miércoles, 7 de marzo de 2007

La noche de los campos

Mauricio volvió, definitivamente, de Bajo Hondo.

1.

Volver de Bajo Hondo es dejar un pueblo de tranquilidad mortecina, de vías de tren cubiertas por una pastura alta y seca, de interminables tardes, noches y mañanas escoltado por la paupérrima fauna urbana y la llanura imponente. Bajo Hondo tiene doscientos habitantes. Es hoy la sombra de una aldea; es el féretro de una modesta idea de urbanidad, hoy apabullada por la quietud de los trenes cuyos ramales fueron cerrados durante los ’90.

Los doscientos residentes de Bajo Hondo subsisten gracias a las granjas, a las pequeñas chacras y sembradíos de poca monta. Son callados y pocas veces salen de su poblado para ir a Punta Alta, la ciudad más cercana y sin embargo demasiado distante. Hay una curiosidad deliciosa y desconcertante: todos los habitantes de Bajo Hondo son hombres.

La estación del ferrocarril y el club “Brisas del Sur” fueron edificados a fines del siglo XIX. Hoy son estructuras negruzcas, descosidas, con el revoque levantado y –como si dejaran ver los órganos debajo de esa piel- ladrillos con telarañas.

Hoy Mauricio volvió porque era mejor para todos.

Porque en un pueblo así ocurren siempre cosas extrañas. Porque doscientos hombres, solos, doscientos, viviendo en un poblado anárquico, agreste y desolado, sin mujeres, sin niños, sin distracciones, doscientos todos juntos, son peligrosos y dan miedo. Porque Mauricio ya empezaba a dar miedo, y a darse miedo.

2.

Él trabajó durante cinco años haciendo lo que –para mí- eran imposibles tareas de campo. Ssembraba, cosechaba, fertilizaba, araba. Pasaba primavera tras otoño sobre un tractor, sobre un arado o a caballo; con la vista atiborrada de horizonte. Y los demás allí, siempre, hacían lo mismo que Mauricio.

Pero eso no era todo. Cuando caía la tarde; cuando ya el sol se había disimulado en el horizonte, todos los hombres del pueblo salían a buscar extraterrestres. Todos. Dejaban al fantasmal poblado convertido en una penumbra, y se internaban en el campo (donde habían estado todo el día trabajando) para detectar el ataque de seres siderales. Y todas las noches los detectaban. Todas las noches los forasteros atacaban y los hombres vencían.

Mauricio había sido uno de los primeros en descubrirlos. Él venía de Buenos Aires; había estudiado biología y metafísica en un instituto no oficial (cada vez que podía mostraba su título intermedio). Y, sobre todas las cosas, creía que Jesús haría su segunda venida en un planeta diferente al de la Tierra pues –le parecía obvio- en el universo debía haber civilizaciones más avanzadas y mejor dispuestas a recibir su Palabra. Con ese curioso bagaje conceptual, Mauricio vio, estudió y convenció a los demás de que los extraterrestres hacían de las suyas en la noche de los campos de Bajo Hondo.

Mauricio fue quien descubrió las lenguas.

Una nochecita de enero, cuando las chicharras hipnotizaban el aire y la garganta pedía cervezas, Mauricio se quedó en el campo observando el cielo. Sólo vio estrellas. No vio naves; no vio coloridos seres humanoides de ojos grandes asomándose por discos giratorios.

Lo único que vio fueron las lenguas. Las lenguas amarillas.

Su perro ladró con furia y con horror. Los perros no se asustan ni ante un toro embravecido. Sin embargo, ante el solo siseo de las lenguas con el viento, todos los perros del campo empezaron a aullar.

Fue al bar. Dijo a los pobladores que estaban siendo atacados por las lenguas. Los hombres (algunos de los doscientos) lo acompañaron al campo. Vieron las lenguas y las cortaron. Los perros, luego, durmieron tranquilos.

¿Por qué ladraban los perros? Mauricio sabía bastante de biología (y de metafísica) y tenía su explicación.

Un ciervo conoce al león que lo va a comer. La memoria filogenética de sus células entiende lo que va a pasar y entonces se activa la adrenalina y corre. El ciervo sabe que su carne ha sido comida millones de veces a lo largo de la historia. De algún modo, el ciervo y el león ya se han visto los rostros. Ambos juegan a un juego que sus genes han jugado por eones. Pero cuando un ciervo, un león o un perro ven extraterrestres, se paralizan. Todo en ellos es desconocido. No hay millones de años de convivencia, de persecuciones, de evoluciones paralelas. Hay un abismo de fríos, infinitos años luz.

Los hombres hemos matado, en nosotros, ese reconocerse instintivo. Si vemos a un extraterrestre, nos puede parecer extraño pero no más extraño que un hombre extraño (un hombre puede asumir formas de extrañeza singulares).

Todo esto lo pensó Mauricio. Parecía lógico que él era el único capaz de ver las lenguas. Era el único que podía distinguir cuándo se había roto la frontera entre lo mundano y lo que venía de más lejos.

La primera noche en que salieron a cazar lenguas, los habitantes festejaron demasiado pronto. Cortaron las diez o doce que colgaban del campo de soja, y creyeron que con eso era suficiente. Al rato aparecieron diez o doce más, un poco más gruesas que las anteriores y más difíciles de cortar. Como un virus que se había vuelto resistente a los machetes. Finalmente, a eso de las once de la noche, cortaron las últimas (más resistentes) y no volvieron a caer. No hasta la noche siguiente.

Pero, ¿qué eran las lenguas?

Según Mauricio, los extraterrestres jamás vinieron a la Tierra. Jamás viajaron en naves. Ellos, desde un planeta lejano, desenrollaban su lengua. Una lengua amarilla, translúcida, larga, larga, muy larga; con la consistencia de un haba cruda. Las lenguas viajaban por el espacio y todas las noches caían sobre los campos de Bajo Hondo. Los hombres las cortaban; pero al rato los extraterrestres enviaban otra más y la dejaban caer. Con la lengua sobre la tierra del campo, se llevaban el hierro del humus y algunos minerales. Lo absorbían como una aspiradora sideral. A veces, con esas lenguas se llevaban toda el agua de un tanque australiano. Nunca atacaban a los hombres, aunque alguien decía que, en otras partes de la provincia, las lenguas chupaban la sangre de las cabras, las vacas y los cerdos.

3.

Mauricio volvió a Buenos Aires muy distinto a como se había ido. Su mirada no se detenía en las paredes de mi casa, ni en el asfalto de las calles o los edificios que –siempre- revestían el horizonte. La última noche que Mauricio estuvo en Bajo Hondo, los doscientos hombres decidieron no salir a cortar lenguas. Lo que hicieron fue atar a Mauricio sobre una estaca, en medio de la plantación de soja para que las lenguas se lo llevaran. Creyeron que Mauricio era el culpable de esos ataques extraterrestres, de la extenuación de salir todas las noches a cortar mangueras monstruosas que se perdían en el cielo. Creyeron (o habían venido creyendo) que Mauricio, desde que había venido de Buenos Aires, traía consigo una maldición o una herejía.

Esa misma noche, las lenguas lo chuparon y lo llevaron por el espacio. Sin embargo algo ocurrió. La manguera debió estar rota porque Mauricio cayó; cayó como a través de un tubo invisible. Vio el horizonte plagado de lucecitas; vio las cuadras, las calles de Buenos Aires. De pronto se encontró, esa misma noche -la noche de hoy-, en la puerta de mi casa.

7 comentarios:

Lucas J. dijo...

Mux, Ud. tiene la manía de recibir en su domicilio a los sujetos más extraños. Le haré saber cuando ande por Bahía Blanca...

En cuanto al relato, espectacular como siempre.

Saludos!

Anónimo dijo...

sos un loco lindo, jorge

lilas dijo...

interesante tu blog...
que combinacion la de monstruos y berenjenas...
no sera algo para comer no?
saluditos lilas

matlop dijo...

Monstruo berenjena....notable!


saludos
m:

Luigi dijo...

Yo no lo leí NUNCA, pero J me contó que hay un tal Schopenhauer que tiene una teoría similar a la de este Mann. Interesante combinación de biología y metafísica.

Auf Wiederlesen

¿? dijo...

MUY BUENA TU APARICION EN WWW.POCUATANAKA.BLOGSPOT.COM ME CAUSO MUCHAS GRACIAS POR TU BLOG TAN BUENO

yerbanohay dijo...

nooo.. no envian lenguas, envian ratones hocicudos, no me diga que no que lo vi en crónica, había un tipo con delantal y una lapicera en la mano de una dependencia del inta explicando que el verdadero causante de todo el horror en el campo, incluso el que se tomaba el agua de los tanques australianos, era el raton hocicudo.
despues de eso, bueno, le perdi pisada. Aca en esta alemania adonde las cosas son tan previsibles, esta es una historia que no le interesa a nadie, lamentablemente.
le mando un beso.