domingo, 15 de abril de 2007

Dos relojes dorados


- Nono, ¿falta mucho para que yo me muera?
- Muchísimo
- ¿ Y vos? ¿te estás por morir?
- Yo… Sí, no me queda mucho tiempo.


Todavía recuerdo la circunstancia de este diálogo. Mi hermano, mi abuelo y yo estábamos en el auto –creo que era la Chevy-, estacionados a la vera de la calle Brandsen. Esperábamos que mamá volviera de buscar una receta en el médico.

Mi hermano tenía cinco o seis años. Mi abuelo, un poco más de sesenta. Durante la espera jugábamos a tocar bocina y a hacerle preguntas incómodas. Ese diálogo fresco, inocente y desatinado se mantuvo con persistencia en mi memoria. El nono murió hace unos meses, a los ochenta y cinco años. Cada vez que me acuerdo de él, pienso en el anuncio que dijo para escapar de la difícil pregunta de mi hermano (“no me queda mucho tiempo”) y que resultó tan falso.

Cuando el nono se jubiló en el ferrocarril, dedicó su vida sólo a dos cosas. Una de ellas fue mirar películas de cow boys en la cama. La otra fue arreglar relojes en el taller del fondo. Por eso, su vida fue para mí la repetición de pocas imágenes: él acostado, en plena oscuridad, tapado con frazadas aun en verano, mirando una repetida película en blanco y negro, o detrás de la puerta marrón, en el taller, sentado sobre el banquito destruido y con las manos en los minúsculos engranajes.
Alguna vez, en un almuerzo de cumpleaños o algo así, lo escuché quejarse por el progresivo entumecimiento de sus dedos. Sus manos ya no podían manipular las diminutas y misteriosas piezas del interior del reloj, y si alguna se caía en la ancha mesa ya la vista no podía encontrarlo. Según él mismo contaba –con un humor que evidenciaba amargura- en algunos casos entregaba los relojes con menos piezas, o con más roturas de las que había traído. “Mientras anden, la gente no se queja”. Por cierto, quienes durante décadas le trajeron sus relojes, en este último tiempo había dejado de hacerlo. Un poco, quizás, porque sin duda había hecho mal algunos trabajos. Otro poco porque él sólo arreglaba relojes a cuerda, en un tiempo en el que empezaron a abundar los digitales a pila.

Lo cierto es que para el año 1996, después de una terrible pero exitosa operación del corazón, Nazareno se dedicó sólo a unos pocos relojes. Siempre los mismos. Los desarmaba, los volvía a armar, recogía las piezas de algunos para combinarlas y armar un tercero. Desarmaba ese tercero, buscaba otras piezas. Revolvía cajitas y bolsas cuyo contenido era misterioso. A veces ponía finos cablecitos que parecían cabellos. Otras veces juro que puso cabellos. Alguna vez lo he visto meter una cucaracha viva. Una tarde, a fines de los noventa, cuando lo fui a visitar, había armado por enésima vez un reloj dorado que no funcionaba (eso no parecía importarle) pero que emitía un olor espantoso. Al resto de mi familia le causaba ternura –y un poquito de horror- verlo armar y desarmar los mismos aparatos, pero nadie se atrevía a sugerir que ese extraño hobby era simplemente una locura senil. Esa frontera, sin embargo, parecía cruzarse cada tanto. Una vez, mi madre fue a visitarlo y él estaba clavándose un par de agujas, a las cuales había conectado electrodos que a su vez salían de un reloj. Como si quisiera transmitirse la esencia del tiempo o del cansino tic tac en sus venas.

Cuando Nazareno murió, hace unos meses, mi familia decidió que yo me quedara con los relojes que desmontaba. Me traje a casa los dos que parecían estar armados por completo (aunque no era predecible qué podían tener adentro): un pequeño reloj de pared de bronce dorado, marca seven jewels edición de lujo, y un raro y monstruoso despertador alemán blessing.

La primera noche que los traje a casa le di cuerda al despertador y estuvo andando durante pocos minutos. Después de una serie de fatigosos ronquidos se detuvo, como si las manecillas, las ruedas y las áncoras de su interior se hubieran agitado demasiado. Como si pidieran un herrumbroso auxilio. El reloj de pared, por el contrario, arrancó sin problemas y todavía anda.

Hace tres semanas, en una noche de insomnio y preocupaciones, me pude dormir recién a las cuatro de la mañana. Tuve un sueño: mi abuelo joven. Joven como en las fotos de su casamiento que tenía colgadas en el taller. Estaba empezando a decirme algo insustancial. Algo como “hoy hace calor”, o “me compré ropa nueva”. No lo recuerdo; lo importante es que en el sueño me hablaba con una coloquial confianza, como si fuéramos amigos que se preparan para salir a bailar.

Entonces sonó el despertador.

El reloj que se había negado a seguir andando; el que había soltado quejas de resorte y engranajes, ahora desataba un furioso timbre en mitad de la madrugada. Lo busqué en la oscuridad, tanteando sobre la cómoda y maldiciendo por haber aceptado esa controvertida herencia. Cuando lo encontré, traté de detenerlo, pero no tenía un botón para apagar la alarma. Había que esperar a que el resorte se desinflara solo; que la tensión de sus órganos metálicos enmudeciera. Y todo esto ocurría mientras yo no me podía despegar del sueño: la imagen de mi abuelo joven tratando de decir algo banal, vestido de etiqueta –como en la foto de su casamiento- y tal vez sonriendo.

Pero esto, que simplemente fue una molestia en una noche difícil, se volvió ligeramente atroz la noche siguiente, a eso de las cuatro de la madrugada.

El despertador volvió a sonar.

Yo lo había dejado sobre la cómoda porque, según mis rudimentarios conocimientos, un reloj a cuerda sólo puede sonar una vez. Porque la cuerda genera la tensión en su resorte, tensión que se desbarata una vez que suena. Este conocimiento me llevó a una conclusión escalofriante: alguien, durante el día, le había dado cuerda a la alarma del reloj.

Al día siguiente decidí desarmarlo.

Abrí toscamente la carcasa, y descubrí que en su interior no había engranajes.
Podría decir que adentro, en el oscuro y pequeño nicho de metal dorado, sólo había basura. Pero parecía una basura prolijamente escogida y ordenada con el puntilloso criterio de un relojero: una pluma de paloma entre cuyas mínimas barbas había encastrado mostacillas, restos de plástico, trocitos de metal y papeles. El cálamo de la pluma se hundía sobre una bolita de masilla fresca, de la cual salían finos alambres, algunos de los cuales se conectaban con el engranaje de la campanilla, y otros terminaban en pequeños papeles, costras secas que parecían ralladura de limón, la punta de un fósforo, parte de la fibra de un marcador, pegamento y trozos de cabello. Una parte de todo este conjunto parecía manchado con sangre.

Me quedé un rato desconcertado y fascinado por esa amalgama más propia de un rito umbanda que de un reloj. Me pregunté de qué manera una mezcla tan heterogénea podía hacer que la campanilla sonara.

La intriga me obligó a desarmar el reloj de pared. Como un niño con su avión a pilas, yo quise saber “qué tenía adentro”. Y me quedé con las ganas: el reloj de pared, nada tenía. Su interior estaba vacío. Funcionaba perfectamente, pero era una cáscara vacía. Como si escucháramos risas y música en una casa vecina, pero cuando vamos a tocarle timbre, descubrimos que nadie la habita.

Guardé los relojes en una caja; la até con cinta de embalar y la dejé en el galpón del fondo, todavía sin decidir qué hacer.

Hace unos días encontré una pista. Una serie de cartas que Nazareno había escrito a un amigo, después de la muerte de la abuela. Decía que ya no creía más en Dios, ni en el alma. Decía: cada vez me convenzo más de que el alma es como la perfección de un reloj. No tiene sentido preguntar dónde ha ido a parar esa perfección cuando el reloj deja de funcionar.

Esa frase, que reproduzco tal como la recuerdo, aparecía en varias cartas. Yo mismo había escuchado a mi abuelo repetirla una y otra vez.

Supongo que Nazareno habrá hecho el siguiente razonamiento: si el alma es como la perfección de un reloj, la solución sería volverse reloj. En otras palabras: transferir el “yo” a un reloj, para seguir existiendo cada vez que se le da cuerda. Pero esto no podía hacerse con un reloj común y silvestre. Había que estudiar de qué manera combinar las partes puramente mecánicas con otras que pudieran servir de asiento para el alma. El reloj, así, se convertiría en un almanario: un depósito del alma. Un engranaje frío que, al desplegarse, al marcar las horas, da vida al alma de un muerto.

Estas hipótesis todavía hoy me parecen una especulación absurda. Sin embargo, no deja de ser deliciosa y sorprendente.

Puede ser que mi abuelo lo haya logrado. Puede ser que su alma esté en esos relojes; que su alma active el correr de las agujas. Que el tic tac sea el sonido de un corazón entre engranajes. Que las horas marcadas sean una metáfora, una especie de tiempo paralelo que marca el transcurrir de las vidas sin cuerpo.

El único error que le encuentro a esa transferencia metafísica es este: en mi sueño, mi abuelo era joven. Es posible que Nazareno, poco antes de morir, haya transferido su alma, pero no su alma actual, si no su alma de cuando era joven. Por eso, el que está encerrado allí no es el abuelo; es un hombre que se está por casar, que vive en el año 1960, que no sabe cómo fue a parar a un engranaje y que, desesperadamente, trata de comunicarse conmigo por el único medio que tiene permitido: la campanilla del despertador.

10 comentarios:

Juan Ignacio dijo...

Esta transposición del alma me hizo recordar algo que aprendí ayer. Parece ser que las especies que realizan metamorfosis -como los ranas, de desde la forma original de renacuajos- muchas veces reconstituyen su sistema nervioso, incluyendo el cerebro.

Es interesante la especulación de cómo viviría este proceso un ser consciente como el hombre y hasta qué punto su individualidad -fenómeno funcional de su sistema nervioso- se preservara.

Jorge Mux dijo...

j: las ranas no tienen alma. Eso se descubrió hace unos milenios.

ojotazeta dijo...

Ficción o realidad? quien lo sabe. Muy buen relato, muy atrapante. Otra explicación puede ser que vos lo extrañes y hagas funcionar los relojes con tu mente

Mantis dijo...

Para festejar que esta cosa anda y ahora puedo comentar (no toqué nada) le dejo una advertencia, o algo así: Hay un par de errores de tipeo o gramaticales.

Le mando un abrazo.

Oenezeta dijo...

Que lindo, don Mux.
Me gusto la frase del alma y la perfección del reloj.

yerbanohay dijo...

Para mí que ese reloj que anda pero que por dentro no tiene engranajes, tiene, lo que decía Paracelso, el soplo vital!. Así que siendo así, el alma de don Nazareno puede que esté ahí, mire ud que lindo, ojalá yo hubiera resguardado la de mi tío humberto o la de mi tía agueda aunque sea adentro de una botella! Ve? ya me hizo poner triste, un beso.

«—x—« dijo...

Mux: sus textos me dicen la respuesta de una pregunta que todavía no se hizo, o de una pregunta que me hice y olvidé. (¿Habrá una palabra para eso en el Exonario?)

Anónimo dijo...

Dejate de joder, Mux. En la puta vida un reloj va a contener el alma de alguien, ésta se saldría por los agujeros de los tornillos. A ver si escribís cuentos más sensatos de una vez.

Anónimo dijo...

Me gusto mucho el cuento. Pero me queda una duda:las cosas como el reloj las hizo el hombre, y el alma....?, bueno eso no se sabe no?,y creo que por eso no se puede saber a donde va. ni si tiene un fin como el reloj.

Soy yo dijo...

Excelente blog!! Y con respecto a esta historia me pareció hermosa.
Los relojes que recibimos de herencia son algo que no solemos tirar, tal vez porque todas las almas de nuestros abuelos viven en ellos.
Atentamente,
PD: He tenido muchas dificultades para poder insertar este comentario.