Daniel Mielgo fue metódico y puntual en sólo tres cosas en su vida: 1) nunca faltaba a su oficina en la Junta Nacional de Granos; 2) todas las tardes del año 1984, le pegaba a Elena, su mujer, con una regularidad envidiable. La tercera cosa la iba a descubrir pronto.
Ella a veces salía por la calle, medio desnuda y a los gritos. Él corría detrás, con los ojos encendidos, la respiración agitada y tratando de hablar con una voz serena y cordial. “Vení para acá”, le decía. “Vamos a hablar, vení, no seas hija de puta”. Esta escena se repetía dos o tres veces por semana sin que los vecinos se inmutaran: jamás habían llamado a la policía y, además, en esa época no se usaba hacer denuncias por maltrato ni andar ventilando los problemas de pareja entre terceros.
Él llegaba de la oficina a las dos de la tarde. Elena preparaba la comida y, como un ritual cotidiano, Daniel estaba esperando el momento en el cual ejercer su naturaleza golpeadora. A veces, podía desatarse durante la comida. Una pizca de sal de más; un comentario o un gesto fuera de lugar, el polvo sobre los adornos de porcelana, o la sospecha de que Elena se estaba volviendo estúpida eran suficientes argumentos para los golpes. Otras veces (las más peligrosas) se desataban antes de dormir la siesta, entre el último vino del almuerzo y el inicio de Amo y Señor. En esa instancia no había razones ni argumentos. Solía iniciarse con un vaso arrojado contra el televisor o con un inesperado empujón.
Entonces daba rienda suelta a su sádica rutina. Usualmente, después de los empujones empezaban las bofetadas sonoras. Algo que le molestaba a Daniel -y lo enardecía aun más- era que Elena, ante cualquier golpe, se arrodillaba en el piso diciendo “aaaah”, con la boca muy abierta y expresión mongoloide. Le molestaba que su “aaah” no era de dolor; no parecía estar experimentando un escarmiento, sino una especie de completa estupidez. Por eso la seguía golpeando; después de las bofetadas venían los puños cerrados y las patadas. A veces su sed pugilística se detenía después del primer puñetazo. Otras veces necesitaba de diez o veinte para estar tranquilo, además de pequeñas patadas. Sólo una vez le pegó con un atizador pero fue un caso aislado; un caso que no cuenta. El resto del año le pegó como un hombre: a puño limpio.
El 30 de diciembre de 1984 ya habían empezado las vacaciones y la mañana se estaba poniendo larga y espesa. La larga navidad con los suegros había pasado sin pena ni gloria. Ahora, de vacaciones, no podía ejercer una de sus obsesiones (la puntualidad en el trabajo) y estaba inquieto. Toda la mañana con Elena, quien parecía vieja, encorvada y estúpida. No era necesario esperar hasta la hora de la siesta para encontrar el terreno propicio.
A las diez y media de la mañana, Elena estaba limpiando la habitación y cantaba en voz muy baja. Su canto parecía un lamento, un susurro imbécil y provocador. Daniel entró y la empujó contra el ropero. Elena dejó de cantar repentinamente. Cayó inmóvil al piso y ahí se quedó entre las pelusas que había estado barriendo.
En ese momento Daniel sintió como si por primera vez en su vida tomara aire; como si hubiera estado preso de una maldición hasta hacía apenas un instante. Recostó a Elena sobre la cama distendida, le acarició la frente y le decía “yo no quería pegarte, vos lo sabés”. Elena no se despertaba.
Pasaron las horas y el cuerpo de Elena comenzó a enfriarse. Daniel golpeaba el ropero con furia, envuelto en un llanto rencoroso y desesperado. “Por qué me hacés esto, hija de puta”, gritaba en la soledad de la tarde calurosa e inocente “Te cagué a palos mil veces y te me morís por un golpecito, conchuda”
Estuvo toda la tarde y toda la noche velando a su mujer; tal vez aguardando un inesperado milagro. Se puede sospechar, sin temor a equivocarse, que los inescrutables pensamientos de Daniel durante esas largas horas podían entrar en los anales del horror. Yo trato de imaginarlo a las tres de la mañana, cuando todo es oscuro y ya le queda claro que su víctima desapareció para siempre y que él es un asesino.
En alguno de esos herméticos vericuetos, en un instante de esa horrorosa noche, Daniel ideó el plan de descuartizar a su mujer. Descuartizar el cuerpo y guardarlo en bolsas de residuos. Tal vez enterrarlo, o sacarlo durante varios días para que se lo lleven los recolectores de basura. Por eso llevó a Elena sin vida al jardín del fondo, allí donde habían puesto hamacas y sillas para pasar el verano tomando Gancia con limón; donde, a un costado, había un pequeño galponcito con herramientas. Al lado de la casa había un edificio; por eso puso el cuerpo de Elena de manera tal que el alero del galpón tapara la visual de los curiosos desde el balcón. Sin embargo no puso mucho cuidado: sabía que el plan jamás podía funcionar, pero igual lo llevó a cabo con puntillosidad, esmero y cuidado. Esta era la tercera cosa en la que iba a ser metódico y puntual.
Afiló el hacha; puso todos los cuchillos y serruchos sobre la mesa del patio en orden decreciente: el pequeño trozador de limones al final; el hacha al principio. Cubrió el piso con papeles de diario, acostó el cuerpo de Elena y comenzó a serruchar, probando cuál era la herramienta más efectiva. Había que trozar en partes no más grandes que un peceto o un solomillo. De a poco fue descubriendo que los serruchos de dientes gruesos son buenos para los brazos, las piernas y el cráneo. Pero para los tendones y las vísceras, funcionaban mejor los cuchillos. Si algún hueso se resistía mucho, allí entraba en juego el hacha.
A las once de la mañana del treinta y uno de diciembre de 1984, Daniel ya había trozado las tres cuartas partes del cuerpo de su mujer. Sólo le quedaban la cabeza, el cuello y parte de los hombros.
En ese momento, en el fondo del patio, cayó una pelota de fútbol.
Mi amigo Fernando y yo teníamos nueve años. Ese treinta y uno de diciembre estábamos jugando un picado de a dos. La noche anterior no habíamos podido dormir por el calor y por la ansiedad de los preparativos para fin de año. Teníamos un arsenal de petardos y cañitas voladoras que nuestros padres no nos dejaban manipular hasta que se hiciera año nuevo. Seguramente estábamos insoportables y por eso nos habían mandado abajo. En un descuido, un puntinazo torpe hizo volar la pelota al patio del vecino. Podríamos haber saltado el paredón como tantas otras veces. Pero no lo hicimos. Llevábamos ropa nueva, ropa de fin de año. Si escalábamos paredones se nos podía enganchar con las piedras y nuestras madres nos iban a matar (también nos matarían si se enteraban de que estábamos jugando al fútbol). Decidimos ir a tocar timbre.
Nos atendió un hombre de unos cuarenta años, muy amable, con voz tranquila y mirada apagada. “Tengan cuidado con el fóbal, chicos, porque en el patio hay vidrios.”, dijo mientras nos entregaba la pelota. Uno de los gajos tenía una mancha negruzca y rojiza. "Es sangre, boludo", dijo Fernando mientras me la arrojaba a la ropa limpia, ensuciándola hasta el enojo de mi madre.
Ella a veces salía por la calle, medio desnuda y a los gritos. Él corría detrás, con los ojos encendidos, la respiración agitada y tratando de hablar con una voz serena y cordial. “Vení para acá”, le decía. “Vamos a hablar, vení, no seas hija de puta”. Esta escena se repetía dos o tres veces por semana sin que los vecinos se inmutaran: jamás habían llamado a la policía y, además, en esa época no se usaba hacer denuncias por maltrato ni andar ventilando los problemas de pareja entre terceros.
Él llegaba de la oficina a las dos de la tarde. Elena preparaba la comida y, como un ritual cotidiano, Daniel estaba esperando el momento en el cual ejercer su naturaleza golpeadora. A veces, podía desatarse durante la comida. Una pizca de sal de más; un comentario o un gesto fuera de lugar, el polvo sobre los adornos de porcelana, o la sospecha de que Elena se estaba volviendo estúpida eran suficientes argumentos para los golpes. Otras veces (las más peligrosas) se desataban antes de dormir la siesta, entre el último vino del almuerzo y el inicio de Amo y Señor. En esa instancia no había razones ni argumentos. Solía iniciarse con un vaso arrojado contra el televisor o con un inesperado empujón.
Entonces daba rienda suelta a su sádica rutina. Usualmente, después de los empujones empezaban las bofetadas sonoras. Algo que le molestaba a Daniel -y lo enardecía aun más- era que Elena, ante cualquier golpe, se arrodillaba en el piso diciendo “aaaah”, con la boca muy abierta y expresión mongoloide. Le molestaba que su “aaah” no era de dolor; no parecía estar experimentando un escarmiento, sino una especie de completa estupidez. Por eso la seguía golpeando; después de las bofetadas venían los puños cerrados y las patadas. A veces su sed pugilística se detenía después del primer puñetazo. Otras veces necesitaba de diez o veinte para estar tranquilo, además de pequeñas patadas. Sólo una vez le pegó con un atizador pero fue un caso aislado; un caso que no cuenta. El resto del año le pegó como un hombre: a puño limpio.
El 30 de diciembre de 1984 ya habían empezado las vacaciones y la mañana se estaba poniendo larga y espesa. La larga navidad con los suegros había pasado sin pena ni gloria. Ahora, de vacaciones, no podía ejercer una de sus obsesiones (la puntualidad en el trabajo) y estaba inquieto. Toda la mañana con Elena, quien parecía vieja, encorvada y estúpida. No era necesario esperar hasta la hora de la siesta para encontrar el terreno propicio.
A las diez y media de la mañana, Elena estaba limpiando la habitación y cantaba en voz muy baja. Su canto parecía un lamento, un susurro imbécil y provocador. Daniel entró y la empujó contra el ropero. Elena dejó de cantar repentinamente. Cayó inmóvil al piso y ahí se quedó entre las pelusas que había estado barriendo.
En ese momento Daniel sintió como si por primera vez en su vida tomara aire; como si hubiera estado preso de una maldición hasta hacía apenas un instante. Recostó a Elena sobre la cama distendida, le acarició la frente y le decía “yo no quería pegarte, vos lo sabés”. Elena no se despertaba.
Pasaron las horas y el cuerpo de Elena comenzó a enfriarse. Daniel golpeaba el ropero con furia, envuelto en un llanto rencoroso y desesperado. “Por qué me hacés esto, hija de puta”, gritaba en la soledad de la tarde calurosa e inocente “Te cagué a palos mil veces y te me morís por un golpecito, conchuda”
Estuvo toda la tarde y toda la noche velando a su mujer; tal vez aguardando un inesperado milagro. Se puede sospechar, sin temor a equivocarse, que los inescrutables pensamientos de Daniel durante esas largas horas podían entrar en los anales del horror. Yo trato de imaginarlo a las tres de la mañana, cuando todo es oscuro y ya le queda claro que su víctima desapareció para siempre y que él es un asesino.
En alguno de esos herméticos vericuetos, en un instante de esa horrorosa noche, Daniel ideó el plan de descuartizar a su mujer. Descuartizar el cuerpo y guardarlo en bolsas de residuos. Tal vez enterrarlo, o sacarlo durante varios días para que se lo lleven los recolectores de basura. Por eso llevó a Elena sin vida al jardín del fondo, allí donde habían puesto hamacas y sillas para pasar el verano tomando Gancia con limón; donde, a un costado, había un pequeño galponcito con herramientas. Al lado de la casa había un edificio; por eso puso el cuerpo de Elena de manera tal que el alero del galpón tapara la visual de los curiosos desde el balcón. Sin embargo no puso mucho cuidado: sabía que el plan jamás podía funcionar, pero igual lo llevó a cabo con puntillosidad, esmero y cuidado. Esta era la tercera cosa en la que iba a ser metódico y puntual.
Afiló el hacha; puso todos los cuchillos y serruchos sobre la mesa del patio en orden decreciente: el pequeño trozador de limones al final; el hacha al principio. Cubrió el piso con papeles de diario, acostó el cuerpo de Elena y comenzó a serruchar, probando cuál era la herramienta más efectiva. Había que trozar en partes no más grandes que un peceto o un solomillo. De a poco fue descubriendo que los serruchos de dientes gruesos son buenos para los brazos, las piernas y el cráneo. Pero para los tendones y las vísceras, funcionaban mejor los cuchillos. Si algún hueso se resistía mucho, allí entraba en juego el hacha.
A las once de la mañana del treinta y uno de diciembre de 1984, Daniel ya había trozado las tres cuartas partes del cuerpo de su mujer. Sólo le quedaban la cabeza, el cuello y parte de los hombros.
En ese momento, en el fondo del patio, cayó una pelota de fútbol.
Mi amigo Fernando y yo teníamos nueve años. Ese treinta y uno de diciembre estábamos jugando un picado de a dos. La noche anterior no habíamos podido dormir por el calor y por la ansiedad de los preparativos para fin de año. Teníamos un arsenal de petardos y cañitas voladoras que nuestros padres no nos dejaban manipular hasta que se hiciera año nuevo. Seguramente estábamos insoportables y por eso nos habían mandado abajo. En un descuido, un puntinazo torpe hizo volar la pelota al patio del vecino. Podríamos haber saltado el paredón como tantas otras veces. Pero no lo hicimos. Llevábamos ropa nueva, ropa de fin de año. Si escalábamos paredones se nos podía enganchar con las piedras y nuestras madres nos iban a matar (también nos matarían si se enteraban de que estábamos jugando al fútbol). Decidimos ir a tocar timbre.
Nos atendió un hombre de unos cuarenta años, muy amable, con voz tranquila y mirada apagada. “Tengan cuidado con el fóbal, chicos, porque en el patio hay vidrios.”, dijo mientras nos entregaba la pelota. Uno de los gajos tenía una mancha negruzca y rojiza. "Es sangre, boludo", dijo Fernando mientras me la arrojaba a la ropa limpia, ensuciándola hasta el enojo de mi madre.
13 comentarios:
Finalmente llegó la hora de que te califique. Preparate.
El nombre de tu blog y las fotos que en él exhibís sugieren que tenés algún problema psiquiatrico, lo cual no es un mal recurso literario.
Lamentablemente tus relatos lo comprueban. Tenés un 1.7 por psicópata y un 0.4 por la plantilla, que si bien es muy buena es robada de un blog mucho mejor que el tuyo.
Allegados suyos me han confiado que usted ha hecho un asado muy festejado sobre finales de diciembre.
No sabe la mala impresi�n que me ha quedado al leer luego este relato que ans�o con todo mi ser no sea un texto autorreferencial.
Se me hace que después de esto viene una secuela.
The British: recién ahora te das cuenta? A vos porque no te persigue por la calle eh?
Espero que no me baje la calificación por eso...
Saludos Jorge!
Así que era usted que lo jodía a mi tío con la pelotita...
Hombre, que desconsideración.
Claro, todo esto ocurría en tucumán, imagino, de donde todas las ultimas noticias policiales que me llegan son de descuartizamientos. Otra que David Lynch!
Ahora, le pregunta es: ¿Por qué le cambió el final de un día para el otro?
¿O estoy mal?
Es cierto!
Es cierto!
Cambiaste el final!!
Guau! Es buenísimo!!
(¿le cambiaste el final? ¡Me muero de intriga por conocer el anterior final!!!)
British: usted es demasiado indulgente conmigo.
The Bug: el relato tiene autorreferencialidad en un punto. No le diré cuál.
J: ¿a qué se refiere con la secuela?
Mantis: ¿Cuál fue el destino de su tío? ¿Fue encarcelado y salió a los tres años por el 2 x 1? ¿O se fugó y nunca fue encontrado?
Yerbanohay: sospecho que, cuando uno mata a una persona sin querer pero a la cual se le tiene algo de odio, el descuartizamiento debe ser la tentación más fuerte.
Mantis, Twity boton y Señorita Cosmo: el final lo tuve que cambiar, porque daba una información innecesaria y porque recordé el incidente del gajo ensangrentado. También cambié algunos detalles en otras partes del relato. De todos modos, les dejo el final original:
"Nos atendió un señor de unos cuarenta años, muy amable, con voz tranquila y mirada apagada. “Tengan cuidado con la pelota, chicos, porque en el fondo de mi casa hay vidrios.”, dijo mientras nos entregaba la pelota. “Feliz año nuevo”, agregó para cerrar la conversación.
Por supuesto, jamás lo volvimos a ver."
JAAJAJAJJAJAJAJJAJAJAJJ AJJAJAJAJAJAJAJ JAJAJJAJAJAJAJAJ JAJAJAJAJAJAJJAJA JAJAJJAJAJAJAJAJAJAJJA JAJJAJAJAJAJA
Muy cómico su relato. La primera vez no había entendido el chiste.
Relato atrapante, muy entretenido para leer. Mis felicitaciones. ;)
N I C O
Su blog es un mito, un cuento de viejas...
Recién he descubierto éste espacio.
Ha sido entretenido leerlo..
Un saludo y te sigo leyendo.
Anna.
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