El 11 de septiembre de 1998, a la madrugada, descubrí, a través de un intrincado vericueto, que soy peor que un asesino, que un violador, que un estafador y que un necio. Todos ellos juntos
Que el lector no se engañe: los dos sucesos horribles que voy a contar ahora, son sólo el preludio del tercero, mucho más nefasto e incomprensible. El tercer suceso fue la inesperada respuesta que di a la capciosa pregunta cómo reaccionarías en una situación límite. Sobre todo, si la situación límite la está viviendo otro. Espero que los lectores me juzguen con mucha menos piedad con la que yo mismo me juzgué durante estos años.
1. El primer suceso.
La noche del 10 de septiembre de 1998 mi amigo Daniel cumplía años. Como sus padres habían viajado -dejándole la enorme casa para hacer lo que quisiera- y él era afecto a las grandes fiestas, montamos un complejo equipo de iluminación y sonido para que cada habitación se convirtiera en una pista de baile. Daniel, un par de amigos y yo estuvimos toda la tarde preparando la ambientación y comprando el alcohol. Porque en la fiesta sólo iba a haber bebidas alcohólicas y baile: ni un canapé, ni una torta con velitas, ni un vaso de Coca Cola.
Debo aclarar que el año 1998 fue el más horrible de mi vida. Después de esa noche entendí que había llegado al fondo del espanto. Durante ese año pasaba largas horas con Daniel y sus amigos, entre asados y juegos de mesa. Ninguno de los nosotros trabajaba y casi no estudiábamos; nuestra vida se había convertido en una sucesión de pasatiempos egoístas, insomnios compartidos con TEG, videojuegos, truco y cervezas heladas. La noche y el día eran idénticos; comíamos a cualquier hora y nos escapábamos de toda posible obligación familiar o laboral. En mi recuerdo, todos los días de ese año fueron grises, fríos, llenos de ansiedad y tensa monotonía.
Los amigos de Daniel no eran amigos míos. Ese es un punto importante del relato. Los amigos de Daniel eran personas violentas, con oscuras aficiones, con vidas que tambaleaban entre el delito y la locura, que aparecían una tarde o una noche agitados y con mirada perdida, como si estuvieran escapando de algo. Muchos de ellos no tenían nombre; se los conocía por apodos de connotaciones inciertas. Se asomaban sin previo aviso por la puerta del quincho, se llenaban el estómago de alcohol y se tiraban sobre un sillón a roncar. Recuerdo puntualmente un hecho de ese año: un asado en el quincho de la gigantesca casa de Daniel, mientras tres o cuatro sus amigos se trenzaban en una discusión ruidosa y sin sentido acerca de la belleza de los travestis. En ese momento El Tucumano encontró divertido arrojar cuchillos y tenedores a los polemistas, poniendo fin a la charla e inaugurando una peligrosa velada de risas beodas con proyectiles. Me escondí debajo de la mesa y salí del quincho, parapetándome con las sillas. La diversión terminó cuando a uno de ellos se le quemó un ojo por porque le habían lanzado una enorme brasa. Quisieron apagar la brasa –que había quedado incrustada en su rostro- con un vaso de cerveza.
Pero claro, todavía no podía saber que yo era peor que todos ellos.
La noche del 10 de septiembre los invitados llegaron a las 23 horas. Inesperadamente fue una fiesta muy tranquila. Como la música ocupaba casi todos los rincones de la casa, y había mujeres desconocidas, los vándalos infernales no encontraron ocasión para volverse violentos ni para armar absurdas discusiones. Eso sí: una hora después habían tomado tal profusión y variedad de bebidas que muchos de ellos estaban tirados, casi inmóviles, en el único lugar de la casa silencioso y bien iluminado: la cocina.
Eran seis o siete, sentaditos panza arriba, desafiándose unos a otros para ver quién se ponía de pie y sacaba otra cerveza de la heladera. El silencio no podía durar mucho; fue cuestión de segundos para que comenzara una conversación sobre travestis, chistes negros o armas. Alex comentó que se había comprado un arma nueva. Quinco le pidió que se la mostrara. Alex la fue a buscar al auto. Lo que sigue el lector lo puede imaginar, pero vamos a reconstruirlo no sólo de acuerdo a cómo me lo contaron, sino también de acuerdo a lo que pude presenciar.
El arma estaba descargada. Este dato es importante; no tenía bala en la recámara ni nada de eso. Quinco la miró y se la pasó a los otros. Después de pasar de mano en mano, volvió a su dueño y él la dejó colgada en un perchero. Todo esto me lo contaron después.
En algún momento fui al baño que estaba al lado de la cocina. Mientras me lavaba las manos escuché una pequeña explosión, como un chasquido metálico. Después de eso, gritos desgarrados. “¿Están jugando con petardos?”, pensé.
Cuando salí del baño, un muchacho (¿Será posible? No recuerdo su apodo, ni su rostro) que no pertenecía a ese grupo, que había entrado por casualidad a la cocina, que nada más llegó a la fiesta para acompañar a su hermana, estaba tirado en el piso con su cabeza reventada contra el horno. Sólo retuve una fugaz e increíble imagen: Quinco gimiendo con el arma entre sus manos, frente a este chico-sin-nombre y sin cabeza; rodeado de pústulas blancas –seguramente cerebro- desperdigadas por la cocina como un licuado de banana hecho con la licuadora destapada.
Después de eso, la música se detuvo y comenzó un periplo de gritos, llamados telefónicos y llantos desesperados. Mientras Daniel, enfurecido, rompía los adornos de la casa gritando “te dije que no trajeras armas acá, pelotudo”, El Tucumano trataba de reanimar a quien estaba evidentemente muerto. Quinco, por otra parte, tomó de un tirón tres litros de vino, para que cobrara fuerza la hipótesis (después corroborada) de un accidente entre borrachos.
Lo peor de esta historia todavía no había ocurrido.
2. El segundo suceso.
Un par de horas después todos estábamos en la comisaría, esperando para declarar. La casa se cerró abruptamente; fajaron la zona y la policía forense dictó el acta de defunción de la víctima. Esta víctima de la que no puedo recordar su nombre; a quien yo había visto sólo dos o tres veces antes de la fiesta por visitas ocasionales y breves. Llamémoslo R.
Ahora venía el proceso más delicado. Quizás lo peor: avisarle a los padres de R que su hijo de veintidós años había muerto en una inocente fiesta de cumpleaños. Después, claro, descubriríamos que eso tampoco era lo más malo que podía pasar.
Mientras esperábamos para declarar, aparecieron los padres. A nosotros, los testigos e invitados de la fiesta, nos habían puesto en una especie de pasillo con butacas. Por ahí, por ese pasillo, venían desfilando ambos padres, avejentados, desalentados, con la certeza de que un llamado de la policía a la madrugada no era buena señal. Nos miraban y no hacían preguntas. Supongo que nuestro rostro delataba una tragedia. El comisario los hizo pasar y los atendió en una sala a puerta cerrada, tratando de simular cierta flema, cierto aire de “todo está bien”. A pesar de la puerta, escuchábamos todo. El padre comenzó a gritar: “¿Para qué nos llamaron? ¿Qué le pasó a mi hijo?”. El comisario no pudo decir palabras más desatinadas: “Cálmese, señor. Ahora está viniendo un psicólogo y le va a explicar”. Si hacía falta un psicólogo, había ocurrido algo terrible. La madre de R se puso a llorar dando alaridos. El comisario bajó el volumen de la voz, pero todavía podíamos oírlo a través de la puerta vidriada: su hijo murió. En ese momento el padre repitió a los gritos (esto no lo olvido) “No puede ser. No puede ser. No puede ser. No puede ser”. Cuatro veces. Su hijo murió de un disparo. “Ay, un disparo”, dijo la madre.
Para muchos de los presentes, eso fue lo más horrible que les pasó en la vida: presenciar cuando a otro le dan una noticia malísima. Peor incluso que perder a un amigo; peor que ver el cadáver con el cerebro destruido. Peor que haber traído un arma a la fiesta.
Pero en verdad, todo lo que pasaba fue empequeñecido por mi intervención.
3. El tercer suceso.
Cuando el padre repitió “No puede ser”, comencé a reírme. Al tercer “no puede ser” me doblaba de la risa; el cuarto “no puede ser” fue el colmo; fue un paroxismo incontenible. Y, el “ay, un disparo” de la madre fue la frutilla del postre. Creo que nunca (o casi nunca) me reí tanto como en ese momento. Me salían las lágrimas. Los padres de R salieron de la salita, destruidos por la noticia, con paso lento y cansado. Yo tuve que contenerme, pero no pude. Me di vuelta, simulando un llanto repentino, pero para todos quedó bien claro que a mí me ocurría otra cosa. No sé si los padres se dieron cuenta; de todos modos se habrán enterado por terceros de mi infinita maldad.
4. Después.
Han pasado unos cuantos años de este fatídico cumpleaños. Ninguno de los integrantes de ese nefasto grupo volvió a reunirse ni siquiera para un partido de truco. A Daniel lo seguí viendo un tiempo; quizás fue el único que no se vio tan afectado.
Recalco esto: quizás fue el único que no se vio tan afectado por mi actitud.
Porque del accidente, de la muerte, del arma en la fiesta; de todo eso se hizo un duelo colectivo que, aunque no sea equivalente a sanar una herida, con el paso del tiempo deja de hacer ruido. Sin embargo, cuando recuerdan de lo que yo fui capaz, sienten una indignación y un dolor incontenibles. Sé que muchos de ellos querrían que yo hubiese sido el muerto. Sé que su desprecio para conmigo se agiganta con los años, aunque (absurdamente) disminuya el odio que sienten por quien introdujo un arma en la fiesta. Mi risa fue más humillante que una bala.
Durante largo tiempo me arrepentí de esa actitud; me convencí incluso de que esa fue una muestra gratis de toda la maldad que llevo dentro, pero que, en una circunstancia parecida, iba a saber controlarme.
Me equivoqué.
Ayer mi esposa tuvo que operarse del pie. Una operación sencilla.
Mientras yo estaba en sala de espera, aguardando los detalles de la operación, los enfermeros salieron corriendo del quirófano. Empujaban una camilla. En la camilla, había un chico de siete u ocho años que gritaba horrorizado. La madre corría junto a los enfermeros, llorando y acariciando al chico.
Y una vez más me tenté.
Al poco rato, otros enfermeros que venían en dirección contraria bajaban a un muerto. Los familiares venían gimiendo de una manera bastante aterradora.
No hace falta que repita cuál fue mi reacción.
Ahora que soy más grande, que soy un adulto con responsabilidades, con una vida aparentemente encaminada, sigo guardando en mí al bufón más despreciable; al horrible agorero que se mofa de la desgracia ajena. Que espera lo peor de los demás para mostrar su desprecio.
Por favor, no tengan piedad de mi.
21 comentarios:
Mux, lo suyo es deleznable.
No, no, el texto está bueno.
A su actitud es a lo que me refiero.
Gracias, The Bug; es un alivio escuchar la suave brisa de un insulto ajeno. Pero "deleznable" es casi un elogio. ¿Quién da más?
Imberbe vendepatrias!
pero hombre, seguro que esto hasta tiene un rótulo en psicología! como la gente que llora de felicidad...
(ya sé que quiere que lo increpen, pero no me sale)
Sr. Mux si sabe que esta mal reirse de esas cosas porque no decide reprimirlo, no digo que se deprima debido a las desgracias, porque siempre es en vano, pero no entiendo que lo lleva a reirse???
Creo que tal vez no sea malo despues de todo. Podria ser una forma de evadirse de esa penosa realidad (tomando la pequeña parte jocosa del asunto), Aunque la mayoria no lo tome asi y vea su forma de aprovecharse de la situacion para desplegar su maldad.
En fin yo diria que no muestra importancia por lo que le paso a ese chico, pero, repito tampoco creo que estaria bien deprimirse de por vida por ello.
Señores, trátenme mal: ¿no saben que voy a ir a vuestro velorio a reírme de sus deudos?
Véanlo en esa perspectiva.
No te preocupes, Jorge:
De no mediar alguna razón de fuerza mayor, también nosotros estaremos en nuestro propio velorio - de cuerpo presente - riéndonos de nuestros deudos.
Y nada de sonrisitas por lo bajo y tentaciones reprimidas: Bien muertos de risa.
Bienvenido!
El anónimo no entiendo nada.
Al infierno con telepeaje!!!!
Escucharás todo el tiempo risotadas de esa gente a la cual dedicaste risas crueles!!!
Por este lado le va gustando??? O quiere cosas más desencajadas???
Sr. Mux, parece que quiere ser mazoquista
Carolina: quiero cosas más desencajadas, pero igual me gusta.
Anónimo: lo que usted me dice es terriblemente cruel. Es lo peor que me han dicho. Gracias, me lo merezco.
Don Mux, usted es un cagón. Se ríe a carcajadas para que su burla se califique como "risa nerviosa", para que la sicología lo ampare. Ríase con sutileza, con "normalidad" le diría y veamos si no le queda la cara color berenjena.
Al margen... ¿de dónde salió la bala?
Aldana: me reí de todas las formas posibles; pasé por la carcajada, por la risa sutil, la risa contenida, la incontenible, la que hace llorar, la disimulada y la que brotaba de golpe sin control.
¿De dónde salió la bala? Bueno, ese es el gran misterio. Parece que Alex, después de mostrar el arma, la dejó en el perchero y en ese instante (no se sabe por qué) le puso una bala en la recámara. Después de eso, Quinco la volvió a tener entre sus manos (extrañamente, Alex no le advirtió que había puesto una bala) y se le escapó el tiro. Una versión un poquito más escandalosa de este suceso sospecha que Quinco le quiso "hacer una jodita" a quien sería su involuntaria víctima: parece que le apuntó, le dijo "te voy a matar hijo de puta" y efectivamente lo mató.
Gracias por lo de cagón; siga, siga que me lo merezco.
Y yo que me creía mala por reirme de la gente cuando se cae. Lo tuyo mucho más macabro, pero más interesante para contar.
Mux, Ud. me da miedo.
porque en todo episodio confuso, violento-tr�gico, algo cruel y que involucre alcohol y armas SIEMPRE se ve envuelto algun sujeto apodado "el tucumano"????
es que nuestra fama nos perseguir� por siempre carajo!?
lo suyo es algo serio, don Mux.
capaz que se chiquito alguna vez vio a una ancianita tropezar y romerse la crisma contra una mesa y no pudo contener la risa, y porque esta actitud no fue corregida por sus padres en su debido tiempo es que ud se encuentra hoy en este estado.
mi recomendaci�n es, como futura pasic�loga, terapia, mucha y muy cara
saludos!
MOUNSTRO!!!!
excelente el relato, don mux !!
fijate lo que dice el maestro Trino:
¿Es difícil encontrar el humor en sucesos trágicos?
Trino: Lo más curioso, al menos eso es lo que me pasa, es que cuando leo la nota roja, me doy cuenta que en la tragedia surge mucho el humor, sobre todo por la lejanía que tienes ante el hecho. Si no le pasó a alguien muy cercano todo lo ves chistoso. Hay una anécdota de una nota que salió en el periódico El Occidental, decía: "Como adorno navideño encontraron a suicida". Y era un payasito que se decidió suicidar un 25 de diciembre. Se aventó de la ventana para ahorcarse pero quedó colgado junto a un adorno navideño. La gente creía que era parte del adorno, hasta los dos o tres días que ya olía gacho. Es una noticia terrible pero da risa. Es la distancia ante el dolor lo que te hace reír.
(la entrevista esta en http://www.etcetera.com.mx/pag47ne39.asp )
bueno abrazos
Jajajajajaja... ¡estaba muerto! Jajajajaja...
(No soy Mantis, en serio)
yo tengo una tía viejita que siempre cuenta riéndose cuando una vecina medio tonta del pueblo la acorraló y le preguntó?
-Maríita que bueno verla, todavía viva...!
Ojalá ese sentido del humor sea hereditario.
lo que eres es un cag�n: "oyh! me re� que malo soy!! que lastima tengo de m�!! insultenme!!"
Todo por saber ver el lado divertido de las desgracias.
He de decirle que soy el padre del chico y que gracias a su risa pude superarlo.
Hoy soy asesino profesional y nunca me he sentido tan realizado.
En serio: algo de verdad hay en que la risa es un escape ante lo tr�gico de lavida,no creo que la tuya sea una respuesta sicol�gica tan rara. Consulta a un sicologo y no te autolaceres, eso s� que es m�s egoc�ntrico y censurable.
Lo beuno es que con esto has hecho una historia estupenda. GRacias
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