viernes, 22 de febrero de 2008

Una visita a mis mayores

Mi árbol genealógico es un torturado laberinto de enfermedades inverosímiles. Desde hace cuatro generaciones, el material genético que corre por mis venas se ha venido enrareciendo; contaminándose con otras sangres de contenido nefasto. Una breve ojeada por las ramas de mis ascendientes me sirve para especular sobre el futuro. Sobre ese futuro que no es mío, que no he elegido, pero que está escrito en cada célula de mi cuerpo.

Veamos.

1.

Un retraído y muy enfermizo tatarabuelo paterno, muerto a los cuarenta y cinco por una imprevista crisis epiléptica. Su esposa, mi tatarabuela, muerta a los noventa y ocho. Durante los últimos setenta años de su vida soportó de parálisis invasiva en los brazos. Tuvo breves ataques de una enfermedad no diagnosticada que bien pudo ser psicosis. Por la parálisis, no pudo hacer las tareas de la casa, ni cargar a sus cinco hijos. Uno de esos hijos fue mi bisabuelo. El bisabuelo, a pesar de todo, creció sano y fuerte. Se hizo investigador de los secretos del mar y a los veinticuatro se casó con mi bisabuela. A los treinta se recluyó en un galponcito al fondo de la casa y ya no volvió a salir. Hoy diríamos que tenía esquizofrenia. Murió a los cuarenta y siete años. Sus hermanos –dos varones y dos mujeres, cuyos nombres no constan en la memoria de los últimos eslabones de esta vaga cadena- padecieron de suertes heredadas: tuvieron esquizofrenia y psicosis, respectivamente. O ambos, los cuatro. Ninguno de ellos vivió bastante, y sus breves existencias –imagino- transcurrieron entre delirios horrendos y desollados gritos en mitad de la noche.

Y, ¿qué venía sucediendo por el lado de mi madre? Veamos. No tengo registro de mis tatarabuelos, pero sí de bisabuelos: la nona padeció las secuelas de un virus que había contraído de joven: era sorda. Pero eso no me interesa, porque su sordera no era genética. A los cincuenta años, más o menos, se le cayeron todos los dientes y comenzaron a disolvérsele algunos cartílagos. Su nariz era como la de un boxeador, y sus inútiles orejas pendían como colgajos purulentos. Mi bisabuelo no perdió el tiempo: a los cincuenta y seis, después de un breve período de depresión, se suicidó tirándose de un barranco. Sus hijos –mis abuelos y tíos abuelos- padecieron toda clase de males mentales: depresión, oligofrenia, esquizofrenia y psicosis. Y muchos males físicos: piernas frágiles; problemas de coagulación en la sangre, repentina e inexplicable ceguera temporal, dolores de cabeza que se prolongaban por meses, teratomas.

Pero aun no he llegado a la parte de las enfermedades raras. Parece ser que los caminos genéticos se fueron confundiendo a medida que nos acercamos a mi generación. Parece que el entrecruzamiento de la información venenosa de los genes; su vampírica necesidad de manifestarse con una enfermedad devastadora, había sido encauzado por un lugar paradójico. Si he de creer en las historias que contaba mi padre, uno de los hermanos de mi abuelo tenía poderes mentales, y otro tenía un brazo súper desarrollado con el que hacía tareas de fuerza sobrehumana. Y tampoco ahora he contado enfermedades. Veamos por el lado de mi madre: mi abuela vivió –y vive aún- insomne. Es decir, no pega jamás –absolutamente nunca- un ojo. Mi abuelo cargó con la misma cruz de su padre y de su propio abuelo: gigantismo y demencia progresiva.

Y ahora más cerca: mi papá tiene lagrimales en las orejas; cada tanto se le forman membranas entre los dedos de los pies –como a un pato-; sus divertículos intestinales merecen aparecer en el libro Guinness y la piel se le cuartea hasta caérsele de una sola pieza, como si fuera un reptil. Los hombres anormales tienden a casarse con mujeres anómalas –de otra manera, habrían permanecido solteros-, así que mi madre lo acompaña en sus extravagancias: su cabello es verdoso –pero se lo tiñe de negro-; la última falange de sus dieciocho dedos se le cayó como un diente de leche cuando era muy chica y a veces, sin darse cuenta, construye sus frases con las letras de atrás hacia adelante, porque padece de una afección mental congénita y temporaria llamada pisolexia. Además, coqueteó con la depresión y la esquizofrenia.

Pero el cóctel más extraño y más sutil todavía no había sido preparado.

Para probar ese brebaje genético, debemos tomar por otro ramal y llegar hasta el punto culminante: mi primo Mario.

2

Mario tuvo grandes problemas desde su infancia por culpa de un exceso de imaginación. Era un niño sano, pero tenía la muy mala costumbre de inventar historias imposibles y creérselas. Quienes lo conocían por primera vez, pensaban que sus mentiras eran un juego bien elaborado. Pero con el tiempo se daban cuenta de que él vivía dentro de ese juego. Por esta razón, desde edad muy temprana mis tíos lo enviaron a un psicólogo. Siempre fue un niño pálido y enfermizo, como yo. Toda su infancia, y gran parte de la adolescencia, la pasó deambulando entre licenciados que le hacían preguntas sobre su vida. Como yo. Lo que más escandalizaba a mis tíos era la concisa respuesta de cada uno de los profesionales: el chico no tiene nada.

Hasta aquí, tenemos a un niño sano. Un niño sano que porta, padece y manifiesta la enfermedad más rara y sutil de la familia. Una enfermedad que sólo pudo descubrir una estudiante de literatura.

El chico se hizo grande. Y Mario, ya grande, con veintipico de años, fue testigo de un asesinato. No era el único testigo, así que fue citado a declarar junto con otras personas. Esa mañana fría de mayo lo acompañé al juzgado. De acuerdo a ciertos informes preliminares, no había duda de que el asesinato se había perpetrado con un cuchillo, en mitad de la calle, a causa de una riña a la salida de un local bailable. Pero Mario declaró lo que había visto: no hubo un asesinato. No recuerdo exactamente la extensa declaración de Mario, pero en esencia se decía algo como esto: la supuesta víctima jamás fue agredida: ella, en realidad, comenzó a flotar despacio, en mitad de la noche, y se fue alejando lentamente. Una nave espacial con forma de botella de Coca Cola la vino a buscar en el aire y luego, en Miami, fueron a la playa – la víctima y él, mi primo Mario- a buscar cangrejos peludos en la arena.

Los oficiales tomaron nota en silencio, pero un abogado que estaba allí presente no pudo evitar una intervención:

- Señor, ¿nos está tomando el pelo?

Mario lo miró enfurecido y se levantó, amagando como para irse. El abogado prosiguió, sorprendido:

- La declaración de los diez testigos concuerda en que el acusado le propinó dos puñaladas a la víctima. Lo que usted dice, en cambio, ni siquiera tiene sentido.

Sin mediar palabra, Mario se fue, ofendido de que no lo tomaran en serio. Por suerte para él, el incidente no pasó a mayores.

Pero Candela, la novia de Mario, pidió una copia de la declaración. Y después de un breve análisis de todo lo que Mario había dicho, concluyó:

- La historia que declaró nos da una pista interesante. Aunque un poco fantasiosa, es coherente y consistente. Excepto en un único punto: un tiempo verbal.

Como siempre me intrigaron los enigmas lingüísticos, le pedí que no me lo dijera. Leí la fotocopia con la transcripción textual y me avergoncé de no encontrar el verbo anómalo. Ella me propuso un juego:

- Si estuviste una vez en una playa, ¿cómo lo dirías?

- Bueno… “estuve en la playa”. – dije, sabiendo que era la respuesta más tonta del mundo.

- Exacto. Ahora mirá lo que dice aquí.

En la clara caligrafía de la fotocopia, la transcripción textual decía: “Y estaba en la playa”. Todavía no lo entendía.

- ¿Por qué estaba y no estuve? La respuesta es muy simple. ¿En qué circunstancias usamos el pretérito imperfecto en lugar del pretérito perfecto?

La respuesta era muy difícil de vislumbrar para mí.

- ¡Cuando se está soñando! Fijate, Jorge, ¿cómo contarías un sueño?: “Estaba en la playa, y venía una botella de cocacola, y nos llevaba a Miami…”. ¡Siempre con el pretérito imperfecto, con los verbos terminados en aba! En otras palabras, cada vez que a Mario lo acusan de tener un exceso de imaginación, en realidad está soñando. Ese solito tiempo verbal fue la pista onírica colada en medio de una declaración judicial.

Y resultó que todo lo que había especulado esta mujer –estudiante de literatura- fue cierto. Después de otros estudios médicos, confirmaron que Mario sufría de prolongadas narcolepsias: se quedaba dormido en cualquier lugar. Pero la narcolepsia se disparaba a la par con un sonambulismo perfecto. Por eso, se dormía mientras caminaba y hablaba, y seguía hablando dormido, caminando con los ojos abiertos, manteniendo un hilo en la conversación, respondiendo, mirando si pasaba un auto cuando llegaba a la esquina, saludando a los conocidos. Ni él, ni sus acompañantes, notaban que se había dormido, porque sus ojos y su estado de vigilia no se alteraban. Pero luego, cuando le preguntaban qué había estado haciendo y de qué había hablado, él no recordaba haber hablado o haber caminado: contaba lo que había estado soñando mientras dormía.

Los médicos predijeron algo muy extraño: Mario tendría ataques de narcolepsia sonámbula cada vez más frecuentes. Hasta que algún día quedaría completamente dormido y completamente ambulante. Es decir: para quienes lo rodearan – e incluso para sí mismo- nada habría cambiado. Pero él, aun siendo el mismo, ya no sería el mismo. Sería una especie de zombie de sí mismo, que, sin embargo, tendría su personalidad y viviría en su cuerpo. Pero el auténtico Mario estaría oculto bajo ese manto aparente; estaría durmiendo un sueño eterno lleno de imágenes oníricas.

3

Esta curiosa historia ha sido una buena manera de evitar hablar de mí. ¿Cómo llega hasta aquí este árbol genealógico? ¿Cuáles monstruos se esconden en mi sangre? ¿Qué nombre tiene la muerte agazapada dentro de mí, cuya voz escucho cada día latiendo en mi corazón? ¿Cuándo se desatará la enfermedad final? ¿Quién vendrá a atacarme a través de las décadas de maleza genealógica? ¿Mi bisabuelo esquizofrénico? ¿Mi abuela insomne? ¿Mi bisabuela sin orejas ni nariz? ¿O tendré la dicha de legarle a mis hijos la posibilidad de padecer una enfermedad nueva, escabrosa, indetectable e incurable?

¿Podrá algún lector perspicaz encontrar el verbo que delata la presencia de mi más absurda enfermedad?

jueves, 14 de febrero de 2008

El empleado ideal

1.

Durante el año 1994, mientras llevaba adelante la carrera de filosofía y me empecinaba en malgastar el dinero de mi padre en equipos para disc jockey, se me ocurrió buscar trabajo. “Se me ocurrió” es una manera elegante de decirlo; en verdad lo necesitaba y las bondades del menemismo me dejaban al menos dos certezas: la primera, de que con un título de profesor en filosofía nunca en la vida iba a conseguir empleo; y la segunda, de que todos los trabajos de mi vida serían mal pagos e ingratos. De modo que ya estaba preparado para lo peor.


Por aquella época, llegó a mi ciudad la gigantesca sucursal de una cadena de supermercados. Como desesperados reclutas, todos los que teníamos entre dieciocho y treinta años salimos a postularnos para cualquier humilde trabajito. Yo no fui la excepción. Envié mi curriculum y quince días después me llamaron para una entrevista. La notificación decía: “
Preséntese el lunes diez de agosto a las 08:00 hs. Sea puntual”. Un par de renglones antes de la firma del subgerente, estaba escrita la siguiente frase: “Conserve su buena presencia”.


Cuando llegué, descubrí que la noción de “puntualidad” de las grandes corporaciones es un tanto incierta. Yo no había sido el único en ser citado a esa hora esa mañana: éramos más de doscientos. Nos hicieron esperar en la calle, formando una fila doble. Después de casi dos horas de espera, comenzaron a llamarnos para la entrevista.

Las audiencias no eran personalizadas; se nos hacía pasar de a cinco o seis a una salita en la que jóvenes vestidos de traje y corbata nos comunicaban cuál era la “personalidad” de la empresa y qué se esperaba de nosotros. Entre las muchas cosas que se le exigía a un empleado, había una consigna fundamental: nunca levantar el volumen de la voz ni mostrar el más ligero atisbo de enojo o ironía. Sin que nos hicieran preguntas, nos dividieron en dos grupos y nos hicieron pasar a otro salón, a través de un pasillo metálico iluminado con fluorescentes. Tiempo después supe que esa división en dos grupos tenía un objetivo de lo más pedestre: el primer grupo (formado por veinte o treinta personas) era el de “los que servían”. El otro grueso grupo era el de “los que no tienen ninguna habilidad importante”. Yo estaba en el segundo.


El populoso salón al que nos condujeron como ganado luego del monólogo era un lugar sin ventanas, con iluminación de lamparitas y un calor insoportable. Después de dejarnos allí casi una hora sin explicaciones, llegó un hombre pequeñito, calvo, cincuentón, de traje y corbata, e improvisó un escenario parándose sobre dos cajones de gaseosas. No recuerdo su nombre, pero sí su rango: “Encargado de personal del sector Alimentos”.
El Encargado pidió silencio varias veces. Éramos muchos y su voz no podía competir con nuestro interminable murmullo. Quizás los que estaban más cerca de la tarima notaron que el hombre se estaba enfureciendo y por eso propagaron el pedido de silencio. Yo estaba bastante lejos y me costaba ver al hombrecito calvo. Oírlo, casi imposible. Pero, cuando el cuchicheo por fin se detuvo, el hombre rugió desenfrenado. “¡
Que sea la última vez que les pido silencio diez veces! ¡Diez veces! ¿Se piensan que esto es un boliche?” El grito del encargado rebotó en el cielo raso de chapa. Luego dijo, con la voz aflautada por el enojo: “Ustedes están acá porque, la verdad, no sabemos dónde coño ponerlos. Señores, van a tener que esforzarse mucho para quedarse en esta empresa".

Luego hizo una larguísima pausa.

En esa pausa, nadie se atrevía siquiera a respirar. El Encargado nos miraba, uno por uno, moviendo sus frenéticos ojitos azules llenos de odio. "
¡Acá no vienen a hacer sociales! ¡Vienen a trabajar, carajo!", dijo de pronto.

Esa especie de guerra fría entre su mirada y nuestro silencio continuó un buen rato. Quizás ocho o diez minutos. Después de eso, el hombrecito se bajó de la tarima y se retiró. El murmullo comenzó una vez más. Nos habían vuelto a dejar solos, después de un monólogo y sin posibilidad de réplica. No puedo calcular cuánto tiempo más estuvimos allí.

Recuerdo que, cuando ya comenzábamos a mostrar un hartazgo colectivo por esa situación, apareció un hombre desde atrás de una puertita corrediza. Nos llamó uno por uno, de una manera aparentemente aleatoria, invitándonos a pasar a la salita que estaba detrás de la puerta. La salita tenía piso de cemento y sus paredes estaban viboreadas por precarias instalaciones de cables. Habían improvisado una oficina. Detrás de un escritorio, una mujer joven, con anteojos negros, nos preguntaba cosas aparentemente sin importancia. Al costado, como guardaespaldas, había dos hombres con traje y corbata que hacían anotaciones en una libretita con forro de gamuza. Cada entrevista duraba apenas dos minutos. De las pocas preguntas que me hicieron, sólo recuerdo una: "
¿Cuándo se debe abrir una puerta?". Mi respuesta -a esa y a casi todas las otras- fue un tímido "no lo sé".

2.

Después de un largo periplo de entrevistas y pruebas absurdas, algún mandamínimo de la empresa decidió que mis dotes alcanzaban para ser ayudante de cocina “B” en la rotisería del supermercado. Mi sueldo era de $ 285 por mes.


Durante mis dos meses de trabajo en esa sección no tuve días franco, no tenía derecho a ir al baño y jamás, pero jamás, debía mover la boca dando la impresión de que estaba masticando algo. Mis manos debían estar siempre visibles; nada en mí debía dejar abierta la sospecha de que podría haber robado una papa o una zanahoria. No debía llevar reloj ni teléfono celular. El omnipresente sistema de cámaras era reforzado con espejos y con la continua advertencia de que había "cámaras ocultas" en rincones que no podíamos sospechar.

Un ayudante de cocina raso, como yo, sólo tenía una tarea: pelar las zanahorias y las papas, cortarlas y pasarlas a otro ayudante de cocina que las hervía para preparar la ensalada rusa. Había cerca de veinte ayudantes, todos en tareas básicas como la mía.

Cada uno de nosotros estaba relativamente aislado del resto. Yo hacía mi trabajo en una especie de cubículo con eterna luz de fluorescente, sobre una mesada de aluminio. Me llegaban las papas y las zanahorias por una cinta sinfín a la izquierda y luego las devolvía en fuentones, cortadas y peladas, por una mesa de goma a mi derecha. Unas manos enguantadas recogían los fuentones y -supongo- las ponía en agua para hervir. No tenía contacto con personas, excepto por un par de ventanas translúcidas que me dejaba ver la silueta de otros dos individuos, uno a cada lado de mi cubículo. No había relojes ni ventanas que dieran al exterior: Nunca sabíamos cuánto faltaba para irnos.

Una tarde de domingo me llamó uno de los infinitos encargados de la sección y me dijo: "deje su trabajo en cinco minutos y preséntese en la sala médica". Obedecí.

El médico fue directo al grano: a todos los empleados se les aplicaba un tratamiento semanal que, según él, se utilizaba en todo el mundo "para aumentar el rendimiento y la atención". Recalcó varias veces: "no deja secuelas". Un hombre vestido de blanco me condujo por un pasillo a una especie de camarote cerrado con una puerta reforzada.

Dentro del camarote, había un pequeño catre. Al lado del catre, un aparato y varios cables. No me hizo falta demasiado para saberlo: era una cámara de electroshock.
- El tratamiento dura apenas un segundo.- dijo el hombre de blanco- Vos te acostás, yo te ato, te doy un par de toques y salís. Seguís fresquito, haciendo tu trabajo. No pasa nada.

En ese momento no me negué. Aunque parezca increíble, sólo pensaba en volver a mi cubículo y cortar papas y zanahorias; quería continuar cuanto antes con mi actividad, así que accedí sin problemas.

El electroshock fue breve y terrible. Me dejó un pequeño temblequeo que duró unos minutos. Sin decir palabra me levanté y volví al trabajo. Estaba confundido, relajado y feliz. Como si hubiera estado nadando tranquilamente durante horas en el fondo de una fosa subterránea.

3

Después de dos meses de trabajo me cambiaron de sección. No más en la cocina; ahora trabajaría en el depósito de jabón en polvo. Los choques eléctricos se hicieron más intensos y frecuentes. Pero en ese mes se sumó una nueva "terapia": un día a la semana nos convocaban a todos los empleados nuevos; nos llevaban al salón, nos hacían quitar la ropa y nos obligaban a masturbar frente a nuestros compañeros. Aquellos de nosotros que se negaban eran conducidos individualmente hacia una de las tantas improvisadas oficinas. Allí nos esperaba un grupo de supervisores para “
hacernos entrar en razón” y “ayudar a desinhibirnos”. Las actividades para lograr estos propósitos consistían en: recitar poemas, cantar, bailar y contar chistes en público. Recuerdo que una de las supervisoras, ante mi evidente falta de talento para contar un chiste, me dijo: “flaco, no sé, te falta piripipí”. Nunca aprendí a contar chistes, pero sí pude desinhibirme. Llegué a masturbarme sin problemas frente a mis compañeros. Eso pareció suficiente para que no me despidieran.

Cuando mi padre, escandalizado por lo que yo le contaba, me obligó a renunciar, lo odié. Lo odié porque, por primera vez en mi vida, me sentía contenido, seguro y capacitado para hacer algo; para cumplir durante horas con una rutina impecable sin quejarme, sin descanso y con un sueldo. Pero lo que más me pesaba es que, si renunciaba, nunca más tendría la terapia de choques eléctricos. Sin embargo le hice caso.

Mi padre hizo una denuncia por las “terapias” recibidas. Meses después de esa denuncia –y gracias a una investigación que él hizo personalmente-, pudo sacar a la luz algunos datos interesantes:

- La empresa jamás despedía a sus empleados. No aplicaban sanciones; con variadas técnicas de sugestión e incluso con medicamentos, inducían a los empleados rebeldes a someterse a la labor asignada.

- Había una ley laboral que, de manera implícita, permitía los choques eléctricos en el trabajo. Técnicamente, eran parte de una terapia de motivación laboral, y se aplicaban en una salita médica. Además, se utilizaba un solo electrodo (TEC unilateral), lo que legalmente –de acuerdo con las leyes argentinas de ese momento- no es un electroshock, sino un estimulante.

- La masturbación colectiva no era punible; legalmente era considerada una "actividad de distensión"

- Las papas y zanahorias que yo había pelado iban a parar directamente a la basura. Jamás se hizo ensalada rusa con ellas.

- La respuesta a la pregunta “¿Cuándo se debe abrir una puerta?” era “cuando está cerrada”.

- Según un informe que mi padre pudo conseguir gracias a una labor de detective, yo estaba capacitado únicamente “para escuchar si las sandías o los melones están maduros” mediante un golpecito. A pesar del tono sentencioso del informe, se incluía una sorprendente frase textual de algún supervisor: “Para todo lo demás, le falta piripipí