1.
Durante el año 1994, mientras llevaba adelante la carrera de filosofía y me empecinaba en malgastar el dinero de mi padre en equipos para disc jockey, se me ocurrió buscar trabajo. “Se me ocurrió” es una manera elegante de decirlo; en verdad lo necesitaba y las bondades del menemismo me dejaban al menos dos certezas: la primera, de que con un título de profesor en filosofía nunca en la vida iba a conseguir empleo; y la segunda, de que todos los trabajos de mi vida serían mal pagos e ingratos. De modo que ya estaba preparado para lo peor.
Por aquella época, llegó a mi ciudad la gigantesca sucursal de una cadena de supermercados. Como desesperados reclutas, todos los que teníamos entre dieciocho y treinta años salimos a postularnos para cualquier humilde trabajito. Yo no fui la excepción. Envié mi curriculum y quince días después me llamaron para una entrevista. La notificación decía: “Preséntese el lunes diez de agosto a las 08:00 hs. Sea puntual”. Un par de renglones antes de la firma del subgerente, estaba escrita la siguiente frase: “Conserve su buena presencia”.
Cuando llegué, descubrí que la noción de “puntualidad” de las grandes corporaciones es un tanto incierta. Yo no había sido el único en ser citado a esa hora esa mañana: éramos más de doscientos. Nos hicieron esperar en la calle, formando una fila doble. Después de casi dos horas de espera, comenzaron a llamarnos para la entrevista.
Las audiencias no eran personalizadas; se nos hacía pasar de a cinco o seis a una salita en la que jóvenes vestidos de traje y corbata nos comunicaban cuál era la “personalidad” de la empresa y qué se esperaba de nosotros. Entre las muchas cosas que se le exigía a un empleado, había una consigna fundamental: nunca levantar el volumen de la voz ni mostrar el más ligero atisbo de enojo o ironía. Sin que nos hicieran preguntas, nos dividieron en dos grupos y nos hicieron pasar a otro salón, a través de un pasillo metálico iluminado con fluorescentes. Tiempo después supe que esa división en dos grupos tenía un objetivo de lo más pedestre: el primer grupo (formado por veinte o treinta personas) era el de “los que servían”. El otro grueso grupo era el de “los que no tienen ninguna habilidad importante”. Yo estaba en el segundo.
El populoso salón al que nos condujeron como ganado luego del monólogo era un lugar sin ventanas, con iluminación de lamparitas y un calor insoportable. Después de dejarnos allí casi una hora sin explicaciones, llegó un hombre pequeñito, calvo, cincuentón, de traje y corbata, e improvisó un escenario parándose sobre dos cajones de gaseosas. No recuerdo su nombre, pero sí su rango: “Encargado de personal del sector Alimentos”.
El Encargado pidió silencio varias veces. Éramos muchos y su voz no podía competir con nuestro interminable murmullo. Quizás los que estaban más cerca de la tarima notaron que el hombre se estaba enfureciendo y por eso propagaron el pedido de silencio. Yo estaba bastante lejos y me costaba ver al hombrecito calvo. Oírlo, casi imposible. Pero, cuando el cuchicheo por fin se detuvo, el hombre rugió desenfrenado. “¡Que sea la última vez que les pido silencio diez veces! ¡Diez veces! ¿Se piensan que esto es un boliche?” El grito del encargado rebotó en el cielo raso de chapa. Luego dijo, con la voz aflautada por el enojo: “Ustedes están acá porque, la verdad, no sabemos dónde coño ponerlos. Señores, van a tener que esforzarse mucho para quedarse en esta empresa".
Luego hizo una larguísima pausa.
En esa pausa, nadie se atrevía siquiera a respirar. El Encargado nos miraba, uno por uno, moviendo sus frenéticos ojitos azules llenos de odio. "¡Acá no vienen a hacer sociales! ¡Vienen a trabajar, carajo!", dijo de pronto.
Esa especie de guerra fría entre su mirada y nuestro silencio continuó un buen rato. Quizás ocho o diez minutos. Después de eso, el hombrecito se bajó de la tarima y se retiró. El murmullo comenzó una vez más. Nos habían vuelto a dejar solos, después de un monólogo y sin posibilidad de réplica. No puedo calcular cuánto tiempo más estuvimos allí.
Recuerdo que, cuando ya comenzábamos a mostrar un hartazgo colectivo por esa situación, apareció un hombre desde atrás de una puertita corrediza. Nos llamó uno por uno, de una manera aparentemente aleatoria, invitándonos a pasar a la salita que estaba detrás de la puerta. La salita tenía piso de cemento y sus paredes estaban viboreadas por precarias instalaciones de cables. Habían improvisado una oficina. Detrás de un escritorio, una mujer joven, con anteojos negros, nos preguntaba cosas aparentemente sin importancia. Al costado, como guardaespaldas, había dos hombres con traje y corbata que hacían anotaciones en una libretita con forro de gamuza. Cada entrevista duraba apenas dos minutos. De las pocas preguntas que me hicieron, sólo recuerdo una: "¿Cuándo se debe abrir una puerta?". Mi respuesta -a esa y a casi todas las otras- fue un tímido "no lo sé".
2.
Después de un largo periplo de entrevistas y pruebas absurdas, algún mandamínimo de la empresa decidió que mis dotes alcanzaban para ser ayudante de cocina “B” en la rotisería del supermercado. Mi sueldo era de $ 285 por mes.
Durante mis dos meses de trabajo en esa sección no tuve días franco, no tenía derecho a ir al baño y jamás, pero jamás, debía mover la boca dando la impresión de que estaba masticando algo. Mis manos debían estar siempre visibles; nada en mí debía dejar abierta la sospecha de que podría haber robado una papa o una zanahoria. No debía llevar reloj ni teléfono celular. El omnipresente sistema de cámaras era reforzado con espejos y con la continua advertencia de que había "cámaras ocultas" en rincones que no podíamos sospechar.
Un ayudante de cocina raso, como yo, sólo tenía una tarea: pelar las zanahorias y las papas, cortarlas y pasarlas a otro ayudante de cocina que las hervía para preparar la ensalada rusa. Había cerca de veinte ayudantes, todos en tareas básicas como la mía.
Cada uno de nosotros estaba relativamente aislado del resto. Yo hacía mi trabajo en una especie de cubículo con eterna luz de fluorescente, sobre una mesada de aluminio. Me llegaban las papas y las zanahorias por una cinta sinfín a la izquierda y luego las devolvía en fuentones, cortadas y peladas, por una mesa de goma a mi derecha. Unas manos enguantadas recogían los fuentones y -supongo- las ponía en agua para hervir. No tenía contacto con personas, excepto por un par de ventanas translúcidas que me dejaba ver la silueta de otros dos individuos, uno a cada lado de mi cubículo. No había relojes ni ventanas que dieran al exterior: Nunca sabíamos cuánto faltaba para irnos.
Una tarde de domingo me llamó uno de los infinitos encargados de la sección y me dijo: "deje su trabajo en cinco minutos y preséntese en la sala médica". Obedecí.
El médico fue directo al grano: a todos los empleados se les aplicaba un tratamiento semanal que, según él, se utilizaba en todo el mundo "para aumentar el rendimiento y la atención". Recalcó varias veces: "no deja secuelas". Un hombre vestido de blanco me condujo por un pasillo a una especie de camarote cerrado con una puerta reforzada.
Dentro del camarote, había un pequeño catre. Al lado del catre, un aparato y varios cables. No me hizo falta demasiado para saberlo: era una cámara de electroshock.
- El tratamiento dura apenas un segundo.- dijo el hombre de blanco- Vos te acostás, yo te ato, te doy un par de toques y salís. Seguís fresquito, haciendo tu trabajo. No pasa nada.
En ese momento no me negué. Aunque parezca increíble, sólo pensaba en volver a mi cubículo y cortar papas y zanahorias; quería continuar cuanto antes con mi actividad, así que accedí sin problemas.
El electroshock fue breve y terrible. Me dejó un pequeño temblequeo que duró unos minutos. Sin decir palabra me levanté y volví al trabajo. Estaba confundido, relajado y feliz. Como si hubiera estado nadando tranquilamente durante horas en el fondo de una fosa subterránea.
3
Después de dos meses de trabajo me cambiaron de sección. No más en la cocina; ahora trabajaría en el depósito de jabón en polvo. Los choques eléctricos se hicieron más intensos y frecuentes. Pero en ese mes se sumó una nueva "terapia": un día a la semana nos convocaban a todos los empleados nuevos; nos llevaban al salón, nos hacían quitar la ropa y nos obligaban a masturbar frente a nuestros compañeros. Aquellos de nosotros que se negaban eran conducidos individualmente hacia una de las tantas improvisadas oficinas. Allí nos esperaba un grupo de supervisores para “hacernos entrar en razón” y “ayudar a desinhibirnos”. Las actividades para lograr estos propósitos consistían en: recitar poemas, cantar, bailar y contar chistes en público. Recuerdo que una de las supervisoras, ante mi evidente falta de talento para contar un chiste, me dijo: “flaco, no sé, te falta piripipí”. Nunca aprendí a contar chistes, pero sí pude desinhibirme. Llegué a masturbarme sin problemas frente a mis compañeros. Eso pareció suficiente para que no me despidieran.
Cuando mi padre, escandalizado por lo que yo le contaba, me obligó a renunciar, lo odié. Lo odié porque, por primera vez en mi vida, me sentía contenido, seguro y capacitado para hacer algo; para cumplir durante horas con una rutina impecable sin quejarme, sin descanso y con un sueldo. Pero lo que más me pesaba es que, si renunciaba, nunca más tendría la terapia de choques eléctricos. Sin embargo le hice caso.
Mi padre hizo una denuncia por las “terapias” recibidas. Meses después de esa denuncia –y gracias a una investigación que él hizo personalmente-, pudo sacar a la luz algunos datos interesantes:
- La empresa jamás despedía a sus empleados. No aplicaban sanciones; con variadas técnicas de sugestión e incluso con medicamentos, inducían a los empleados rebeldes a someterse a la labor asignada.
- Había una ley laboral que, de manera implícita, permitía los choques eléctricos en el trabajo. Técnicamente, eran parte de una terapia de motivación laboral, y se aplicaban en una salita médica. Además, se utilizaba un solo electrodo (TEC unilateral), lo que legalmente –de acuerdo con las leyes argentinas de ese momento- no es un electroshock, sino un estimulante.
- La masturbación colectiva no era punible; legalmente era considerada una "actividad de distensión"
- Las papas y zanahorias que yo había pelado iban a parar directamente a la basura. Jamás se hizo ensalada rusa con ellas.
- La respuesta a la pregunta “¿Cuándo se debe abrir una puerta?” era “cuando está cerrada”.
- Según un informe que mi padre pudo conseguir gracias a una labor de detective, yo estaba capacitado únicamente “para escuchar si las sandías o los melones están maduros” mediante un golpecito. A pesar del tono sentencioso del informe, se incluía una sorprendente frase textual de algún supervisor: “Para todo lo demás, le falta piripipí”
9 comentarios:
Me acuerdo cuando llegó a Bahía. Yo sólo tenía 9 años pero recuerdo las largas colas en la inauguración. En esa época vivía a solamente 3 cuadras de donde estaba.
Terrible.
Calculo que usted debe hablar del DISCO, creo que abrió en esa época. O tal vez Wal-Mart. Pero, en fin, eso no importa. Sólo interesa recalcar el hecho de que fue un relato fantástico, que me atrapó.
Pasaba todos lo días para ver si había actualizado el sitio. No tarde tanto la próxima vez. La abstinencia me mata.
Iota, J Cruz: en la época menemista, cualquier aberración laboral era tolerada. Absurdamente tolerada.
J Cruz: si no actualicé el blog antes, es porque me fui de vacaciones y no encontré un locutorio cómodo para escribir.
me atrapaste!
excelente relato, la politica empresarial ams nefasta que he escuchado, bueno, aunque hay tracticas psicologicas mas fuertes que un electroshok...
saludos
histericos
ah,,me quedo la duda?, quehaces ahora, dj o filosofo?
Soyhistérica: ambos, dj y filósofo. Pero nunca aprendí a escuchar si los melones están maduros mediante un golpecito.
Excelente, un relato inspirador. Gracias.
Según la patronal a todos nos falta piripipí.
Tu relato no sólo grafica la época menemista, sino la actual.
Che, hacía rato que no te leía, creo que desde La pluma cucharita, me gusta lo que escribís.
Saludos.
Te iba a criticar por exagerado y ahí me acordé que mi último trabajo fue en un lugar así
Yo de adolescente sabía agitar una lata de conserva sin etiqueta y adivinar el contenido por el ruido: tomate (glob, glob) o arvejas (chiquichín, chiquichín). Para todo lo demás, nunca tuve piripipí.
Después de leer este relato, me parece que llegó el momento de agregar al Exonario (como paso previo al diccionario) una nueva palabra: el adjetivo muxiano...
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