martes, 28 de agosto de 2007

Un compañero brillante

En el tercer año de mi secundario llegó a la escuela un muchacho serio, sobriamente vestido y con anteojos. Su aparición en el curso no fue del todo bienvenida por muchos motivos: siempre estaba limpio; usaba pulóveres de escote en “v”, su inteligencia superaba con creces al promedio, rara vez decía una palabra fuera de lugar, jugaba bien al fútbol y nuestras compañeras de aula le prestaban cada vez más atención. Personalmente, lo que me molestó fue la repentina sombra que proyectó sobre mí. En la patética autoimagen que guardaba de mí mismo, me preciaba de ser estudioso y, a veces, ingenioso. Odié que la llegada imprevista de un brillante desconocido pudiera oscurecer el paciente y poco fructífero trabajo de construcción de mi autoestima. El nombre de este malvenido era, y sigue siendo, Javier Weichmann.

La primera vez que Javier Weichmann nos sorprendió de verdad (ya nos había dado sorpresas con vertiginosos cálculos matemáticos) fue a mediados de tercer año, cuando la profesora de física pidió que hiciéramos una maqueta para ejemplificar el movimiento uniforme o algo por el estilo. Esta vez, casi todos hicimos una clásica réplica del péndulo con cartones, plasticola y cadenitas de cortina de carnicería; aparatos primitivos que cumplían bastamente su función y cuya estética dejaba mucho que desear. El día en que había que presentar el producto acabado, Javier trajo tres pesados bolsos. Dentro de ellos tenía la maqueta, hecha en tres partes que se ensamblaban. Su trabajo no era un torpe ensayo de colegial; era el producto de un estudiado proyecto de ingeniería.

La maqueta –que llamó la atención de autoridades escolares, inspectores de provincia y medios televisivos - consistía en una enorme plataforma metálica cuya estructura funcional parecía una mezcla de un dominó con un flipper, aunque de hecho era más complejo que ambos. La plataforma tenía poleas y motores internos –como un flipper-, pero en la superficie tenía ríos de agua coloreada que empujaban bolitas japonesas distribuidas a través de deltas, por los cuales accionaban pequeñas palancas que encendían luces y leds formando una figura o escribiendo palabras.

Cuando uno tiene quince años y siente que la envidia lo corroe, no puede reprimir las palabras inadecuadas. “Pero esto no ejemplifica los casos de movimiento rectilíneo”, dije como al pasar. Como fingiendo indiferencia. Sin embargo se entendió enseguida lo que pasaba por mi cabeza. Todos supieron –incluso yo mismo- que mi ego se estaba desbarrancando hasta niveles insospechados. Desde ese momento, y hasta hace una semana, mi caída fue definitiva.

Javier Weichmann nos asombró día y noche con su talento para la física, la química, las matemáticas y la contabilidad. Los profesores le preguntaban por qué había elegido un bachillerato contable, pues parecía evidente que él se hubiera sentido más a gusto en una escuela técnica. “En la técnica me aburría”, contestaba con la parquedad propia de quien es íntimamente sincero y, a la vez, conoce con claridad sus objetivos.

Fue una suerte que Javier no se destacara (o no quisiera destacarse) en literatura y redacción de textos. Si así hubiera sido, es probable que yo hoy me sintiese amedrentado al momento de escribir.

A pesar de mi interminable sentimiento de inferioridad, Javier siempre fue un buen compañero. Hasta el punto en que, en quinto año, nos convertimos casi en amigos. Gracias a esa cuasi amistad, pude conocer su casa y su forma de vida. Su padre era el dueño de una conocida relojería de la ciudad. Su madre había fallecido cuando él, hijo único, tenía doce años. Javier estaba en su casa, solo, durante gran parte del día. La vivienda, de dos dormitorios, pequeña y desordenada, tenía un enorme taller en el fondo. Un taller equipado con toda clase de instrumentos: desde aparatos y repuestos de mecánica automotriz, hasta un horno para fusión de vidrio. Allí pasaba Javier sus horas, leyendo libros excesivamente técnicos y corroborando las hipótesis nacidas de sus lecturas con la construcción de modelos. Dos o tres veces estuve observando lo que hacía, en silencio, después de salir de la escuela. Vi cómo diseñaba un plano para mejorar ciertas estructuras aerodinámicas y una especie de juego que se aprovechaba de las absurdas propiedades de las partículas cuánticas.

Cuando finalizamos el secundario, yo comencé a estudiar filosofía en la universidad del sur, y Javier se inscribió en dos carreras: licenciatura en física y licenciatura en matemática. Durante el primer año lo perdí de vista: entre las horas en el taller y el intenso material de estudio, no le quedaba tiempo para visitar a amigos y conocidos. Sin embargo tuve noticias de él: los profesores se dieron cuenta, en el primer año, de que Javier era un genio cuyas capacidades superaban ampliamente las expectativas de una licenciatura. En segundo año, le sugirieron adelantar materias. Así, ya en tercero había concluido las dos carreras, y en ambas hizo promedio récord (en matemática, en realidad, compartió el record con otro cuyo promedio también había sido de diez).

Mientras yo cursaba normalmente mis materias en filosofía, Javier ya había conseguido una beca para trabajar en el instituto Balseiro. El Conicet también le había puesto el ojo y lo tenía becado para trabajar en Alemania e Inglaterra. En los últimos tres años Javier había aprendido a la perfección el inglés (que ya dominaba muy bien durante la secundaria), el alemán, el francés, el italiano, el polaco y el danés. Además de latín y griego, que había aprendido en su casa gracias a la lectura de obras clásicas y un par de libros sobre gramática.

Desde el momento en que Javier se fue por el mundo yo no volví a tener noticias. Seguramente participaba de un proyecto científico sumamente complicado, en Oxford o Cambridge, rodeado de genios venidos desde todo el mundo. Quizás, si buscaba algún trabajo suyo o una noticia en internet, encontraría. Pero mi pereza (y la tranquilidad maligna de saber que un tipo tan luminoso no estaba cerca de mí, haciendo aun más pequeño mi pálido fulgor de luciérnaga) se encargó de olvidarlo.

Hace una semana lo vi.

Fue una circunstancia tan insólita, tan banal y absurda que por un largo rato me costó entender a quién tenía frente a mi.

Un hombre desgarbado, mal vestido y con el pelo revuelto me detuvo en la calle, la tarde del miércoles 22 de agosto. “Eh, José ¿no te acordás de mí?”, me dijo. Lo miré largos segundos y por fin supe que era él. “No soy José, soy Jorge… no te reconocí… Ahora no usás lentes”, le dije. Abrió los brazos esperando el estrujón de los amigos que no se vieron por mucho tiempo. Yo jamás lo sentí como un amigo o, en todo caso, nunca pensé que un eventual reencuentro mereciera un abrazo. Y me pareció extraño de su parte que requiriera una demostración de afecto tan marcada.

- Qué hacés, che – me preguntó. Balbucée brevemente dos o tres hechos imprecisos de mi vida y luego pregunté cómo estaba.

- Aquí andamio – dijo, usando una expresión coloquial impensada en su vocabulario.

- ¿Qué estás haciendo por la ciudad? ¿No estabas en el extranjero? -pregunté.

En ese momento hizo un gesto de pesadez (o tristeza, no lo sé) y dijo un “Uuuuuuuh” muy largo. Me hizo sospechar que estaba drogado o borracho. Ese encuentro incongruente me molestaba y quería volver a casa, pero ese “Uuuuh” parecía el preludio de una historia larga y cansina.

- Ya no estoy más con la ciencia y esas cosas, viste… - dijo, dando vida la afirmación más insólita que podía escuchar de su boca. – Cuando me fui al extranjero entendí que todo está equivocado, chabón, todo anda para atrás…

Sus ademanes eran los de otra persona: hablaba como un adolescente y alargaba las vocales finales: “para atráaaaas”. Pensé que había sufrido algún accidente que le hubiera alterado el cerebro. Y no estaba tan equivocado:

- Cuando llegué al Instituto empecé a trabajar en el diseño de… Mirá, ahora ni me acuerdo lo que hacía. Era algo con unos paneles en miniatura o algo así.

Hizo una pausa y se quedó mirándome fijo, como divertido.

- En ese tiempo conocí la palabra del Señor.

Nunca había querido escapar de una conversación más que en ese momento.

- En serio, José. Conocí un grupo que me reveló la palabra y ahí por fin entendí un montón de cosas de este mundo y del otro. Eso de la ciencia no tiene nada que ver. Olvidate. Todas las teorías son herejías demoníacas, no hay que hacerles caso.

Pensé que la charla iba a continuar por un tiempo indefinido o –peor- que esa parodia del Javier Weichmann que yo había conocido quisiera continuar la conversación en mi casa. Pero unos pasos detrás de él había un muchacho joven y de rasgos indios a quien yo no le había prestado atención, que se acercó y le dijo:

- Cinco minutos más, hermano Weichmann.

Javier asintió y el muchacho volvió a su lugar, unos pasos detrás de él.

- Él es mi tirano personal –comentó. – Fue designado por los pastores para que no me extravíe de mi senda. Sólo tengo quince minutos para conversar contigo, querido hermano José, y mostrarte que soy un ejemplo de lo que Dios hace en los hombres cuando aceptan su palabra. Te voy a decir lo único que, humildemente, te puede convencer: cuando estudiás seriamente la física cuántica (de la cual ya casi nada me acuerdo), se te aparece Dios. – hizo una cruz con sus dedos y le dio un beso – Posta.

Pasaron los cinco minutos que había anunciado el Tirano y ambos se fueron, después de otro abrazo de despedida.

Volví a mi casa confundido, malhumorado y más cansado que antes. ¿Qué había pasado? ¿Por qué un genio como Javier había abandonado el leit motiv de su vida y había adquirido esa personalidad lisiada, atiborrada de una metafísica chillona y viciada de lugares comunes?

Pensé que, como ocurre a veces con quienes son demasiado exigentes consigo mismos, había sufrido un “vuelco”, una consecuencia natural de su intelecto profundamente inquisitivo. Pensé que ese “vuelco” le había provocado una distorsión enorme acerca de sus objetivos e intereses. Pensé que, en una situación de profunda crisis existencial, un perverso grupo de religiosos lo habían seducido con una propuesta banal, blanda como una banana pisada y carente de todo fundamento más allá de las continuas apelaciones al libro sagrado.

Durante el fin de semana encontré algo desconcertante: según un dudoso artículo en internet, una persona de quien no se decía el nombre estuvo a punto de hacer descubrimientos revolucionarios sobre la energía a finales del año 2000. Parece que sus investigaciones lo absorbieron tanto que, en algún momento, se detuvo con temor frente a algo que consideró una revelación divina. “Más allá de los cuantos está Dios. Y en Dios está todo. Allí está la Energía Infinita, pero no nos pertenece.” Esas fueron sus palabras. Palabras que el Javier que yo conocía jamás hubiera dicho.

Sin embargo encontré otras versiones. Una nota vincula este hecho con otro más banal pero no menos terrorífico: los descubrimientos de un equipo de investigadores del Instituto Balseiro podían poner en peligro el estatus de las empresas de energía del mundo. Por eso, indujeron a los miembros del equipo a tener ciertas alucinaciones; les envenenaron ligeramente la comida y los adoctrinaron con supuestos maestros religiosos. De ese modo, los apartaron definitivamente de las investigaciones.

Ninguno de los artículos me convenció. Quizás, porque tanto las revelaciones como las conspiraciones son las historias más simples que alguien puede elaborar para mentirse a sí mismo.

Yo sospecho otras dos cosas:

Una: el sujeto extraño y sin anteojos que me crucé no era Javier Weichmann. Era alguien muy parecido que, a su vez, me confundió con otra persona. De ahí cierta imprecisión en su vocabulario.

Dos: el sujeto era Javier Weichmann y, sin revelaciones ni conspiraciones, un día se cansó de todo y decidió buscar la palabra divina.

Hay una hipótesis que no me atrevo a poner sobre el tapete, porque me parece profundamente inverosímil.

Si de verdad Javier vio a Dios mientras hacía investigaciones cuánticas (qué absurdo suena ese condicional), tal revelación pudo haber provocado varias distorsiones a nivel macroscópico. Una distorsión posible es la siguiente: Javier Weichmann se habría desdoblado en varios avatares. Uno de esos avatares tenía serios problemas neurológicos y volvió a Argentina totalmente imbuido de un barato misticismo. Ese avatar recuerda el pasado en común con su original, pero no lo recuerda muy bien. No sabe qué hacía en el pasado; apenas recuerda las investigaciones sobre “algo cuántico”. Ni siquiera conoce mi nombre, porque no es él mismo, sino otro el que cursó conmigo y el que hizo las investigaciones. Mientras tanto, el Javier Original estará en Europa haciendo increíbles adelantos en física aplicada.

Me alegra mucho de que esta última hipótesis sea tan absurda, porque mi ego no soportaría que fuera verdad.

martes, 21 de agosto de 2007

La denuncia

Mi viejo trabaja tomando denuncias en los tribunales de Bahía Blanca. Básicamente, los denunciantes llegan a la fiscalía, relatan sus problemas y él las reproduce punto por punto en un papel, tipiando en una anticuada máquina de escribir. Cuando el relato del denunciante cumple con ciertos requisitos, la denuncia es transferida a los fiscales del área y ellos se encargan de hacer las investigaciones. Cuando el relato no cumple con los estándares, hay dos destinos posibles. Si mi padre evalúa que, desde el punto de vista legal, no hay delito, entonces todo el relato del denunciante va a parar al tacho de basura. El otro destino es más prometedor: el papel es escondido en una carpeta cuya etiqueta dice: “inspiraciones para hacer cuentos”.

Para mi viejo el problema no es decidir si la denuncia es pertinente o no lo es; su verdadera clasificación está en “es un cuento” o “es otra cosa”. Por eso escucha a los denunciantes más con un interés de psicólogo que de burócrata judicial. Cuando una denunciante dice, por ejemplo, “mi concubino anoche violó a mi hija”, él a veces interrumpe con preguntas como “¿Es su concubino una persona que habitualmente cree que la vida no tiene sentido?”, o “¿usted tuvo la ligera sospecha de que él era capaz de hacer esto desde el preciso instante en que lo conoció? Si la respuesta es afirmativa, ¿qué motivó esa sospecha? ¿El hecho de que él mirara programas de turismo carretera? ¿Un hobby raro que trató de ocultar? ¿Sus repetidas afirmaciones de que los gatos son seres demoníacos?”. El denunciante puede tener varias reacciones. A veces, siente que le toman el pelo, se levanta y se va gritando que la justicia es un desastre –lo cual, por otra parte, no deja de ser cierto. A veces se siente contenido y cómodo con las preguntas que apuntan al contexto psicológico del hecho, y él mismo da detalles precisos y escabrosos. Muchos denunciantes en realidad sólo buscan a alguien que los escuche, y se encuentran con que el señor Mux es capaz de prestarle su oído durante horas, sin cobrarles un centavo.

Cuando mi padre intuye que el relato irá a parar a la carpeta “inspiración para cuentos”, su interés por los detalles se vuelve obsesivo y el texto de la denuncia deja de ser una exposición fría y objetiva para convertirse en una fábula de misterio. “María sospecha que ese hombre, al que conoció una madrugada a partir de un confuso incidente con gatos, maullidos horribles y fuego (incidente en el cual él afirmó que ‘a los gatos los trae el demonio’); ese hombre de cejas pobladas y sonrisa irónica que ahora vivía con ella; precisamente ese, había violado a su hija. Sin embargo la hija, de diecinueve años, insiste en que no fue así. María no se atreve a sospechar que, en realidad, su concubino y su hija mantienen una relación sentimental desde hace un par de años. Prefiere mantener la hipótesis de la violación para que su autoestima no se vea tan profundamente vulnerada; le gustaría hacer el papel de madre que ayuda a su hija en una situación límite, en vez de renegar de ella. Por todo lo que María calla, puedo conjeturar que la hija supuestamente violada hace poco tuvo un bebé cuyo inequívoco padre es el concubino de María, y María nunca lo ha aceptado como nieto; es más: todos fingen que es hijo de María y hermano de la hija de María.”

No es mi intención robarle a mi padre las “inspiraciones para cuentos”, aun cuando sé que él jamás se sentará, seriamente, a elaborar una narración a partir de esas denuncias. No. Mi intención es contar una denuncia en particular.

El 14 de agosto llegó un hombre a la fiscalía a denunciar que le estaban haciendo un paciente trabajo psicológico para inducirlo al suicidio. Decía que, en realidad, él no quería matarse. Que tenía un apego muy grande por la vida. Que amaba su trabajo y su familia e incluso a sus mascotas. No bebía ni se drogaba. Pero, según relataba, un grupo de personas (él los llamó "guiñapos pseudoilustrados") le decían palabras que lo incitaban a realizar un viaje al más allá. “Y qué quiere que haga”, dijo “uno no es de fierro. El otro día casi me mato delante de mis hijos. Yo estaba cortando la carne para el asado y me dije ‘¿por qué, en lugar de hacer el asadito, no me clavo el cuchillo?’. Estuve a punto de hacerlo; incluso tengo un pequeño corte en el pecho. Mire”. El hombre se desabotonó la camisa y dejó ver algo que parecía un arañazo o un raspón. “Mi mujer me sacó el cuchillo en el momento justo, y me dijo: tenés que hacer la denuncia”.

“Por eso vengo. Porque hay alguien que me quiere suicidar, y lo tienen que agarrar para que no me suicide del todo. Y como yo debe haber muchos más”

Mi viejo, con la certeza de que ese relato iría a parar a la carpeta etiquetada, le preguntó al hombre: ¿cómo sabe que lo quieren inducir al suicidio? ¿qué pruebas tiene? ¿sabe quién es?.


-Claro que sé quién es. -dijo el denunciante- Es el profesor Jorge Mux.

La respuesta, por supuesto, no podía dejar de sorprenderlo.

-¿Jorge Mux?

-Sí – dijo el denunciante sin sospechar- Eme, ú, equis. Jorge Mux.

-¿Cómo sabe que fue él? ¿Tiene pruebas? – insistió mi padre.

- Claro que las tengo. Él es profesor de filosofía. En primer lugar, algunos alumnos suyos se suicidaron. Eso ya daría para sospechar. En segundo lugar, él recomendaba la lectura del Fedón de Platón, una obra en la que Sócrates relata las ventajas de la muerte por encima de la vida. En tercer lugar, una de las frases que suele repetir en sus clases es “la vida es una pasión inútil”, de Sartre. Y en cuarto lugar, están los elocuentes escritos.

En este punto, el denunciante sacó de un maletín unos papeles impresos con dos relatos de Monstruos y Berenjenas (El Club del mal matarse y no morir , Un Lector del Más Allá) , algunas palabras de Exonario (joncada, buletanasia, inconscidio) y un par de entradas de ¿Qué estás buscando? (cómo matarse sin morir, cómo matarse)

Mi padre estaba sorprendido, pero trató de aparentar indiferencia. El denunciante comenzó a explicar. “Estos son los textos que más directamente alientan el suicidio. Sin embargo, todo lo que escribe este personaje tiene que ver con la muerte, con lo monstruoso y con la posibilidad de evadirse del mundo. Y cada vez que releo incluso aquellos trabajos que parecen más inocentes, encuentro que en el fondo apuntan a una misma cosa: a mostrar que la vida es horrible y sin sentido, lo que en última instancia conduce al suicidio. Además, no trabaja solo. Él es el cabecilla de esta especie de secta, uno de cuyos epicentros está en Bahía Blanca, pero tiene contactos en Rosario y en otras partes del mundo. De hecho, si usted revisa los comentarios en sus páginas web, se dará cuenta de que sus seguidores son siempre los mismos.”

En la prolongada denuncia aparecieron los nombres de los bloggers The Bugquien aparentemente es el cabecilla de una sucursal sectaria en Rosario-, Iota, Karmelo Restelli, Mantis, Igor, Gabrielaa, Luciano Sabattini, Tunicia, Laura Berra, Malena Oxum (de quien el denunciante hizo una referencia por el parecido entre “Mux” y “Oxum”) e incluso Podeti. Todos, involucrados en la compulsión suicida de esta persona.

¿Cuál es el nombre de este denunciante para mí desconocido?: Esteban Gorrer.

Esteban Gorrer fue el personaje de algunos relatos de este mismo blog. Fue una triple sorpresa enterarme de que existía, que vivía en Bahía Blanca y que se estaba volviendo loco gracias a lo que escribo o lo que digo en mis clases.

Y este juego de identidades recursivas, de traspasos entre la ficción y la realidad, se llevó a cabo de modo magistral en esa denuncia. Mi padre se llama también Jorge Mux. Esteban Gorrer estaba denunciando ante Jorge Mux, que Jorge Mux lo quería inducir al suicidio. Esteban Gorrer es un personaje de ficción de Jorge Mux (hijo). Jorge Mux (padre) recopila denuncias para convertirlas en ficciones. Y Esteban Gorrer, obsesionado con mis palabras, seguramente leerá esta historia. Mi padre, Jorge Mux, ha generado un doble en la realidad (yo, que también soy Jorge Mux); Esteban Gorrer tiene un doble en la ficción, ideado por Jorge Mux. El Gorrer de la realidad piensa que Jorge Mux (hijo) quiere quitarlo de este mundo, y para eso hace una denuncia ante Jorge Mux (padre). Por mi parte, estoy algo preocupado por la reacción violenta que pudiera tener un lector psicópata.

Lo único que se me ocurre es pedirle al señor Gorrer (quien, sin duda, va a leer este post) que no se suicide. Qusiera aclararle que en ningún momento quise sugerir una cosa así. Si lo he hecho, le pido disculpas. Mi ruego es inútil, porque seguramente Gorrer encontrará en él, por contraste, una excusa para decir que lo aliento a matarse. Si fuera así, le pediría que trate de vengarse creando un blog con historias de ficción en las cuales un personaje llamado Jorge Mux es cabecilla de una secta suicida. Y que por favor, no involucre a los comentaristas ni a otros bloggers. Excepto, quizás, a uno de ellos que se lo tiene bien merecido.

Nota: un comentario en “El club del mal matarse y no morir” bien pudo haber sido escrito, precisamente, por Esteban Gorrer. Véanlo aquí. Busquen el comentario de “Anónimo” que está escrito en mayúsculas.

martes, 14 de agosto de 2007

Deutrofibia

En mis últimos viajes al futuro conocí una tormenta de agua sutil que caía desde cúbicas nubes verdes y cuadradas. Conocí un asteroide de células cancerosas que se había venido acercando a la Tierra hasta entrar en órbita con ella, girando casi a ras del suelo y poniendo en peligro todo a su paso. Conocí los sabores que mi lengua encontraría en una manzana si mi cerebro fuera de silicio. Conocí mesetas y tundras infestadas de pequeños robots salvajes: especies de silicio mutadas, autorreproducidas, que reptaban arrastrando su panza de plástico y llenaban el silencio de los arbustos con silbidos de altoparlante. Conocí un pequeño robot salvaje que mutaba hasta que su cuerpo se parecía a mi rostro. Conocí el Autologo: una voz de infinitas modulaciones que surge de la nada, que canta, cuenta historias, noticias viejas y pensamientos de gente muerta: una ligera vibración de aire que habla sin cansancio y que lleva su voz al vaivén del viento. Conocí personas que seguían al Autologo en su carrera etérea, creyendo que las palabras surgidas de la nada son un mensaje divino o una voz objetivada de su propia conciencia. Conocí a un hermano gemelo que tendré en el futuro. Conocí que mi madre, muerta en el año 2005, hará tortas fritas una tarde lluviosa del año 2145. Conocí que las ciudades del siglo XXII están hechas de un material reluciente como el cristal.

De todos los pasmosos sucesos del futuro, a mí me maravilló el más simple: el rostro melancólico, la piel perfecta y la mirada ausente y esquiva de algunas mujeres de fines del siglo XXII.

Ante cada uno de los breves, casuales y fugaces encuentros con una de estas mujeres, sentía una dolorosa atracción seguida de un terror breve pero profundo. A veces, sin saber que me iba a cruzar con una de ellas, algo en mí se activaba y comenzaba la adrenalina. Entonces, a los pocos metros –como si mi cuerpo pudiera anticiparse a los sucesos- aparecía alguna.

Durante varios días posteriores a la visión de esas mujeres, sentí una enorme opresión en el pecho cada vez que recordaba sus rostros. Tenían algo perturbador: con sólo verlas una vez, se hacía imposible olvidarlas. Pensé: es una suerte que jamás, ninguna de ellas, me hubiese mirado o dirigido la palabra. Si la sola visión de su rostro bastaba para que mi memoria retuviese sus detalles, creo que el recuerdo de su voz o su mirada escudriñándome me habrían matado.

Hasta aquí, pareciera que esas mujeres tenían la intensa virtud de enamorar. Pero en realidad, a pesar de su belleza innegable, me causaban una enorme repugnancia y el recuerdo –recurrente, obsesivo - de su mirada ausente aparecía una y otra vez, convirtiéndose en un repentino visitante indeseado.

Tuve la sospecha de que se trataba de robots, pero mi guía –en aquel viaje me acompañó otro viajero, Esteban Gorrer- me dijo al oído, apartándome:

- Son eófibas. No te acerques demasiado ni las mires a los ojos.

Después de un largo paseo en silencio, nos sentamos en un inmenso parque de césped transparente y me explicó qué ocurría con esas mujeres, a las cuales él parecía ser inmune:

Durante la tercera década del siglo XXI, comenzó el programa Deutrofibia. Esa palabra significa aproximadamente “segunda juventud”. El programa deutrofibia consistió en un tratamiento al que se podían someter los niños y las mujeres embarazadas, y cuyo éxito no se podía predecir con exactitud.

¿Qué se esperaba de ese tratamiento? Quienes lo recibieran, o los hijos de quienes lo habían recibido, iban a tener una segunda juventud.

Sus vidas transcurrirían normalmente. A los sesenta años, sin embargo, les crecería nuevo cabello; aumentarían la masa muscular y los niveles de testosterona (en los hombres) o estrógeno (en las mujeres). Las mujeres volverían a tener menstruación y podrían tener hijos. Paralelamente, comenzaría un proceso de regeneración de neuronas. A los setenta años, volverían a crecer los dientes. Para cuando la persona cumpliera ochenta años, el proceso de rejuvenecimiento habrá sido completo y la persona luciría, en todos sus aspectos, igual que a los veinticinco. La segunda juventud duraría aproximadamente hasta los ciento cuarenta años. A esa edad, el cuerpo envejecería rápidamente y en menos de una semana sobrevendría la muerte. A menos, claro, que para esa época se encontrara algún método de prolongar la deutrofibia.

Por supuesto, estas eran las expectativas más optimistas que, como podrás imaginar, no se cumplieron.

Los que participaron del proyecto tuvieron diversos destinos.

Algunos de ellos, al llegar a los sesenta años, simplemente envejecieron y murieron naturalmente. El tratamiento, en estas personas, no ejerció ningún efecto.

Otros recibieron algunos de sus efectos, pero no todos: volvían a tener dientes, o cabello, o una inexplicable energía, pero en su aspecto general seguían envejeciendo hasta morir a una edad promedio natural.

Otros, -la mayoría- recibieron las peores consecuencias. El tratamiento les hizo efecto, pero de manera negativa. A los sesenta años, algunos comenzaban a experimentar enfermedades degenerativas o deformidades. Lo más común era el cáncer, pero también hubo enfermedades nuevas y curiosas. Hubo ancianos a los que les crecía el cabello o los dientes sin control, a velocidades macroscópicamente perceptibles. De más está decir que estos rara vez vivían más allá de los setenta años.

Hubo un minúsculo grupo de personas que tuvieron todos los síntomas positivos de la deutrofibia, excepto uno: no vivieron ciento cuarenta años, sino apenas ochenta. Morían en el preciso momento en que se completaba todo lo que el tratamiento había prometido.

Existió incluso un grupo, aun más pequeño, de personas que sufrieron mutaciones y, literalmente, dejaron de ser humanos para convertirse en nuevas especies de animales. En la mayoría de los casos, no sobrevivían mucho tiempo después de la mutación, aunque hubo uno –realmente excepcional-, el caso de John Walker Ripley, quien se convirtió en un pez alado de agua salada con capacidad para reproducirse a través de las hembras de algunas especies de pejerreyes. Por causa de esa mutación, ahora existen los riplerreyes, que poseen alas con las que hacen pequeños vuelos a ras del agua, y pueden aprender a hablar.

Las terribles mujeres con las que nos hemos cruzado son una consecuencia del tratamiento deutrofibia. Son una consecuencia no del todo indeseada, pero escalofriante.

Este grupo sólo está conformado por mujeres –sólo mujeres-potencialmente inmortales. Por eso se las llama “eófibas”, que quiere decir “eternamente joven”. Llevan más de ciento ochenta años de vida y su rejuvenecimiento es continuo. No hay indicios de desgaste en los efectos del tratamiento. Su piel es cada día más suave y su belleza se acentúa año tras año. Incluso sus feromonas se vuelven más enloquecedoras para los hombres. Sin embargo, en sus ojos se puede ver un cansancio infinito por la vida.

Ahora bien, si te acercas demasiado a ellas es inevitable que te sientas encantado; sus feromonas son como el canto de las Sirenas. Son seres cuyo cuerpo está diseñado para generar una atracción incontenible. Pero por desgracia ellas tienen una repugnancia sobrehumana por todo lo que tenga que ver con el amor y el sexo. Hasta el punto de que, si un hombre insiste con su cortejo, pueden llegar a asesinarlo. Ocurre que, aunque sus cuerpos son perfectamente atractivos, por su cabeza sólo se cruzan los pensamientos de una abuelita ancianísima, de una ancianidad a la que ningún hombre ha llegado. En esa ignota ancianidad de ciento ochenta años sólo hay lugar para dos cosas: el ruego de que la dejen en paz y la furia asesina para los que no cumplen con su ruego.

sábado, 4 de agosto de 2007

Una señal de vida

El martes pasado debería haber publicado y no pude hacerlo. Es posible que esta semana tampoco pueda.
Simplemente quería avisar eso.
Nos vemos pronto y gracias por pasar.