martes, 28 de agosto de 2007

Un compañero brillante

En el tercer año de mi secundario llegó a la escuela un muchacho serio, sobriamente vestido y con anteojos. Su aparición en el curso no fue del todo bienvenida por muchos motivos: siempre estaba limpio; usaba pulóveres de escote en “v”, su inteligencia superaba con creces al promedio, rara vez decía una palabra fuera de lugar, jugaba bien al fútbol y nuestras compañeras de aula le prestaban cada vez más atención. Personalmente, lo que me molestó fue la repentina sombra que proyectó sobre mí. En la patética autoimagen que guardaba de mí mismo, me preciaba de ser estudioso y, a veces, ingenioso. Odié que la llegada imprevista de un brillante desconocido pudiera oscurecer el paciente y poco fructífero trabajo de construcción de mi autoestima. El nombre de este malvenido era, y sigue siendo, Javier Weichmann.

La primera vez que Javier Weichmann nos sorprendió de verdad (ya nos había dado sorpresas con vertiginosos cálculos matemáticos) fue a mediados de tercer año, cuando la profesora de física pidió que hiciéramos una maqueta para ejemplificar el movimiento uniforme o algo por el estilo. Esta vez, casi todos hicimos una clásica réplica del péndulo con cartones, plasticola y cadenitas de cortina de carnicería; aparatos primitivos que cumplían bastamente su función y cuya estética dejaba mucho que desear. El día en que había que presentar el producto acabado, Javier trajo tres pesados bolsos. Dentro de ellos tenía la maqueta, hecha en tres partes que se ensamblaban. Su trabajo no era un torpe ensayo de colegial; era el producto de un estudiado proyecto de ingeniería.

La maqueta –que llamó la atención de autoridades escolares, inspectores de provincia y medios televisivos - consistía en una enorme plataforma metálica cuya estructura funcional parecía una mezcla de un dominó con un flipper, aunque de hecho era más complejo que ambos. La plataforma tenía poleas y motores internos –como un flipper-, pero en la superficie tenía ríos de agua coloreada que empujaban bolitas japonesas distribuidas a través de deltas, por los cuales accionaban pequeñas palancas que encendían luces y leds formando una figura o escribiendo palabras.

Cuando uno tiene quince años y siente que la envidia lo corroe, no puede reprimir las palabras inadecuadas. “Pero esto no ejemplifica los casos de movimiento rectilíneo”, dije como al pasar. Como fingiendo indiferencia. Sin embargo se entendió enseguida lo que pasaba por mi cabeza. Todos supieron –incluso yo mismo- que mi ego se estaba desbarrancando hasta niveles insospechados. Desde ese momento, y hasta hace una semana, mi caída fue definitiva.

Javier Weichmann nos asombró día y noche con su talento para la física, la química, las matemáticas y la contabilidad. Los profesores le preguntaban por qué había elegido un bachillerato contable, pues parecía evidente que él se hubiera sentido más a gusto en una escuela técnica. “En la técnica me aburría”, contestaba con la parquedad propia de quien es íntimamente sincero y, a la vez, conoce con claridad sus objetivos.

Fue una suerte que Javier no se destacara (o no quisiera destacarse) en literatura y redacción de textos. Si así hubiera sido, es probable que yo hoy me sintiese amedrentado al momento de escribir.

A pesar de mi interminable sentimiento de inferioridad, Javier siempre fue un buen compañero. Hasta el punto en que, en quinto año, nos convertimos casi en amigos. Gracias a esa cuasi amistad, pude conocer su casa y su forma de vida. Su padre era el dueño de una conocida relojería de la ciudad. Su madre había fallecido cuando él, hijo único, tenía doce años. Javier estaba en su casa, solo, durante gran parte del día. La vivienda, de dos dormitorios, pequeña y desordenada, tenía un enorme taller en el fondo. Un taller equipado con toda clase de instrumentos: desde aparatos y repuestos de mecánica automotriz, hasta un horno para fusión de vidrio. Allí pasaba Javier sus horas, leyendo libros excesivamente técnicos y corroborando las hipótesis nacidas de sus lecturas con la construcción de modelos. Dos o tres veces estuve observando lo que hacía, en silencio, después de salir de la escuela. Vi cómo diseñaba un plano para mejorar ciertas estructuras aerodinámicas y una especie de juego que se aprovechaba de las absurdas propiedades de las partículas cuánticas.

Cuando finalizamos el secundario, yo comencé a estudiar filosofía en la universidad del sur, y Javier se inscribió en dos carreras: licenciatura en física y licenciatura en matemática. Durante el primer año lo perdí de vista: entre las horas en el taller y el intenso material de estudio, no le quedaba tiempo para visitar a amigos y conocidos. Sin embargo tuve noticias de él: los profesores se dieron cuenta, en el primer año, de que Javier era un genio cuyas capacidades superaban ampliamente las expectativas de una licenciatura. En segundo año, le sugirieron adelantar materias. Así, ya en tercero había concluido las dos carreras, y en ambas hizo promedio récord (en matemática, en realidad, compartió el record con otro cuyo promedio también había sido de diez).

Mientras yo cursaba normalmente mis materias en filosofía, Javier ya había conseguido una beca para trabajar en el instituto Balseiro. El Conicet también le había puesto el ojo y lo tenía becado para trabajar en Alemania e Inglaterra. En los últimos tres años Javier había aprendido a la perfección el inglés (que ya dominaba muy bien durante la secundaria), el alemán, el francés, el italiano, el polaco y el danés. Además de latín y griego, que había aprendido en su casa gracias a la lectura de obras clásicas y un par de libros sobre gramática.

Desde el momento en que Javier se fue por el mundo yo no volví a tener noticias. Seguramente participaba de un proyecto científico sumamente complicado, en Oxford o Cambridge, rodeado de genios venidos desde todo el mundo. Quizás, si buscaba algún trabajo suyo o una noticia en internet, encontraría. Pero mi pereza (y la tranquilidad maligna de saber que un tipo tan luminoso no estaba cerca de mí, haciendo aun más pequeño mi pálido fulgor de luciérnaga) se encargó de olvidarlo.

Hace una semana lo vi.

Fue una circunstancia tan insólita, tan banal y absurda que por un largo rato me costó entender a quién tenía frente a mi.

Un hombre desgarbado, mal vestido y con el pelo revuelto me detuvo en la calle, la tarde del miércoles 22 de agosto. “Eh, José ¿no te acordás de mí?”, me dijo. Lo miré largos segundos y por fin supe que era él. “No soy José, soy Jorge… no te reconocí… Ahora no usás lentes”, le dije. Abrió los brazos esperando el estrujón de los amigos que no se vieron por mucho tiempo. Yo jamás lo sentí como un amigo o, en todo caso, nunca pensé que un eventual reencuentro mereciera un abrazo. Y me pareció extraño de su parte que requiriera una demostración de afecto tan marcada.

- Qué hacés, che – me preguntó. Balbucée brevemente dos o tres hechos imprecisos de mi vida y luego pregunté cómo estaba.

- Aquí andamio – dijo, usando una expresión coloquial impensada en su vocabulario.

- ¿Qué estás haciendo por la ciudad? ¿No estabas en el extranjero? -pregunté.

En ese momento hizo un gesto de pesadez (o tristeza, no lo sé) y dijo un “Uuuuuuuh” muy largo. Me hizo sospechar que estaba drogado o borracho. Ese encuentro incongruente me molestaba y quería volver a casa, pero ese “Uuuuh” parecía el preludio de una historia larga y cansina.

- Ya no estoy más con la ciencia y esas cosas, viste… - dijo, dando vida la afirmación más insólita que podía escuchar de su boca. – Cuando me fui al extranjero entendí que todo está equivocado, chabón, todo anda para atrás…

Sus ademanes eran los de otra persona: hablaba como un adolescente y alargaba las vocales finales: “para atráaaaas”. Pensé que había sufrido algún accidente que le hubiera alterado el cerebro. Y no estaba tan equivocado:

- Cuando llegué al Instituto empecé a trabajar en el diseño de… Mirá, ahora ni me acuerdo lo que hacía. Era algo con unos paneles en miniatura o algo así.

Hizo una pausa y se quedó mirándome fijo, como divertido.

- En ese tiempo conocí la palabra del Señor.

Nunca había querido escapar de una conversación más que en ese momento.

- En serio, José. Conocí un grupo que me reveló la palabra y ahí por fin entendí un montón de cosas de este mundo y del otro. Eso de la ciencia no tiene nada que ver. Olvidate. Todas las teorías son herejías demoníacas, no hay que hacerles caso.

Pensé que la charla iba a continuar por un tiempo indefinido o –peor- que esa parodia del Javier Weichmann que yo había conocido quisiera continuar la conversación en mi casa. Pero unos pasos detrás de él había un muchacho joven y de rasgos indios a quien yo no le había prestado atención, que se acercó y le dijo:

- Cinco minutos más, hermano Weichmann.

Javier asintió y el muchacho volvió a su lugar, unos pasos detrás de él.

- Él es mi tirano personal –comentó. – Fue designado por los pastores para que no me extravíe de mi senda. Sólo tengo quince minutos para conversar contigo, querido hermano José, y mostrarte que soy un ejemplo de lo que Dios hace en los hombres cuando aceptan su palabra. Te voy a decir lo único que, humildemente, te puede convencer: cuando estudiás seriamente la física cuántica (de la cual ya casi nada me acuerdo), se te aparece Dios. – hizo una cruz con sus dedos y le dio un beso – Posta.

Pasaron los cinco minutos que había anunciado el Tirano y ambos se fueron, después de otro abrazo de despedida.

Volví a mi casa confundido, malhumorado y más cansado que antes. ¿Qué había pasado? ¿Por qué un genio como Javier había abandonado el leit motiv de su vida y había adquirido esa personalidad lisiada, atiborrada de una metafísica chillona y viciada de lugares comunes?

Pensé que, como ocurre a veces con quienes son demasiado exigentes consigo mismos, había sufrido un “vuelco”, una consecuencia natural de su intelecto profundamente inquisitivo. Pensé que ese “vuelco” le había provocado una distorsión enorme acerca de sus objetivos e intereses. Pensé que, en una situación de profunda crisis existencial, un perverso grupo de religiosos lo habían seducido con una propuesta banal, blanda como una banana pisada y carente de todo fundamento más allá de las continuas apelaciones al libro sagrado.

Durante el fin de semana encontré algo desconcertante: según un dudoso artículo en internet, una persona de quien no se decía el nombre estuvo a punto de hacer descubrimientos revolucionarios sobre la energía a finales del año 2000. Parece que sus investigaciones lo absorbieron tanto que, en algún momento, se detuvo con temor frente a algo que consideró una revelación divina. “Más allá de los cuantos está Dios. Y en Dios está todo. Allí está la Energía Infinita, pero no nos pertenece.” Esas fueron sus palabras. Palabras que el Javier que yo conocía jamás hubiera dicho.

Sin embargo encontré otras versiones. Una nota vincula este hecho con otro más banal pero no menos terrorífico: los descubrimientos de un equipo de investigadores del Instituto Balseiro podían poner en peligro el estatus de las empresas de energía del mundo. Por eso, indujeron a los miembros del equipo a tener ciertas alucinaciones; les envenenaron ligeramente la comida y los adoctrinaron con supuestos maestros religiosos. De ese modo, los apartaron definitivamente de las investigaciones.

Ninguno de los artículos me convenció. Quizás, porque tanto las revelaciones como las conspiraciones son las historias más simples que alguien puede elaborar para mentirse a sí mismo.

Yo sospecho otras dos cosas:

Una: el sujeto extraño y sin anteojos que me crucé no era Javier Weichmann. Era alguien muy parecido que, a su vez, me confundió con otra persona. De ahí cierta imprecisión en su vocabulario.

Dos: el sujeto era Javier Weichmann y, sin revelaciones ni conspiraciones, un día se cansó de todo y decidió buscar la palabra divina.

Hay una hipótesis que no me atrevo a poner sobre el tapete, porque me parece profundamente inverosímil.

Si de verdad Javier vio a Dios mientras hacía investigaciones cuánticas (qué absurdo suena ese condicional), tal revelación pudo haber provocado varias distorsiones a nivel macroscópico. Una distorsión posible es la siguiente: Javier Weichmann se habría desdoblado en varios avatares. Uno de esos avatares tenía serios problemas neurológicos y volvió a Argentina totalmente imbuido de un barato misticismo. Ese avatar recuerda el pasado en común con su original, pero no lo recuerda muy bien. No sabe qué hacía en el pasado; apenas recuerda las investigaciones sobre “algo cuántico”. Ni siquiera conoce mi nombre, porque no es él mismo, sino otro el que cursó conmigo y el que hizo las investigaciones. Mientras tanto, el Javier Original estará en Europa haciendo increíbles adelantos en física aplicada.

Me alegra mucho de que esta última hipótesis sea tan absurda, porque mi ego no soportaría que fuera verdad.

9 comentarios:

Juan Ignacio dijo...

Muy bueno, Jorge. Qué feo es cuando uno se reencuentra a una persona que admiraba/envidiaba y se ha vuelto un vagabundo del espíritu...

Qué sincronía entre las temáticas de nuestros post eh? Eso es un designio divino. Divino...


DIVINO


Saludos.

The Bug dijo...

Lo suyo, José, atrapante como de costumbre.

yerbanohay dijo...

Yo entiendo que desde que se vino a Europa , sobre todo a Alemania, su amigo haya sentido que todo va patrás. El fin de semana estuve con mis amigos argentinos en Hannover y la verdad, a algunos le falta poco para el aquiandamio.. y le digo lo que es eso? la sociedad tecnologizada aburrida y antihumana que se perfila. Agradezca que su amigo por lo menos lo reconoce, no se enloquecio con la Kabalah, no se volvio un kamikaze musulmán o no se quiere ir al Tibet para siempre como algunos que tambien le vieron la mala cara a Dios, por acá. Y conste que hoy estoy buenita.

gabrielaa. dijo...

a mí me suena que algo que vio en sus investigaciones le resultó tan inabarcable, que piró. no sería el primero.

Sole P dijo...

Maravilloso relato!!!!

Imagino ahora a Javier caminando por los pabellones del Borda... y todos creyendo que está loco...

Chinita Jodida dijo...

Y yo creo que ese tirano personal lo tiene drogado, dominado y secuestrado..
Habría que liberarlo!!

Mantis dijo...

Una que se me ocurre al voleo ahora, tras haber estado conversando ayer con mi novia (estudiosa evangélica) a ese respecto, es la posibilidad de que Javier haya realmente llegado muy profundamente, casi al límite.

La cuestión es que yo discutía con mi novia, amparándome en la realidad y diciendo que "cuando Dios lo crea necesario, barajará y dará de nuevo. Tan grave no es el hambre de los niños, el agujero de Ozono y los políticos que te pisan con el auto."

Las palabras que recibí como respuesta fueron: "Bueno, la Tierra no es el Reino de Dios, ¿no entendés?"

Imagínese que Javier desdobla la realidad, encuentra un camino que lo eleva mas allá de el reino al cual pertenece, cruel, común, poco-exclusivo. Imagínese que Javier encuentra un mapa. Una hoja de ruta que conduce, entre cálculos, a ese lugar que no le corresponde.

Si Dios aparece entonces, para poner las cosas en su lugar haciendo las veces de "patovica cosmico", Javier pierde. O gana, según la perspectiva.

Por otro lado, los tiranos personales no pertenecen tampoco a la palabra del Señor, y la señal de la cruz es uno de los simbolismos más católicos que existen (lo cual se contradice con eso de "pastores", amén de que pastor siempre hay sólo uno por iglesia y siempre y cuando sea esta evangélica).

En una de esas, el precio de la revelación en la demencia. El Espíritu Santo (brazo fuerte de la Trinidad) no debería tener problema en hacer el trabajo sucio, barajando y dando de nuevo en la cabeza de quien sabe demasiado.

Mis fichas van -sin embargo- a que Javier terminó entrándole al porro en Europa.

Corvina dijo...

Hermoso relato, Mux. Me conmueve el hombre de ciencia que llega "where no man has gone before". Siempre recuerdo las lecciones de catecismo de mi infancia, y al cura hablándonos del misterio de la Santísima Trinidad, y de que el entendimiento del hombre todavía no puede comprenderlo, que llegará el día en que Dios quiera revelarlo. Ahí pensaba lo que dice Mantis: si alguien llegaba a descubrirlo antes, qué le impedía al Divino evitar que se conociera?

Diego dijo...

Bella historia, don.