domingo, 22 de abril de 2007

El tocadiscos en la ventana

1.

En abril de 1982 yo tenía ocho años.


Las noticias de la guerra de Malvinas, los “oscurecimientos” –apagones forzosos a partir de las seis de la tarde- y los simulacros de evacuación por bombardeo que hacíamos en la escuela, ocuparon una buena parte de mi mente durante los dos meses que duraron las operaciones. Fue recurrente costumbre hacernos formar todos los días en el salón de actos, cantar la marcha de Malvinas en lugar de Aurora, y luego hacernos correr –literalmente- hacia las aulas para meternos debajo de la mesa con las manos en la nuca. “Aléjense de los vidrios, porque si cae una bomba, lo primero que vuela por la onda expansiva son los cristales”, decía la encargada de coordinar la evacuación: una maestra que, según puedo inferir ahora, debía estar casada con un militar. Mis recuerdos de aquellos tiempos están asociados con una tibia depresión y un desesperado temor contenido. Había razones para eso.

Desde el principio de la guerra se rumoreó que los ingleses querían tirar una bomba atómica en Córdoba. También, se decía, las tropas estadounidenses y chilenas iban a apoyar el ataque inglés con misiles hacia ciudades estratégicas de la Argentina, entre ellas –inevitablemente- mi propia ciudad. A veinticinco años de este suceso, me aterra todavía pensar que estos rumores eran ciertos: efectivamente, ingleses, chilenos y estadounidenses iban a hacernos volar por los aires, si los argentinos en las islas se resistían demasiado.

Mi familia y yo vivíamos en el décimo piso de un edificio. Cuando llegaba la hora del apagón, teníamos que tapar con cortinas cualquier escape de luz por las ventanas. Yo recuerdo alguna noche de abril haber salido al balcón y ver la ciudad prácticamente a oscuras. Las lamparitas de neón de las calles habían sido reemplazadas por otras mucho más tenues. Las ventanas de los edificios aledaños estaban cerradas, y las luces familiares de los barrios lejanos parecían amortiguadas, como si estuvieran tras un manto de neblina. Una neblina pegajosa parecida al humo de la pólvora. Cada tanto, las luces intermitentes de dos o tres aviones inquietos rompían la monotonía de la penumbra. La guerra, para mí, está asociada con ese cuadro.

Por aquellos días, el consorcio del edificio se reunió para ejecutar su propio plan de evacuación. Designaron jefes de piso (mi papá era el del décimo) y, en caso de ataque, todos debíamos bajar corriendo por las escaleras y atrincherarnos en la cochera que quedaba a la vuelta. Pero –calcularon los del consorcio- la cochera quedaba demasiado lejos. Por eso se dispuso hacer un enorme agujero en una pared aledaña al jardín del edificio –pared que daba directamente a la cochera-, para que todos pudiéramos zambullirnos a través de él directamente en el oscuro subsuelo, a la espera del bombardeo.

La celeridad con que se hizo ese agujero en la pared me dio a entender que el ataque masivo no era una simple hipótesis, sino una seria posibilidad. En la escuela, algunos morbosos compañeros que disfrutaban con el terror ajeno, decían algo inquietante: si hay un ataque, lo primero que van a hacer es tirarle a los edificios. Por eso, yo me imaginaba que no íbamos a tener tiempo de bajar diez pisos, atravesar una puerta y arrojarnos por el agujero. Todavía recuerdo el humor de mi padre quien, seguramente tan preocupado como yo, se reía por el triste destino que le esperaba a la gorda del piso doce: por muchos motivos era la que más iba a tardar en bajar, y cuando llegara, iba a quedar atascada en el agujero. “Menos mal que vive en el último piso” – seguía diciendo mi viejo- “si viviera en el primero, la gorda es la primera en bajar, queda atorada y nosotros no podemos entrar. Si queda atascada y es la última, por lo menos nos sirve de tapón”

A pesar de estas pinceladas de humor, mi mente durante esos dos meses tenía una especie de ruido de fondo, como en las películas de guerra: aun mientras dormía, mientras estaba en el más absoluto silencio, yo sentía el feroz estampido de las posibles explosiones que me acompañaba a todas partes.

2.

En aquella época casi todo estaba prohibido. No se podía hacer reuniones, había un estricto toque de queda y a las siete de la tarde ya no se podía salir a jugar al jardín del edificio. Pero de vez en cuando había un cumpleaños, y en esos casos las reglas se podían flexibilizar un poco. Un cumpleaños era una salida, un escape, otro agujero en la pared.

En mayo mi tío Eduardo festejó su cumpleaños con un asado. La reunión se hizo un sábado a la noche. La temperatura era agradable; por eso mi tía y mi mamá sacaron la mesa al patio. En la radio y en la televisión sólo se hablaba de batallas, gloria, honor y patria. Como no querían compartir el pormenorizado y tendencioso fervor patriótico, apagaron todo y pusieron viejos discos en el winco. Estaban mis primas y habían ido algunos amigos de mi tío, con sus familias.

Parecía una noche idílica, una de esas noches de verano en las que el hierro de la escuela es un murmullo lejano y suave. Una noche que se había abierto paso desde otra realidad u otro tiempo. Después del asado bailamos en el patio. Recuerdo que bailé Great Balls of Fire con mi prima Lorena y en algún momento le dije que me quería casar con ella.

Descorchamos algunas sidras y mi papá nos sirvió a mí y a mi hermano un décimo de vaso para brindar. El brindis con un sorbo de alcohol era un ritual que repetíamos en cada festejo. Luego vino la torta y el feliz cumpleaños.

A la una de la mañana se levantó un viento frío y el cielo tenía unas nubes rojizas que destellaban cada tanto. No le habíamos prestado atención, pero desde hacía una hora muchos aviones venían paseando por el cielo, como frenéticos indicadores de que algo no andaba bien. Los amigos de mi tío se despidieron apurados y se fueron. La música se detuvo. Mientras entrábamos las sillas, los platos de torta y las mesas, tratábamos de hablar para llenar los horribles sonidos que nos traía la realidad: un viento de hielo y muchos motores de avión rondando como mosquitos rabiosos.
Íbamos a seguir la reunión en la cocina. La tía Mary estaba preparando café. Mi tío Eduardo, mi hermano y yo nos quedamos en el patio acomodando algunas cosas. Miré el tocadiscos winco, en cuyo plato habían quedado seis discos de música de los años sesenta y setenta, apoyado en el marco de una ventana que daba al patio.

“¿Entro el tocadiscos, tío?”, le pregunté.

No hubo respuesta.

Sólo un sonido de aire quebrado. Un silbido que venía del cielo cortando el viento y, finalmente, algo pesado que cayó en el cantero de tierra. Me alejé corriendo y llamé al resto de la familia.

Nos habían arrojado una bomba.

Desde alguno de los aviones, había caído un proyectil de casi veinte centímetros. Parecía una bala gigante.

Mi tío se acercó y lo tocó. “Está caliente”, dijo.

La tía Mary apagó el agua para el café y nos pidió a todos que nos pusiéramos las camperas. Mi mamá salió de casa y encendió el motor del auto. Salimos dejando las luces encendidas y el tocadiscos en la ventana.
-Tuvimos suerte de que cayó en el cantero – dijo mi tío mientras manejaba- si caía en el piso de cemento, explotaba por el impacto.

Esa noche deambulamos unas cuantas horas hasta que un conocido de mi tío se ofreció para investigar qué clase de proyectil había caído al patio. Yo estaba convencido de que ya habían empezado a atacarnos.

Esa noche aprendí muchas cosas.

Parece que el proyectil no era del enemigo. Parece que era de un avión de la Fuerza Aérea Argentina que estaba patrullando por la zona. Parece ser que, en un descuido, el piloto dejó caer una bomba. Fue sólo eso, un descuido. Un descuido afortunado. “Hicieron bien en salir de la casa”, dijo el conocido de mi tío. “Estos proyectiles funcionan por impacto, pero cuando están muy calientes por la fricción de la caída, el más mínimo roce puede hacerlos explotar. Si esto se detonaba, iba a volar toda la casa.”

“De todos modos, si no explotó con la caída – agregó- debe haber estado defectuoso.”

3


Mi tío Eduardo se quedó con el proyectil y unos años después se lo regaló a un herrero. El hijo del herrero quiso hacer un adorno; lo acercó a un horno caliente y lo golpeó varias veces con una maza.


domingo, 15 de abril de 2007

Dos relojes dorados


- Nono, ¿falta mucho para que yo me muera?
- Muchísimo
- ¿ Y vos? ¿te estás por morir?
- Yo… Sí, no me queda mucho tiempo.


Todavía recuerdo la circunstancia de este diálogo. Mi hermano, mi abuelo y yo estábamos en el auto –creo que era la Chevy-, estacionados a la vera de la calle Brandsen. Esperábamos que mamá volviera de buscar una receta en el médico.

Mi hermano tenía cinco o seis años. Mi abuelo, un poco más de sesenta. Durante la espera jugábamos a tocar bocina y a hacerle preguntas incómodas. Ese diálogo fresco, inocente y desatinado se mantuvo con persistencia en mi memoria. El nono murió hace unos meses, a los ochenta y cinco años. Cada vez que me acuerdo de él, pienso en el anuncio que dijo para escapar de la difícil pregunta de mi hermano (“no me queda mucho tiempo”) y que resultó tan falso.

Cuando el nono se jubiló en el ferrocarril, dedicó su vida sólo a dos cosas. Una de ellas fue mirar películas de cow boys en la cama. La otra fue arreglar relojes en el taller del fondo. Por eso, su vida fue para mí la repetición de pocas imágenes: él acostado, en plena oscuridad, tapado con frazadas aun en verano, mirando una repetida película en blanco y negro, o detrás de la puerta marrón, en el taller, sentado sobre el banquito destruido y con las manos en los minúsculos engranajes.
Alguna vez, en un almuerzo de cumpleaños o algo así, lo escuché quejarse por el progresivo entumecimiento de sus dedos. Sus manos ya no podían manipular las diminutas y misteriosas piezas del interior del reloj, y si alguna se caía en la ancha mesa ya la vista no podía encontrarlo. Según él mismo contaba –con un humor que evidenciaba amargura- en algunos casos entregaba los relojes con menos piezas, o con más roturas de las que había traído. “Mientras anden, la gente no se queja”. Por cierto, quienes durante décadas le trajeron sus relojes, en este último tiempo había dejado de hacerlo. Un poco, quizás, porque sin duda había hecho mal algunos trabajos. Otro poco porque él sólo arreglaba relojes a cuerda, en un tiempo en el que empezaron a abundar los digitales a pila.

Lo cierto es que para el año 1996, después de una terrible pero exitosa operación del corazón, Nazareno se dedicó sólo a unos pocos relojes. Siempre los mismos. Los desarmaba, los volvía a armar, recogía las piezas de algunos para combinarlas y armar un tercero. Desarmaba ese tercero, buscaba otras piezas. Revolvía cajitas y bolsas cuyo contenido era misterioso. A veces ponía finos cablecitos que parecían cabellos. Otras veces juro que puso cabellos. Alguna vez lo he visto meter una cucaracha viva. Una tarde, a fines de los noventa, cuando lo fui a visitar, había armado por enésima vez un reloj dorado que no funcionaba (eso no parecía importarle) pero que emitía un olor espantoso. Al resto de mi familia le causaba ternura –y un poquito de horror- verlo armar y desarmar los mismos aparatos, pero nadie se atrevía a sugerir que ese extraño hobby era simplemente una locura senil. Esa frontera, sin embargo, parecía cruzarse cada tanto. Una vez, mi madre fue a visitarlo y él estaba clavándose un par de agujas, a las cuales había conectado electrodos que a su vez salían de un reloj. Como si quisiera transmitirse la esencia del tiempo o del cansino tic tac en sus venas.

Cuando Nazareno murió, hace unos meses, mi familia decidió que yo me quedara con los relojes que desmontaba. Me traje a casa los dos que parecían estar armados por completo (aunque no era predecible qué podían tener adentro): un pequeño reloj de pared de bronce dorado, marca seven jewels edición de lujo, y un raro y monstruoso despertador alemán blessing.

La primera noche que los traje a casa le di cuerda al despertador y estuvo andando durante pocos minutos. Después de una serie de fatigosos ronquidos se detuvo, como si las manecillas, las ruedas y las áncoras de su interior se hubieran agitado demasiado. Como si pidieran un herrumbroso auxilio. El reloj de pared, por el contrario, arrancó sin problemas y todavía anda.

Hace tres semanas, en una noche de insomnio y preocupaciones, me pude dormir recién a las cuatro de la mañana. Tuve un sueño: mi abuelo joven. Joven como en las fotos de su casamiento que tenía colgadas en el taller. Estaba empezando a decirme algo insustancial. Algo como “hoy hace calor”, o “me compré ropa nueva”. No lo recuerdo; lo importante es que en el sueño me hablaba con una coloquial confianza, como si fuéramos amigos que se preparan para salir a bailar.

Entonces sonó el despertador.

El reloj que se había negado a seguir andando; el que había soltado quejas de resorte y engranajes, ahora desataba un furioso timbre en mitad de la madrugada. Lo busqué en la oscuridad, tanteando sobre la cómoda y maldiciendo por haber aceptado esa controvertida herencia. Cuando lo encontré, traté de detenerlo, pero no tenía un botón para apagar la alarma. Había que esperar a que el resorte se desinflara solo; que la tensión de sus órganos metálicos enmudeciera. Y todo esto ocurría mientras yo no me podía despegar del sueño: la imagen de mi abuelo joven tratando de decir algo banal, vestido de etiqueta –como en la foto de su casamiento- y tal vez sonriendo.

Pero esto, que simplemente fue una molestia en una noche difícil, se volvió ligeramente atroz la noche siguiente, a eso de las cuatro de la madrugada.

El despertador volvió a sonar.

Yo lo había dejado sobre la cómoda porque, según mis rudimentarios conocimientos, un reloj a cuerda sólo puede sonar una vez. Porque la cuerda genera la tensión en su resorte, tensión que se desbarata una vez que suena. Este conocimiento me llevó a una conclusión escalofriante: alguien, durante el día, le había dado cuerda a la alarma del reloj.

Al día siguiente decidí desarmarlo.

Abrí toscamente la carcasa, y descubrí que en su interior no había engranajes.
Podría decir que adentro, en el oscuro y pequeño nicho de metal dorado, sólo había basura. Pero parecía una basura prolijamente escogida y ordenada con el puntilloso criterio de un relojero: una pluma de paloma entre cuyas mínimas barbas había encastrado mostacillas, restos de plástico, trocitos de metal y papeles. El cálamo de la pluma se hundía sobre una bolita de masilla fresca, de la cual salían finos alambres, algunos de los cuales se conectaban con el engranaje de la campanilla, y otros terminaban en pequeños papeles, costras secas que parecían ralladura de limón, la punta de un fósforo, parte de la fibra de un marcador, pegamento y trozos de cabello. Una parte de todo este conjunto parecía manchado con sangre.

Me quedé un rato desconcertado y fascinado por esa amalgama más propia de un rito umbanda que de un reloj. Me pregunté de qué manera una mezcla tan heterogénea podía hacer que la campanilla sonara.

La intriga me obligó a desarmar el reloj de pared. Como un niño con su avión a pilas, yo quise saber “qué tenía adentro”. Y me quedé con las ganas: el reloj de pared, nada tenía. Su interior estaba vacío. Funcionaba perfectamente, pero era una cáscara vacía. Como si escucháramos risas y música en una casa vecina, pero cuando vamos a tocarle timbre, descubrimos que nadie la habita.

Guardé los relojes en una caja; la até con cinta de embalar y la dejé en el galpón del fondo, todavía sin decidir qué hacer.

Hace unos días encontré una pista. Una serie de cartas que Nazareno había escrito a un amigo, después de la muerte de la abuela. Decía que ya no creía más en Dios, ni en el alma. Decía: cada vez me convenzo más de que el alma es como la perfección de un reloj. No tiene sentido preguntar dónde ha ido a parar esa perfección cuando el reloj deja de funcionar.

Esa frase, que reproduzco tal como la recuerdo, aparecía en varias cartas. Yo mismo había escuchado a mi abuelo repetirla una y otra vez.

Supongo que Nazareno habrá hecho el siguiente razonamiento: si el alma es como la perfección de un reloj, la solución sería volverse reloj. En otras palabras: transferir el “yo” a un reloj, para seguir existiendo cada vez que se le da cuerda. Pero esto no podía hacerse con un reloj común y silvestre. Había que estudiar de qué manera combinar las partes puramente mecánicas con otras que pudieran servir de asiento para el alma. El reloj, así, se convertiría en un almanario: un depósito del alma. Un engranaje frío que, al desplegarse, al marcar las horas, da vida al alma de un muerto.

Estas hipótesis todavía hoy me parecen una especulación absurda. Sin embargo, no deja de ser deliciosa y sorprendente.

Puede ser que mi abuelo lo haya logrado. Puede ser que su alma esté en esos relojes; que su alma active el correr de las agujas. Que el tic tac sea el sonido de un corazón entre engranajes. Que las horas marcadas sean una metáfora, una especie de tiempo paralelo que marca el transcurrir de las vidas sin cuerpo.

El único error que le encuentro a esa transferencia metafísica es este: en mi sueño, mi abuelo era joven. Es posible que Nazareno, poco antes de morir, haya transferido su alma, pero no su alma actual, si no su alma de cuando era joven. Por eso, el que está encerrado allí no es el abuelo; es un hombre que se está por casar, que vive en el año 1960, que no sabe cómo fue a parar a un engranaje y que, desesperadamente, trata de comunicarse conmigo por el único medio que tiene permitido: la campanilla del despertador.

domingo, 8 de abril de 2007

Cuatro Leyendas Urbanas

Las siguientes historias me las han referido unos amigos. Curiosidad: todos ellos son profesores de una universidad. Aunque el tono que voy a utilizar es ligeramente jocoso, yo creo que son historias verdaderas y que, además, tienen la pasta suficiente para convertirse en leyendas urbanas.

1. Comiendo nubes de arañas voladoras.

En los asados informales José sostiene que a la edad de ocho años vio llover sapos. La historia es más o menos así: el cielo estaba nublado; él desde la habitación escuchó tímidos “splash” (como si la lluvia inminente consistiera en goterones densos y gelatinosos), una tía desde la cocina gritó “llueven sapos”, él miró por la ventana y vio dos o tres sapos saltando a gran altura, como si estuviesen rebotando por un gran impacto. La última parte de esta historia tiene varias versiones: él no vio los sapos rebotando; los vio reventados en el piso. Otra: él no vio solamente algunos sapos rebotando y otros reventados, sino también otros sapos cayendo desde el cielo. Cuando me contó esta historia, hace casi diez años, especulamos con la posibilidad de que los huevos de cierta especie de renacuajo pudieran volar con el viento y ascender junto con la evaporación del agua. José dijo que, probablemente, los sapos se habían criado en las nubes “comiendo arañas y esas cosas”. Le dije que en el cielo no había arañas, para lo cual replicó: “hay bichos voladores en todas partes, incluso en las nubes. Arañas también”. Subsistía también el problema de que las nubes no son lo suficientemente sólidas como para que un sapo –o cualquier ser vivo que pese más de una décima de miligramo- pudiera vivir en ellas. Sin embargo, -argumentó José- no puede negarse que las condiciones de humedad en la nube son óptimas para criar sapos.
Hace poco, en un asado multitudinario, repitió esta historia ante personas que nunca la habían escuchado. Ahora cuenta con el respaldo de fuentes bien documentadas: en
internet se encuentran miles de casos que parecen apoyar parte de su tesis. Aunque ninguno –por lo que pude ver- insiste con que los sapos puedan vivir en el cielo.

2. Una herencia problemática

Rebeca es heredera de una fortuna millonaria. Un tatarabuelo lejano llamado Domingo Faustino Correia, dueño de una buena parte de territorio brasileño de Río Grande Do Sul, pidió en su testamento que después de cien años de su muerte, toda su fortuna pasara a manos de los descendientes de sus hermanos. Si debemos creer en ciertos testimonios, el señor Correia tuvo la fortuna más grande conocida en la historia de la humanidad. En 1983 se cumplieron los cien años y los descendientes –que son miles y que están repartidos en todo el mundo- han entablado entre sí una batalla legal y campal para hacerse de su porción en el cuantioso patrimonio. La batalla ha sido tan cruenta y retorcida que algunos herederos (entre ellos Rebeca) han desistido de reclamar su parte.
El conflicto por el botín involucra varios factores políticos y territoriales. Parte del territorio heredable fue expropiado por el estado brasileño en la época de la Reforma Agraria, lo que podría ocasionar incontables demandas.
Parece ser que unos parientes de Rebeca, también herederos, fueron hace unos años a Brasil para iniciar los trámites de sucesión. Viajaron en un Renault 12 impecable, de color rojo. En el coche iba el heredero directo (un tío de Rebeca), su familia y el abogado. Cuando cruzaron la frontera con Brasil, vieron que un automóvil Renault 12, de color rojo, idéntico al del tío, había sido baleado y estaba a un costado de la ruta con todos sus ocupantes muertos. “Esas balas eran para mi tío”, especula Rebeca. El tío, asustado, volvió a Argentina y nunca más insistió con su reclamo.
“El problema no sólo son los (supuestos) herederos del lado de Brasil: también hay conflicto con quienes actualmente habitan las tierras y no son sus legítimos dueños. Muchos de ellos contratan mercenarios para hacer desaparecer a cualquier posible competidor, sobre todo si es extranjero“
La única fuente que conseguí sobre este curioso y apasionante caso fue en
esta edición de un diario de Chile.

3. Chicken Sleeper, cockroach killer.

Otra vez Rebeca.
En la ciudad donde vive Rebeca -Cabildo, provincia de Buenos Aires-, había un conocido ladrón de gallinas. Su técnica consistía en irrumpir durante la noche en los gallineros, mirar fijamente a las aves, hacer un movimiento con las manos e hipnotizarlas. Las gallinas, atentas, observan las manos que giran en círculos, se aburren y se duermen. Una vez dormidas es fácil robárselas.
Otro caso: un ladrón de gallinas que practicaba zoofilia. “Uno entra al gallinero y escucha co có, co có, co có… Y uno no es de fierro”. También en la ciudad de Cabildo.
Y una tía de Rebeca es capaz de matar una cucaracha con la mirada. “Venía subiendo la pared, la miré fijo y cayó inmóvil, como fulminada por un rayo”. También se consigue en la ciudad de Cabildo

4. El ferretero revolucionario.

El dueño de la ferretería donde Polo trabajaba era un tipo de ultraderecha, defensor del Proceso de Reorganización Nacional y habitual oyente del Negro Oro. Una mañana tuvo un “pico de estrés” y creyó ser el Che Guevara. Cuando llegó a la ferretería empezó a hablar en tono revolucionario y, como los empleados pensaron que era una broma, le hacían chistes y comentarios jocosos. En algún momento el ferretero se sintió agredido, sacó un machete de los que tenían para vender y persiguió a uno de los empleados para ajusticiarlo. Esa misma tarde, el ferretero Che se comunicó con su ex esposa y le dijo que, puesto que ella era Evita, debían reorganizar la Patria de acuerdo a un auténtico comunismo de bases. La mujer entendió que su ex marido se había vuelto loco, así que llamó a una clínica psiquiátrica.
Los detalles más jugosos están en esta parte de la historia. Polo cuenta que, cuando llegó el psiquiatra, se hizo pasar por un admirador del Che y pidió una entrevista con el Gran Revolucionario. El ferretero salió del fondo del local y aceptó. “Maestro, ¿cuándo llegó de Cuba?”, preguntó el psiquiatra. “No hace mucho”, respondió el Che. “¿Y dónde está parando ahora, maestro?” “Acá, en la ferretería de unos amigos”. El psiquiatra jugó su mejor carta. Hizo una expresión de enfado y agregó: “Noooo, pero usted se merece el mejor hotel de la ciudad. ¿Cómo alguien de su talla va a estar tirado en un colchoncito, en el fondo de un local comercial? Maestro, déjeme invitarlo por favor”.
Parece que el Che aceptó. Se subió a la ambulancia y, cuando llegaron al hospital se quejó porque el hotel no era de categoría. “Hay muchas rejas en las ventanas”, dicen que dijo.
Le hicieron una cura de sueño de una semana y siguió medicado de por vida

domingo, 1 de abril de 2007

Carnero de Brasil

Mamá era una mujer enérgica y trabajadora que cada tanto se derrumbaba. Pasaba meses limpiando, cocinando, lavando, planchando y cuidándonos sin quejas y sin descanso. Pero, cada tanto, caía en cama con una depresión profunda y misteriosa. Estaba así dos o tres días, casi sin moverse y sin siquiera hablar. Luego salía de la habitación y ya era la misma de siempre. Alegre, eficiente, precisa como un martillo eléctrico, y trabajadora como una hormiga.
Alguna vez, cuando yo era muy chico, durante una de esas depresiones recuerdo haberme acurrucado en sus brazos en la completa oscuridad de la habitación. No hablamos durante horas; estábamos despiertos, ella con su momentáneo y fulminante desgano por la vida, y yo con mi infantil necesidad de abrazo materno.

Ya desde ese entonces se escuchaban los ruidos en el placard.

La habitación de mamá era como un bastión inaccesible y cargado de misterios. Había dos roperos de roble, un placard empotrado en la pared, dos mesitas de luz, cómodas, ajuares y espejos. Mi hermano y yo, mientras fuimos muy pequeños, tuvimos un pasatiempo delicioso: entrábamos a la habitación cuando mamá se iba a hacer las compras, y revisábamos los cajones de la cómoda, o nos escondíamos en el ropero para disfrutar del milenario aroma a madera con naftalina. O patinábamos en el piso de pinotea lustrada cuyos tirantes crujían bajo nuestros pies. En verdad, los tirantes crujían incluso cuando nadie los pisaba.

Esa habitación tenía un detalle que la convertía en un recinto casi místico: estaba en el fondo de la casa y no tenía ventanas. Le otorgaba luz un par de veladores tenues sobre las cómodas. Siempre había olor a cera mezclada con otro aroma al que ahora identifico como de magnolia.
Cuando yo tenía once años, un día mamá se levantó de su depresión periódica y ya no fue la misma. O, mejor dicho, era la misma pero con una diferencia pequeña pero escandalosa.
Lo primero que hizo, después de levantarse, fue comunicarnos algo que me asustó muchísimo:
- La virgen María habló hace un rato conmigo y me dio fuerzas. Me dijo que la casa está sucia, que ustedes –que son un amor- necesitan de mi cariño y que la tarde es perfecta para hacer tortas fritas. Así que acá estoy de vuelta.
Mamá no era religiosa. De hecho, se enorgullecía de su ateísmo. Por eso, esa declaración constituía un quiebre o una grieta enorme en su temblorosa psiquis.

A partir de esa declaración, mamá empezó a tener cada vez más seguido la visita de la Virgen. Siempre era en la habitación y, para aumentar la sensación de misterio y ligero horror que nos causaba su dormitorio, ella decía que la virgen hablaba desde el placard. Yo recuerdo haber tenido crueles sueños en los que una tropilla de ángeles sucios y escuálidos, con los rostros llenos de desolación y las alas raquíticas, salía espantado del ropero como polillas que revolotean. Esos sueños me impidieron volver a entrar al aposento de mi madre. Mi hermano tampoco se atrevía a entrar.
A veces uno sabe que algo no anda bien. Uno intuye y enseguida –si pudiera expresarlo en palabras- se daría cuenta de las crueles y terribles verdades con las que convivió durante muchos años. Pero la niñez es una edad en la que lo mágico todavía es posible. Por eso, aunque le temíamos, aceptábamos que la Virgen estuviera habitando un placard de nuestra casa. Y aceptábamos, también, que la Virgen hacía esos extraños ruidos, guturales, matizados, precisos, como si una pequeña sierra eléctrica estuviera desbastando la habitación. Como si esa misma sierra pudiera articular palabras tenues y trabajosas.
Pero hubo cosas que no pudimos aceptar. Todavía hoy me siento como en un pozo sin fondo cuando, a mis catorce años, mamá nos dijo:
- Chicos, la Virgen me pide que me vaya muy lejos, muy lejos. Ustedes van a estar bien.
Salió de casa con el changuito para hacer las compras y nunca más volvió. Quizás, por haberla visto con el changuito –en esa imagen tan familiar de “salir al supermercado”, en una mañana cualquiera de abril-, pensamos que volvería. No lo hizo. No llevó dinero ni fue al supermercado. Simplemente, dejó el changuito a unas cuadras y se arrojó al río. Hallaron el cuerpo a las pocas horas.

Lo que nos tocó vivir después de la muerte de mamá puede resumirse como una serie de peripecias enloquecidas, de idas y vueltas en casas de parientes que no nos querían, de cambios de escuela, de enfermedades repentinas y recuerdos macabros y dolorosos. Así pasamos cuatro o cinco meses, mientras el resto de la familia decidía qué iba a hacer con la casa; si iban a seguir pagando el alquiler para que siguiéramos viviendo allí, o si nos iba a adoptar algún tío o pariente en su propia casa. Alguien decidió que nos teníamos que ir.
Cuando hubo que hacer la mudanza, había que vaciar la habitación del fondo. Allí estaba todo el olor de mamá (olor que aun persiste como una inminencia en mi nariz) y, mientras estudiábamos cómo desempotrar el placard de la pared, descubrimos algo horrible.

Adentro había una colonia de arañas.

Arañas enormes, de hasta seis centímetros de largo, que tenían un color entre negro y rojizo. Las arañas comían la madera del placard, y se habían mudado abajo del oscuro y tétrico piso de tirantes. Desde ahí –supimos unos minutos después- carcomían todo. En el fondo del placard, detrás de cajas de revistas que mi padre había coleccionado muchos años antes de morirse, había un bastión de octópodos queratinosos.
Supimos, después de una breve investigación, que las arañas eran de la especie carnero. La arácnea carnero, una variedad que no se encuentra en la Argentina y que suele vivir en cierta zona selvática de Brasil.

¿Cómo habían ido a parar allí esas arañas?

Mi tío Eduardo, quien no parecía impresionarse por los bichos, corrió algunas revistas polvorientas y descubrió que, en el piso del placard, había una especie de puertita. La puertita no era parte del placard; era como un rincón secreto dentro de la pared donde estaba empotrado.
La abrió.

Después de un pequeño desparramo de arañas, encontró una caja de madera. Adentro de la caja había una virgen. Una virgen fea, de yeso ajado, con expresión de tristeza infinita. La caja decía, del lado de adentro, “Made in Brazil”, y estaba carcomida como si le hubieran dado miles de pequeñas dentelladas.

Mi hermano y yo estuvimos desolados mucho tiempo después de la mudanza. Los muebles, previamente fumigados, fueron a parar a una compraventa y la virgen quedó recluida entre los santos, en la casa de uno de los tíos, hasta que a alguien se le cayó al piso. El misterio de los ruidos en la habitación había sido resuelto. Ahora tenía explicación el hecho de que, cada tanto, encontráramos cuatro o cinco arañas coloradas paseándose por la casa. Sólo quedaba el misterio de la voz virginal hablándole a nuestra madre, y la curiosa coincidencia de una estatuilla en el placard. Estatuilla de la cual –suponemos- mi madre no tenía noticia.

Con el tiempo hice muchas conjeturas. Quizás mi padre había conseguido esa estatuilla por contrabando. Él, que se declaraba ateo, igual que mi madre, quizás en el fondo tenía una fe que no se atrevía a blanquear. Quizás era devoto de María. Por eso la adoraba en un improvisado culto frente al placard, mediado por una puertita y una caja que decía Made in Brazil. Quizás mi mamá lo escuchó, alguna vez, rezar arrodillado, con la puerta del placard abierta, mirando hacia el oscuro fondo, hablándole a una invisible divinidad de los roperos y quizás su locura fue producto del recuerdo de esa imagen.

Quizás ocurrió todo esto, o realmente la Virgen –a través de esa estatua- se comunicó con mi madre. Lo cierto es que había un pequeño detalle estremecedor en la estatuilla: las comisuras debajo de sus ojos estaban erosionadas por restos de lo que parecía ser sangre seca.


Ahora, cuando pienso en esas dulces tardes que pasaba yo junto a mi madre en la cama, agrego un elemento de horror a ese recuerdo; imagino a las arañas corriendo frenéticas y silenciosas por encima y por debajo de los tirantes, y a la virgen dando instrucciones precisas y rabiosas a mi madre. Imagino al mundo, luminoso y colorido, siguiendo su curso afuera de la habitación. Y en medio de mi madre y yo, el silencioso abrazo que nos unía como el refugio más real de la confluencia entre todos esos mundos.