viernes, 11 de enero de 2008

Todo por quinientos pesos (primera parte)

Cuando Benítez se bajó de la camioneta aún no había comenzado la densidad bochornosa de una mañana de diciembre. Había un sol difuso, como si nubes sin forma ni textura filtraran la luz, y a lo lejos el inmenso campo parecía hecho de bruma. Bajó el bolso y antes de llegarse hasta la cabaña prefirió dar un vistazo al corralón, para asegurarse de que tenía todos los materiales. Meses de polvo volaron cuando abrió la puerta: era evidente que nadie había venido a trabajar desde hacía tiempo. “De todas maneras” pensó “parece que ahora quieren apurarse”. Miró sin detenimiento el galpón y salió. Pensó que aunque recién llegaba no estaba bien demorarse. A diez o quince metros se veía la inmensa antena, y no pudo evitar hacer una mueca ante el desafío que había aceptado. “Quinientos pesos por terminar de levantar una habitación de tres metros de alto al lado de la antena y a diez metros del molino de agua”, pensó, recordando las indicaciones de Martínez. No habría aceptado por ese dinero, si Martínez no le hubiera dado esperanzas de futuros trabajos mejor pagos. Además tenía la ventaja de estar solo en el campo disfrutando del verde y del arroyo, con una vivienda modesta con televisión y heladera, y alacenas probablemente llenas de comida. “Pero nada más por unos días”, pensó. Apenas en cinco días llegarían los capataces y para ese entonces ya debería haber terminado. Lo cual era una doble presión, porque a Benítez le gustaba tomarse su tiempo para trabajar. Ahora corría el riesgo de no terminar, de hacerlo mal y de que la noticia de sus malos trabajos se propagara y, en fin, todo por quinientos pesos.

Abrió la puerta de la vivienda y dejó el bolso sobre un sillón. La cabaña parecía cómoda y se veía que había sido usada hasta no mucho tiempo antes. Benítez comprobó que hubiera agua en el tanque, se duchó y luego de un almuerzo liviano se dispuso a trabajar.

Ahora sí el calor de la una de la tarde se hacía insoportable. En el campo las temperaturas son desesperantes: nunca hace calor o frío ordinarios; el campo parece tener una clase de frío y de calor que el habitante de la ciudad desconoce.

Con pereza, Benítez se dirigió a la antena para decidir por dónde había que empezar. Pensó que no estaba bien trabajar ya mismo, con ese calor y bajo el sol. Justo cuando empezaba a bostezar divisó un papel en el piso. No entendió qué le había llamado la atención en ese papel, pero al acercarse comprobó que era un billete. Un billete de dos pesos. Sin demasiada parsimonia, lo levantó y lo puso en su bolsillo. Cuando llegó a la antena y vio lo poco avanzada que estaba la obra comprobó que el trabajo, efectivamente, iba a demandarle cinco días o tal vez más. “Lo peor”, pensó “es que si siguen los días así, me voy a morir antes de empezar”.

Los ladrillos no estaban a mano, había que ir a buscarlos al corralón junto con el mezclador y los materiales. A Benítez no le hacía ninguna gracia cargar con todo eso. Estaba acostumbrado a tener aprendices y peones que le facilitaran las cosas. Pero ahora estaba solo y no le quedaba más remedio que cargar la camioneta y acercar los materiales. En marcha la camioneta, abrir la puerta del corralón, se traba, intentar nuevamente, abrir, sacar tal vez cien ladrillos –de a seis o siete-, sacar un mezclador, portland, cal, cucharas, una pala; detalle fundamental pero fácilmente olvidable: ¿cómo conseguir agua?. El estanque del molino está vacío. Buscar una manguera y perder minutos valiosos, conectarla a una canilla, que la canilla se trabe, que cuando se destrabe no salga agua, que cuando salga agua lo haga con poca presión. Y esos son los inconvenientes antes de empezar, porque cuando se empieza aparecen los otros. Las moscas, el sudor, las cucharas que se quiebran, los ladrillos mal alineados, la sed, ciertas partes del cuerpo comienzan a picar de manera insistente. A eso de las ocho, ocho y media de la tarde –Benítez no usaba reloj cuando trabajaba- el sol comenzó a caer y el clima se volvió más respirable. Benítez pensó en dejar por ese día –ya había hecho bastante, en realidad había trabajado más de lo que trabajaba diariamente en otras obras-, pero cuando vio lo poco que había avanzado se desesperó y continuó apilando ladrillos hasta que el cansancio y la oscuridad lo derrotaron. Entonces fue a la cabaña y sin bañarse ni cenar ni quitarse la bermuda se tiró en la cama y durmió hasta el mediodía siguiente. En algún momento durante esa noche soñó con el molino y con la antena, y en el estanque del molino se bañaban él y Martínez desnudos, porque era una playa nudista.

Se levantó maldiciendo por el calor y el dolor de cabeza. Descubrió que tenía hambre y lamentó no haber cenado la noche anterior. “martes de viento”, pensó. Afuera, hojas de lejanos eucaliptos y bolsas de nylon hacían remolinos con el viento norte. Mientras se preparaba un café visualizó qué era lo que tanto lo preocupaba: el trabajo no estaba avanzando a grandes pasos. No es que fuera especialmente difícil, pero Benítez comprobaba que no era tan buen albañil como había pensado. Sabía que otros eran capaces de levantar montañas en un día, de arrojar la mezcla con la cuchara con una delicadeza que podía calificar de artística. Sabía que otros no tenían dificultad para alinear los ladrillos. Sin embargo, a él le costaba mucho y en cuatro días más los capataces le iban a decir a él todo lo que él estaba pensando sobre sí mismo, y eso lo ponía de mal humor.

Terminó su café y de la heladera sacó algo de pollo que había quedado del mediodía anterior. Masticó un ala y salió. Era la una de una soleada tarde y el viento caluroso empeoraba las cosas. Nuevamente descargó ladrillos del corralón –hoy estaban más pesados- y se puso a dar más altura a los pequeños muritos que había comenzado ayer.

Tuvo la suerte de que a eso de las cinco el viento se convirtiera en una brisa fresca, como las de fines de marzo, y eso le dio fuerzas y también le cambió la autoestima. Ahora no tenía miedo de no terminar. “En realidad”, pensaba ahora, “si los capataces llegan y yo todavía no terminé, no pueden hacerme problema”. Era un pensamiento falaz (Martínez le había advertido, en cinco días los muros debían estar levantados) pero servía para darle ánimo. A las siete y media se detuvo un momento y fue a la cabaña a servirse un Cazalis y un poco de fiambre. Se sentía débil por no haber comido bien, pero el fresco lo ayudaba a seguir. Cuando volvió al incipiente muro descubrió que en un pequeño remolino volaba un billete de dos pesos. Lo levantó y siguió apilando ladrillos hasta las diez y media de la noche. Entonces sí, se quitó la bermuda, se duchó y sacó del freezer algo de carne que preparó con papas y ajo y perejil. Después de comer se durmió.

Cuando despertó en plena madrugada tuvo la certeza de que había alguien dentro de la cabaña. Sabía, o en el fondo intuía, que era absurdo pensar en un ladrón, a cientos de kilómetros del pueblo más cercano. También sabía que ciertos sueños inmediatos que no se pueden recordar otorgan la certeza de algunas presencias que no se pueden definir. Encendió el velador y buscó la cuarenta y cinco que había dejado en el bolso. Apenas tuvo el arma entre sus manos lo sobresaltó un ruido inconfundible: la puerta de la cocina que se golpea. Con un pánico repentino encendió una por una las luces y no vio a nadie. En realidad lo que le daba vueltas en la cabeza era un temor infantil a los fantasmas más que una presencia humana. Cuando estaba mirando el comedor, escuchó otro ruido en la cocina y vio algo que se movía. Disparó dos veces. Mientras disparaba se dio cuenta de que era una rata, que logró escaparse, herida, a través de la ventana de la cocina.

Eso había sido todo. La rata chilló durante unos instantes y cayó muerta bajo la ventana. Esto lo vio Benítez sin soltar ni un segundo el arma. Por alguna razón, la presencia de la rata como causa de los ruidos no le parecía una explicación suficiente. En verdad, temía a los fantasmas. Había algo en ese lugar que le inspiraba terror. Afuera el viento jugaba a silbar con la antena y las palas del molino que se agitaban repetían una queja. Benítez miró el reloj: apenas las dos de la mañana. Recién a las cinco amanecía. Mientras tanto estaría debatiéndose entre el temor y el cansancio. Finalmente, después de una hora el cansancio ganó la partida y el arma quedó en el piso, al lado de la cama.

A las doce y media del día se despertó nuevamente. Se levantó sobresaltado, como si llegara tarde a algún lugar, y sin desayunar descargó algunos ladrillos del corralón. “Por dios”, exclamó cuando vio lo poco que había hecho en esos dos días. “no llego ni a palos”. Lo embargó una desesperación que duró un segundo y enseguida se puso a trabajar. Pensó que, con disciplina –y si no tuviera la puta costumbre de levantarse al mediodía- podía terminar. Tal vez había que trabajar durante la noche, poniendo una lámpara. Estuvo hasta las siete y media apilando ladrillos, sin detenerse más que para tomar coca cola. Entonces decidió que ya no podía más de hambre y fue a la casa a prepararse unas hamburguesas.

Cuando iba para la cabaña divisó, a unos tres metros, un billete de dos pesos. Le pareció curioso, porque ya era el tercero que encontraba. Seguramente alguno de los peones los había perdido. Quién sabe, en una de esas, había un billete de cien. Se desvió unos pasos de la cabaña y entre algunos arbustos demasiado altos encontró otro billete de dos pesos. Era cómico, pero, si tuviera tiempo, se dedicaría a buscar los billetes. Ahora era urgente comer y seguir trabajando. Miró un poco más alrededor y, sorpresa, encontró otro billete de dos pesos. Sin embargo buscó un poco más, sin mucho detenimiento, y ya no encontró nada. En tres días había encontrado diez pesos, y eso era mucho, teniendo en cuenta que nunca en su vida había encontrado un centavo.

Cuando terminó de comer las hamburguesas ya era las ocho de la tarde y el cielo se había despejado lo suficiente como para dar color a un atardecer bucólico. Diez y media de la noche se sintió satisfecho de que ya había hecho lo que consideraba la mitad del trabajo. Los dos días restantes los dedicaría a la otra mitad. No se tenía toda la confianza que necesitaba para terminar la obra, pero no le quedaba más remedio.

(Esta historia continúa)

6 comentarios:

YHVH dijo...

se que las vacaciones saca publico, y vengo a comentar
por que no puedo esperar!!
que misterio! y los billetes de 2 pesos? y el fantasma? y la rata que buscara venganza ?
que sera ?
que seraaaa!???

Mantis dijo...

Cuando empecé a escribir "en serio" o menos en joda, me di cuenta de que algunos detalles alcanzaban para aniquilar la concentración del lector, en cualquier relato de suspenso o cuento corto con ganas de más. Era y es, siempre insdispensable una investigación.

Un tiro de .45 es un absoluto ladrillazo. Así la hubiese agarrado "de raspón", a la rata ya la dejaba hecha al horno, con papas. En cuanto se me activó el "sabelotodo" no pude sino pensar en ello, y me fui del relato. Una rata, por más grande que sea, no sobrevive a un disparo a menos que sea un pequeño 22lr. Se suelen usar las carabinas en ese calibre, puramente "alimañero" o de caza muy menor.

En segundo lugar, el ruido que hacen dos tiros de .45 en un ambiente cerrado (una casa, así fuera en el campo) es terrorífico. Se siente en la cara, en la cabeza, marea... el oído queda para siempre dañado en cierta medida (ej: tirar desde adentro de un auto deja sordo o medio sordo durante semanas, meses, años, sin vueltas).

PD. No quise verdugüearlo con este comentario, sino decirle que me ha usted renviado nuevamente a analizar y revisar mis técnicas literarias. Como tipo de arma, está bien elegida (cualquiera tiene en la Argentina una 45 de la época de entre 1927 y 1960, arma de barrio) pero los resultados son cuestionables.

Le mando un poderoso abrazo.

Jorge Mux dijo...

Don Mantis:

Agradezco mucho su comentario. Usted aplica técnicas parecidas a las mías. Cada vez que agrego un detalle técnico (como, por ejemplo, el calibre de un arma) hago una cuidadosa investigación para no decir una burrada. Este texto fue escrito hace casi diez años. Cuando lo releí, con intenciones de publicarlo ahora, justamente me cuestioné el tema de los calibres (de lo cual no tengo la menor idea); me dije a mí mismo que iba a averiguar eso pero me puse a arreglar otros detalles del cuento y se me pasó ese, que era esencial.
Le pido que siga de largo a ese exabrupto y preste atención a otras cosas, el cuento va para otro lado. Me alegro de que usted esté atento; su información me sirve de mucho. Gracias.

PD: el cuento contiene, al menos, un potencial exabrupto más. Le dejo la tarea de detectarlo.

Mantis dijo...

Si algún día lo quiere republicar, no mate a la rata, y diga que le erró, o que reventó un plato o vaso, cuyas astillas alcanzaron al roedor sin letales consecuencias.

Un abrazo.

PD. Sí. Las películas de tiros también se disfrutan menos en mi compañía.

Apuntes+Editorial dijo...

Vamos George! Anda por la ciudad?!

No nos haga esperar más, queremos segunda parte!!!!


(un admirador de monstruosyberenjenas)

Anónimo dijo...

...ni ínfulas de corrector

"y se veía que había sido usada hasta no mucho tiempo antes"

y se notaba que había sido usada hacía no mucho tiempo?

y se veía que había sido usada no mucho tiempo atrás?