miércoles, 27 de septiembre de 2006

Hendija


Hace unos cuantos años, una tía que ahora falleció había enloquecido. Sus hijos, es decir, mis primos, contaban detalles de su peculiar estado mental y un poco nos reíamos porque las acciones que dicta la locura son hilarantes, absurdas y conmovedoras. Una vez contó uno de mis primos: “Hoy, cuando nos levantamos para ir a la escuela, mamá estaba tirada en el piso, con los pies descalzos, retorcida sobre sí misma, sumamente concentrada tratando de morderse el dedo gordo del pie. Le pedíamos el desayuno, pero sólo gruñía un ‘estoy ocupada, esperen un cachito’. Estuvo así tal vez dos o tres horas, con la mirada desencajada fija en su dedo gordo, sin lograr morderse siquiera la uña, hasta que se durmió, hecha una bola, tirada en el piso. Paula no fue a la escuela para quedarse con ella.”

Aparentemente, mi tía alternaba estados de una cruel incoherencia con otros de lucidez abrumadora. En esos estados de lucidez recordaba todo lo que había hecho, dicho y pensado en su otro estado. Yo amaba esos momentos en los que se podía hablar con consistencia y fluidez, porque ella se reía de todo lo que le pasaba. “Estoy cada día más loca y eso es muy divertido”. Ella misma definía a su locura como “un estado de placer, alegría y desenfado”. Gracias a ella aprendí a no temerle a la demencia: incluso llegué a desearla, a envidiar su felicidad plena, a creer que cualquier estado de alegría era un indicio de que yo también había heredado su manía. A veces, ella terminaba de reírse de sí misma y la sola euforia la conducía una vez más a las tierras de la enajenación.

Pero la locura y la lucidez de Sara estaban alternadas con la clarividencia.

Cada vez que un vendedor o cualquier otro desconocido tocaba timbre, Sara lo atendía y decía: “anoche soñé con usted”. Apoyaba esta afirmación dando detalles de la vida del desconocido que ni su propia madre podía conocer. El desconocido, fuera un vendedor o un cobrador, se mostraba tan sorprendido que casi siempre pedía más precisiones. Mis primos lo invitaban a pasar, le convidaban un café y le advertían sobre la locura de Sara. Ella se reía y, claro, no lo negaba. “Estoy loca, pero sueño con la vida de las personas, todo el tiempo”. A veces el vendedor se quedaba a almorzar y se hacía amigo de la familia. Otras veces, espantado por lo que oía sobre su propia vida, escapaba y no volvía a aparecer. “Algunas vidas no parecen tan terribles hasta que las ponemos en palabras”, decía mi tía. “Una cosa es que seas hombre y te guste el novio de tu hermana. Otra cosa es que lo pongas en palabras; que lo pienses en un idioma determinado. Mientras sea sólo un deseo, sólo una sensación molesta, sólo el palpitar de tu corazón, no parece terrible. Pero, si lo ponés en palabras, cobra una dimensión que antes no tenía: ahora se puede comunicar; todo lo que antes era amorfo e indefinido se convierte en un concepto preciso con significaciones espantosas”.

Cada vez que salía a la calle y veía a cualquier persona anónima, Sara se detenía como sorprendida por un recuerdo y decía: “yo soñé con este tipo”, seguido de datos precisos sobre su pasado y presente. Lo mismo pasaba con los personajes que aparecían en televisión. A veces los sueños le mostraba el costado perverso de las personas: “este tipo tiene la afición de violar gallinas”. Otras veces sus sueños eran proféticos: “este hombre está siendo engañado por su mujer y pronto va a darse cuenta” o, con mayor precisión: “Este hombre se llama
Alberto Alimenti y va a morir de cáncer en el año 2008”. Otras veces, los detalles que daba sobre las personas eran tan inverosímiles que no era posible saber si había entrado una vez más en la demencia, o si en verdad estaba percibiendo vidas ajenas: “Este hombre, Esteban Gorrer, viene del año 2087”

Aun cuando ella decía que las clarividencias y profecías le llegaban a través de sueños, seguramente no eran ensoñaciones comunes. Sara confesaba que no tenía recuerdos de esos sueños; como si se activara algo en la memoria cada vez que veía a alguien desconocido. “Yo les llamo ‘sueños’, pero no sé qué son. Cuando veo a alguien, inmediatamente recuerdo toda su vida y a veces veo su futuro. Como no sé de dónde me vienen esas imágenes, creo que han sido tomadas de un sueño. ”

En el año 1991 esta mezcla de locura, lucidez y clarividencia se convirtió en un cóctel prodigioso. Una tarde, después de haber preparado una torta, Sara se quedó sentada frente a la cocina por más de una hora, en silencio, mirando a la torta enfriarse. A sus hijos (que ya estaban acostumbrados a estos momentos de profunda introspección), no les pareció un episodio curioso. Cuando volvió en sí, Sara anunció: “acabo de escribir, completa, la próxima obra del escritor Pedro Danzi. La tengo toda, letra por letra, en la cabeza”.

El anuncio tuvo consecuencias desconcertantes y contradictorias. Mis primos le pidieron que recitara algo de la obra y, por lo que cuentan, lo que recitó bien podía haber pertenecido a Pedro Danzi. Algo que estaba a medio camino de las fantásticas y ya clásicas producciones de Las Muchedumbres de Fuego y Los Siete Sabios. ¿Es necesario aclarar que Sara jamás había leído a Pedro Danzi? Sin embargo, ninguno de ellos tuvo el cuidado de anotar lo que Sara recitaba. Y quizás no hacía falta: un par de semanas después, Pedro Danzi moría en Toulouse y, por lo tanto, ya no iba a escribir una próxima obra.

Desde el mismo momento en que Danzi murió, Sara dejó de hablar o, en todo caso, se perdió en un mar de incoherencias, de sonidos inarticulados y de autismo casi total. Paula, mi prima, le escuchó decir un par de veces: “todavía estoy de este lado de la cerca” y “la noche es infinita”. En el año 1994, Sara murió en silencio, lentamente y sin angustia, encerrada en su habitación y atendida por su hija menor.

Hace tres años aparecieron los escritos póstumos de Pedro Danzi, entre los cuales figura una breve historia autobiográfica de ciento cuarenta páginas titulada Dos Desconocidos. No pude evitar el sobresalto al leer esta página que es parte del prólogo:

Durante mucho tiempo traté de abandonar mi cuerpo; esta carne es un instrumento enfermizo que se corroe muy rápido y se queja demasiado. El agua caliente con sal ya tarda mucho en hacer efecto sobre las llagas. Hoy, cuando esperaba el alivio con los pies sobre la palangana, encontré una imagen que no pertenecía a mi mente. Era como una orden; una necesidad imperativa de escribir precisamente estas palabras. Esta obra, que ya lleva varias semanas, me fue dictada en silencio por una musa que vive lejos, habla otro idioma y sabe de mí más que yo mismo. Por unos minutos, por el lapso interminable de una hora, escuché su voz que cada tanto se repite. La voz, inaudible e inaudita me señaló, con fluidez, cuáles son las palabras que necesariamente voy a escribir. Esta página me fue dictada por ella; lo que hago no es plagio; según ella misma me lo ha indicado, las palabras que salen de su boca (o de su mente) son las formas que ella ve en mi propia mente. Ella sólo me dictó lo que yo hubiera visto en mí. Aunque sus palabras duraron sólo una hora, yo he tardado algunas semanas en descifrarlas y transcribirlas: una hora de su tiempo equivalen a cuatro semanas del mío.
Durante esa hora, la musa me dejó ver a través de sus ojos. Una cocina humilde, una torta, el olor dulce y cálido del horno todavía caliente, la certeza de nuestra apurada muerte
. ”

Pedro Danzi había hecho una hendija mental. Una hendija que, como un túnel, tenía una salida por otro lado. La salida era a través de la mente de mi tía Sara. Sara, mientras recibía a la mente de Danzi, tuvo acceso a todos sus recuerdos y, gracias a la clarividencia que solía tener con los desconocidos, leyó la novela de Danzi: una novela que ni el mismo Danzi sabía que iba a escribir. En esa novela vio la página del prólogo que transcribí más arriba: vio la página en la cual se hablaba acerca de eso mismo que estaba pasando. Vio la página en la que se hablaba de la torta que ahora mismo estaba mirando y que, como un bucle, la incluía. Se vio a sí misma incluida en el bucle; se vio a sí misma siendo Pedro Danzi mientras espiaba a través de su mente; se vio a sí misma muchas veces, muchas veces vista a sí misma. Probablemente los últimos y silenciosos años de la vida de Sara fueron una caída en espiral dentro de ese laberinto.

martes, 19 de septiembre de 2006

El informe de Siemmet


Entre enero de 1634 y febrero de ese mismo año, al duque de Mecklemburgo, General Albrecht Von Wallenstein lo van a asesinar porque su miembro viril es pequeño e inútil.


En enero lo destituye el propio rey, Fernando de Habsburgo, porque desconfía de sus ambiciones. El general Wallenstein ha asolado Dinamarca y Suecia con un ejército indómito que sólo deja una sangrienta consternación a su paso.

Fernando, hasta ese fatídico año, no sabe bien por qué va a asesinar al general. Por ahora, todo lo que sabe es que Wallenstein es impredecible y sus actos no se condicen con su linaje y con las pretensiones de un General. Desde 1628, Wallenstein posee su propio ducado y sin embargo sale con su selecto ejército a arrasar pueblitos sin importancia en las fronteras del norte, allí donde los límites son difusos y donde, dicen, empieza el mar de los Wyrms, el oscuro y helado Báltico. Fernando teme a lo que no comprende. Un general exitoso debería atacar las grandes ciudades; debería asediar las fábricas de armas y aniquilar los ejércitos. Un verdadero general le disputaría las tierras al mismísimo emperador. Pero Wallenstein, el mejor hombre con el que cuenta, tiene una motivación especial por los pueblitos anónimos sin ejército y sin importancia estratégica. Como si su general encontrase algo muy valioso en esos pueblos; algo tan valioso que no puede comunicárselo al emperador y mismísimo Rey. Fernando teme que Wallenstein haya sido víctima de un maleficio. En los pueblitos de ese norte brumoso hay brujas y Nidhoggs, y las tierras siguen siendo salvajes, pues la Palabra de Dios no ha llegado aun con toda su fuerza. Por eso, porque el comportamiento del general es un poco extravagante, decide enviar un espía. “Haz todo lo que Wallenstein te ordene, para que no sospeche nunca”, le dijo el rey a su espía de confianza, el sagaz Samuel Siemmet.

Siemmet se infiltra en los ejércitos de Wallenstein justo cuando el general se dispone a atacar una ciudadela sin nombre ni pasado. Lo que sigue es un resumen del informe de Samuel Siemmet, anotado en un cuaderno que ahora forma parte del museo histórico de Viena.

Día 1. El general parte con quince soldados. Me he ganado su confianza lo suficiente como para que yo mismo sea parte de su comitiva. Iremos al norte a pocas leguas de aquí, y atacaremos la población de Smutt. Los soldados apenas llevan armas. El general Wallenstein no se comporta como un jefe; parece un camarada y permite que cualquiera de nosotros tome la palabra y las decisiones. Es un hombre que ríe mucho y sabe escucharnos.

Día 2. Llegamos a Mutt. En esta tierra se hablan lenguas bárbaras y los hombres son malolientes. Los ajusticiamos de inmediato. El general Wallenstein no quiere dejar hombres, niños ni ancianas. Pide que sólo dejen con vida a las doncellas. A todas ellas les da de comer y les proporciona un baño caliente y ropas.

Día 3.
Esta mañana el general se ha despertado con muy buen humor. Las doncellas lloran por la muerte de sus familias, pero Wallenstein las consuela con palabras dulces. Hasta él mismo toca un instrumento musical traído de Oriente cuyas notas parecen aliviar las penas de las doncellas.
Las jóvenes de esta fría región son hermosas; tienen el cabello color trigo y sus ojos reflejan el cielo o la pureza del océano. Y sus cuerpos podrían ser la envidia de Afrodita.

Día 4. El general ha estado muy taciturno esta mañana. Ha cambiado su buena disposición para con las doncellas y ahora les grita y da órdenes duras. Con nosotros, sin embargo, sigue siendo un camarada, pero veo que el resto de los soldados está inquieto.
De pronto el general se ha levantado, ha cogido una espada y de un golpe preciso le corta la cabeza a una doncella. Las demás observan con horror y el general sonríe y bebe de la sangre que, como un manantial, brota caliente de su garganta. Uno de sus soldados toma con fuerza a una de las jóvenes, le quita la ropa y comienza a fornicar ruidosamente, a la vista de todos. La joven se retuerce de inquietud y de deseo, y sus gemidos van en aumento. Pero cuando la doncella está por dar su gemido más profundo, el general se acerca y le corta la cabeza. Me sorprende escuchar que aun la cabeza separada sigue gimiendo y en su rostro se dibuja una comisura de satisfacción. Incluso el resto del cuerpo, ya descabezado, sigue moviéndose rítmicamente unos minutos, como si todavía pudiera paladear el placer o como si la carne tuviera memoria del inmediato goce.

Luego escoge otra doncella y otro soldado. Esta vez, la doncella tiene los ojos vendados y, sabiendo de su destino, comienza a sollozar. Los soldados de Wallenstein son expertos en el arte erótico; eso queda evidenciado cuando las muchachas, habiendo sido vírgenes hasta ese instante, enseguida dejan ver una infinita satisfacción en el rostro. Wallenstein y el resto de los soldados observan la escena con regocijo. Ahora, cuando la niña está en lo más profundo de su éxtasis, Wallenstein clava su espada en el pecho de la joven y ésta comienza a morir desangrada. Aun cuando el pecho de la joven está cubierto de sangre y ella comienza a ahogarse por la hemorragia, todavía en ese instante su rostro y sus gemidos son de satisfacción y no revelan dolor.

Uno tras otro, los soldados fornican con todas las jóvenes para luego asesinarlas. Entiendo que el objetivo del General es encontrar el límite entre el placer y la muerte: él me confiesa que su regocijo está en ver a la cabeza de las doncellas, ya fuera de su cuerpo, todavía retorciéndose y emitiendo un leve gemido de satisfacción, como si no se hubiese enterado de que estaba muerta. Como si el goce del sexo estuviera más allá de la muerte.

Para el final, cuando sólo quedan dos jóvenes, los soldados juntan todos los cuerpos y la sangre de las doncellas; fornican una vez más pero esta vez frotándose contra los cuerpos todavía calientes y sangrientos de sus compañeras recién muertas.

A estas dos últimas doncellas, Wallenstein les reserva un destino mucho más cruel. Ha mandado a arrancarle el brazo izquierdo a una de ellas, y el brazo derecho a la otra. Luego, manda a desollar toda la piel de la pierna y el torso izquierdo a una de ellas, y todo la piel de la pierna y torso derecho a la otra. Luego pide que, con aguja e hilo, cosan un cuerpo a otro, para convertir a dos mujeres en una, como esos engendros que de vez en cuando suelen parir las madres. Wallenstein me confiesa que con el paso de los días, los cuerpos desollados y cosidos se unen y las carnes de ambas se fusionan en una sola. Eso, la unión de dos cuerpos de doncella, le produce un macabro placer.

Finalmente, llenan de agua la enorme marmita donde están los cuerpos y la sangre de las doncellas muertas, calientan el agua hasta hervir y luego comen la carne de las jóvenes junto con su sangre.

El informe de Siemmet llegó a manos del rey, pero hay que desconfiar de algunos detalles de su relato. Es probable que Wallenstein y su ejército tuvieran violentas relaciones carnales con las jóvenes que encontraban a su paso, pero tal vez la imaginación del relator hizo una gran parte. El rey Fernando saca sus propias conclusiones: es evidente que Wallenstein y su ejército han sido capturados por el demonio, y el general ya no es confiable. Pero ese no es el mayor problema. El mayor problema, lo sospecha Fernando, es que Wallenstein tiene un miembro viril inútil y minúsculo.

En todos los relatos del informe de Siemmet, Wallenstein jamás participa de las orgías. Él sólo observa e imparte órdenes. Fernando sabe que allí se esconde algo que no se puede confesar: un hombre sin potencia sexual. Eso es lo que más teme; más que a las brujas y a los Nidhoggs, más que al helado viento del báltico. Un hombre hecho a medias, un corpulento y valiente general cuyas ambiciones no son perfectamente masculinas (es decir: no son perfectamente racionales) porque su potencia, su capacidad de obtener placer y satisfacción son las mismas que las de un niño pervertido.

En febrero de 1634 el rey manda a asesinar a Wallenstein. Luego pide que le entreguen el cuerpo desnudo. Cuando llega el cuerpo a la morgue real, el rey debe deshacerse de todas sus hipótesis y rascarse la barba con una profunda expresión de duda. No puede dejar de asombrarse al descubrir que el general Wallenstein, ya muerto y despojado de sus ropas, es en realidad una horrible mujer.

martes, 12 de septiembre de 2006

La encina en el bosque de robles


En el año 2002, en Italia, me comí a mi madre.

En la zona de Umbría existe una pequeña región semiurbana, cerca del Palazzo Bovarino, cuyo paisaje se destaca por enormes y continuos bosques de roble. En la época del año en la que yo estuve, en mayo, las copas se cubren de pequeñas flores amarillas y el viento fresco a través de las hojas se oye como la risa de un duende o de una anciana. El lugar tiene valles y laderas pintadas con una alfombra de césped suave que parece recién cortado. De las pequeñas matas de césped cada tanto sale una liebre. A lo largo de los valles pronunciados, entre los bosques de robles, hay casitas pintorescas, dispersas lo suficiente como para no conformar un pueblo, pero lo bastante cercanas entre sí para hacer una vecindad. No hay calles que separen a las casas; hay césped. Un pájaro marrón y enorme sigue a quienes se internan en el bosque y grita algo así como tekelilí. Los últimos dos "lilí" los pronuncia como un aullido, como si tuviera un dolor profundo pero a la vez ligeramente placentero.

Tuve la fortuna de visitar ese lugar una tarde, justo cuando el sol estaba por desaparecer detrás de las altas y no muy lejanas montañas. En estos lugares la oscuridad llega temprano y se va tarde. Yo estaba con un grupo de turistas que se había apartado del contingente inicial. Mientras el grueso del tour llevaba a los demás a la ciudad de Asís, cinco turistas orientales y yo tomamos otro bus y nos apartamos para ver este espectacular paisaje agreste. Como no teníamos guía, uno de los orientales, probablemente chino, nos señalaba el camino.
Ninguno de mis acompañantes parecía pertenecer al mismo país. Dos de ellos parecían chinos; otros dos eran probablemente indios y uno de ellos tal vez mongol. Puede ser que uno de los chinos fuera, en realidad, ruso. Cualquiera diría que no es fácil confundir etnias con rasgos tan marcados; yo aseguro que eso no es cierto: las personas desconocidas, a primera vista, se parecen entre sí. Lo cierto es que ninguno de nosotros hablaba italiano; sólo dos de ellos hablaban inglés (aunque lo poco que pronunciaron en ese idioma para mí era inentendible) y para hablar entre ellos ninguno tenía un idioma en común, lo cual delataba que no venían de los mismos países. Se manejaban con un lenguaje de señas que algunos parecían comprender y otros simplemente no le prestaban atención.

El chino que nos guiaba se llamaba, o le decían, "cuacuá" o "cucú", o "cacá", o "guagua". En su idioma, quizás, no hubiera mucha diferencia entre la "a", la "u", la "c" y la "g", puesto que él respondía a cualquiera de los cuatro nombres como si oyera las mismas palabras. Tampoco sé, repito, si el guía era chino y desde luego no era un guía, sino alguien a quien todos seguíamos tal vez por instinto.
Cuacuá señalaba con el índice hacia el bosque. Yo estaba absorto contemplando el horizonte, las casitas que se perdían a lo lejos, el valle cada vez más fantasmal y ensombrecido. Del césped salía una bruma densa con olor a rocío, y la bruma hacía borrosos los límites de las casitas, desde cuyas ventanas de cuento infantil se veían pequeños resplandores. El sol, ya casi apagado, nos regalaba el último aliento y bajo su dura luz pude ver los rostros de mis exóticos compañeros. Ellos miraban hacia otro lugar. En ese momento descubrí que no les interesaba el paisaje. La señal de Cuacuá con el índice era el único idioma universal. Sólo el mongol parecía no interpretarlo, porque se ponía en movimiento recién cuando ya todos nos dirigíamos hacia donde nos había señalado.
Entramos en el bosque de robles. El pájaro Tekelilí nos advertía de algo pero, como ocurre con este tipo de advertencias, uno está condenado a no escucharlas. Caminamos por el bosque en la plena oscuridad, fugazmente contrarrestada por el haz de la linterna del indio. No voy a entender por qué, pero sólo prendía la linterna durante dos o tres segundos; luego seguíamos andando a oscuras cinco o seis minutos más, hasta que el haz volvía a aparecer por un instante. Tampoco sé por qué los seguí; la caminata era un juego de silencio y oscuridad. Caminamos durante más de una hora.
Cuacuá dijo algo y nos detuvimos. El mongol, que venía detrás de mí, no interpretó la señal, siguió de largo y desapareció para siempre en el bosque oscuro. El pájaro Tekelilí lo siguió y se fue con él. Yo le grité al mongol pero no me hizo caso: parecía no entender que los gritos o las voces tuvieran significado. Los demás no parecieron darse cuenta. Cuacuá siguió hablando en la oscuridad como hablan los chinos, marcando los fonemas con furia. El indio prendió la linterna, sacó una pala plegable y comenzó a cavar. Cuacuá, y el resto de los orientales gritaban o tal vez hacían un ritual.

Estábamos al pie de un árbol gigante. Después supe que ese árbol no era un roble común; era una encina real. La encina es un árbol sagrado; se considera que es el punto de contacto entre los tres mundos: las raíces se afincan en el infierno y la copa llega hasta el cielo. Desde la Tierra los hombres podemos comunicarnos con Dios o con el Diablo a través de ella.

El indio cavó unos treinta centímetros, luego despejó la tierra con las manos y extrajo unas bolitas negras. Para mí, esas bolitas eran simples pedruscos formados con tierra. Pero ellos comenzaron a comerlos. Recién entonces entendí que esa extraña expedición había tenido un propósito muy diferente del que yo había pensado.
A los pies de la encina real, bajo tierra, crece la trufa realis. La trufa realis es un hongo muy difícil de conseguir. Si ya la trufa morada es sumamente rara, la trufa real lo es mucho más. Pero aun más raros son sus efectos.
Siguieron cavando y sacaron diez o quince trufas. Uno de los chinos sostenía la linterna, pero enfocaba el haz para cualquier lugar, como si para excavar y reconocer los hongos la luz estuviera de más. Me ofrecieron una trufa pequeña.

Cuando uno prueba algo radicalmente distinto debe estar preparado no sólo para los sabores nuevos, sino también para texturas diferentes. Yo esperaba el sabor y la textura de un hongo, de un champignon. Pero el hongo que me dieron tenía el sabor y la textura del color rojo.
Entendí que ese hongo provocaba una profunda alteración de los sentidos. La mente parecía interpretar visualmente el sabor del hongo, como si los canales sensoriales se confundieran. Experimenté un rojo intenso que se fue apagando a medida que tragaba.

Luego me dieron otra trufa, pequeña, que activó un recuerdo de mi infancia. El hongo no tenía sabor; tenía la textura de un recuerdo. Yo tengo ocho años, mi abuela me está por regalar un
camión bombero porque pronto voy a cumplir nueve. Eso fue todo. El recuerdo se desvaneció cuando tragué.

Una tercera trufa pequeña tenía sabor a
Rey Midas. Cuando la como, me convierto en oro por unos instantes. Todo lo que Midas toca se troca en mí.

Me dieron otra trufa, más grande y ligeramente deforme. Me preparé para sentir sabores agradables pero me esperaba una sorpresa.
Este hongo tenía el sabor de mi madre.
Literalmente, en esa bolita negra me estaba comiendo a mi madre. Sentí el crujir de sus huesos, la sangre que huía hacia mi garganta, el calor de su carne, el olor de su perfume, sus gritos de dolor, el silencio de su agonía final. Quedé profundamente asqueado y salí corriendo por la oscuridad del bosque. Otro pájaro Tekelilí me hizo de escolta. Mientras corría iba escupiendo los restos de mi madre, dejando migajas de su cuerpo esparcidos por el bosque tenebroso.

Pasé la noche en el bosque, en compañía del pájaro Tekelilí. Hacía frío. Al amanecer los chinos me encontraron (no puedo entender cómo habrán hecho para coordinar una búsqueda) y estaba con ellos el mongol. Algunos de ellos parecían felices; otros habían pasado una mala noche como yo.

Cuando volvimos al hotel llamé a mi madre para saber cómo estaba (sin contarle, por supuesto, mi experiencia) y me dijo que estaba bien y que se alegraba mucho de mi llamado. "Qué hermoso que estés en Italia. Cuidate, no tomes frío, dormí bien, divertite – me recomendó- y comé cosas ricas"


Apéndice:
la trufa que comió Cua Cua

Cua Cua come una trufa que tiene sabor a un chino llamado Cua Cua que está como turista en una región agreste de Italia.

martes, 5 de septiembre de 2006

Un mundo de oro


El Rey Midas necesita de un buen primer ministro.

Un buen primer ministro no se enceguecerá con la riqueza que sale de las manos de Midas. Entenderá sin vacilación que el poder de convertir cada cosa en oro representa un espantoso problema. Un problema que involucra trasgresión de las leyes divinas y su consecuente catástrofe.

Un buen primer ministro no puede tener compasión por Midas.
Midas se convertirá en un ser taciturno, solitario y melancólico. El primer ministro temerá que el rey trate de suicidarse tocándose el cuello o la cabeza. Eso no será conveniente; el rey deberá morir cuando lo dispongan Dios o la corte real, que habla con la voz de Dios. Midas tendrá perpetuamente las manos atadas.

Lo primero que debe hacer el ministro es comprobar si el poder de Midas reside en la palma de sus manos, en las yemas de sus dedos o en toda la mano. En los dos primeros casos bastará con que el rey mantenga los puños cerrados durante el tiempo suficiente. Será necesario inventar alguna clase de guante especial. Cualquier guante de cueros se convertiría en una prisión de oro para sus manos. Lo mejor será que Midas tome delgados guantes de látex. Una vez convertidas en láminas de oro, la infección deberá detenerse. Midas podrá tomar cualquier objeto sin temor a que su dorada enfermedad aumente la fortuna neta universal.

En segundo lugar, el primer ministro deberá suponer que, como toda fuente de riquezas, el poder de Midas, a la larga provocará miseria. El ministro deberá intuir las leyes de la termodinámica y habrá de comprender que no existen las piedras filosofales: habrá de actuar como un economista antes que como un místico. Aconsejará al rey acerca de cuándo le conviene quitarse los guantes, qué objetos deberá tocar y en qué cantidad. Demasiados objetos de oro provocarían un derrumbe en la balanza comercial. El rey creará objetos de oro que serán escondidos para ser vendidos en el momento adecuado. Por otra parte, deberá evitar que Midas toque objetos demasiado grandes o cuyos límites sean imprecisos. Un árbol tiene sus raíces en la tierra, pero ¿hasta qué punto las raíces no son parte de la misma tierra? ¿Hasta qué punto esos límites no son una imposición del conocimiento del hombre? ¿Qué pasará si Midas toca el suelo y convierte en oro a toda la Tierra? ¿Y si al rozar una corriente de aire convierte a todo el universo en una infinita piedra dorada? Demasiada creación de oro sólo puede tener dos efectos: o la devaluación (y, por lo tanto, la inutilidad de la riqueza del reino), o la áurea petrificación del mundo por contacto y por contigüidad de contacto.

En tercer lugar, el ministro mandará a investigar si no existen antídotos contra la pandemia del oro. Por correspondencia de lo semejante con lo semejante deberá sospechar que un trozo de oro natural contrarrestará el efecto del oro creado por las manos de Midas. Sin embargo, hasta tanto la sabiduría humana encuentre el antídoto (de lo cual el ministro será escéptico), la mejor solución será encerrar al rey en una mazmorra forrada de oro, sin objetos a su alcance. Pero cuando el ministro requiera de los servicios del rey para saldar una deuda o comprar una tropilla de alazanes para el ejército real, enviará un esclavo a la mazmorra. El esclavo tendrá como orden prioritaria quitarle los guantes al rey. El rey, desesperado de soledad, lo abrazará y besará y sin querer lo convertirá en oro. Entonces el ministro mandará a retirar la flamante estatua, la fundirá, hará lingotes y saldará sus deudas.
Por último, el ministro deberá saber que nunca es bueno que en el reino haya una fuente de poder incontrolada. No al menos por mucho tiempo. El ministro deberá apropiarse de las manos del rey para detener el hechizo. El problema aparecerá de inmediato: ¿a qué altura del brazo será necesario cortar las manos? ¿También convierte en oro el contacto con las muñecas? Habrá que enviar a varios mercenarios para que sostengan al rey con firmeza y le corten las manos con sierras de oro. El rey podrá resistirse pero, ¿qué importancia tendrá? Su resistencia enriquecerá al reino con unos cuantos mercenarios de oro. Sólo cuando logren cortarle las manos al rey, el ministro y los súbditos podrán respirar tranquilos. No por el temor de verse convertidos en oro, sino porque la riqueza descontrolada es el peor de los males para la supervivencia de un imperio.