[Esta historia sólo tiene sentido si se lee previamente la primera parte]
A las diez y media pensó en continuar con el trabajo, pero decidió que estaba demasiado cansado. Además tenía algo que le daba vueltas en la cabeza. La rata muerta de la noche anterior estaba todavía del lado de afuera de la ventana de la cocina, y seguramente estaría allí hasta que quedaran sólo los huesos. Pensaba en los billetes. ¿Por qué sólo billetes de dos pesos? Cinco de dos pesos, pero –pensaba Benítez- puede haber alguno de veinte, cincuenta o cien pesos. Aunque, si fuera realista, ni por descuido un peón podía dejar volar algunos billetes sin preocuparse por recuperarlos. Entonces, mientras iba hacia la cabaña, se dio cuenta de un hecho curioso: hacía más de un mes que nadie había estado allí. Sin embargo, los billetes no estaban especialmente sucios, ni cubiertos de polvo, ni con marcas de lluvia: quien los hubiera perdido, los había dejado escapar en los últimos días. El solo pensar en eso hizo que le recorriera un escalofrío: ya se acercaba la noche y una idea así parecía reforzar la hipótesis de que había alguien más en la casa. Sin embargo, pensado fríamente, era absurdo porque, de hecho, no había nadie más en la casa, “cosa que puedo comprobar durante el día, a menos que pensemos en fantasmas”. Se preparó un caldo y miró televisión. A las doce de la noche decidió que era tarde y terminó acostándose.
En la cama le daban vueltas algunos pensamientos. Los billetes habían sido arrojados recientemente, por lo tanto no había duda de que alguien había estado allí y se le volaron. ¿Martínez había estado hacía un tiempo? No, él estuvo atendiendo el negocio durante todo noviembre. Así tejiendo conjeturas y sin llegar a conclusiones serias se fue durmiendo y nada lo despertó hasta las nueve de la mañana.
El jueves, el cuarto día, nuevamente se presentó con sol y mucho calor. Ya no quedaba coca cola en la heladera y el cazalis no era una bebida para empinar sin medida en medio del trabajo. No había más remedio que renegar y apilar ladrillos cubierto de sudor. Para colmo las paredes comenzaban a adquirir altura, así que ahora era necesaria una escalera, subir unos escalones, poner la mezcla, ir a buscar los ladrillos de a uno o de a dos, correr la escalera y repetir la operación. Benítez sabía que si se quedaba todo el día, haciendo un trabajo dinámico y a conciencia, tal vez podría terminar para el día siguiente. Estuvo trabajando sin parar hasta las dos de la tarde. Sin embargo fue un descuido, quizás un momento de debilidad, cuando las moscas y el sudor lo acorralaban, en que, subido al último escalón de la pequeña escalera miró hacia el campo y creyó ver un papelito. Entusiasmado, como un niño que escucha el timbre del recreo, se bajó de la escalera apurado, se tropezó y tuvo que apoyarse en los ladrillos recién puestos para no caer. Apenas se raspó un brazo, pero la hilera de ladrillos que estuvo colocando durante las últimas dos horas quedó torcida. Sin embargo no se detuvo; corrió entusiasmado hacia el arbusto donde había visto el papelito: un billete de dos pesos. Pero eso no era todo, porque a pocos metros de allí había otro papel. Se acercó y descubrió otro billete de dos pesos. Y un poco más adentro, en el campo salvaje, otro más. Parecía un juego. Caminaba entre los arbustos y descubría un billete casi sin querer. Estuvo media hora y, sumando el dinero de los días anteriores, llegó a hacer veintiocho pesos.
Cuando volvió al muro y vio torcidos los ladrillos recién puestos, cuando recordó lo que iba a cobrar por ese trabajo y cuando pensó que tal vez no llegaría a terminarlo, pensó en dejar todo y ponerse a buscar billetes en el campo. En eso pensaba sin dejar de acomodar los ladrillos. Mientras apilaba –y mientras pasaban las horas del cuarto día, el penúltimo- se preguntaba cuántos billetes habría repartidos por todo el campo. Se preguntaba también de dónde podrían haber salido, tal vez un avión que los dejó caer. Siendo así, era posible que todo el campo estuviera cubierto de billetes de dos pesos. Era solo cuestión de buscarlos. ¿Llegarían a quinientos pesos? Si era así, ¿valía la pena seguir levantando las paredes? ¿Cuánto debía recorrer para encontrar quinientos, seiscientos o mil pesos? ¿En algún lugar no muy lejano habría mayor concentración de billetes que en otro? ¿Cómo habría influido el viento del día anterior en la distribución de los billetes? Estos interrogantes tuvo Benítez mientras levantaba las paredes y, una vez más, se convencía de que cinco días no era tiempo suficiente para un albañil mediocre.
A las diez de la noche se dio cuenta de que si no recogía los billetes cuanto antes, cuando llegaran los capataces no iba a poder hacerlo. Estaría rodeado de gente que también tendría ojos para ver un dineral, y él no iba a tener tiempo durante el día para excusarse y salir a explorar. Decidió armarse de una linterna y salir en la noche. Se preparó unos bocaditos de merluza que encontró en el freezer y apenas terminó salió al campo.
Sin embargo la oscuridad, aún atenuada por una linterna, era un factor determinante para buscar billetes. También existía la posibilidad de que no hubiera más (en realidad, había sido sólo una idea eso de que el campo estuviera sembrado de billetes de dos pesos). En definitiva, no supo si había hecho el mismo recorrido que a la tarde, no encontró más que un solo billete de dos pesos y volvió a la hora y media tan cansado que casi tuvo una crisis de nervios cuando se dio cuenta de que ya no llegaba a terminar la obra.
Al día siguiente se levantó a las siete con la sensación de que había estado cometiendo una falta grave. Tomó un café casi frío, se mojó la cara y salió decidido a que no le importara la temperatura ni las moscas pegajosas. Iba a ser un día caluroso y soleado, con algo de viento. Preparó la mezcla y siguió apilando ladrillos. Sabía que ya no llegaba a terminar los muros, pero si los capataces llegaban un poco más tarde de lo previsto, cuando llegaran verían algo que se podría terminar en cuestión de unas pocas horas. Había que contar con la buena suerte, con los pocos minutos que se perdían en distracciones y con la benevolencia de los capataces.
Pero la monotonía del trabajo le llevaba a distraerse pensando en otras cosas. No podía quitarse de la cabeza los billetes. A eso de las diez de la mañana, subido a la escalera, miró a lo lejos. Tal vez, como el día anterior, divisara un papel que brillase por la luz del sol. Pero esta vez no. No vio nada. Siguió poniendo ladrillos. Al mediodía se dio cuenta de que quizás, con un poco de esfuerzo, para las cuatro de la tarde ya estaría terminando. Sin embargo tuvo otra tentación más fuerte. Con algo de suerte, los capataces llegarían a las cinco o seis de la tarde. Calculó los tiempos y las posibilidades y decidió que, si no fallaba su suerte, podía sacar un par de horas de ventaja.
Se bajó de la escalera y fue hasta el lugar más alto de la llanura: la antena de dieciocho metros. Vio que era fuerte, que podía escalarse sin dificultad. Comenzó a subir, al principio seguro de estar pisando algo firme, luego vacilante por el temor a la altura. El calor del sol se hacía más insoportable a medida que avanzaba. Parecía absurdo, pero tenía la sensación de ya haber escalado cientos de metros, y sin embargo apenas había hecho un pequeño tranco. A unos diez metros de altura –aunque era difícil calcular a qué altura se encontraba- no era posible divisar nada. También podía ser que no hubiera más billetes, pero por alguna razón le parecía absurdo que sólo hubiera treinta pesos y él los hubiera encontrado a todos. Era más lógico pensar que podía haber más. Siguió escalando con una facilidad que a él mismo le asombró. Y no pudo dejar de sorprenderse cuando vio que apenas a tres o cuatro metros arriba de su cabeza estaba la punta de la antena. En ese momento se dio vuelta y tuvo un ligero mareo. Cuando se dio vuelta Benítez vio que detrás de la casa, justo hacia el lado que no había explorado, apenas donde comenzaba la cerca, había cientos y cientos de papelitos que danzaban con el viento. Y a lo lejos, más allá de la casa, los billetes se continuaban, formaban un colorido que podía confundirse con el de las flores. Todo esto podía verse a unos quince metros de altura. Más allá, una montaña, el cielo sudoroso y remilgadas nubes. Y si solo fuera eso. Porque además divisó, cuando observó hacia abajo, que la camioneta con los capataces se acercaba a gran velocidad y el sudor, el mareo, la repentina conciencia de que estaba demasiado alto lo habían inmovilizado. Estaba congelado por el vértigo. Apenas se atrevió a girar la cabeza, vio a Martínez y al resto bajarse del vehículo, moverse por la cabaña, llegar hasta la construcción, buscar a alguien, mirar hacia todos lados, seguir buscando, mirar hacia atrás de la cerca, encontrar un billete, dos, comunicarse el hallazgo, otro billete. Y mientras recogían el dinero, seguramente se preguntaban“dónde se habrá metido Benítez”. El único sonido que se escuchaba desde lo alto de la antena, además del soplo del viento norte, eran las maldiciones de Martínez quien frente a la construcción inconclusa se preguntaba cómo Benítez podía ser tan irresponsable.
4 comentarios:
dale, quiero el que sigue !
Me pone nervioso eso de la plata tirada por todos lados... pero bien, Mux. Bien.
Grade Mux! Puedo decir por ahí que soy amigo suyo? Un abrazo
Che, excelente, me enganché violentamente con la historia de Benítez.
Muchas gracias por tu comentario, es de lo más elogioso que hemos recibido. No deja de ser sorprendente.
Si viene al caso, te cuento que somos cuatro los que hacemos el blog (y aún así lo mantenemos a duras penas), que también -y primero- es una revista (están las tapas ahí al costado), gratuita, y que si alguna vez andás por Bs.As. (creo haber leído que vivís en Bahía Blanca), trataremos de hacerte llegar algunos ejemplares. Si querés, claro.
Saludos!
Publicar un comentario