeeeh!
los ojos ciegos bien abiertos.


Fue un descubrimiento casi mágico. ¡Veinticinco años después, volvía a aparecer delante de mí la expresión “la cueva del perico”, pero esta vez en una letra de los Redondos del disco Oktubre, editado hace veintiocho años! Y la canción entera – corroboré- tenía veinticuatro versos.
Ahí lo entendí claramente.
Imagino la escena como si la hubiera vivido.
Iván y Daniel, hartos de que yo me creyera capaz de juzgar la calidad de los escritos ajenos, decidieron tenderme una trampa. Copiaron a mano la letra de “Ji ji jí” del disco que hacía poco se habían comprado y me la dejaron para que la leyera. Si yo decía que era una porquería, entonces ellos concluirían que mi conocimiento sobre literatura era puro humo, porque nadie que conociera sobre poesía podía decir que las letras de las canciones de Los Redonditos eran malas. A esa edad, Los Redonditos eran un parámetro razonable de lo que significaba una buena poesía. 
Por suerte para mi, fui bastante benigno en mi apreciación y ellos simplemente se retiraron sin decir nada más. Pero si hubiera dicho “Es una porquería, está mal escrita, no tiene rima, no tiene sentido, contiene grititos tipo '¡Iéee- éeeh!', no sabemos de qué carajo habla ni por qué por qué putísima razón habla de la cueva del perico”, seguro que me echarían en cara enseguida cuál era el verdadero origen de ese poema supuestamente escrito en una larga y sudorosa noche de arrebato poético, y ahí quedaría yo, expuesto como el miserable charlatán pseudointelectual que en verdad era, criticando sin saber la letra de un auténtico poeta. Pero gracias a que no respondí como ellos esperaban, desactivé su trampa y solo muchísimos años después conocí la tímida e insidiosa argucia que desbaraté en ese suceso. Es muy curioso cómo el montaje de una trama fugaz, urdida entre dos amigos, puede sobrevivir décadas hasta que es descubierto cuando ya no puede hacer daño y no hay a quién pedirle revancha. Pero, sobre todo, me sorprendió notar cómo una de las últimas estrofas de esa canción de Los Redonditos parecía referirse precisamente a este suceso y a mis ya abandonadas ínfulas de crítico literario tirano:


El montaje final es muy curioso,
es en verdad realmente entretenido
vas en la oscura multitud desprevenido
tiranizando a quienes te han querido.