El día de gracia del veintisiete de febrero de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando el sol se derrumbaba a través de las montañas heladas y el humo de las chimeneas hacía juegos con los reflejos del sol en el hielo de las cumbres, llegó a nuestra aldea el milagroso San Juan Segundo. Teníamos el temor de la peste negra que, desde dos años atrás, venía asolando la región este y sur de Europa. Diezmados, los habitantes de los grandes y legendarios pueblos de Oriente huían con la mirada perdida y las ropas andrajosas, hasta llegar a las tierras de Prusia donde morían y propagaban el mal. Nuestro pequeño pueblo, afincado al pie de los montes interminables, todavía no tenía noticias cercanas del violento castigo del Dios, excepto por un leve temblor en la tierra y por el mensaje del viento. San Juan Segundo llegaba a los pueblos y obraba milagros, y teníamos la esperanza de que su presencia alejara la Peste de nuestro pueblo. El Milagroso tenía una barba larga, con hebras rojizas y blancas. Sus ojos solían perderse en la distancia, en el fondo pardo y celeste de las montañas. En los pies apenas calzados con sandalias de cuero se veían las torturas de la gota. Venía caminando lento, con sus dos canes de custodia y de única compañía. El día era propicio para los milagros: llevábamos casi un mes sin ver el sol y éste había sido el primer atardecer radiante. Además, hoy se habían detenido los fuertes vientos del Este, que hacían silbar a las montañas y que traían las voces de los moribundos.
Lo primero que hizo el Milagroso fue pedir una pequeña marmita con agua caliente y sal, para remojar sus pies hinchados. Luego pidió comida para sus canes y agua fresca para él. Yo le concedí que se aposentara en mi casa, con mi familia y él lo aceptó de buen grado. Esa noche cenamos frugalmente y nos acostamos temprano. Casi no tuvimos conversaciones durante la comida. Después acomodó sus bolsos al pie de la cama, se acostó quitándose las sandalias pero no la ropa y se durmió de inmediato.
La Divinidad envía señales cada vez que está a punto de actuar: el día siguiente no sólo fue el más luminoso que recordáramos; también hubo una brisa del oeste que traía aromas a incienso y a frutas. Casi todos los vecinos se acercaron a nuestra finca al amanecer, para recibir las maravillas de San Juan Segundo. El Milagroso, sin embargo, durmió hasta muy entrada la mañana. Se despertó después de un bostezo y permaneció en la cama, en silencio, por unos minutos. Yo podía verlo a través de la mirilla de la ventana. Con poca decisión se puso de pie, se calzó, salió de la habitación y les comunicó a los visitantes una noticia que habría de defraudarlos: él no tenía ningún poder sobre los milagros que ejecutaba. Sin embargo prometió que sus próximas maravillas iban a manifestar el poder de Dios en el hombre. Pidió que le alcanzaran sus bolsos y se dirigió hacia la plaza. Una vez allí se paró sobre una enorme piedra y nos mostró lo que sin dudas era una señal divina: comenzó a ondear un pañuelo, lo estrujó varias veces con sus dos manos y de pronto apareció una paloma negra, como si hasta ese momento hubiera estado oculta en el aire. La paloma tomó vuelo y se perdió en dirección al oeste. Después de manifestar nuestro asombro, el Milagroso sacó de su bolso un naipe hecho con cortezas de pino. En el naipe se veía la carta sin nombre: el arcano número trece, la muerte. Luego rompió en pedazos el naipe y arrojó los fragmentos en una bolsa de cuero que traía uno de los presentes. Entonces pidió a una persona cualquiera que sacara los fragmentos, y he ahí que dentro de la bolsa los fragmentos se habían unido: vi con mis propios ojos que el naipe estaba nuevamente íntegro.
Cuando se acercaba el mediodía, nuevas nubes muy oscuras comenzaron a disputarse el cielo. Algunos de nosotros, influidos quizás por esa señal y por otro leve temblor de la tierra, quisimos sospechar del Milagroso: ¿cómo no confundirlo con un brujo? ¿Por qué Dios había querido unir el naipe mudo y macabro que representa a la muerte, y no quizás el naipe de la Templanza o el Papa? ¿Por qué Dios había hecho aparecer una paloma negra? Yo me entristecí por el destino de mi familia, porque la presencia de un brujo en el pueblo habría de ser un hecho tan nefasto como la peste misma.
Uno de los presentes le pidió al Milagroso (si es que de verdad era el Milagroso) que no se valiera de la oscuridad para ejecutar los milagros. Si de verdad era Dios quien actuaba por intermedio de sus manos, ¿qué necesidad tenía de utilizar bolsas y pañuelos para ocultar el preciso instante en que la Divinidad obraba su creación? San Juan Segundo dijo, entonces: “Los milagros no están sujetos a mi capricho. Si no se hacen así, no ocurren. Yo no entiendo ni interrogo las obras de Dios, sólo las ejecuto”. Entonces, para quitar nuestros temores, continuó con otra maravilla. Dio un pequeño salto y se mantuvo en el aire por unos segundos, a cinco o seis pies del suelo. Cayó con lentitud, como si lo sostuviera una mano invisible. Luego, sacó de su bolso cinco aros de un metal reluciente y los atravesó con pequeños golpes, de modo que quedaban unidos como en una cadena. Finalmente, con otros leves golpes deshacía la unión y no era posible encontrar la abertura por la cual habían sido unidos.
Ya el cielo estaba otra vez cubierto y muchos de nosotros fluctuábamos entre el desconcierto y el asombro. El desconcierto, porque había algo en los milagros que lo volvía muy sospechoso. Un joven del pueblo le alcanzó a San Juan una cadena de hierro y el Milagroso no fue capaz de deshacer los eslabones. “Yo no decido cuándo ni cómo va a ocurrir el milagro”, se defendía. Le pedimos más milagros y él sólo dijo que estaba cansado, que quizás más tarde. Se bajó de la piedra, se abrió paso entre la multitud y entró en mi cabaña para recostarse.
El desconcierto fue ganando espacio y los patriarcas, sin duda influidos por el temor a los temblores y a los nuevos anuncios del cielo, decidieron desterrar al Milagroso. En una improvisada reunión alrededor de la piedra de la plaza, dictaminaron que San Juan Segundo debía marcharse a la mañana siguiente, con sus bolsos y sus canes, aun cuando una repentina nieve o los vientos le dificultaran el paso. Es verdad que no podíamos arriesgarnos. Acechados por la peste y por el invierno, no parecía sensato agregar además la acción de un posible hechicero.
Esa misma tarde los patriarcas fueron sorprendidos por una extraña noticia. Un joven hacendado, a quien desde el verano anterior le crecían enormes bubones en el cuerpo, llegó corriendo al pueblo para decir que estaba curado: los bubones habían desaparecido de un día para el otro. El joven había perdido la barba, y según decía, tampoco podía tener más hijos. Los patriarcas entendieron que se había obrado el milagro de volver el tiempo atrás: Dios le había quitado la enfermedad a este joven, pero también la barba y el semen. Era otra vez niño.
Unos minutos después me marché del Consejo. Los patriarcas seguramente iban a revisar el fallo y discutirían quizás el resto de la tarde. Yo regresé a mi cabaña. En la habitación, el Milagroso estaba recostado, con los ojos abiertos. “Heinrich, mi hospitalario señor”, me dijo. Me acerqué al pie del catre. “Ahora está cayendo la tarde, y ese es un milagro que se repite de manera tan cotidiana que no podemos apreciarlo”. Le pregunté si se sentía bien, si deseaba beber o comer algo. Él se levantó de pronto y se sentó en el catre con los pies sobre el suelo. Tomó una de las alforjas que habían quedado a un costado y sacó un pañuelo. Era el mismo pañuelo con el que había obrado el milagro de la paloma. “Algunas veces ha fallado, y yo no me lo explico. Siempre estoy pendiente de que el Señor me abandone, y sin embargo, aunque la fe no esté en mí, el milagro vuelve”. Agitó el pañuelo varias veces y desde adentro de la alforja vi salir la paloma. “La traigo siempre conmigo. Sale volando y vuelve a la alforja. Puedo hacer que aparezca una paloma con agitar un pañuelo, pero para eso necesito que Dios me haya dispensado de una paloma y de un pañuelo. En eso consiste el milagro, en la correcta conjunción de los dos elementos”. Mientras San Juan Segundo hablaba, yo había perdido mi mirada en el horizonte, luminoso y horrífico, por donde se colaba una hilacha del crepúsculo tormentoso. “Puedo realizar el milagro de la levitación, gracias a una disciplina de gimnasia espartana que me ayuda a asirme del aire”. Pensé: la Peste no vendrá con el frío ni con los vientos. No vendrá con lluvias ni con señales nefastas. La peste llegará silenciosa, un día cualquiera. “También puedo hacer que dos aros se atraviesen... Sólo si ya fueron atravesados una vez. Entonces opero el milagro de reunirlos”. San Juan Segundo me dirigió la vista, y con sus ojos reclamaba una atención especial. “Todo lo que hago es operar con las leyes que Dios nos dejó en el mundo. A veces ejecuto acciones que responden a leyes que desconozco, y a veces esas leyes desconocidas me dictan cómo debo manipularlas”. Guardó el pañuelo y comenzó a hablar con una voz cavernosa, como de oráculo. “Un milagro es la transgresión de las leyes del mundo. ¡Pero decir esto es absurdo, porque nadie conoce las leyes que operan en el mundo! ¿Cómo entonces saber si las estamos transgrediendo o no? Si los muertos resucitan, ¿es esto una transgresión, o es parte de una ley que todavía no hemos aprendido?”. Sacó de una alforja un juego de naipes: en todos ellos estaba representada la Muerte. “Yo prefiero creer que todo es un milagro. El sol que se está poniendo en el horizonte sigue una ley: va de este a oeste. Es parte de la obra de Dios, y por eso es un milagro”. Rompió un naipe, y escondió otro en una pequeña bolsa. “Pero a veces los milagros no son tan predecibles”. Abrió la bolsa y dejó ver el naipe de la muerte, íntegro. “A veces los hechos parecen transgredir incluso las leyes esperables y más cotidianas”. Cerró nuevamente la bolsa, con el naipe íntegro dentro, y volvió a abrirla. De su interior salió una paloma negra. “Si se combinan las combinaciones, y nuevamente las vuelves a combinar, no es posible prever el resultado”. Con la bolsa en la mano, se puso de pie y dio un pequeño salto. Se mantuvo en el aire durante unos quince segundos. En ese tiempo, agitó la bolsa varias veces, luego volvió a abrirla y de su interior cayeron cientos de enormes monedas doradas. “Y si luego vuelves a combinar todas las combinaciones ya hechas, y las nuevas combinaciones que surgieron de las anteriores, quizás Dios se vea forzado a intervenir, agregando objetos o acciones, para que el sistema de leyes del Mundo no se desequilibre”. Recogió las monedas, volvió a guardarlas en la pequeña bolsa, volvió a saltar (esta vez con la bolsa en una mano y con tres aros en la otra), abrió la bolsa y de su interior salieron docenas de palomas negras, que revolotearon desesperadas por la habitación hasta encontrar la ventana. “Ahora bien, debemos aprender cómo dirigir los milagros. ¿Por qué salieron palomas esta vez, y monedas la otra? Si Dios quisiera, ¿podría hacer que de mi bolsa salgan la dicha y la sabiduría? ¿Qué combinación deberemos realizar para que el Señor nos conceda una vida venturosa?”
[Esta historia continuará]
4 comentarios:
Qué alegría su regreso al milagro del post!
Que el número aúreo siga gobernando las proporciones de sus escritos divinos!
Genial relato, Jorge. Espero la segunda parte. Un abrazo.
Fantástico, Jorge.
Sólo me resta esperar la segunda parte antes del 2009, o al menos antes que nos azote la peste negra.
Excelente relato como siempre Sr. Mux y no importan las tardanzas.
¿Mago o milagrero?, me intriga.
Espero la última parte.
Muchos saludos,
Publicar un comentario