Hace muchos meses me llamó Muiños y me dijo: “Jorge, queremos que vengas para nuestra fiesta del nueve de julio al mediodía”. Le dije que no sabía, que tenía trabajo la noche anterior y que iba a ser muy complicado para mí aceptar el compromiso. “Si no nos ponés la música vos, no hacemos la fiesta”, remató para convencerme. Acepté.
Mi trabajo como disc jockey ambulante me permite conocer lugares y personas que de otro modo serían inaccesibles. Muiños, por ejemplo, es el asador de una sociedad de fomento ubicada en un barrio alejado, quien al menos una vez por año me llama para los eventos de su institución. No lo veo en ninguna otra circunstancia y no tengo noticia de esa sociedad de fomento excepto cuando él me llama. Muiños es además mozo y entrenador de fútbol. Y su nombre es Muñoz. Cuando me habló por teléfono yo no recordaba su rostro.
No me dio detalles de la fiesta. En realidad no volvimos a comunicarnos hasta el mismo nueve de julio. “Llevá el himno nacional y efectos de luces. Y no te olvides de los pasodobles”, me encomendó. Eso fue todo.
Cuando llegué al salón ese nueve de julio a las once descubrí que iba a ser una fiesta muy especial. Había colgadas banderas enormes y las paredes estaban cubiertas con cientos de fotos en blanco y negro. Las fotos mostraban infinitas generaciones de equipos de fútbol de un mismo club. Un enorme póster se destacaba entre los adornos: una gigantografía con la tapa de El Gráfico, año 1941; en la foto un joven que viste la casaca de Boca y una leyenda a un costado: “José Peppino Borrelo, el crack”. Una pequeña multitud de ancianas (muy ancianas) que habían llegado temprano, a través de las fotos deducían parentescos y recordaban relaciones pretéritas. Las tres enormes tortas me indicaban que era el 78º aniversario del club Sixto Laspiur. Al costado de las tortas había unos souvenires que recuerdan el mundial Argentina ’78.
Mientras yo acomodo los bafles y los amplificadores, las señoras preguntan por mi trabajo y me cuentan la historia del club. “El año pasado nos quisieron quitar las canchitas para construir un barrio”, dice una de ellas. “Pero salimos a la calle con esa bandera (me señalaba una que decía ‘sin potreros no hay crack’) y ganamos”. Entusiasmada, otra anciana agrega: “le ganamos al intendente y a los hijos de puta de los concejales”. “Yo hace treinta y ocho años que trabajo para el club y esto es mi vida: si me lo quitan me muero”, dice la primera de ellas. Me cuentan el esfuerzo que hacen para mantener con vida a una institución que consiste en canchitas sin cerco en medio de un descampado que parece tierra de nadie: una de ellas cose los números sobre las remeras donadas; otra de ellas prepara el chocolate caliente para los torneos. Otra presta apoyo psicológico a los chicos. Otra pide donaciones para los trofeos y los botines. Muiños, quien en este momento está preparando el asado, es uno de los entrenadores. Ninguno cobra un centavo. Sus palabras me traen a la memoria la película “Luna de Avellaneda”, y con ella evoco cualquier contienda romántica en la cual el barrio actúa como una unidad política y momentáneamente le gana espacio a algún inexorable interés económico. Hasta aquí el relato me provoca una sonrisa de compasión. Conecto los cables; enchufo las luces y pienso que pronto esta institución va a desaparecer; cuando las abuelitas mueran, el recuerdo de esa continuidad de esfuerzos, alegrías y angustias desaparecerá con ellas. Las banderas del club dicen “desde 1928 y para siempre”. El “para siempre” me suena a un “hasta siempre”, es decir: a una de esas frases que se pronuncian cuando la suerte está echada. La mañana está soleada y fría. Los invitados van llegando y se reconocen en las fotos antiguas. Me pregunto para qué traje las luces de colores si el sol se cuela por todas las ventanas. Una señora me cuenta que conoció a Evita cuando vino a Bahía Blanca. "Vino a mi casilla de chapas. Si la vieras, qué sencilla que era... Usaba alpargatas"
Todos llegan con una escarapela argentina y una cinta con los colores del club: verde, blanco y rojo. Como la bandera italiana. Y justo hoy juegan la final Italia y Francia. A la una y media están todos los invitados: más de cien ancianos y unos pocos niños. Para mi sorpresa, ponen una pantalla gigante y me dicen: “vamos a ver la final acá”. Muchos de los ancianos son italianos o hijos de italianos, así que ya sabemos cuál va a ser el favorito.
La llegada de uno de los ancianos provoca una ovación. Un viejito con pulóver amarillo, peinado a la gomina y mostachos muy arreglados. “Es Peppino Borrelo, el del póster”, me indica un invitado. La gente se acerca, le pide autógrafos y quiere sacarse fotos con él. “¿Vos sabés lo que es ser tapa del Gráfico en los años 40? Tenés que ser un grande de verdad”, dice otro. Alguien agrega: “cuando se eligieron los mejores jugadores de todos los tiempos, Peppino salió cuarto”. Estamos ante una leyenda.
Viene el asado: chorizo, morcilla, vacío, tira… Se acerca las tres de la tarde y está todo listo para ver la final. Se enciende la pantalla gigante, conectan el sonido a los bafles y todos palpitamos el último encuentro del Mundial. Fueron tres horas intensas y emocionantes. Gana Italia por penales y los abuelos lloran de alegría. Aprovecho la ocasión y les pongo la canción del mundial de Italia ’90: “une state italiano”. Traen la sidra para el brindis y cortan las tortas. Antes, por supuesto, le cantan el feliz cumpleaños al club y se encienden bengalas. Luego viene el himno nacional. Un minuto después pasan un video con la historia de la institución: reportajes, imágenes, música, fotos. El video no es sentimentalista, pero resulta muy emotivo.
Está oscureciendo rápidamente y hace frío aunque las estufas siguen encendidas. Hay un clima de relajada melancolía. Cuando el señor Peppino Borrelo se retira, me dicen que pida un aplauso por el micrófono. En ese momento entendí la síntesis de todo ese día. El crack, de más de ochenta, desaparece con una reverencia. Pienso por un instante en los souvenires que están al lado de las tortas: dos manos sosteniendo un balón, como el logo del mundial de Argentina ’78. La historia se construye con simetrías: los 78 años de un club de viejitos italianos se asocian así con el año del triunfo argentino, en el mismo día en que Italia gana su tetracampeonato y la independencia argentina cumple 190 años. Un día de muchas melancólicas glorias, glorias hechas de recuerdos y de trofeos. Un domingo como tal vez hace 190 años lo imaginó algún prócer anónimo.
Cuando todo termina y sólo quedamos unos pocos, Muiños me comunica su secreta esperanza de que ese día Argentina iba a llegar a la final. “Sabés lo que hubiera sido esto”, me dice. “Estaríamos saltando acá, de joda, hasta mañana”. Desarmo el equipo, llamo al taxiflet y cargo los bártulos. El frío de la temprana noche es desgarrador; un frío que parece vaticinar otras u otros finales.
i. Cuando llego a mi casa me comunican que falleció una de las personas a quien más quise; mi gran amiga y tutora intelectual Mirta. Es por eso que no ganó Argentina; porque tal vez Alguien supo que en el mismo día no puede convivir la desbordante alegría de ganar el mundial con la infinita tristeza de perder para siempre a una persona querida.
ii. Este es el poema de un souvenir que repartían durante el postre. Se titula “Epopeya 2005”, año en el que el club batalló contra la municipalidad para que no le quiten las tierras. En el souvenir, al lado del escudo rojo, blanco y verde, aparece la figura de San Jorge.
Y cuando pase el tiempo…/ Nunca, pero nunca… / Nos des por muertos…/ Nos des por vencidos…/ Desde algún rinconcito / algún loco va a saltar / y va a recordar los momentos / vividos en este lugar. / Y va a defender este terrunio (sic) / lleno de piedras, pero / más lleno de gloria. / La gloria de un barrio. / La del Noroeste, cuna de tantos / grandes. Nunca nos subestimen. / Laspiur fue y será aun más grande / por los siglos de los siglos. / Laspiur: Desde 1928 y para siempre.
iii. "Este viejo hijo de puta tiene ochenta y pico de años y jugó en el arco para el lado de los casados. Se atajó todas; no les pudimos ganar. Tenías que verlo cómo se tiraba al piso, cómo volaba... Yo tengo treinta y tres años y ahora me duele todo" (El camarógrafo, hablando de Peppino en el partido 'casados vs. solteros' que habían disputado horas antes de la fiesta)
martes, 11 de julio de 2006
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7 comentarios:
Los que conocimos a Mirta Itchart no podemos dejar de sentir una infinita pena por su desaparición. Los mejores años de mi adolescencia y de mi primera juventud los pasé con ella y con el hermoso grupo que supo formar. Me alegro de haberle dicho, hace mucho tiempo, que la admiraba.
Estuve con Melina esa tarde después del partido tomando unos mates sin saber lo de Mirta, pero rememorando aquellos mismos tiempos sin querer.
Genial, simplemente genial!
Me quedó la duda de quien es Mirta...
Sigo sin obtener una respuesta
me puedo llegar a enojar
me puede hacer mal
me puedo morir
te puede llegar a hacer mal
te puede llegar a hacer morir
is
J : Lo que puedo decir acerca de Mirta ya lo dije en el primer comentario. ¿Qué más podría agregar de interés para alguien que no la conoció?
Estimado JM:
desapruebo su actitud poco crítica, y califico a su actitud de "poco crítica", aunque, para ser consistente con mi posición crítica, debo felicitarlo por no ser redundante.
J
PD: su actitud me parece poco crítica.
Jorge! me encuentro algo extraviado en la Transilvania Rumana en una pequena ciudad llamada Brasov. Nieva y me he pasado varios dias leyendo tus historias. De este modo, ademas de alimentarme de buenas prosas, me siento mas cerca de mi Bahia.
Es un placer leerte!
Fabricio
www.melenadepez.blogspot.com
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