domingo, 14 de octubre de 2007

La fonda desnuda

A veces es inevitable pararse frente al espejo y ver el rostro decrépito; la indecisa barba entrecana, la cabeza sin cabellos desamparada frente a un escuadrón irregular de sediciosas arrugas, los ojos bolsudos y abotagados, y esa expresión de gallinita acorralada que espera a la muerte con temor, resentimiento y resignación.

Allí mismo, sin esperar la lenta puñalada de los años, Ismael quiere tirarse dentro del cajón y ser enterrado. Si pudiera, se enterraría él mismo. No se atreve a matarse. No quiere matarse ni quiere que lo maten; preferiría evitar ese doloroso proceso: quiere ya estar muerto.

Pero mientras espera que la ya-muerte lo encuentre, se afeita, y luego desayuna con sobras de la noche anterior. Luego se dirige a la fonda, que está en la parte delantera de su enorme casa. Levanta la persiana y espera clientes.

Cuando la esposa de Ismael vivía, la fonda era un restaurante de barrio atendido por sus dueños que abría día y noche. Ahora que María ha muerto –o se fue de la casa-, Ismael vende especias, fiambre, conservas, fideos y harina al mediodía, y platos de comida rápida a la noche. Para la noche, contrata a dos personas que atienden las diez mesas y un ayudante de cocina que prepara las sopas y el plato de la semana.

Ismael toda su vida le había pegado a María.

Cuando la golpeaba, sentía furia, dolor y un profundo respeto. De hecho, los golpes en la carne enfofecida de su corpulenta concubina eran –según su interpretación- un ambiguo acto de casi justicia casi sagrada. Ismael evitaba golpearla en el local durante el mediodía. Pero por la noche, cuando venían a cenar los trasnochados borrachos de siempre, no ocultaba sus puñetazos frente a los escasos parroquianos que, incluso, llegaban a aplaudir el espectáculo de gratuita violencia marital.

Una noche, mientras apaleaba a María detrás del mostrador, sintió un violento y acongojado acceso de asco. Fue por eso que en ese mismo instante dejó de blandir el tizón; las manos se le aflojaron y cayó de rodillas, llorando, de cara a la heladera de los fiambres. María, me tenés que perdonar, gritaba enloquecido. Los clientes de la fonda levantaban la cabeza, relamiéndose a la espera de un espectáculo más perverso aun, pero no encontraban la figura amenazadora de Ismael, oculto tras la heladera mostrador. Sólo oían sus llantos estremecedores que ni el murmullo de los cubiertos ni el televisorcito podían disimular.

Esa noche, a Ismael le costó dormir. Sólo golpeó a su mujer una vez más, muy a la madrugada, pero aplicando lo que él, para sí mismo, llamaba “golpes-caricia”. Nunca supo si María interpretaba la caricia que acompañaba al tortazo. Eso (la indiferencia de María frente a sus tortuosas demostraciones de amor) lo enfurecía. Normalmente, se ponía tan bravo que alternaba golpes-caricia con golpes-justicia, para que ella notara la diferencia. Pero María siempre insistía en recalcar el componente doloroso, emitiendo quejidos ahogados y llantos silenciosos. Nunca un “yo también te amo”. Nunca un “qué bien impartís justicia”. Sólo ayes, y escuálidos grititos de dolor.
Sin embargo esa noche sólo hubo una pequeña sesión de golpes-caricia. Porque apenas comenzados los bifes, lo volvió a invadir el asco. Esta vez simplemente detuvo la batahola y, como estaba en la cama, se quedó dormido.

A la mañana siguiente, se levantó antes que su esposa y se miró al espejo. Ya tenía las espantosas admoniciones que lo revolverían algunos meses después al ver su rostro. Esa mañana descubrió que, junto con la vejez, se estaba ennegreciendo. Su piel, que siempre había sido de un hermoso blanco mate, se estaba volviendo oscura. “Necesito ayuda”, fue lo único que pensó.

Esa misma tarde dejó a María atendiendo el negocio y fue en busca de asistencia. Se dirigió a uno de esos centros para hombres golpeadores y, ante alguien que parecía ser un médico, en una oficinita, se puso a llorar desconsolado. Cuando terminó, dijo:
¿Alguna vez imaginó, doctor, darle un beso de lengua a un viejo? ¿Se vio a sí mismo durmiendo con un anciano de piernas flacas y aliento rancio? Yo todas las noches duermo con ese anciano y trago la saliva ardida de ese viejo. Si me tomo las manos, le estoy tocando las manos a un esquelético pelado. Si le hago el amor a mi esposa, estoy haciendo gozar a un viejo podrido. El paroxismo del asco es que me dé asco mi propio goce.

El médico –o quien Ismael pensaba que era médico- lo dejó hablar durante diez o veinte minutos. Sin embargo parecía impaciente detrás de su escritorio. Ismael, amigo - interrumpió- Usted no está haciendo nada malo. Yo también les pego a las mujeres. Le he pegado a todas las mujeres que pasaron por mi vida: mi madre, mis hermanas, mis hijas. Con mucho más derecho puedo pegarles a mis mujeres. Ninguna mujer es más mía que mi esposa. Le pegaría a cualquier hembra que me cruzo por la calle, pero en algún punto hay que parar. Usted no necesita dejar de pegar; usted necesita levantar su autoestima. Yo le recomiendo esta psicóloga

Ismael leyó el papel con la recomendación y se retiró diciendo “gracias”. Nunca fue a ver a la psicóloga. Por contrapartida, apenas puso un pie en la fonda zamarreó de los pelos a María y le pegó tanto, y le dio tanto asco, y le dio tanta furia que los golpes le produjeran asco que siguió pegándole más. Se sintió un imbécil por haber querido cambiar. Ahora no golpeaba con golpes-justicia; ahora eran golpes-odio, golpes-me-debiste-haber-avisado-que-golpearte-era-lo-correcto; golpes-hija-de-puta-por-qué-hiciste-que-tuviera-asco-de-golpearte.

Cuando terminaron los golpes ya había oscurecido y había que abrir la fonda. María se recobró de la paliza y, con el silencio, la sumisión y la indiferencia que la caracterizaba, se puso el delantal y salió a atender las mesas.

Esa noche (la noche en la que María iba a morir o iba a desaparecer), vino a cenar un jovencito escuálido que se acercó a Ismael y le dijo: María es mi mamá, pero usted no es mi padre.

Ismael trató de no reaccionar. Miró a María dispuesto a arreglar cuentas una vez más. No quería un diálogo; no quería explicaciones: quería un resarcimiento por la traición infinita que le estaba arrojando a la cara ese muchacho.

La noche transcurría con tensa calma.

Cuando el joven fue al baño, Ismael lo tomó del cabello y lo metió en uno de los cuartitos de la casa chorizo.

Dentro de la habitación mal iluminada estaba María completamente desnuda. Ismael apareció por una puertita interna, blandiendo una pala. A ver, pendejo pelotudo, pegale a tu madre. El muchacho temblaba y María miraba a Ismael con sumisión y desconcierto. Si no le pegás no ves nunca más el sol. El joven lloraba. Perdóneme- repetía. No quería ofenderlo. Estuve mucho tiempo decidiendo cómo decirle a María que es mi madre sin ofenderlo a usted.

Pero Ismael –repito- no quería explicaciones. Quería resarcimiento. Te callás y le pegás. El muchacho ensayó un golpecito blando y sin determinación. Con fuerza carajo, como un hombre. Otro golpe, más certero. María gimoteaba. Que no grite. Que no grite, carajo. Si grita, empezás de cero. María trató de contenerse. Ahora decime, pedacito de mierda, ¿Esta es tu madre? ¿Así la tratás a tu madre? Acá vas a aprender cómo somos en esta familia.

El joven intentó dar dos o tres golpes más. En un descuido, forcejeó con Ismael y le pudo sacar la pala que pendía amenazante sobre su cabeza. Ismael sintió un fuerte palazo en la nuca y se desvaneció.

Cuando despertó (un día después) en un hospital, le comunicaron que María –lamentablemente- había fallecido. Por suerte agarraron a ese pendejo antes de que te mate a vos también, le dijeron sus conocidos.

Por alguna razón, nunca le dijeron dónde habían enterrado a María. El joven no volvió a aparecer. Durante los primeros dos meses, Ismael creyó (o quiso creer) la historia que le contaron en el hospital, hasta que esta mañana entendió.

Hoy abre el local al mediodía. A la noche, siguiendo una mínima sospecha, saldrá a buscar a María porque sus puños necesitan descargar el amor y la justicia que han ido acumulando en este tiempo de su ausencia. Su amor y su justicia se han vuelto tan grandes, tan indomables, que los solos puños no bastan para contenerlo. Mientras espera que se acerque la noche, atiende a los pocos clientes que buscan harina o fiambre y prepara el arma con la que, luego de impartir justicia, se deshará para siempre de ese viejo asqueroso que duerme en su cama, que respira su mismo fétido aire y que traga su roñosa saliva.

9 comentarios:

gabrielaa. dijo...

terrible. muy terrible, y muy bien escrito.

Mantis dijo...

Recuerdo la sublime expresión que mi primo supo grabarme involuntariamente en el cerebro. La uso un hombre que a su mujer fajaba:

"Yo le pego piñas, pero son piñas de amor".

Anónimo dijo...

Encuentro un auténtico estilo muxiano en eso de "golpes-caricia, golpes-justicia, golpes-odio". Le salen bien las categorías, eh!

Soy yo dijo...

Muy bien escrito y muy duro el tema.
Saludos,

Anónimo dijo...

está bien escrito, es verdad. pero no me gustó. no me gustó imaginarme a jorge mux escribir eso

Chinita Jodida dijo...

Maestro: si me porto mejor, podría considerar alternar una de monstruos y una de berenjenas?
Tengo miedo de su próximo post...

Luis Pedro Villagrán Ruiz dijo...

fascinante...

Aldana dijo...

El monstruo protagonista causa consternación pero los monstruos espectadores producen espanto.

Anónimo dijo...

Estremece pensar cuanta realidad hay en esta fantasía...¡Qué dolor!