No recuerdo una sola época en la que haya podido dormir bien. El signo distintivo de mi vida fue, y sigue siendo, el desorden en el sueño. Un desorden desmañado y enrarecido, como las tripas de un animal muerto.
Hubo días en los que fui la persona más insomne del mundo.
La palabra insomnio no deja traslucir todos los matices y padecimientos ocultos entre las sábanas y la madrugada. Nunca es un simple no dormir: el insomnio es la conciencia estirándose más allá de sus límites, adentrándose como un ciego sin bastón en horas prohibidas. Es el yo resistiendo entre la neblina de la noche y la anestesia de la inconsciencia. Resistiendo, también, a la muerte final y definitiva. En la noche insomne la razón teje pensamientos desesperados; elabora distorsionadas proyecciones de los días futuros (en los cuales cualquier pequeño y lejano problema se convierte en una preocupación sofocante y actual), y lleva el exacto recuento de los segundos con los ojos abiertos en la oscuridad: “han pasado dos horas”, “dos horas y dos minutos”, “dos horas, dos minutos, quince segundos”. Cuando el sueño no llega, se piensan todos los pensamientos, se escuchan todos los ruidos y se sienten todos los dolores. No hay estado de vigilia en el que se esté más despierto: el insomnio es siempre exaltado; siempre hiperbólico. Siempre silenciosamente involuntario. Es curioso que el sueño llega cuando uno se olvida de su insomnio: la cura del mal es la indiferencia, el hastío de repasar los mismos pensamientos y de temer los mismos temores. El abatido aburrimiento de oírse respirar una y otra vez.
Todo eso, a veces.
Porque no siempre es así.
A veces, el sueño llega sin problemas; la conciencia se distiende y se entrega al olvido. Pero sólo para atacar con toda la furia un par de horas después. Dormir plácido, despertar de golpe, sin motivo y ya no poder, nunca más en la interminable noche, volver al sueño. Encender la luz y mirar el reloj: sólo ha pasado media hora. Media hora desde el cansancio feliz que prometía una noche sin interrupciones, y esta sacudida repentina del ahora- aquí- yo, sin entender por qué una parte de uno mismo se traiciona y se desobedece.
Los insomnios son incurables.
No hay té de valeriana, sexo desenfrenado, lectura aburrida, maratón nocturna ni leche tibia que lo destruya. No hay melatoninas ni zopiclonas; no funcionan los mejores consejos ni las estrategias más ocurrentes. No sirve engañarlo cerrando los ojos, quedándose inmóvil, dejando de respirar o muriéndose. De hecho, durante un insomnio se corre el riesgo de no morir nunca más.
A veces leo mis insomnios.
Si no llego a dormirme, creo que algo en mí trata de protegerme. Como si una parte de mi yo (una parte benévola; una especie de “ángel – yo”) me estuviera diciendo: no voy a permitir que te duermas porque tu inconsciente te está preparando algo terrible. ¡No le des oportunidad! El insomnio, en esos casos, es una lucha entre demonios que disputan los límites entre el mundo de hierro de la vigilia, y el plástico universo onírico. Es un insomnio benéfico, que me acaricia tendiendo su sudorosa mano de madre desquiciada.
Otras veces, cuando me despierto de golpe, creo que hay algo apremiante que sólo yo puedo hacer. Creo que, mientras soñaba, vino a mí la imagen de algo que dejé pendiente –peligrosamente pendiente- y que ahora no la puedo recordar. Es un despertar urgido, cargado de energías que no encuentran cómo canalizarse, y que pueden tomar dos caminos: desvanecerse hasta volver a la inconsciencia. O envalentonarse hasta encontrar un tortuoso por qué; pueden doblegarme hasta hacerme levantar; pueden hacerme examinar papeles, revisar mails, buscar desperfectos en la casa o en mi cuerpo. Incluso, pueden hacerme llamar por teléfono a parientes dormidos y exigirles, entre lágrimas, una confesión importante que me estuvieron ocultando por décadas.
Es un insomnio angustiante y cargado de culpas.
Por suerte en algún momento la conciencia se detiene, se muere repentinamente sin registro; se desvincula de sí misma hundiéndose en un largo bostezo. En ese momento, entonces, comienza la mejor parte de la velada onírica: los maremotos de horribles pesadillas.
A esa parte de mi vida la disfruto como el único solaz entre insomnio e insomnio.
4 comentarios:
Te leo hace tiempo, me parece genial lo que escribis...
Dulces sueños!
Luz
No por nada pienso que los mayores cataclismos en la historia de la humanidad se han gestado en insostenibles horas de insomnio.
Excelente como siempre.
Y pensar que hay quienes se la pasan durmiendo todo el día...
"...el insomnio es la conciencia estirándose más allá de sus límites (...)durante un insomnio se corre el riesgo de no morir nunca más".
Qué buen relato!! Tan misterioso me pareció siempre el insomnio... qué bien lo describe!!
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