Alguna vez he dicho que trabajo como disc jockey los fines de semana. Tengo mi propio equipo, el cual transporto siempre por medio de un taxiflet. Estos datos son los únicos importantes: equipo de música, transporte.
1
Hace cinco años tuve mi primera fiesta en el casino de suboficiales de la base naval. Motivo de la fiesta: aniversario de jubilados de la escuela superior de mecánica de la armada. Los militares construyen sus bases como ciudadelas, con calles, plaza, bustos, casitas de tejas rotas, mercados, escuela y altos muros coronados con alambre de púa. La tristísima humanidad que vive tras esos muros está conformada por los hijos y esposas de los militares. Todo allí es silencioso y asfixiante. La noche comienza temprano. Y por ahí, dispersos, como arrojados al azar, están los cuarteles, los cañones, los casinos, los campos de entrenamiento y los soldados que hacen una aburrida guardia hasta el amanecer.
El hombre de voz atragantada y tono jovial que había hablado conmigo era uno de los organizadores de la fiesta y se ofreció él mismo para hacerme el taxiflet. La base naval queda a unos treinta kilómetros de mi casa. “Mi nombre es Juan Manuel Iglesias. Voy a ir con una F 100 a las dieciocho horas”, me dijo por teléfono.
Fue puntual.
Cuando lo vi me pareció un hombre infinitamente bondadoso, acompañado de una sonrisa fácil y natural. Tendría unos sesenta años bien sobrellevados, una gorra de campo y un físico de alguien acostumbrado a los deportes. Apenas bajó de la camioneta me saludó con amabilidad y me ayudó a cargar los equipos. Este último gesto sirvió para que se ganara mi confianza.
Durante los treinta kilómetros del viaje me enteré de que el hombre era maestro de escuela desde que se jubiló, en el año noventa, como suboficial de la armada. “Los pibes son todo para mí, desde que se murió mi esposa”, soltó en algún momento. “Nunca hay que olvidarse – remató para visitar una vez más una frase trillada- de que los pibes son nuestro futuro”.
2
Voy a pasar de largo el comentario sobre la fiesta. Quiero detenerme en este hombre, en esta camioneta, en este episodio: Juan Manuel Iglesias, conduciendo bajo la luz de la tarde, a las dieciocho quince por la ruta, diciéndome que la educación es importante para sostener una democracia fuerte, y haciendo un involuntario (y breve) mea culpa por los “excesos cometidos por el ejército durante la dictadura del ’76”.
Sólo diré un par de cosas: a) en esa reunión de gala de cien hombres casi ancianos, vestidos con relucientes trajes militares y acompañados de sus esposas silenciosas y sumisas, uno de ellos tomó el micrófono y dijo, levantando su copa: “nunca nos olvidemos de la preclara función que tuvimos durante los años setenta. Brindemos porque se vuelva a repetir esa gloriosa época”
b) bailaron mucha, mucha cumbia.
3
Insistamos una vez más con una escena: el suboficial retirado y maestro de escuela Juan Manuel Iglesias manejando con el sol del atardecer, contando anécdotas sobre niños con guardapolvo y abogando por una mejor educación.
Ahora cambiemos unos pocos ingredientes. Es la madrugada. La fiesta terminó y, en las sombras de la ruta Juan Manuel Iglesias me lleva de regreso a mi casa. El equipo está exhausto, cargado una vez más en la caja de la F 100. Juan Manuel iglesias está borracho y ya no parece tan jovial. Conduce por la ruta de manera descuidada y a veces zigzaguea. Y ahora habla más que antes, aunque no le interesan los niños ni la educación.
- Yo formaba parte del comando de operaciones, ¿sabés? – me dice, para continuar con una conversación que no sé de dónde viene pero sospecho hacia dónde se dirige. – Al cuartel llegaban subversivos todos los días. Galíndez, el que dio el discurso, los dejaba en una salita para que “nos desquitáramos”, pero yo nunca hice nada. Le decíamos “la salita del perdón de Dios”, porque un zurdo había dibujado una cruz con sangre, y uno de los curas del comando (el que hacía milagros) la bendijo. En la salita del perdón no había luz y los zurdos estaban atados y con los ojos vendados. El juego era que cualquiera de nosotros podía entrar y hacer lo que quisiera. – Me tomó del brazo y, descuidando definitivamente la ruta, me miró a los ojos – pero lo que quisiera, ¿eh? ... ¿querés patearle los huevos a alguien porque te hace acordar a un hijo de puta que te pegaba cuando eras chico? Patealo hasta que sangre. ¿querés garcharte a una zurda embarazada? Garchátela. Y después pateale la panza hasta que aborte. Allí podías hacerlo, porque tenías el perdón divino.
Hubo un silencio filoso por unos segundos. Traté de no pensar y de morderme los labios. Mis comentarios sólo podían empeorar ese relato.
- Pero yo nunca fui tan hijo de puta para entrar y torturar. No. Violé a un par de negritas, pero no estaban ni embarazadas ni nada, y además ya estaban por... -hizo un gesto que interpreté como "ir al cielo"-. Yo me encargaba de los cuerpos. A veces se nos moría uno, o diez, o cuarenta, y había que hacer algo; algo cristiano - no los íbamos a dejar así nomás tirados. Yo los apilaba en una especie de vagón que construíamos y los tiraba al mar o los quemaba. Y lo que te cuento ahora no me lo vas a creer.
La historia estaba tomando un cariz tan morboso que no sabía cómo desenredarme de ella. Iglesias estaba hablando a los gritos y enfatizaba cada frase con una inquietante mirada hacia mí, como si esperara una aprobación para seguir hablando.
- Una vez nos desapareció un vagón. Sí, así como lo oís. De-sa-pa-re-ció. Lo poníamos sobre una vía, en un monte, y una vez, mientras descendía por la vía, vimos que... que no lo vimos más. Yo me encargaba personalmente de esa operación, así que pude verlo con mis ojos.- dijo, mirándome a mí y señalándose sus ojos - ¡con mis propios ojos! ¡el vagón desapareció! Y después…
Otra vez un silencio de noche helada que duró infinitos segundos.
- Descubrimos un lugar en el que las cosas desaparecen. Todo lo que le tires ahí, desaparece para siempre. ¿Escuchaste hablar de los treinta mil desaparecidos? No fueron treinta mil, claro, pero la mayoría desapareció ahí. Cuando lo supe, se lo comunicaron al mismísimo Massera y él aprobó que todas las operaciones de limpieza en la zona estuvieran a mi cargo. A esa zona de desaparición la llamábamos "zona D"Claro que a veces me mandaban camiones enteros cargados de zurdos que todavía estaban vivos. Mi trabajo era, entonces, dejar que el camión se desboque y se caiga en ese agujero hacia la nada. Era un trabajo sencillo y sin mucho compromiso.
4
Cuando ya habíamos descargado todo y mientras nos preparábamos para el saludo final, Iglesias me dijo, casi al oído:
- Hace poco encontraron en la provincia de Salta un camino en el cual se escuchan voces. Alguien invisible, en un lugar perdido, en medio de la nada, dijo mi nombre tres o cuatro veces. Yo mismo fui a comprobarlo y es cierto. Se escuchan gritos de dolor y palabras sueltas. Yo entiendo lo que pasa, y entiendo el error. No todos estaban muertos y claro, la "Zona D" no los desmaterializaba; seguramente los transportaba a alguna realidad paralela. Y claro, si algo puede desaparecer también podrá aparecer. Si hay una "Zona D", también tiene que haber una "Zona A", una especie de túnel en el que salen todos los que han desaparecido y vuelven a aparecer. No tendría que haber jugado con esas paradojas; tendría que haber quemado los cadáveres y listo. Ahora estoy esperando que de cualquier parte salgan los cadáveres y los moribundos.
Cuando se despedía, agregó de manera profética y levantando las cejas en señal de complicidad:
- Seguramente todo lo que estaba podrido y desaparecido comience a salir a la luz, y ahí vamos a tener que escondernos.
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Hace cinco años tuve mi primera fiesta en el casino de suboficiales de la base naval. Motivo de la fiesta: aniversario de jubilados de la escuela superior de mecánica de la armada. Los militares construyen sus bases como ciudadelas, con calles, plaza, bustos, casitas de tejas rotas, mercados, escuela y altos muros coronados con alambre de púa. La tristísima humanidad que vive tras esos muros está conformada por los hijos y esposas de los militares. Todo allí es silencioso y asfixiante. La noche comienza temprano. Y por ahí, dispersos, como arrojados al azar, están los cuarteles, los cañones, los casinos, los campos de entrenamiento y los soldados que hacen una aburrida guardia hasta el amanecer.
El hombre de voz atragantada y tono jovial que había hablado conmigo era uno de los organizadores de la fiesta y se ofreció él mismo para hacerme el taxiflet. La base naval queda a unos treinta kilómetros de mi casa. “Mi nombre es Juan Manuel Iglesias. Voy a ir con una F 100 a las dieciocho horas”, me dijo por teléfono.
Fue puntual.
Cuando lo vi me pareció un hombre infinitamente bondadoso, acompañado de una sonrisa fácil y natural. Tendría unos sesenta años bien sobrellevados, una gorra de campo y un físico de alguien acostumbrado a los deportes. Apenas bajó de la camioneta me saludó con amabilidad y me ayudó a cargar los equipos. Este último gesto sirvió para que se ganara mi confianza.
Durante los treinta kilómetros del viaje me enteré de que el hombre era maestro de escuela desde que se jubiló, en el año noventa, como suboficial de la armada. “Los pibes son todo para mí, desde que se murió mi esposa”, soltó en algún momento. “Nunca hay que olvidarse – remató para visitar una vez más una frase trillada- de que los pibes son nuestro futuro”.
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Voy a pasar de largo el comentario sobre la fiesta. Quiero detenerme en este hombre, en esta camioneta, en este episodio: Juan Manuel Iglesias, conduciendo bajo la luz de la tarde, a las dieciocho quince por la ruta, diciéndome que la educación es importante para sostener una democracia fuerte, y haciendo un involuntario (y breve) mea culpa por los “excesos cometidos por el ejército durante la dictadura del ’76”.
Sólo diré un par de cosas: a) en esa reunión de gala de cien hombres casi ancianos, vestidos con relucientes trajes militares y acompañados de sus esposas silenciosas y sumisas, uno de ellos tomó el micrófono y dijo, levantando su copa: “nunca nos olvidemos de la preclara función que tuvimos durante los años setenta. Brindemos porque se vuelva a repetir esa gloriosa época”
b) bailaron mucha, mucha cumbia.
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Insistamos una vez más con una escena: el suboficial retirado y maestro de escuela Juan Manuel Iglesias manejando con el sol del atardecer, contando anécdotas sobre niños con guardapolvo y abogando por una mejor educación.
Ahora cambiemos unos pocos ingredientes. Es la madrugada. La fiesta terminó y, en las sombras de la ruta Juan Manuel Iglesias me lleva de regreso a mi casa. El equipo está exhausto, cargado una vez más en la caja de la F 100. Juan Manuel iglesias está borracho y ya no parece tan jovial. Conduce por la ruta de manera descuidada y a veces zigzaguea. Y ahora habla más que antes, aunque no le interesan los niños ni la educación.
- Yo formaba parte del comando de operaciones, ¿sabés? – me dice, para continuar con una conversación que no sé de dónde viene pero sospecho hacia dónde se dirige. – Al cuartel llegaban subversivos todos los días. Galíndez, el que dio el discurso, los dejaba en una salita para que “nos desquitáramos”, pero yo nunca hice nada. Le decíamos “la salita del perdón de Dios”, porque un zurdo había dibujado una cruz con sangre, y uno de los curas del comando (el que hacía milagros) la bendijo. En la salita del perdón no había luz y los zurdos estaban atados y con los ojos vendados. El juego era que cualquiera de nosotros podía entrar y hacer lo que quisiera. – Me tomó del brazo y, descuidando definitivamente la ruta, me miró a los ojos – pero lo que quisiera, ¿eh? ... ¿querés patearle los huevos a alguien porque te hace acordar a un hijo de puta que te pegaba cuando eras chico? Patealo hasta que sangre. ¿querés garcharte a una zurda embarazada? Garchátela. Y después pateale la panza hasta que aborte. Allí podías hacerlo, porque tenías el perdón divino.
Hubo un silencio filoso por unos segundos. Traté de no pensar y de morderme los labios. Mis comentarios sólo podían empeorar ese relato.
- Pero yo nunca fui tan hijo de puta para entrar y torturar. No. Violé a un par de negritas, pero no estaban ni embarazadas ni nada, y además ya estaban por... -hizo un gesto que interpreté como "ir al cielo"-. Yo me encargaba de los cuerpos. A veces se nos moría uno, o diez, o cuarenta, y había que hacer algo; algo cristiano - no los íbamos a dejar así nomás tirados. Yo los apilaba en una especie de vagón que construíamos y los tiraba al mar o los quemaba. Y lo que te cuento ahora no me lo vas a creer.
La historia estaba tomando un cariz tan morboso que no sabía cómo desenredarme de ella. Iglesias estaba hablando a los gritos y enfatizaba cada frase con una inquietante mirada hacia mí, como si esperara una aprobación para seguir hablando.
- Una vez nos desapareció un vagón. Sí, así como lo oís. De-sa-pa-re-ció. Lo poníamos sobre una vía, en un monte, y una vez, mientras descendía por la vía, vimos que... que no lo vimos más. Yo me encargaba personalmente de esa operación, así que pude verlo con mis ojos.- dijo, mirándome a mí y señalándose sus ojos - ¡con mis propios ojos! ¡el vagón desapareció! Y después…
Otra vez un silencio de noche helada que duró infinitos segundos.
- Descubrimos un lugar en el que las cosas desaparecen. Todo lo que le tires ahí, desaparece para siempre. ¿Escuchaste hablar de los treinta mil desaparecidos? No fueron treinta mil, claro, pero la mayoría desapareció ahí. Cuando lo supe, se lo comunicaron al mismísimo Massera y él aprobó que todas las operaciones de limpieza en la zona estuvieran a mi cargo. A esa zona de desaparición la llamábamos "zona D"Claro que a veces me mandaban camiones enteros cargados de zurdos que todavía estaban vivos. Mi trabajo era, entonces, dejar que el camión se desboque y se caiga en ese agujero hacia la nada. Era un trabajo sencillo y sin mucho compromiso.
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Cuando ya habíamos descargado todo y mientras nos preparábamos para el saludo final, Iglesias me dijo, casi al oído:
- Hace poco encontraron en la provincia de Salta un camino en el cual se escuchan voces. Alguien invisible, en un lugar perdido, en medio de la nada, dijo mi nombre tres o cuatro veces. Yo mismo fui a comprobarlo y es cierto. Se escuchan gritos de dolor y palabras sueltas. Yo entiendo lo que pasa, y entiendo el error. No todos estaban muertos y claro, la "Zona D" no los desmaterializaba; seguramente los transportaba a alguna realidad paralela. Y claro, si algo puede desaparecer también podrá aparecer. Si hay una "Zona D", también tiene que haber una "Zona A", una especie de túnel en el que salen todos los que han desaparecido y vuelven a aparecer. No tendría que haber jugado con esas paradojas; tendría que haber quemado los cadáveres y listo. Ahora estoy esperando que de cualquier parte salgan los cadáveres y los moribundos.
Cuando se despedía, agregó de manera profética y levantando las cejas en señal de complicidad:
- Seguramente todo lo que estaba podrido y desaparecido comience a salir a la luz, y ahí vamos a tener que escondernos.
18 comentarios:
Muy buen relato! Me gustó mucho el diálogo; más allá del horror de la descripción, me recordó a esas miles de situaciones en las que alguien decide -no se por qué- contarnos sus problemas vitales y no sabemos qué hacer.
Dos datos curiosos:
1) Juan Manuel Iglesias se llama un examigo de un amigo, que era bisexual.
2) El personaje me recordó -exceptuando el físico- a Augusto Estevanelli, el profesor de Filosofía Moral de la Universidad Nacional Austral. Vos me entendés.
Saludos.
J; gracias.
el buen salvaje: entiendo su preocupación pero no vale la pena molestarse; cuando se realiza un concurso en esas condiciones uno está siempre condenado a perder. Conviene guardar toda la ilusión del mundo en otros bancos. Un saludo afectuoso también para usted.
Hasta el parrafo del agujero sin fondo, pense que era real. Y sabes lo mas terrible, es que el relato es totalmente verosimil. Eso es lo mas preocupante.
Felicitaciones por el blog!
Este blog está cada vez mejor Jorge, no podía dejar de decirlo.
Ayelen.
Coincido con el o la que escribió arriba y firmó como anónimo, aunque creo saber quién fue...
http://pocuatanaka.blogspot.com/
Tengo blog nuevo...
Ojalá que de una vez por todas salga todo a la luz y paguen los que tengan que pagar
Todo lo que dijo ese hombre es cierto. Yo tambien conozco ese camino en Salta. Está cerca de mi casa, bueno, de la casa de mis viejos. La gente va ahí a tratar de comunicarse con sus parientes muertos, les lleva recados, pero ellos no les dan mucha bolilla. Así que al ultimo se enganchan con el primero que les pide que le recen. En realidad, la gente necesitar rezar por alguien, ud sabe.
Es un relato maravilloso. Duro, brutal, tal como sucedieron las cosas cuando sucedieron.
Cada día estás mejor. Un abrazo.
Suelo ser un visitante silencioso en este blog, pero esta vez tengo la necesidad de expresar la contradicci�n entre el gusto de leer un muy buen relato y el impacto de ver m�s all� de las letras, el abismo impl�cito que se agazapa y se ampara detr�s de los renglones.
No se exactamente qué escribir. Estoy conmovida, soy latinoamericana, joven en aquellos años... joven el día de hoy, una juventud que se expresa en no negociarme, en no claudicar. Desde ahí la lectura es terriblemente conmocionante, refiere a un momento de la historia que es mi propia historia. Pero no puedo soslayar la calidad literaria, la imaginación, eso es fascinante. Un mismo, breve, texto que da cuenta del eros y el tánatos.
Vine caminando por indicación de una amiga, Ana de Guatemala. Estoy impresionado.
Magnífico el relato y soberbia la conclusión.
Saludos de ambos.
Convocatoria-web este sábado 27, sin restricción de horario:
Ciber-happening
en la blogosfera
para invitados virtuales
y transeúntes diversos
(SE SUGIERE VESTIMENTA CONFORTABLE. LA HIDRATACIÓN CORRE A CARGO DE CADA QUIEN. ADVERTIMOS QUE DENTRO DEL ASCENSOR NO HAY COBERTURA CELULAR NI, OBVIAMENTE, INSTALACIONES SANITARIAS)
me gustaria mostrrle unas poesis escritas por mi, necesito su comentario, podria decirme cual es su mail? para que yo se las mande?. gracias! espero su respuesta es importante para mi!
Anónimo: mi mail es jorgemux@yahoo.com.ar
Estimado Jorge, permítame decirle que el relato me pareció sencillamente genial, y a diferencia de otros, creo que puede ser absolutamente real.
Es demencialmente espeluznante.
Tengo 35 años, y viví esa época en mi infancia con mucho terror.
Conozco ese agujero de mis pesadillas.
Permítame incluírlo en mi listado de blogs recomendados en el mío.
Mis respetos.
Ernesto
Usted es de los que hace que esto de los blogs valga la pena. Mux.
Le mando un abrazo enorme.
Jorge,
trato, le juro que trato, trato de no pasar por acá. cuando tengo un tiempo más o menos libre, empiezo a recorrer los blogs que me gustan, y luego me aventuro, sin éxito la mayoría de las veces, por otros poco o completamente desconocidos. si todavía me queda tiempo para gastar, entonces paso y vuelvo a experimentar aquella sensación que me embargó la primera vez que caí por acá. envidia. entonces me prometo de manera tácita no volver a pasar, pero vuelvo, y otra vez la envidia. porque yo quería ser escritor sabe, y más allá de haber abatido a un par de amas de casa promedio y bioquímicos con berretín de josé hernández en algún vergonzoso concurso literario, mi fracaso en tales artes no puede ser más evidente. por eso la envidia. y también el agradecimiento, por el arte, claro.
Abrazo, don.
Señora de Cinamomo: también espero lo mismo.
Malena: parece que hay muchos lugares como estos, en los que se escuchan las voces de los desaparecidos. No podemos hacernos los distraídos.
Nerd Gaucho: ¿qué le hace pensar que la última parte es falsa? Aun las cosas más inverosímiles pueden salir de la boca de un suboficial retirado, borracho, a la madrugada.
Ayelén: gracias
Ana: gracias.
The Bug: su visita silenciosa es bienvenida, y su visita ruidosa aun más.
Selenitamx:toda historia terrible, cruel e injusta es una historia actual.
Goathemala: me alegro que haya llegado aquí, desde tan lejos. Muchas gracias.
Capacidad máxima: allí estaremos.
gen71: mis respetos también para usted.
Mantis: otro abrazo para usted.
Chancho piluqui:la expresión "más allá de haber abatido a un par de amas de casa promedio y bioquímicos con berretín de josé hernández en algún vergonzoso concurso literario" me da a entender que usted no es ningún fracaso para las letras. Un saludo.
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