jueves, 4 de octubre de 2007

Tercera historia: Las locas inundadas.


En octubre de 2005, el señor Nelson vino a mi casa para ultimar los detalles de la fiesta: su hija Jimena cumplía quince años. Festejaba el acontecimiento “en un salón de la calle San Lorenzo”, lugar que para mi era desconocido. “Es curioso”, le dije a Nelson, “después de quince años de trabajar en esto, todavía hay salones que no conozco”. “Lo que pasa”, aclaró Nelson para mi consternación, “es que ese lugar, antes de ser salón de fiestas, era la carnicería del Hospital Penna. De hecho, el salón está dentro del predio del hospital”.

El sábado cinco de noviembre de 2005 llamé a Manuel (mi fletero de confianza), cargué los equipos en la camioneta y nos dirigimos a la calle San Lorenzo al 2400. Cuando uno piensa en un salón de fiestas, por lo general puede dar una dirección precisa y fácil de ubicar. En este caso, había que ingresar al terreno del hospital; pasar por debajo de una gigantesca estructura abandonada; andar a campo traviesa hasta llegar a un puente (por encima del cual había un extraño pasillo techado y con vidrios rotos que no conduce a ningún lugar); doblar a la izquierda, pasar un par de casillas desmanteladas, seguir una débil huella de pasto entre dos construcciones destruidas y, finalmente, doblar una vez más a la izquierda. El recorrido –similar al paseo turístico por las ruinas de una ciudad bombardeada- se corta abruptamente ante la presencia de un alambrado. Detrás del alambrado, hay una enorme estructura estilo inglés colonial, sobre cuya puerta tiene un cartel escrito en letras desparejas: salon de fiesta y sentro cultural. Al costado del salón, se ve imponente la figura de un edificio abandonado, oscuro y ciego, con los vidrios rotos y las paredes cubiertas de moho. En ese edificio estaba el loquero del hospital, me informó Manuel, el fletero.

Mientras descargábamos el equipo (lo más raudamente posible, porque el cielo amenazaba con una tormenta titánica), Manuel me contaba la historia de esos edificios arruinados. Todo esto es la parte vieja del hospital. Ahí – dijo señalando el pasillo techado que no conducía a ningún lugar- quisieron hacer una conexión entre la parte vieja y la parte nueva. Pero se les acabó la guita, y quedó todo a medio hacer. De noche, estos lugares se llenan de gente sin hogar que viene a dormir, y vaguitos de la villa que se juntan para darse con paco y chupar.

Una vez que descargamos el equipo, había que subir un par de escaleras y recién luego llegábamos al salón. Si es que a eso se lo podía llamar salón. En realidad, se trataba de un pasillo ancho en medio de dos pasillos angostos flanqueados por una escalera. La pobre gente de la fiesta había colocado mesas en cualquier parte de ese irregular ambiente, y me habían dejado un lugarcito para armar el equipo. Las paredes del lugar estaban enfundadas con azulejos rotos. Me llamó la atención unos caños gruesos, mugrientos y telarañosos que sobresalían del cielo raso, lo que le daba al improvisado salón el aspecto de un submarino herrumbrado o una caldera infernal. Allí se respiraba un olor ácido y nauseabundo. No pude dejar de recordar que eso había sido una carnicería, y asocié que el olor sería el de la carne fenecida y fermentada impregnando los azulejos para siempre. El tufo perpetuo de muchas vacas dejando las huellas de su agonía. La iluminación del lugar (de los pasillos y de las escaleras) consistía en foquitos colgantes de luz miserable. En el fondo, el pasillo desembocaba en la cocina y, al principio del largo laberinto de escaleras, estaban los baños.

Una vez que descargué el equipo, comencé a armarlo. En ese ínterin se largó a llover intensamente. Con relámpagos y truenos. Del cielo raso decrépito empezaban a caer hilos de agua; goteras groseras que inundaban el piso y malograban los manteles de las mesas. Traé los baldes, Mirta, le dijo Nelson a su esposa. Al instante, en medio del violento quejido de las chapas golpeadas por la lluvia, el salón se llenó de palanganas y latas de pintura vacías. Por suerte, en mi rincón no había filtraciones ni peligros de mojadura.

Permítanme adelantar rápidamente las descripciones en este tramo. La lluvia se detuvo, terminé de armar el equipo, llegaron los invitados (unas ochenta personas), Jimena entró al salón. Etcétera, etcétera. Ahora detengamos la película.

Me invitaron a cenar a una mesa dispuesta para mí, el fotógrafo y el filmador. En medio de la charla con ellos, me revelaron algo aun más tétrico de lo que yo sabía: ese lugar en el que estábamos no había sido carnicería. Había sido la morgue del hospital. “Fijate bajando esa escalera”, dijo el filmador señalando hacia la cocina. Disimuladamente, me levanté de mi silla y miré. Entre la cocina y el salón, había una larguísima escalera antigua que iba hacia abajo y se perdía en la oscuridad. Como si se adentrara bajo tierra. La entrada a la escalera estaba mal tapiada por unos tablones pequeños. ¿Sabés lo que hay allá abajo? Preguntó el fotógrafo con aire de complicidad, allá están las máquinas que usaban los forenses para seccionar los cadáveres. Hay un salón inmenso, bajo tierra, oscuro, lleno de artefactos enormes oxidados. No se puede bajar porque todo eso está inundado. De hecho, todo este edificio se está hundiendo.

Terminamos de cenar y puse el vals de los quince años. La lluvia volvió a desatarse rabiosa. Mientras bailaban los compases de Tiempo de Vals, de Chayanne, se cortó la luz.

Cuando en medio de una fiesta se corta la luz, tanto los invitados como yo nos quedamos absortos unos segundos, sin entender. Esta vez, el corte de luz coincidió con un relámpago fulminante seguido de un trueno. Los invitados, repuestos de la confusión, siguieron a oscuras la pantomima del vals acompañados por la música del aguacero sobre las chapas, esquivando los charcos de goteras prominentes. En ese momento, tuve el temor de que la lluvia terminara de hundir el edificio. O, peor, que inundara por completo el piso subterráneo y, por la escalera tapiada, comenzaran a brotar las máquinas muertas y los huesos seccionados de los muertos acompañados por un líquido negro, espeso y borboteante.

Las horas pasaron entre gritos de entusiasmo y enojo, velas, baldes de agua y el repiqueteo de la lluvia atronadora. A eso de las tres de la mañana, cuando la fiesta ya estaba totalmente arruinada, dejó de llover. La luz no volvía, pero por lo menos el salón no iba seguir convertido en una sopa. En ese descanso aprovecharon para cantar el feliz cumpleaños a capella y cortar la torta.

Mi trabajo estaba siendo muy sencillo: sólo aguardar hasta que volviera la luz. Por eso, mientras los invitados se sacaban fotos diabólicas a la luz de las velas, yo decidí dar un pequeño paseo por el laberinto de pasillos y escaleras. De inmediato advertí un sonido sutil que antes, con el clamor de la lluvia, había pasado desapercibido. El sonido era una profusión de desgarrados gritos femeninos, entrecortados. A medida que me acercaba adonde debía estar el baño de caballeros (y, por lo tanto, cuando más me alejaba de la gente y de la tenue luz de las velas), los gritos se hacían más claros. Eran gemidos. Gemidos que provenían de afuera. De algún lugar no muy lejano, quizás de los edificios abandonados.

Entré al baño a hacer pis en la oscuridad, me miré en el espejo ciego y volví al salón. Los gemidos se apaciguaron hasta hacerme creer que nunca los había oído.

La tormenta se desató una vez más, ahogando la precaria alegría del feliz cumpleaños, fagocitando con sus truenos y relámpagos cualquier esperanza de salvar la noche. La monotonía del agua siguió hasta las seis de la mañana, cuando por fin amaneció entre nubarrones sucios, pies mojados y barro. Nelson se acercó a pagarme. "Qué noche de mierda, la puta que los parió", dijo con tristeza. "Mi hija quería una fiesta inolvidable. La tuvo nomás". Llamé al taxiflet y me fui, apurando el trámite de cargar los equipos en la camioneta porque, una vez más, la lluvia parecía inminente.

Cuando volvíamos, le conté al fletero Manuel la espantosa noche que había tenido. Le hablé de los extraños e incongruentes gemidos. "Ah", dijo, quizás para intranquilizarme del todo, "lo que pasa es que al lado del loquero abandonado, funciona el pabellón de las locas. Es un edificio viejo y hecho mierda. Seguro que, con la lluvia y el corte de luz, se les inundó todo y estaban a los gritos."

"¿Cómo sabés tanto sobre el hospital, Manuel?", le pregunté."Lo que pasa es que yo estuve internado tres meses en el loquero. -contestó como restándole importancia- Fue por un error . Yo nunca le había levantado la mano a mi hijo, pero bueno, vos viste..."

Tragué saliva pensando cómo iba a continuar esa charla. Por suerte, el monólogo se interrumpió por la ensordecida y oportuna lluvia.

Después de largos minutos en silencio, andando por calles casi invisibles y escuchando la lluvia golpeando el capot, Manuel se echó a reír con fuerza. Dijo: "Por ahí gritaban porque se estaban ahogando las muy pelotudas."

12 comentarios:

gabrielaa. dijo...

impresionante. muy impresionante.

Soy yo dijo...

Qué bueno!!! Lúgubre quizás, pero fantástico. Eso sí, casi me desmayo con la imagen del payaso.
Muchos saludos,

Anónimo dijo...

jaja, muy bueno, me reí muchisimo con la frase final

Anónimo dijo...

A mí me caen bien los hospital.
No, perdón, quise decir mal, me confundí.

Ahora, habrá que ver en quedaron los asuntos de la cumpleañera... fíjese que hoy en día, con tanta "gotiquita" y "dark-chotita" que anda dando vueltas, un cumpleaños de quince así, termina siendo lo mejor. Imaginate que te lo organiza una especialista de Palermo y te cobra doce o quince lucas, mientras que a Nelson le habrá salido mucho menos.

(Mantis)

Chinita Jodida dijo...

Que suerte que lo leí de día! ¡Y que por la ventana entra un rayo de sol...

Jorge Mux dijo...

Gabriela y Laura Berra: imagínese lo que es estar en ese lugar, esperando que algo viscoso le repte por sus hombros.

Icht: la frase final la dijo Manuel (un hombre gordo, grandote y con cara diabólica), riéndose, mientras la mañana estallaba en rayos y truenos. No sé qué le ve de gracioso; yo temí por mi vida.

Mantis: a pesar de que la fiesta no era dark, la gente no parecía muy apesadumbrada por todo lo que pasaba.

Chinita Jodida: a mí me asusta el recuerdo de esa noche incluso pensado de día y a la luz del sol.

YHVH dijo...

que barbaro la puta madre!
por que yo no tengo una vida asi!
EH EH
POR QUE?

MUX saca un libro y dejate de robar con el blog!


LUDAS

Anónimo dijo...

Impresionante relato, don Mux, disfruto mucho esas descripciones precisas, la caracterización de personajes y la insinuación de imágenes sonoras.

Increíble que un salón de fiestas se haya localizado ahí. Así y todo estoy seguro que podría dar con ese lugar, aun con los ojos vendados, después de tanta data.

Y hablando de ojos cerrados: no es conveniente mirarse al espejo en plena oscuridad: uno nunca sabe lo que se va a encontrar del otro lado del azogue cuando un espejo deja de cumplir su función primaria.

Luz dijo...

Aca llueve con truenos y todo eso... me dió escalofríos cuando leía.

Ese hospital es tétrico, antes pasaba camiando por la cuadra de enfrente porque le tenía miedo. Ahora voy a dar millones de vueltas de manzana para evitarlo.

Muy buen relato!

Sole P dijo...

Qué feo leer esto con un cielo que se cae a pedazos afuera...

Me mató el final.

El loquero tiene mucho de tétrico y de atrapante. No podría explicar qué ni por qué.

Karmelo Restelli dijo...

Muy bueno como siempre! Un gran abrazo.

Anónimo dijo...

La frase final también me hizo reir muchísimo. Tiene mucho de tétrico, mucho de cínico y mucho de realista.

Este post es más "monstruos" que "berenjenas".

(Nota: La imagen del payaso me desconcentraba en la lectura del cuento.)