domingo, 18 de marzo de 2007

¿Qué parte no entendistes, querido?

He tenido una infancia plena de papelones. Todos y cada uno de ellos fueron fruto de mi incapacidad por callarme, o - a la inversa- de mi capacidad por decir cosas inadecuadas. Uno de los papelones que más me han marcado ocurrió una ignota mañana de agosto de 1983 en la escuela, con mis compañeros, las maestras y los directivos.
Estábamos formados en el salón de actos. Como siempre –como cada vez que frecuento este recuerdo-, el salón era un poco oscuro y hacía frío. Un haz de sol entraba por las ventanitas raquíticas, pero no era suficiente para calentarnos ni para iluminar semejante lugar. Por eso, las farolas redondas estaban encendidas y la docente que organizaba el acto hablaba con el rostro quemado por las lámparas. Desde el escenario, ella (la maestra pelirroja de cuarto D, de quien se rumoreaba que usaba peluca y a quien apodaban churrinche pelado) nos explicaba cómo iba a ser el acto a San Martín. Parece ser - ahora mi memoria confunde algunas cosas- que estábamos ensayando cómo nos íbamos a formar para el acto.
Había actos de mayor prestigio que otros. Los actos de apertura, de fin de año y de Manuel Belgrano, nunca fueron gran cosa. Pero si se trataba de la Semana de Mayo, de San Martín, de Sarmiento o del Día de la Raza, nadie escatimaba esfuerzos: se ensayaba hasta el paroxismo o hasta el llanto, se enviaban invitaciones a los padres y tíos lejanos, y se generaba entre compañeros una competencia feroz por un papel en la obrita alusiva. Esta desatinada batalla, alentada por las maestras y por nuestras madres, se convertía en el objetivo más poderoso de la semana: llegábamos a creer que el “casting” para actuar en la obra era tan importante como aparecer en Finalísima, o que recitar un poema patriótico y de ultra derecha era el mejor recuerdo que atesoraríamos en el futuro. Por eso, por las neurosis de los mayores, muchos sacrificábamos horas de juego en los ensayos o en la confección de trajes con hombreras doradas, sables de cartón y gorros de granadero. A nosotros, francamente, no nos importaba demasiado si éramos San Martín o negritos vendedores de empanaditas calientes para las viejas sin dientes (un parlamento fácil, sin riesgos y, por ello mismo, codiciado). Si era posible preferíamos un modesto anonimato.

La competencia podía generarse cuando las madres conversaban entre ellas. Las hábiles maestras, a veces, decidían a dedo quién actuaba en cada papel y con eso daban incentivo a las comparaciones y los temores. “¿Por qué lo habrán elegido al gordo Núñez y no a MI hijo?” “¿Qué tiene mi Jorgito que siempre hace de indio al que lo matan en la Conquista al desierto?”. Y, para encender la mecha, alguna vez la madre de un compañero dijo como al pasar:

- …- porque mi Juancito es San Martín, ¿sabe?

Eso bastó para que mi madre sintiera que yo no podía estar al margen de todo; que si Juancito era San Martín yo no podía menos que ser Colón, o Sarmiento (Belgrano no; Belgrano siempre fue un prócer menor en el panteón de héroes escolares). Si Juancito, que era epiléptico y feo como el demonio, hacía de San Martín, yo (que soy el hijo de mi madre y por lo tanto lindo y bueno como Jesús, o más aun) tenía que ser El Prócer De La Patria.

En ese acto de cuarto grado, en el cual según mi oscurecida memoria veníamos ensayando cómo formar fila, cómo entrar al salón, cómo cantar el himno y cómo dejar un pequeño espacio para que los folkloristas exhibieran sus malambos entre el público, yo era un anónimo de guardapolvo blanco que, afortunadamente, no tenía que recitar ni bailar. Y si la regente se descuidaba, no estaba obligado siquiera a cantar el himno. Mi envenenada madre había estado sobornando a los directivos para que, en el próximo acto –en el de Sarmiento- yo fuese Domingo Faustino. Pero, por ahora, sólo era un silencioso alumno que formaba fila.

La Churrinche Pelado gritoneaba desde el escenario y nos pedía silencio amenazándonos con castigos insustanciales. Cuando, finalmente, todos nos callamos, nos expuso de manera monótona, repetitiva y redundante, cómo debíamos comportarnos durante el acto. Es decir: después de ensayar durante un par de horas, tuvimos que escuchar otro par de horas cómo se debía hacer eso que habíamos practicado, qué tan mal estuvo y cuáles eran las advertencias para cuando el acto no fuera un mero ensayo. Fue la primera vez –creo- que me dormí parado.
Cuando me desperté, la Churrinche Pelado todavía estaba en el escenario. Nadie se había dado cuenta de mi pequeña siesta. La pelirroja narigona decía algo como esto (hay que imaginarla con voz nasal):

- “Cuando bailen el gato, los de quinto B no se salgan de la fila como en el acto de Belgrano; si Martínez vuelve a reírse por la pollera de las chinas, lo mandamos a la dirección y le va a explicar a la directora qué es tan gracioso; si el señor (si se le puede llamar señor) Sambueza piensa hacerse el vivo, imitando al Pato Donald como la semana pasada, que se vaya despidiendo de sus compañeros porque directamente lo transferimos a otra escuela. Cuando canten el himno, por favor, nada de brazos cruzados o manos en la cintura. Los brazos caídos a los costados. No le cambien la letra al himno y no hagan mímica. Si alguno tiene las manos atrás, o en los bolsillos, yo misma voy a pasar y les pego en los nudillos. Florencia Núñez, con el guardapolvo limpio por favor. ¿No le anda el lavarropas en la casa, Núñez? Y esto que digo es un tiro por elevación para los hermanitos Galíndez: dejan un rastro de mugre cuando entran al aula. ¿Qué es esa sonrisita, Schamberger? ¿Quiere que yo misma se la borre de un soplamoco?”

La enumeración de las indicaciones, que de a poco se iban trocando en amenazas personalizadas –que ya nada tenían que ver con el desarrollo del acto- se prolongó durante un buen rato. Sin embargo la maestra tuvo el mal tino de terminar su discurso repentinamente y con un par de preguntas retóricas:

- ¿Entendieron? ¿Quedó claro?

Y yo, desde mi perfecto anonimato y con el aturdimiento de la siesta, contesté:

- No

Los alumnos disfrazados en el escenario dirigieron sus ojos hacia mí. Incluso tenía la intimidante mirada del actor que hacía de San Martín (debe haber actuado muy bien, porque en su mirada sentía el juicio de la patria). La directora, que estaba supervisando el ensayo se detuvo a observarme, con la boca abierta, como si hubiera descubierto que yo era una especie de enfermo mental. Todos mis compañeros se callaron –se callaron del todo- y se mordieron el labio inferior. La Churrinche parecía desconcertada.

- ¿Qué parte no entendistes, querido? – me gritó
Fueron muchos segundos de silencio, más largos que las horas de ensayo y de recomendaciones. ¿Por qué había dicho “no”?. No podía explicarlo. Había que decir algo rápido y convincente.
- ¿Me podés decir qué no entendistes, nene?

La Churrinche aprovechaba el silencio generalizado para repetirme la pregunta. Con eso confirmaba que el sistema escolar tenía predilección por el sadismo: parecía obvio que yo no sabía qué contestar. Sin embargo, en lugar de dejarlo ahí, ella quería detener el universo hasta que diera mi satisfactoria respuesta. También era obvio que todos –sobre todo las madres de mis compañeros- estaban esperando que yo hiciera un papelón.
- No. Lo que quise decir es que no tengo ningún problema. Yo entendí perfectamente.
Ahora sí se escuchó un murmullo y muchas risas sofocadas. “Claro, el señor entiende perfectamente”, escuché decir a alguno de mis compañeros. Otro dijo “chupamedias”, disimulándolo como si fuera una tos repentina. Alguien me dio una sonora palmada en la espalda. La Churrinche siguió arremetiendo. Quería hundirme escarbando en mi respuesta impertinente. Quería más explicaciones sobre mi “no”. Ella anhelaba que yo tuviera una muy buena razón para cortar el silencio que debía seguir a su pregunta retórica.
- Yo pregunté si alguien NO había entendido. ¡Pero parece que a algunos todavía les dura el vivarachol que tomaron a la mañana!
Por suerte, se escuchó uno de esos timbres que marcaban el final del ensayo y nos fuimos dispersando de a poco. Desde el escenario, la Churrinche y un par de maestras me miraban y hablaban entre sí, como si hubieran confirmado de una vez por todas que yo era un retrasado. Sospecho que situaciones como esas fueron minando de a poco mi autoestima.

Me sentí vengado al año siguiente. Un alumno de quinto D (un muchacho desagradable, alto y de cuello largo que se había hecho famoso por romperse la cabeza haciendo la medialuna) irrumpió en nuestra aula y anunció:
- A la Churrinche Pelado le volaron la peluca.

Salimos corriendo hacia el aula donde daba clases la Churrinche y lo único que vimos, a través de los vidrios de la puerta cerrada, fue a la pelirroja (ya con su pelo sobre la cabeza, aunque un poco desprolijo) y a la directora, junto a ella, hablándole a los alumnos en tono de reproche.
Durante meses, la sola imagen de la Churrinche con su calva recién descubierta frente a los niños de cuarto y la peluca horrible rodando como una araña enorme, fue una terapia a todas mis neurosis. Aunque no la habíamos visto; aunque tal vez fue un invento del chico de cuello largo, a mí me sirvió como venganza del destino.
Hoy, cada vez que hablo cuando hay perfecto silencio, tengo la sensación de que alguien está aguardando que tropiece. Si el panadero aguarda con fastidio y en silencio a que me decida por las carasucias o los vigilantes, tengo la sospecha de que sólo espera mi caída, mi paso en falso. Si en el consultorio, el médico dice “Mux”, yo apenas si puedo decir “acá estoy” por miedo a esa mirada reprobatoria o al terrible “¿qué parte no entendistes, Mux”?.
Lo bueno de todo esto es que hay justicia universal.
Al poco tiempo, me entero –porque siempre pasan estas cosas- de que el panadero se resbaló al pisar una factura con crema pastelera, o que murió por accidente incinerado en su propio horno. O que el médico no pudo cobrar mi bono de obra social, o que por error se clavó una jeringa y se inoculó Mal de Chagas. Y si no me entero de todo esto, me imagino que se les vuela la peluca delante de un enorme auditorio, y para mí es suficiente.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Resistir a la tentación de reír por lo del vivarachol, o de contestarle "Se dice entendiste, sin ese al final", son señales de un temple muy particular, que habrán compensado la pérdida de la autoestima.

Me recordó a la indignación de un padre cuya hija, en el colegio católico al que asistía, había sido elegida para representar a María Magdalena en el acto de fin de curso/Navidad. El tipo gritaba sacado: "¿Por qué María Magdalena y no la Virgen, eh? ¿Qué problema hay con mi hija, qué tratan de decirme?". Edad promedio de los actores que intervendrían en la obrita escolar: 4 años.

yerbanohay dijo...

peor me paso a mi, que pase a izar la bandera en el patio del colegio con 400 alumnos y me colgaba una media que habia quedado del dia anterior en la botamanga del pantalon. di tres pasos hacia el mastil y me deshice de ella,que quedo solita en el patio del colegio , y que despues tuvo que soportar la mofa de mis crueles compañeros que la tenian en la punta de una pica cual cabeza de caudillo.. y yo me moria de pena, pensaba, la otra en casa, calentita en mi cama y esta, enfrentando su destino atroz!
despues me paso miles de veces, con las medias, con los aros especialmente, y la verdad es que siempre sufro la contemplacion de esa injusticia. Uno acá en casita, cuidado y calentito, y el otro vaya a saber donde, en un basural o en la punta de un palo de unos jovenes burlistas.

YHVH dijo...

SABE LO QUE ES UNA INJUSTICIA!?
QUE ESTE BLOG TENGA TAN POCOS COMENTARIOS!

Perdon por el griterio mejor me callo y me acurruco en un rincon

SALUD!

Lucas J. dijo...

Mux, malinterpretaste toda tú vida. Esa interrupción tuya, esa valentía para enfrentar a la Churrinche Pelado es una señal que tu lugar en el mundo es denunciar todo aquello que los giles dejan pasar quedándose callados!!

Saludos!

gen71 dijo...

Es cierto, ellos esperan que cometamos ese error que nos conduzca al ridículo y al fracaso.
Me hizo recordar el malestar que me ocasionaban los actos escolares y la posibilidad de ser seleccionado para actuar... Quizás esta aversión tenga su génesis en un acto de jardín de infantes, en el que tuve que disfrazarme de osito, y mi madre me llevó caminando con ese atuendo las 5 cuadras que nos separaban del colegio.
Todavía tengo pesadillas con esa situación, pero por lo menos ya no mojo la cama.
Saludos.

Anónimo dijo...

No entendí