domingo, 20 de julio de 2008

El invitado trabajador

Desde que me convertí en disc jockey de casamientos y cumpleaños, hace unos dieciséis años, casi nunca he ido como invitado a una fiesta. Nunca he estado sentado a la mesa comiendo asado, escuchando –y criticando- la pegadiza música que pone el disc jockey. Nunca bailé el vals con la novia o con la quinceañera. Nunca terminé una noche a las siete de la mañana bebiendo cerveza descalzo tambaleando en la pista de baile, abrazado a un grupo de borrachos sin camisa. Por el contrario, he visto cómo las bandejas de asado pasan de mesa en mesa y jamás se detienen para acercarme un miserable huesito. Mi música ha sido criticada por la infame horda de pseudomelómanos disconformes quienes, con obtusos gustos musicales y pérfida dicción, me “sugieren” que ponga tal o cual canción. Vi desfilar a miles de trajecitos elegantes que bailaban ese vals hipnótico de forma acartonada y patética. Y odié a los molestos, monótonos y violentos borrachines que insisten en pedir “un temita más” a las siete de la ajetreada mañana, cuando ya es de día y cuando todavía me queda el enorme trabajo de desarmar el equipo, llamar al taxiflet, llegar a mi casa y descargar los bártulos.

Pero, ¿por qué nunca fui como invitado a una fiesta? ¿Es que no tengo amigos ni conocidos que hagan festejos?

No es así.

Cuando un conocido quiere “invitarme” a una fiesta, por lo general inicia un discurso amigable en el que me recalca “lo bueno que sería que yo estuviese presente” junto con el hecho de que está "haciendo la fiesta a pulmón”. El paso siguiente consiste en enumerar lo difícil que fue conseguir –supongamos- la carne para el asado o los souvenires. Una vez que el conocido considera que me ha dado un panorama de humildad desoladora, se verá obligado a decir la frase clave: “No nos alcanzó para pagar un disc jockey

A partir de ese momento la “invitación” se convierte en algo incómodo. Si yo hago caso omiso de esa última frase, el conocido podrá pensar –con bastante razón- que yo no quiero colaborar por el bien de su fiesta. Si voy a la fiesta con la intención de ser un invitado más, no faltará alguien que me reproche: “¡Podrías haber traído un par de parlantes, Jorge!”. De modo que sólo tengo dos opciones: o voy a la fiesta a trabajar gratis, o bien me excuso y no voy.

Más de una vez fui yo mismo quien ofreció sus servicios gratuitos por adelantado, sin necesidad del embarazoso discurso de invitación. Y más de una vez me arrepentí de ello. Hay al menos dos razones.

Por empezar, los mozos tienen una desvirtuada visión marxista del mundo según la cual las personas se dividen en dos únicas clases: invitados y trabajadores. Los invitados son seres superficiales y arbitrarios que se sientan en grupos alrededor de la mesas. Los trabajadores, por el contrario, son personas ocupadas que no tienen tiempo para disfrutar una copa de vino o un buen plato de pollo arrollado. Según la trasnochada valoración de los mozos, los trabajadores tienen diferentes jerarquías. El disc jockey ocupa el lugar más bajo en esa escala (Así como a una empleada doméstica se la llama "la que limpia", al disc jockey se lo suele llamar "el que pone música"). Luego le siguen el filmador (o "el tipo que filma"), el fotógrafo y, en la cumbre, los mismos mozos. El mozo cree que sólo debe atender al invitado, pero jamás se le ocurre pensar que los otros trabajadores (de inferior calaña) también pueden necesitar un vaso de agua o un pedazo de pan. Por lo general, su actitud de desprecio es corporativa: mientras el fotógrafo o el disc jockey trabajan solos, los mozos son una pequeña organización mafiosa que dictamina rigurosamente el destino y los roles durante la fiesta. Son rencorosos fundamentalistas de su rol de mozo. Según su visión del mundo, si alguien está trabajando no puede estar comiendo –mucho menos bebiendo- y, a la inversa, si alguien es un invitado debe evitar por todos los medios meterse en la cocina o interferir de algún modo con su trabajo. A duras penas un mozo puede concebir que el disc jockey, el fotógrafo y el camarógrafo deseen cenar junto con o en el mismo momento que el resto de los invitados: según ellos, los trabajadores deben comer frugalmente, y hacerlo a escondidas. Parafraseo el argumento que escuché esgrimir a varios mozos: “Nosotros cenamos más tarde, cuando todos están bailando. ¿Por qué no esperan ustedes también? ¿Tienen coronita?”. La réplica obvia es: “Caballero, cuando todos están bailando yo estoy poniendo la música para que bailen; el camarógrafo está filmando y el fotógrafo está sacando fotos”.

Pero si hay algo que la dicotómica cabeza de un mozo no puede asimilar es que haya un trabajador que a su vez sea invitado. Cuando esto ocurre comienzan todos los problemas. Porque el mozo se resiste a atender bien a quien está detrás de los bafles o detrás de una cámara filmadora. Le parece que, si es invitado, entonces debería estar sentado frente a las mesas redondas, con los que son de su clase. De hecho, por un instintivo odio que tiene para con los invitados –recordemos que, para él, son seres caprichosos y superficiales-, es probable que atienda peor a un trabajador invitado que a un trabajador a secas.

El trabajador invitado también es presionado por el resto de los asistentes. Si el disc jockey pone un disco de Bersuit Vergarabat y lo deja correr para sentarse a cenar en paz, algún comensal no tardará en quejarse de que “El disc jockey dejó un disquito y se borró”. O si, por alguna eventualidad, no tiene el último tema de El Polaco, lo criticarán como si hubieran pagado una fortuna por su servicio. No sólo se trabaja gratis y se come mal: además se reciben toda clase de consejos y murmuraciones. “Se te cae la fiesta, flaco”. "No podés quedarte charlando, pibe, tenés que laburar"; “Yo que vos compraría un par de bafles más potentes”. “¿Este es todo tu equipo de iluminación?”; “¡Cómo! ¡En la era de la informática no tenés una computadora!” (O, si tiene computadora: “¡Me tienen podrido los que pasan música con computadora!”).

Recuerdo una fiesta espantosa de hace diez o doce años. Una conocida a quien yo le debía dinero me “invitó” al casamiento de su hija. No tuve más remedio que aceptar. Los mozos de esa fiesta nunca entendieron que yo era "invitado". Como consecuencia de ello, no me dieron de cenar. Pasaba la velada, levantaban los platos y en ningún momento se acercaron a convidarme. Cuando entré a la cocina a rogar por una empanada y un vaso de Coca Cola, uno de ellos
dijo sin empachos: “Nuestro servicio no acostumbra darle de comer a los disc jockeys”. Sorprendido, inicié una discusión que habría terminado a los golpes, de no ser porque mi conocida –la mujer a quien yo le estaba pasando música- intervino. “Por favor”, dijo, “dénle de comer”. Los mozos fingieron una cínica tranquilidad y dijeron que sí, que "justo me iban a llevar la cena" y que “mi problema” era que “yo no sabía esperar”. Para enseñarme a esperar, me dejaron esperando todo el resto de la noche. No trajeron absolutamente nada, por supuesto.

Tengo un sueño de venganza especialmente dirigido a los mozos.

El día en que yo haga una fiesta voy a ser mi propio disc jockey. Voy a evitar que los mozos me conozcan de antemano. Trataré de que me vean solamente cuando llego jadeante con los equipos. Que crean que sólo soy el disc jockey. Que especulen con ignorarme o con no darme de comer. Les voy a pedir con humildad un vasito de Coca o un choripán. Les voy a aceptar sin chistar la expresión ladina: “Querido, nosotros no le damos de comer a los disc jockeys”. Voy a agachar la cabeza y pasar música, sabiéndome postergado. Acataré sus mandatos: “Flaco, poné un tema para la entrada de la comida”. “Flaco, cortá la musiquita que viene el helado”. “Flaco, dejá de poner cumbia que se te duermen, ¿no te das cuenta?

Dejaré pequeñas trampas para que se resbalen mientras traen la comida.
Contrataré invitados molestos y gritones. En la cocina, encerrado en una alacena o en una caja, tiene que haber un tigre hambriento o un toro a quien deben contener para que no se escape hacia el salón. También debería haber una gran cantidad de botellas (en lo posible, llenas de ácido) que, puestas en equilibrio inestable, se terminen cayendo con el más mínimo roce. Uno de los invitados tiene que entrar a la cocina cada diez segundos para dar consejos o para gritarles. A alguno de los mozos se le deberá administrar (mediante un inocente vasito de Sprite) una droga que le haga ver alucinaciones o lo incite a atender las mesas desnudo. El horno y la heladera deben romperse o explotar. Sería bueno que las cloacas desbordaran y comenzase a salir un líquido marrón de las bachas de cocina. Un invitado disconforme debería amenazarlos con una escopeta en medio de un ataque de nervios.

Pero al final de la fiesta, cuando los mozos estén por despedirse, cansados y felices de haber terminado, se sorprenderán al saber que yo -el pibe que pone musiquita- era el organizador. Les preguntaré por qué no me dieron de comer. Por qué trataron tan mal a mis invitados. Por qué trajeron a un colega drogado. Por qué se los veía ausentes y distraídos. Cuando les llegue el momento de cobrar por su trabajo; cuando a mí me toque poner la mano en el bolsillo para pagarles sentirán que han cometido un error. Entonces, sabiéndome omnipotente, sacaré un puñadito de tintineantes monedas y las arrojaré sobre sus rostros gritando “Acá está su paga, hijos de puta”.

Es probable que en ese momento –o mucho antes- me golpeen. En verdad, es una muy mala venganza.

Todo sería más fácil para mí si realmente, realmente, me invitaran a una fiesta. En ese caso me podría comportar como el comensal más caprichoso, arbitrario y gritón que pudieran encontrar. Me quedaré hasta las diez de la mañana -cuando el disc jockey ya se fue-, pidiendo cerveza tras champagne, acodado en una mesa con un grupúsculo de trasnochados, paladeando la creciente furia de los mozos cada vez que les diga con sorpresa
enojosa: "Qué, ¿no hay más cerveza? ¿Pero qué clase de servicio hacen ustedes?"

Es probable que en ese caso, también me golpeen y -adicionalmente- nadie vuelva a invitarme a una fiesta.

Después de todo, las fiestas son horribles.