lunes, 16 de febrero de 2009

El círculo vicioso de los especialistas

Desde hace muchos años sufro de un síndrome cuyos síntomas son vagos y esquivos. El síndrome consiste en algo así como dolores de cabeza, náuseas, dolor de cuello, mareos, asma y sueño. Todo eso junto, o de manera sucesiva o aleatoria. Dije “algo así como”, porque el dolor de cabeza no es sólo eso, ni el mareo es sólo mareo. Detrás de cada síntoma definido está, agazapado, alguno de los otros síntomas: el dolor de cabeza nunca es “puro” dolor de cabeza; también trae algo de mareo, algo de sueño y un poco de asma. El sueño tiene algo de dolor de cuello. Como si cada síntoma quisiera camuflarse con la vestimenta de otro. Es fácil entender que jamás puedo contestar a la pregunta: “¿qué te pasa?” sin balbucear o hacer largos circunloquios.

Hubo dos buenas maneras de atacar este problema. Una de ellas fue abandonar cualquier actividad y dormir hasta que se me pasara. He tenido que dormir cuatro o cinco días seguidos sin poder dar más que una esquiva explicación a mis jefes y a los médicos que me enviaban del trabajo por mi parte de enfermo. La otra manera –mucho mejor- fue la automedicación. No sé qué sería de mi vida si no fuera por los kiosqueros que me vendían aspirinas, migrales, buscapinas, dramamines y actrones de acuerdo a mi tosco relato de los síntomas y a su concienzudo criterio de farmacéutico amateur.

Un día, siguiendo un mal consejo, decidí ver a un médico. Digamos de antemano que esa fue la peor de todas las ideas. Los médicos son buenos –cuando son buenos- en atacar bacterias, cortar huesos y hacer cirugías. Ciertas cirugías. En cambio, son inútiles cuando uno tiene dos o tres síntomas difusos y de conexión incierta. Por empezar, yo tenía un problema semántico: mis síntomas se comportaban, en cierto modo, como una unidad (a mí me pasaba todo eso junto), pero cuando tenía que explicarlo debía descomponer esa unidad en muchos conceptos. “Migraña, mareos, náuseas, dolor de cuello…”. El médico no entendió el problema de lenguaje; sólo captó la cantidad de términos que yo utilizaba para explicar lo que me pasaba, y me fue derivando a un especialista por cada síntoma. De modo que fui a un neurólogo para investigar el dolor de cabeza, a un otorrinolaringólogo y un oculista para descubrir la raíz del mareo; a un gastorenterólogo para saber por qué sentía náuseas; a un traumatólogo para encontrar por qué me dolía el cuello y a un médico especialista en problemas del sueño para saber por qué me la pasaba bostezando.

Estuve dos meses deambulando entre salas de rayos, electorencefalogramas, pruebas de resonancia, fondos de ojo y masajes descontracturantes. Cada especialista me explicaba las razones por las cuales no encontraba ningún problema y me daba una pastilla para tomar cada ocho horas. A pesar de que yo estaba clínicamente sano, la cantidad de medicamentos que tomaba se había incrementado de forma exponencial. Lo peor de todo es que caí en el círculo vicioso del especialista, uno de los peores males de la ciencia. Veamos en qué consiste.

El oculista no encontró problemas en mis ojos, pero vio algo en el nervio óptico. “Eso lo tiene que ver el neurólogo”, me dijo. Fui al neurólogo y no le dio importancia a mi afección del nervio óptico, pero –en cambio- le prestó atención a algo que pasaba en mi oído medio. “Tenés que ver a un otorrinolaringólogo”. El otorrino no vio algo malo en mi oído, pero sí pensó que ciertos mareos se debían a no sé qué problema en la córnea. “Andá a ver a un oculista”, dictaminó. Había sido derivado en círculos, y podría haber seguido así eternamente.

No voy a omitir algunos diagnósticos desopilantes: un traumatólogo dijo que, si bien yo estaba sano, debía “evitar por todos los medios subir escaleras, mirar pantallas de televisión y andar en ómnibus”. Salí del consultorio sintiéndome un inválido. El otorrinolaringólogo me explicó que mi centro del equilibrio era demasiado sensible. Por lo tanto, debía evitar escuchar música, ruidos fuertes y bocinas. Tampoco me convenía caminar solo por lugares peligrosos ni trabajar en altura. El traumatólogo me pidió que no me sentara durante mucho tiempo, que no levantase la voz, que no escribiera a máquina o por computadora, que no me agachara y que no levantara la cabeza. El neurólogo me recomendó no caminar mucho, no agitarme, no bañarme -porque la ducha podría bajarme la presión y corría riesgo de desmayo- y no emprender una tarea complicada si no contaba con algún acompañante. El gastroenterólogo me prohibió los asados, las pastas, las frutas finas, los helados, las galletitas, las salchichas y los alimentos en lata. El inmunólogo dictaminó que el estrés me podía provocar asma, así que no debía recibir malas noticias ni moverme mucho. Todas estas recomendaciones apropiadas para un enfermo terminal las estaba recibiendo yo con un diagnóstico preciso y unánime: usted está clínicamente sano.

Por suerte el médico clínico estaba afuera de ese endemoniado círculo vicioso del especialista. Vio los análisis sin mucha emoción y me preguntó: “¿Qué estás tomando para todo esto?”. Le dije que los kiosqueros me habían recomendado una pastilla para cada cosa, y que los especialistas me habían dado más pastillas. Con una sabiduría que todavía admiro, el clínico concluyó: “Seguí tomando lo que te recetaron en los kioscos. Olvidate de las otras pastillas”

Desde luego, todavía hoy sigo paliando los síntomas. Ahora mismo, sólo puedo escribir sin marearme gracias al Dramamine. No me duele la cabeza gracias al Migral y la Cafiaspirina. El ibuprofeno anestesió mi cuello, las zopiclonas y melatoninas hacen que duerma bien a la noche, el Sertal es mi aliado para el estómago y el compuesto de budesonida y formoterol evita que me ponga violeta por un ataque de asma. Yo sé que en poco tiempo voy a reventar y me voy a morir de intoxicación medicamentosa, pero estoy convencido de que el médico forense dictaminará que mi cadáver es “clínicamente sano”, con lo cual no tengo de qué preocuparme.


Apéndice: lo que está arriba fue escrito hace unos años, cuando todavía creía que una rama de la medicina –la pastillología del kiosquero de barrio- servía para algo. Hoy, febrero de dos mil nueve, he cambiado de opinión. Contra todos mis instintos, fui a ver a una mujer que hacía curaciones milagrosas y desde hace dos días no me pasa absolutamente nada. Ningún dolor, ninguna molestia. Su cura consistió en reconocer los síntomas con sólo tocarme la frente y declarar que al día siguiente iban a desaparecer (Seamos honestos: una cosa es la clarividencia, y otra son los poderes curativos. ¿Qué tiene que ver la visión mental con la curación milagrosa? Una cosa es saber cuál es mi problema sin que yo se lo diga; otra muy distinta es poder curarlo). Al día siguiente desapareció mi síndrome. Eso sí, la mujer –que llevaba el pañuelo recogido con una bandana roja con corazoncitos blancos- aclaró que yo había sido víctima de una poderosa fuerza maligna que alguien había desplegado. Lo curioso es que esa “fuerza maligna” no estaba dirigida especialmente a mi persona: alguien la había puesto a rodar con otros propósitos y yo padecí ese mal de rebote. Otra curiosidad aun mayor: esta mujer era directora de una escuela, y hacía curaciones aula por aula a los alumnos que estaban en clase.

Quisiera que los síntomas reaparecieran para refutar a esa charlatana, pero se empeñan en ya no estar. Eso sí, ahora tomo más pastillas que nunca, porque nunca antes me había sentido tan sano.