martes, 20 de febrero de 2007

Hierofanía del agua


La ciudad se ha venido inundando desde hace siete meses. Los que quedamos tenemos el temor y la impaciencia de esperar una ola titánica que de una vez por todas nos haga desaparecer, y no de tener que soportar estas hilachas de agua que poco a poco van socavando los cimientos y desenterrando restos de basura de antiguas civilizaciones.
Muchos se han ido cuando aun la inundación no estaba declarada: durante años el agua fue una amenaza lenta y corrosiva. Cada tanto las calles aparecían cubiertas con una delgada película de agua, dulce al principio, salada después. Otras veces los patios se llenaban de renacuajos que morían pocas horas después del amanecer, cuando el sol secaba la tierra barrosa. En otras ocasiones se tapaban los inodoros y los lavamanos, y por las canillas salía agua salada. Yo mismo vi, hace cuatro meses, una masa de tentáculos que se retorcía en una alcantarilla.
El agua nos llega hasta los tobillos. Los pocos que quedamos llevamos una supervivencia que no está lejos del misticismo. Todos andamos descalzos y tenemos los pies pálidos como papeles. Por las tardes nos reunimos en las terrazas de nuestras casas o de vecinos que ya se han ido, y allí organizamos la cena y contamos historias, o dejamos entrever nuestras hipótesis.
Porque nunca hemos sabido la causa de la inundación, y quienes pudieron alguna vez investigarlo – o quizás saberlo – ya no están. El océano está a ochocientos kilómetros de aquí y desde siempre en esta zona predomina la aridez. Algunos piensan que se trata de una inundación intencional; quizá una sociedad secreta y poderosa necesita destruir lo construido y remover lo enterrado, pero el método resulta tan poco ortodoxo que las hipótesis se trasladan al plano metafísico: si bien la inundación puede ser provocada y no natural, sus agentes no son humanos o al menos se trata de un método no humano para conseguir fines no humanos. La imaginación no se contenta con causas desconocidas, métodos extravagantes y fines opacos: se terminó por creer que algún tipo de divinidad controla la inundación.
Así se llegó a suponer que algo (alguien), en una profundidad no muy lejana, estaría enviándonos estas olas de dos centímetros. Algo (alguien) con poco poder, que estaría buscando crecer y para ello necesita derrumbar y engullir nuestra ciudad. El fin no es inundarnos, sino hundirnos en una profundidad acuosa y reptilesca. Prueba de esto parece ser un pequeño temblor que se siente en el suelo cada diez o veinte minutos. Un temblor que dura apenas un segundo y que algunos no alcanzan a percibir, y que otros perciben continuamente. El temblor –se argumenta- es la prueba de que algo (alguien) está desgarrando las profundidades; algo que no tardará de desmoronar la ciudad entera y de engullirla de un bocado, con sus edificios esqueléticos, sus templos abandonados y sus mansiones corroídas.
Desde hace tres días vienen apareciendo peces muertos que flotan sobre la superficie del agua de las calles. Nadie se atreve a preguntar por qué están muertos, muertos con una muerte que no es de minutos ni de horas, sino quizás de muchas semanas. De algunos sólo queda el espinazo y los ojos como de muñeco destripado, saliendo de las órbitas. Junto con los peces han aparecido objetos insólitos; algunos de ellos tan pesados y grandes que es imposible que la pequeña corriente de agua –cuya principal fuerza es la erosión y no el arrastre- los haya dejado ahí. Antes de ayer mi hijo encontró un libro de dimensiones colosales – un metro de largo por ochenta centímetros de alto- y sus tres mil novecientas noventa y seis páginas estaban escritas en letra manuscrita con una tinta a la que el agua había borroneado. De las pocas páginas legibles sólo pudimos saber que estaba escrito en otro idioma, con otros caracteres: tal vez griego o ruso. Ayer un vecino encontró una rueda de hierro de unos cinco metros de diámetro en la intersección de dos calles por las que nadie transita.
Cada tanto se derrumba algún edificio y nos quedamos absortos observando no ya su espectacular caída, sino el movimiento de la marea que en pocos minutos ha modificado el paisaje. Esta mañana han desaparecido algunos niños y dos o tres vecinos. Sé que nunca encontraremos ni siquiera los cuerpos. Cerca del mediodía he visto un barco enorme, herrumbroso, encallado en una esquina. Los pocos que quedamos tenemos la certeza de que estos objetos – y otros miles, insignificantes, como pequeñas cucharitas oxidadas, portarretratos con fotos de desconocidos, platos, cuadros – son traídos de lugares y tiempos remotísimos.

Mi hijo mide la altura del agua con una regla escolar. Ahora es de doce centímetros, fría, oscura, invasiva. Sus pequeños pies desnudos se ven muy blancos y arrugados, como capullos, bajo el agua. Las calles, las casas y los edificios parecen cambiar de lugar de un día para el otro, como si flotaran en el agua durante la noche y el viento los mezclara en combinaciones caóticas. O como si alguien, aprovechando la oscuridad y nuestro misticismo, se llevara la ciudad hacia el mar.

Ayer, cuando atardecía y los vientos marinos rugían monstruosos anunciando la noche que se avecinaba, mi hijo me detuvo antes de entrar al refugio.
- Papá, mirá.
El sol ya se había ido, pero su resplandor aun no estaba del todo apagado.
Miré junto con él hacia los edificios que tapaban el horizonte. Uno por uno desaparecieron, engullidos por la pequeña marea; hasta que en no más de treinta segundos el horizonte quedó limpio. No hubo ruido ni lamentos. El mar había avanzado.
- Se está acercando, papá. Mañana estará con nosotros.

Ahora que todos se han ido a dormir, he salido del refugio. Las calles siempre han estado iluminadas hasta la última cuadra. El generador eléctrico aun abastece a todo el pueblo. Pero esta noche las luces se apagan después de los trescientos metros. Sólo un puñado de calles, con sus luces, se mantiene en pie. Somos una isla ahogada e iluminada para nadie en medio de un océano. Un viento cavernoso, con voz propia, aturde mis oídos. Quiero ir hasta el límite de la ciudad; hasta el límite de las luces. Quiero ver por qué todo termina allí. Por qué, más allá del último poste en pie, todo es oscuridad. Quiero saber qué tan profunda es el agua que hizo desmoronar edificios hoy cuando caía la tarde.
A medida que me acerco al último poste de luz, el viento se hace más invencible y sus voces parecen llantos. Por fin, cuando llego adonde más allá no hay luz y espero encontrarme con el abismo de agua, casi no puedo mantenerme en pie.
Toco el agua del límite que separa la completa oscuridad de la luz. Y descubro algo inquietante.

Más allá de lo que queda de la ciudad, no hay agua.
A lo lejos no hay agua. No hay desierto. No hay tierra.
A trescientos metros del refugio; después de esos trescientos metros de calles desérticas e iluminadas, está el vacío completo. El planeta entero ha desaparecido.

He vuelto al refugio decepcionado y confundido. Desde hace mucho tiempo esperamos la llegada del mar, de la ola monstruosa que habrá de acariciar las nubes para luego caernos encima. Pero mañana no habrá agua. Espero con tranquilidad la llegada del amanecer. En silencio y despierto. Mi hijo duerme en paz; con la sabia paz de quien conoce el destino y es todavía demasiado joven para reprocharle algo.
- Llegó la hora – dijo al amanecer, cuando despertó.
Entonces abrí la puerta del refugio; la última puerta que quedaba.

5 comentarios:

Diego Perdomo dijo...

Realmente felicitaciones, Jorge, es uno texto increíble que me gustó muchísimo. De todos modos los halagos te los diré personalmente. Ja! Un abrazo.

Anónimo dijo...

Demasiado catastrofista para mi gusto, aunque tenga un final feliz.

Juan Ignacio dijo...

No estoy para nada de acuerdo.

Jorge: me gusto el relato; la nada nadea, no lo olvides.

Ju dijo...

uh... imaginandome todo lo que leí, me dió una sensación inexplicable, en realidad prefiero la ola que venga de golpe y termine así, de una sola vez.

Lucas J. dijo...

Antes que nada, buenas tardes Sr. Mux. Estoy volviendo de entre los muertos para encontrarme con otra maravillosa historia tuya, de esas que no puedo dejar de leer.

En fin, La Libreta está "online" de nuevo. Nos estamos leyendo.

Saludos!