¿qué es lo peor que podría hacer un adicto a la heroína que quiere recuperarse?
Tal vez lo que hizo Marcelo: Irse a vivir solo en medio de un campo en el que puntualmente, todas las noches, aparecen naves voladoras extraterrestres.
1.
Yo lo voy a visitar sólo algunos viernes, cada vez más espaciados. Marcelo se fue de la ciudad hace dos años; ahora vive en una casita despintada en medio de un campo que está a veinte kilómetros de Bahía Blanca. Tiene gallinas y una huerta pequeña. Se lo ve muy deteriorado y solo. Las últimas veces que estuve noté que le costaba hablar y que su piel tenía un color entre amarillo y marrón, tal como ocurre con los alcohólicos. Le colgaba una sonrisa bobalicona y persistente que, sin embargo, parecía expresar una profunda paz mental. “También la idiotez es un estado de paz mental”, pensé con un poco de resentimiento.
Cuando llegué con la camioneta, me ayudó a descargar las provisiones. Siempre le llevo yerba, artículos de limpieza, Merthiolate y alcohol, y algunos pequeños lujos que su vida aislada y sin sueldo no le permiten darse: chocolates, galletitas, papas fritas de paquete, vino, habanos. Como en su casita no tiene alacenas ni heladera, las cajas que le dejo suelen quedar desordenadas sobre la mesa o en el piso hasta mi próxima visita.
Cuando pasan quince días comienzo a sentirme culpable; voy hasta Wal Mart, cargo de víveres la Ford y voy a visitarlo. Siento una mezcla de lástima y de bronca. Marcelo era un ser de inteligencia e intuición superiores: me resulta hasta ofensivo que se haya deteriorado tanto por su propia decisión. Muchas veces, por este deterioro, lo culpo a él, y otras culpo a Dios (y solo en esos casos descubro que no soy un ateo, sino un teófobo). Ahora Marcelo es un extraño animalito oligofrénico que vive a base de esperanzas ingenuas e ilusiones imposibles, que es incapaz de armar una frase de corrido y que cuando me ve viene corriendo como un perrito, con una ancha sonrisa, enloquecido porque en la camioneta siempre hay chocolates para él. A veces me da pena y ternura, como un perro viejo y bonachón. A veces quisiera patearlo, como a un perro.
2
¿Por qué tengo esa mezcla de amor y odio con Marcelo?
Yo siempre pensé que esa mudanza repentina al campo, que hizo hace dos años cuando la heroína ya había hecho estragos en su cuerpo, sería una mala idea. No se iba a aguantar; Marcelo volvería caminando a la ciudad, en busca de sus proveedores, aunque tuviera que hacer cien kilómetros. La adicción a la heroína, además, no se cura solo con la voluntad: se necesita de medicinas y asistencia continua. Sin embargo resistió estoicamente (y en soledad) la dolorosa e interminable abstinencia; resistió las lluvias en esa tapera húmeda y llena de goteras; resistió el frío, el calor, la desesperación de saberse solo y lejos de todo. Eso me generó una inesperada sensación de odio. Yo esperaba que se quebrara; no podía aceptar que un heroinómano tuviera más voluntad que yo. El éxito en su lucha corroboraba una vez más que él era capaz de cosas para mí imposibles.
Miro el horrible chiquero alrededor de la casita, rodeada de nada (ni siquiera hay un tamarisco para amenguar el terrible sol de verano); veo la mugre de su ropa, su indolencia casi criminal para consigo mismo; y sin embargo lo veo tan feliz, que mis ideas pobres y burguesas acerca de la prosperidad, el trabajo y el sacrificio se vuelven una parodia. Yo me recibí, conseguí trabajo, formé una familia. Mientras yo estudiaba él se aplicaba ingentes dosis de todo tipo de drogas, y ahora lo vengo a ayudar. Y sin embargo él sonríe. Siempre sonríe. Como si no necesitara de mí, ni de nadie. Se ríe de su felicidad y de lo absurda que le parece mi vida.
3
- Anoche estuvimos cenando juntos otra vez - dijo Marcelo. Yo ya sé que ahora viene una historia de ovnis. - Vinieron en la nave de 35 cm. Para ellos el tamaño no es un problema; se hacen grandes o chiquitos cuando quieren. – (pausa interminable)
- ¿Qué hicieron? ¿Cómo eran esta vez?
- Grises. Siempre son grises. A veces son como de plata, pero siempre grises, con unas manitos gruesas y pequeñas colgando al costado, fláccidas y muertas. Me trajeron un pollo asado y comimos los veintidós. Porque ellos eran veintiuno, y conmigo veintidós.
- ¿Cómo alcanzó un pollo para todos?
- Es que comen muy poco. No necesitan comer; lo hacen por cortesía.
Este diálogo, con variantes, lo vengo teniendo desde que se mudó al campo. Todas las noches Marcelo recibe la visita de amigos extraterrestres.
Pero hoy descubro por qué odio a Marcelo. Lo descubro en las pocas sentencias que dice de corrido y con claridad:
- Me eligieron, Jorge. Yo soy el Elegido. ¿Y sabés por qué? Porque me drogué mucho toda la vida. Porque mi cabeza no es como el común de la gente. Si todos se drogaran como lo hice yo; si cambiáramos la química de nuestro cerebro hasta el límite, como lo hice hasta hace un tiempo, todos podríamos contactarnos con ellos. Si abandoné la heroína, fue porque ellos me pidieron que la dejara, que me mudara a este lugar y que los esperara. Eso hago, y hasta hoy no me fallan. Son mis mejores amigos.
Me puse serio y lo odié con fuerza, con una fuerza maligna, por diez o quince segundos. Ahora me estaba chantando en la cara que mi vida había sido un desperdicio y que la suya, de vicios y excesos, era una preparación para algo más grande; era en realidad un plan metódico y puntilloso. Y, para peor, sus mejores amigos eran esos imaginarios seres del espacio. No era yo, que venía desde la realidad a traerle provisiones. Creo que se dio cuenta de mi reacción, aunque tal vez no pudo entender por qué.
- No me creés – me dijo, como implorando piedad.
- No sé qué creerte, Marcelo. Yo vengo a saludarte porque te quiero, como amigo. No te puedo juzgar.
- Tengo pruebas. Mirá – Se levantó la remera agujereada y mugrienta, y me mostró una marca irregular escrita con fibrón negro en la piel, en la espalda a la altura del omóplato. – Me dejaron su firma. ¿ves?
Casi me echo a reír
- Eso te lo pudiste haber hecho vos.
- ¡No! ¡Mirá, no llego! ¡Mis brazos no llegan hasta ese lugar de la espalda! ¡Aparte no tengo fibrón, ni nada para escribir! ¿Cómo se explica?
No podía explicarlo, pero la prueba era banal y poco decisiva.
- Esta noche me vienen a buscar para un paseo. Ellos dicen que mi mente, que está tan destruida, funciona mal desde el punto de vista de la biología humana, pero sin embargo es un canal abierto y comunicativo que les está mandando mensajes desde hace diez años. Ellos vienen de la Luna, y de un asteroide que está entre la Tierra y la Luna, que no podemos ver por culpa de las nubes.
Yo no sabía si reírme o matarlo.
- Si no me creés, quedate. Diez minutos después de que cae el sol, cuando todavía el cielo está azul, ellos vienen.
Me quedé. Y vinieron.
Tal vez lo que hizo Marcelo: Irse a vivir solo en medio de un campo en el que puntualmente, todas las noches, aparecen naves voladoras extraterrestres.
1.
Yo lo voy a visitar sólo algunos viernes, cada vez más espaciados. Marcelo se fue de la ciudad hace dos años; ahora vive en una casita despintada en medio de un campo que está a veinte kilómetros de Bahía Blanca. Tiene gallinas y una huerta pequeña. Se lo ve muy deteriorado y solo. Las últimas veces que estuve noté que le costaba hablar y que su piel tenía un color entre amarillo y marrón, tal como ocurre con los alcohólicos. Le colgaba una sonrisa bobalicona y persistente que, sin embargo, parecía expresar una profunda paz mental. “También la idiotez es un estado de paz mental”, pensé con un poco de resentimiento.
Cuando llegué con la camioneta, me ayudó a descargar las provisiones. Siempre le llevo yerba, artículos de limpieza, Merthiolate y alcohol, y algunos pequeños lujos que su vida aislada y sin sueldo no le permiten darse: chocolates, galletitas, papas fritas de paquete, vino, habanos. Como en su casita no tiene alacenas ni heladera, las cajas que le dejo suelen quedar desordenadas sobre la mesa o en el piso hasta mi próxima visita.
Cuando pasan quince días comienzo a sentirme culpable; voy hasta Wal Mart, cargo de víveres la Ford y voy a visitarlo. Siento una mezcla de lástima y de bronca. Marcelo era un ser de inteligencia e intuición superiores: me resulta hasta ofensivo que se haya deteriorado tanto por su propia decisión. Muchas veces, por este deterioro, lo culpo a él, y otras culpo a Dios (y solo en esos casos descubro que no soy un ateo, sino un teófobo). Ahora Marcelo es un extraño animalito oligofrénico que vive a base de esperanzas ingenuas e ilusiones imposibles, que es incapaz de armar una frase de corrido y que cuando me ve viene corriendo como un perrito, con una ancha sonrisa, enloquecido porque en la camioneta siempre hay chocolates para él. A veces me da pena y ternura, como un perro viejo y bonachón. A veces quisiera patearlo, como a un perro.
2
¿Por qué tengo esa mezcla de amor y odio con Marcelo?
Yo siempre pensé que esa mudanza repentina al campo, que hizo hace dos años cuando la heroína ya había hecho estragos en su cuerpo, sería una mala idea. No se iba a aguantar; Marcelo volvería caminando a la ciudad, en busca de sus proveedores, aunque tuviera que hacer cien kilómetros. La adicción a la heroína, además, no se cura solo con la voluntad: se necesita de medicinas y asistencia continua. Sin embargo resistió estoicamente (y en soledad) la dolorosa e interminable abstinencia; resistió las lluvias en esa tapera húmeda y llena de goteras; resistió el frío, el calor, la desesperación de saberse solo y lejos de todo. Eso me generó una inesperada sensación de odio. Yo esperaba que se quebrara; no podía aceptar que un heroinómano tuviera más voluntad que yo. El éxito en su lucha corroboraba una vez más que él era capaz de cosas para mí imposibles.
Miro el horrible chiquero alrededor de la casita, rodeada de nada (ni siquiera hay un tamarisco para amenguar el terrible sol de verano); veo la mugre de su ropa, su indolencia casi criminal para consigo mismo; y sin embargo lo veo tan feliz, que mis ideas pobres y burguesas acerca de la prosperidad, el trabajo y el sacrificio se vuelven una parodia. Yo me recibí, conseguí trabajo, formé una familia. Mientras yo estudiaba él se aplicaba ingentes dosis de todo tipo de drogas, y ahora lo vengo a ayudar. Y sin embargo él sonríe. Siempre sonríe. Como si no necesitara de mí, ni de nadie. Se ríe de su felicidad y de lo absurda que le parece mi vida.
3
- Anoche estuvimos cenando juntos otra vez - dijo Marcelo. Yo ya sé que ahora viene una historia de ovnis. - Vinieron en la nave de 35 cm. Para ellos el tamaño no es un problema; se hacen grandes o chiquitos cuando quieren. – (pausa interminable)
- ¿Qué hicieron? ¿Cómo eran esta vez?
- Grises. Siempre son grises. A veces son como de plata, pero siempre grises, con unas manitos gruesas y pequeñas colgando al costado, fláccidas y muertas. Me trajeron un pollo asado y comimos los veintidós. Porque ellos eran veintiuno, y conmigo veintidós.
- ¿Cómo alcanzó un pollo para todos?
- Es que comen muy poco. No necesitan comer; lo hacen por cortesía.
Este diálogo, con variantes, lo vengo teniendo desde que se mudó al campo. Todas las noches Marcelo recibe la visita de amigos extraterrestres.
Pero hoy descubro por qué odio a Marcelo. Lo descubro en las pocas sentencias que dice de corrido y con claridad:
- Me eligieron, Jorge. Yo soy el Elegido. ¿Y sabés por qué? Porque me drogué mucho toda la vida. Porque mi cabeza no es como el común de la gente. Si todos se drogaran como lo hice yo; si cambiáramos la química de nuestro cerebro hasta el límite, como lo hice hasta hace un tiempo, todos podríamos contactarnos con ellos. Si abandoné la heroína, fue porque ellos me pidieron que la dejara, que me mudara a este lugar y que los esperara. Eso hago, y hasta hoy no me fallan. Son mis mejores amigos.
Me puse serio y lo odié con fuerza, con una fuerza maligna, por diez o quince segundos. Ahora me estaba chantando en la cara que mi vida había sido un desperdicio y que la suya, de vicios y excesos, era una preparación para algo más grande; era en realidad un plan metódico y puntilloso. Y, para peor, sus mejores amigos eran esos imaginarios seres del espacio. No era yo, que venía desde la realidad a traerle provisiones. Creo que se dio cuenta de mi reacción, aunque tal vez no pudo entender por qué.
- No me creés – me dijo, como implorando piedad.
- No sé qué creerte, Marcelo. Yo vengo a saludarte porque te quiero, como amigo. No te puedo juzgar.
- Tengo pruebas. Mirá – Se levantó la remera agujereada y mugrienta, y me mostró una marca irregular escrita con fibrón negro en la piel, en la espalda a la altura del omóplato. – Me dejaron su firma. ¿ves?
Casi me echo a reír
- Eso te lo pudiste haber hecho vos.
- ¡No! ¡Mirá, no llego! ¡Mis brazos no llegan hasta ese lugar de la espalda! ¡Aparte no tengo fibrón, ni nada para escribir! ¿Cómo se explica?
No podía explicarlo, pero la prueba era banal y poco decisiva.
- Esta noche me vienen a buscar para un paseo. Ellos dicen que mi mente, que está tan destruida, funciona mal desde el punto de vista de la biología humana, pero sin embargo es un canal abierto y comunicativo que les está mandando mensajes desde hace diez años. Ellos vienen de la Luna, y de un asteroide que está entre la Tierra y la Luna, que no podemos ver por culpa de las nubes.
Yo no sabía si reírme o matarlo.
- Si no me creés, quedate. Diez minutos después de que cae el sol, cuando todavía el cielo está azul, ellos vienen.
Me quedé. Y vinieron.
Un plato volador pequeño, gris, de treinta y cinco centímetros de diámetro. De película de ovnis, pero en miniatura.
No sé por qué, (quizás por la impotencia de verme refutado) tomé una piedra y se la arrojé. La navecita trató de esquivarla, pero no pudo y le di de lleno; se sacudió dos o tres veces y luego explotó sin mucho espectáculo, desintegrándose en el aire y dejando sólo un fino polvillo que se llevó el viento.
Eso fue todo.
4
Cuando salía de la casa, sin saludar, confundido, amargado y mucho más resentido que antes (ahora cargaba en mi conciencia con muchos muertitos siderales), mientras pateaba piedras, descubrí un fibrón negro usado tirado por ahí.
Ahora, después de este episodio, Marcelo sigue viviendo en el campo pero ya no lo voy a ver. Me cuentan que sigue esperando la llegada de alguien que viene de lejos, pero ya no se trata de pequeños selenitas, sino de un proveedor de heroína que pasa por allí una vez por semana.
8 comentarios:
Espero que no sea el Marcelo que estoy pensado.
Excelente, Mux, excelente. Ése es el poder de su narrativa.
Si quiere, dése una vuelta por mi blog.
Una anécdota curiosa: Mientras estaba haciendo los trámites para mi ayudantía, me acordé del "Asado Crudée/Quemée" del blog de Podeti y me tenté de risa adelante de la chica que me atendía, un desastre.
Se dice en ciertos círculos masónicos que los extraterrestres (al igual que quien suscribe) detestan andar descalzos.
Podrían llegar a usar calzado de berenjenas, fíjese sinó:
http://www.crazyforbargains.com/egsl.html
Dos palabras: Fasci-nante
Ay Jorge, tu narrador nos ha dejado sin extraterrestres. Varias revistas y muchos programas de televisión tendrán que ser cancelados.
Mientras tanto, un gran abrazo.
Uh jorge, seguro que ud no se esta refiriendo a un tal amigo mio de tucuman? el mismo que me llamaba para ir a los avistajes de ovnis en el cerro san javier, que al ultimo siempre se suspendian por algo? el que tomaba te de floripondio con una norteamericana que decia que venia a los valles por una mision que le habian encargado los indios tarahumaras una vez que se le detuvo el auto en el desierto?
Juro que todo esto es real...
un beso y feliz 2007!
Excelente cuento, primero me encabronó luego vinieron las carcajadas y por último la cotidianidad.
Un saludo
Si realmente quiere recuperarse tendra que desarrollar un plan real y dejar que los pitufos se vuelen a aterrizar a otro campo...
..Nada ni nadie se parece al efecto de la heroina en la mente y el cuerpo del ser humano, solo la coordinacion entre...
el adicto...
sus amigos (si es que tiene la suerte de tener como en este caso)
Los extraterrestres... Que pierden un cliente.
Arte puede ser una gran terapia... contale tus cuentos, y escucha los de él...
suerte mano estamos en contacto en el 2007. y saluda al marcelo, decile que hay mas de 50 millones de marcelos en el continente....
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